La loba de Francia (32 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

BOOK: La loba de Francia
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¡Cuántas horas, esfuerzos y gritos se habían necesitado para cargar los barcos, redondos como los zuecos que calzaban los holandeses, con todos los pertrechos de esta caballería: cajas de armamentos, cofres de corazas, víveres, cocinas, hornillos, utensilios de herrador, con los yunques, fuelles y martillos! Luego habían tenido que embarcar los grandes caballos de Flandes, pesados alazanes patudos, enjaezados de rojo, con crines pálidas, deslavadas y flotantes, enormes grupas carnosas y sedosas, verdaderas monturas de caballeros sobre las que se podía, sin fatigarlas, poner las sillas de altos arzones, enganchar los caparazones de hierro y colocar un hombre con su armadura, casi cuatrocientas libras Para llevar al galope.

Había más de mil de estos caballos, porque messire Juan de Hainaut, cumpliendo su palabra, había reunido mil caballeros, acompañados de sus escuderos, criados, bribones, que en total hacían dos mil setecientos cincuenta y siete hombres a sueldo, según el registro que llevaba Gerardo de Alspaye.

El castillo de popa de cada navío servía de alojamiento a los más importantes señores de la expedición.

Se hicieron a la vela la mañana del 22 de septiembre para aprovechar las corrientes del equinoccio; navegaron todo un día por el Mosa y anclaron delante de los diques de Holanda. Las chillonas gaviotas daban vueltas alrededor de las naves.

Al día siguiente singlaron hacia alta mar. El tiempo parecía bueno; pero al declinar el día se levantó viento de través contra el que los navíos apenas podían luchar; el mar se agitó, y toda la expedición se vio presa de gran angustia y temor. Los caballeros vomitaban por encima de las batayolas, cuando les quedaba fuerza para acercarse a ellas. Las mismas tripulaciones estaban en dificultades, y los caballos, empujados y revueltos en la cuadra del entrepuente, exhalaban un olor nauseabundo. Una tempestad es más temible de noche que de día. Los clérigos se pusieron a rezar.

Messire Juan de Hainaut desplegó maravillas de valor y de consoladoras palabras ante la reina Isabel, tal vez en demasía, ya que en ocasiones la solicitud de los hombres puede ser inoportuna para las damas. La reina sintió como un alivio cuando messíre de Hainaut se puso enfermo también.

Sólo Lord Mortimer parecía resistir al mal tiempo; los hombres celosos no se marean, al menos así se dice. Por lo contrario, daba pena ver a Juan Maltravers cuando llegó la aurora: la cara más larga y pálida que de costumbre, los cabellos caídos sobre las orejas y sucia la cota de armas, estaba sentado, con las piernas separadas, sobre un rollo de jarcias, y gemía a cada ola, como si le hubiera de traer la muerte.

Por fin, por la gracia de monseñor San Jorge, el mar se calmó, y cada uno pudo poner un poco de orden en su persona. Luego los hombres de vigía divisaron tierra inglesa, solamente unas millas más al sur del punto al que querían llegar; y los marineros se dirigieron hacia el puerto de Harwich, donde ahora atracaban. La nave real, con los remos levantados, rozaba ya el muelle de madera.

El joven príncipe de Aquitania, a través de las largas y rubias pestañas, contemplaba soñadoramente las cosas que lo rodeaban, ya que todo lo que su mirada encontraba redondo, rojizo o rosado, nubes empujadas por la brisa de septiembre, velas bajas e hinchadas de los últimos navíos, grupas de los alazanes de Flandes, mejillas de messire Juan de Hainaut, todo le recordaba, inevitablemente, la Holanda de sus amores.

Al poner pie en el muelle de Harwich, Roger Mortimer se sintió identificado con su antepasado que, doscientos sesenta años antes, había desembarcado en tierra inglesa al lado del Conquistador. Y se notó claramente en su aire, en su tono y en la manera de dirigir todas las cosas.

