La loba de Francia (40 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

BOOK: La loba de Francia
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Tomas de Berkeley era un bravo joven, sin intenciones aviesas con respecto a sus semejantes. Sin embargo, no tenía motivo de mostrarse excesivamente amable con el antiguo rey Eduardo II que lo había tenido cuatro años en prisión, en compañía de su padre Mauricio de Berkeley, quien murió durante su detención. Por lo contrario tenía todas las razones para ser devoto de su poderoso suegro Roger Mortimer, con cuya hija mayor había casado en 1320, a quien había seguido a la rebelión de 1322 y por quien había sido liberado el año anterior. Tomas recibía la considerable suma de cien shilling diarios por la guarda y albergue del rey caído. Ni su mujer Margarita Mortimer ni su hermana Eva, esposa de Maltravers, eran malas personas.

Eduardo II hubiera encontrado su estancia aceptable si sólo hubiera estado atendido por la familia Berkeley. Para su desgracia, estaban también los tres atormentadores: Maltravers, Gournay y el barbero Ogley. Éstos no daban respiro al antiguo rey; tenían gran imaginación para la crueldad, y entre ellos se había establecido una especie de competición: quién haría más refinado el suplicio.

Maltravers tuvo la idea de instalar a Eduardo en el interior de una torre albarrana, en un reducto circular de unos pies de diámetro, cuyo centro estaba ocupado por un antiguo pozo, seco ahora y sin brocal. Bastaba un falso movimiento para que el prisionero cayera a este profundo agujero. Eduardo tenía que estar en constante atención, y este hombre de cuarenta y cuatro años, que ahora aparentaba más de sesenta, permanecía echado sobre una brazada de paja, pegado el cuerpo a la pared, donde no se desplazaba más que reptando, y si se amodorraba se despertaba en seguida, bañado en sudor, temiendo haberse acercado al vacío.

A este suplicio del miedo, Gournay había añadido el del olor. Hacía recoger en el campo carroñas de animales, tejones cogidos en la madriguera, zorros, garduñas, pájaros muertos en estado de avanzada descomposición, y los echaba en el pozo para que la pestilencia de su carne infectara el poco aire que tenía el prisionero.

—¡Buena caza para el cretino! —decían los tres verdugos todas las mañanas cuando traían su carga de animales muertos, También ellos percibían el olor, ya que estaban, por turno, en una pequeña pieza en lo alto de la escalera de la torre, pieza que dominaba el reducto donde iba consumiéndose el rey. Hasta ellos llegaban de vez en cuando asquerosas ráfagas; entonces era la ocasión de hacer groseras bromas.

—¡Lo que puede llegar a oler un pastel! —exclamaban batiendo los cubiletes de los dados y bebiendo vaso tras vaso de cerveza.

El día que le llegó la carta de Orletón conferenciaron largamente. El hermano Guillermo les tradujo la misiva, sin tener la menor duda sobre su verdadero significado, pero haciéndoles apreciar la hábil ambigüedad de la redacción. Los tres hombres se golpearon los muslos durante un buen cuarto de hora, mientras repetían retorciéndose de risa: «Bonum est... bonum est.»

El jinete que les había llevado la carta repitió fielmente su mensaje oral: «Sin huellas.»

Sobre esto se consultaban.

—La verdad es que tienen extrañas exigencias esa gente de la corte, obispos y demás lores —dijo Maltravers—. Mandan matar y que no se vea.

¿Cómo proceder? El veneno dejaba el cuerpo negro; además, había que obtenerlo de gente que podía hablar. ¿Estrangulación? La señal del lazo queda en el cuello, y la cara queda azulada.

Fue Ogle, antiguo barbero de la Torre de Londres, a quien se le ocurrió la genialidad.

Tomas Gournay aportó al plan algunas mejoras y Maltravers se rió de buena gana mostrando los dientes y hasta las encías.

"—¡Será castigado por donde ha pecado! —exclamó. La idea le parecía concebida con gran astucia.

—Tendremos que ser cuatro para eso —dijo Gournay—. Berkeley habrá de echarnos una mano.