Compartía la dirección de la expedición, con igualdad de mando, con Juan de Hainaut, igualdad bastante normal, ya que Mortimer solo contaba con su buena causa, algunos señores ingleses y el dinero de los Lombardos, mientras que el otro llevaba los dos mil setecientos cincuenta y siete hombres que iban a combatir. Sin embargo, Mortimer consideraba que Juan de Hainaut no debía dedicarse más que a la vigilancia de sus tropas, mientras que él pretendía tener la entera responsabilidad de las operaciones. El conde de Kent, por su parte, parecía poco dispuesto a figurar en primer término, porque si, a pesar de las informaciones recibidas, parte de la nobleza permanecía fiel al rey, las tropas de éste serían mandadas por el conde de Norfolk, mariscal de Inglaterra
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, es decir, el propio hermano de Kent. Ahora bien, rebelarse contra un hermanastro, veinte años mayor y mal rey es una cosa; pero es muy distinto desenvainar la espada contra un hermano muy querido del que no le separaba más que un año.

Mortimer, buscando en seguida información, había interrogado al Lord Mayor de Harwich.

¿Sabía dónde se encontraban las tropas reales? ¿Cuál era el castillo más cercano que pudiera prestar cobijo a la reina, mientras desembarcaban los hombres y descargaban los navíos?

—Estamos aquí —declaró Mortimer al Lord Mayor— para ayudar al rey Eduardo a deshacerse de los malos consejeros que arruinan su reino y para poner a la reina en el lugar que merece. No tenemos, pues, otras intenciones que las que nos han inspirado la voluntad de los barones y el pueblo todo de Inglaterra.

Así era de breve y clara la justificación que Robert Mortimer repetiría en cada parada a la gente que podía sorprenderse por la llegada de este ejército extranjero.

El Lord Mayor, hombre viejo de cabellos canos que le revoloteaban al viento, y que se estremecía en su ropa, no de frío sino de miedo, parecía no tener información alguna. ¿El rey, el rey...? Se decía que estaba en Londres, a no ser que estuviera en Portsmouth... En todo caso, en Portsmouth debía de haberse concentrado una gran flota, ya que una orden del mes anterior mandaba a todos los barcos que se dirigieran allí en previsión de una invasión francesa; eso explicaba que hubiera tan pocos navíos en el puerto.

Lord Mortimer no dejó de mostrar, en ese momento, cierto orgullo, sobre todo ante messire de Hainaut; porque el había hecho propagar, por medio de emisarios, su intención de desembarcar en la costa sur; la astucia había tenido éxito completo. Juan de Hainaut, por su parte, podía estar orgulloso de sus marinos holandeses, que no se habían desviado del rumbo a pesar de la tempestad.

La región estaba sin vigilancia; el Lord Mayor no tenía conocimiento de movimientos de tropas en los parajes vecinos, ni había recibido otra consigna que la de la vigilancia habitual. ¿Un lugar donde hacerse fuerte? El Lord Mayor sugería la abadía de Walton, a tres leguas al sur, siguiendo la costa. En su interior, tenía gran deseo de cargar sobre los monjes el cuidado de alojar a aquella compañía.

Había que formar una escolta de protección de la reina.

—Yo la mandaré —exclamó Juan de Hainaut.

—¿Y quién va a vigilar el desembarco de vuestros Hennuyers? —dijo Mortimer—. ¿Cuánto tiempo durará la operación?

—Para que estén dispuestos en orden de marcha, tres jornadas. Mi maestro escudero, Felipe de Chasteaux, tomará a su cargo esta tarea.

La mayor preocupación de Mortimer eran los mensajeros que había enviado desde Holanda al obispo Orletón y al conde de Lancaster. ¿Habrían llegado hasta ellos los mensajeros? ¿Y dónde se encontrarían éstos ahora? Seguramente lo sabría por los monjes, y podría enviar jinetes que, de monasterio en monasterio, llegarían hasta los jefes de la resistencia interior.