—¡Ah, ya sabes como es mi cuñado Tomas! —respondió Maltravers—. Cobra sus cinco libras diarias, pero tiene el corazón sensible. Nos sería más molesto que útil.

—El gordo Towurlee nos ayudará de buen grado si se le promete una buena bolsa —dijo Ogle—.

Además es tan bestia que, aunque hable, nadie le creerá.

Esperaron a la noche. Gournay hizo preparar en la cocina una excelente cena para el prisionero: pastel blando, pájaros asados y una cola de buey en salsa. Eduardo no había comido tan bien desde su estancia en Kenilworth con su primo CuelloTorcido. Se asombró, un poco inquieto al principio y después reconfortado, por aquella desacostumbrada comida. En lugar de echarle la escudilla que él tenía que colocar al borde del pozo maloliente, lo instalaron en una pequeña pieza contigua, sobre un escabel, lo que parecía un lujo extraordinario; y comió con placer aquellas viandas cuyo gusto casi había olvidado. Le sirvieron también vino, un buen vino clarete que Tomas de Berkeley hacía traer de Aquitania. Los tres carceleros asistían a esta comida y se hacían pequeños guiños.

—Ni siquiera tendrá tiempo de digerirla —susurró Maltravers a Gournay.

El coloso Towurlee, plantado en la puerta, la obstruía completamente.

—Se encuentra uno mejor ahora, ¿verdad, my lord? —dijo Gournay cuando el viejo rey terminó la comida—. Ahora te vamos a llevar a una buena habitación donde encontrarás un lecho de plumas.

El prisionero de la cabeza rapada y larga mandíbula miró a sus guardias con sorpresa.

—¿Habéis recibido nuevas órdenes? —preguntó.

Su tono estaba lleno de temerosa humildad.

—SI, claro, hemos recibido órdenes y te vamos a tratar bien, my lord —respondió Maltravers—.

Te hemos puesto fuego en donde vas a dormir porque por las noches comienza refrescar, ¿verdad, Gournay? Es debido a la estación; estamos ya a finales de septiembre.

Hicieron bajar al rey por la estrecha escalera, atravesar el patio con hierba y subir al otro lado de la muralla. Sus carceleros no habían mentido; había una habitación, no una habitación de palacio, pero sí una buena pieza, limpia y caliente, con una cama y un grueso colchón de plumas, y una especie de brasero lleno de tizones ardiendo. Casi hacía demasiado calor.

El vino, el calor... El rey caído sentía que le bailaba un poco la cabeza. ¿Bastaba, pues, una buena comida para que volviera la esperanza? Pero, ¿cuáles eran las nuevas órdenes y por qué lo trataban con tan repentinas consideraciones? Tal vez una revuelta en el reino, Mortimer caído en desgracia...

O simplemente que el joven rey se había inquietado por la suerte de su padre y había mandado que lo trataran en forma más humana... Pero aunque hubiera habido una revuelta, aunque todo el pueblo se hubiera levantado en su favor, Eduardo no aceptaría recuperar el trono, ya que así lo había jurado ante Dios. Porque, si fuera rey de nuevo, comenzaría a cometer faltas otra vez; no estaba hecho para reinar. Lo único que deseaba era un tranquilo convento, pasearse por un hermoso jardín, que le sirvieran platos a su gusto... y rezar también. Y se dejaría crecer la barba y el cabello, a no ser que se hiciera monje. ¡Qué negligencia e ingratitud no agradecer al Creador estas simples cosas que bastan para hacer agradable la vida: sabroso alimento, habitación caliente...! Había un atizador en el brasero...

—¡Túmbate, my lord! La cama es buena, ya verás, Gournay.

Y en efecto, el colchón era blando. ¡Qué placer, encontrar de nuevo una buena cama! Pero, ¿por qué se quedaban allí los tres hombres? Maltravers estaba sentado en un escabel, colgándole el cabello sobre las orejas, las manos entre las rodillas y miraba al rey. Gournay atizaba el fuego. El barbero Ogle tenía en la mano un cuerno de buey y una pequeña sierra.