Autoritario, tranquilo en apariencia, caminaba Mortimer a grandes zancadas Por la calle mayor de Harwich, bordeada de casas bajas; se volvía, impaciente, al ver la lentitud con que se formaba la escolta; se dirigía de nuevo al puerto para urgir el desembarco de los caballos; y regresaba a la posada de las Tres Copas, donde la reina y el príncipe Eduardo esperaban sus monturas. Por esta misma calle, que hollaba ahora, pasaría y repasaría durante varios siglos la historia de Inglaterra.

Por fin quedó lista la escolta, llegaron los caballeros en filas de a cuatro, ocupando toda la anchura de la High Street. Los bribones corrían al lado de los caballeros para fijar una última lazada en el caparazón; las lanzas pasaban delante de las estrechas ventanas y las espadas resonaban al chocar con las rodilleras.

Ayudaron a la reina a montar en su palafrén, y luego comenzó la cabalgada a través de la ondulada campiña, de árboles espaciados, landas invadidas por la marea y contadas casas con sus tejados de bálago. Detrás de los bajos setos, pacían corderos de espesa lana, alrededor de charcas salobres. Paisaje triste, en suma, envuelto en la bruma del estuario. Pero Kent, Cromwell, Alspaye, el puñado de ingleses y el mismo Maltravers, por muy enfermo que estuviera, contemplaban aquel paisaje, se miraban, y las lágrimas se le saltaban a los ojos. Aquella tierra era la de Inglaterra.

Y de repente, a causa de un caballo que sacó la cabeza por encima de la media puerta de la cuadra y se puso a relinchar al paso de la cabalgada, Roger Mortimer sintió caer sobre sí la emoción de su país reencontrado. Esta alegría, esperada tanto tiempo, y que no había sentido aún, debido a las graves preocupaciones y decisiones que debía tomar, acababa de experimentarla en medio del campo, porque un caballo inglés había relinchado a los caballos de Flandes.

¡Tres años de alejamiento, tres años de destierro, de espera, de ilusiones! Mortimer recordó la noche de su evasión de La Torre, empapado, deslizándose en una barca en medio del Támesis, para conseguir un caballo en la otra orilla. Y ahora regresaba, bordados sus blasones en el pecho y con mil lanzas para sostener su lucha. Volvía amante de la reina, con lo que tanto había soñado en la prisión. A veces la vida parece un sueño, y solamente entonces puede decirse que se es feliz.

Dirigió una mirada de gratitud y de connivencia a la reina Isabel, hacia su hermoso perfil, encuadrado en el tejido de acero, donde los ojos brillaban como zafiros. Pero Mortimer vio que messire Juan de Hainaut, que marchaba al otro lado de la reina, la miraba también, y su inmensa alegría desapareció de golpe. Tuvo la impresión de haber vivido ya este instante, de revivirlo ahora, y se sintió turbado, ya que pocos sentimientos son tan inquietantes como éste, que a veces nos asalta, de reconocer un camino por el que nunca hemos pasado. Se acordó de la ruta de París, el día en que fue a recibir a la reina Isabel y de Roberto de Artois caminando al lado de la reina, como lo hacía ahora Juan de Hainaut.

Y oyó decir a la reina:

—Mesfire Juan, os debo todo; en primer lugar, estar aquí.

Mortimer puso mala cara y se mostró sombrío, brusco, distante, durante el resto del recorrido, incluso cuando llegaron a la abadía de Walton y se instalaron, unos en la vivienda abacial otros en la hostería, y la mayoría de los guerreros en los horreos. A tal punto, que la reina Isabel cuando, por la noche, se retiró a solas con su amante, le preguntó:

—¿Qué os pasaba, gentil Mortimer, durante el final de la jornada?

—Me pasa, señora, que creía haber servido bien a mi reina y amiga.

—¿Y quién os ha dicho, hermoso sire, que no lo habéis hecho?

—Creía, señora, que era a mí a quien debíais este regreso a vuestro reino.

—¿Quién ha pretendido que no os lo deba?

—Vos misma, señora, lo declarásteis delante de mí a messire de Hainaut, dándole las gracias por todo.

—¡Oh, Mortimer, mi dulce amigo, cómo sospecháis de cualquier palabra! —exclamó la reina—.

¿Qué mal hay en dar las gracias a quien se lo merece?

—Yo sospecho de lo que existe —replicó Mortimer—. Sospecho de las palabras, como sospecho también de ciertas miradas que esperaba, lealmente, que sólo debíais dirigirme a mí. Sois coqueta, señora, cosa que no esperaba. ¡Vos coqueteáis!

La reina estaba cansada, los tres días de mala mar, la inquietud de un desembarco muy aventurado y el recorrido de cuatro leguas la habían puesto a dura prueba. ¿Había muchas mujeres que hubieran soportado otro tanto sin quejarse ni causar ninguna preocupación? Esperaba un cumplido por su valentía, en lugar de reproches de celos.

—¿Qué coquetería, amigo? —dijo con impaciencia—. La casta amistad que me dedica messire de Hainaut puede dar risa; pero proviene de un buen corazón, y no olvidéis, además, que nos ha conseguido las tropas que tenemos aquí. Resignaos, pues, a que sin alentarlo le corresponda un poco; basta que contéis nuestros ingleses y sus Hennuyers. A este hombre, que os irrita tanto, le sonrío también por vos.

—A la mala conducta siempre se le encuentran buenas razones. Messire de Hainaut os sirve por gran amor, ya lo veo; pero no tanto como Para rehusar el oro que le pago por eso. No necesitabais pues, ofrecerle, encima, tan tiernas sonrisas. Me habéis humillado al veros caer de la altura de pureza en que yo os había colocado.

—No os hirió que cayera de esa altura de pureza, amigo Mortimer, el día que caí en vuestros brazos.

Era la primera riña. ¿No era absurdo que se hubiera producido precisamente el día que tanto habían esperado, y por el que, durante tantos meses, habían unido sus esfuerzos?

—Amigo —añadió más suavemente la reina—, esta gran ira que se ha apoderado de vos, ¿no será debida a que ahora estoy a menos distancia de mi esposo y que el amor nos será más difícil?

Mortimer bajó la frente, marcada por sus rudas cejas.

—Creo, en efecto, señora, que ahora que estáis en vuestro reino, tendremos que acostarnos separados.

—Justamente eso era lo que os iba a suplicar, dulce amigo —respondió Isabel.

Cruzó la puerta de la habitación, y no vio llorar a su querida. ¿Dónde estaban las felices noches de Francia?

En el pasillo de la residencia abacial, Mortimer se encontró de frente con el joven príncipe Eduardo con un cirio en la mano que iluminaba su delgado y blanco rostro. ¿Estaba allí espiando?

—¿No vais a dormir, my Lord? —le preguntó Mortimer.

—No, os estaba buscando, my Lord, para rogaros que me enviarais a vuestro secretario... Este primer día de mi regreso al reino querría mandar una carta a la señora Felipa...

II.- La hora de la luz

Al muy bueno y poderoso señor Guillermo, conde de Hainaut, Holanda y Zelanda: Mi muy querido y muy amado hermano, a quien Dios guarde salud.

Estábamos todavía desembarcando nuestras gentes en el puerto marino de Harwich, y la reina permanecía en la abadía de Walton, cuando nos llegó la buena nueva de que monseñor Enrique de Lancaster, —que es primo del rey Eduardo y a quien llaman aquí el Lord del CuelloTorcido debido a que tiene la cabeza algo de través—, estaba en marcha para encontrarse con nosotros, con todo un ejército de barones, caballeros y hombres reclutados en sus tierras, y también con los lores obispos de Hereford, Norwich y Lincoln, para ponerse todos al servicio de la reina, mi dama Isabel. Y monseñor de Norfolk, mariscal de Inglaterra, había anunciado también la misma intención, y que llegaría con sus valientes tropas.

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