—Duerme, sire Eduardo, no te ocupes de nosotros; vamos a trabajar —insistió Gournay.

—¿Qué haces, Ogle? —preguntó el rey—. ¿Tallas un cuerno para beber?

—No, my lord, no para beber. Tallo un cuerno y nada más. Luego se volvió hacia Gournay, señaló con la uña del pulgar un lugar del cuerno y dijo:

—Creo que es bastante largo. ¿No os parece?

Gournay, el de rostro de cerda, miró por encima del hombro y respondió:

—Sí, creo que está bien. Bonum est. Y se puso a soplar el fuego.

La sierra chirriaba sobre el cuerno de buey. Cuando quedó dividido, el barbero tendió la parte afilada a Gournay, quien la examinó y hundió en ella el atizador al rojo. Un acre olor apestó de pronto la pieza. El atizador surgió por la punta quemada del cuerno. Gournay lo volvió a poner en el fuego. ¿Cómo querían que durmiera el rey con todo ese trajín? ¿Lo habían apartado del pozo de las carroñas para que oliera el cuerno quemado? De repente Maltravers, que continuaba sentado mirando a Eduardo, le preguntó:

—¿Tenía tu Despenser, a quien tanto querías, el miembro sólido?

Los otros dos se morían de risa Al oír este nombre. Eduardo sintió como si le desgarraran las entrañas y comprendió que lo iban a ejecutar en seguida. ¿Se aprestaban a darle la misma atroz muerte que a Hugh el joven?

—¿Vais a hacer eso? ¿Vais a matarme? —exclamó incorporándose de pronto en la cama.

—¿Matarte nosotros, sire Eduardo? —dijo Gournay sin volverse siquiera—. ¿Quién te ha dicho esto? Nosotros tenemos órdenes. Bonum est, bonum est...

—Vamos, acuéstate —dijo Maltravers.

Pero Eduardo no se acostó. Su mirada, desde su calva cabeza, iba de la nuca de Tomas Gournay al largo rostro de Maltravers y a las sonrosadas mejillas del barbero. Gournay sacó del fuego el atizador y examino la extremidad incandescente.

—¡Towurlee! —llamó—. ¡La mesa!

El coloso, que esperaba en la pieza contigua, entró llevando una pesada tabla. Maltravers cerró la puerta y dio una vuelta a la llave. ¿Por qué esta tabla, esta gruesa plancha de encina, que solían poner sobre los banquillos? Pero en la pieza no había ningún banquillo. Entre tantas cosas extrañas que pasaban alrededor del rey, esa tabla llevada a brazos de un gigante era el objeto mas insólito y espantoso. ¿Cómo se podía matar con una tabla? Éste fue el último pensamiento claro que tuvo el rey.

—¡Vamos! —dijo Gournay haciendo una seña a Ogle.

Se acercaron, uno por cada lado de la cama, se lanzaron sobre Eduardo y lo pusieron cara abajo.

—¡Ah, bribones, bribones! —gritaba—. ¡No, no vais a matarme!

Se agitaba, se revolvía, y Maltravers tuvo que echar una mano; los tres eran poco y el gigante Towurlee no se movía.

—¡Towurlee, la tabla! —gritó Gournay.

Towurlee se acordó de lo que le habían ordenado. Levantó la enorme tabla y la puso atravesada sobre la espalda del rey. Gournay le bajó las bragas al prisionero, que se desgarraron de tan usadas como estaban. Era grotesco y miserable descubrir de esta forma el trasero del rey, pero los asesinos no estaban ahora para risas.

El rey, medio atontado por el golpe y ahogándose bajo la madera que lo hundía en el colchón, se resistía, pataleaba. ¡Cuánta energía tenía aún!

—¡Towurlee, sujétale los tobillos! ¡No, así no, separados! —ordenó Gournay.

El rey consiguió sacar la nuca de debajo de la plancha, y volvió la cara de lado para tomar un poco de aire. Maltravers le apretó la cabeza con las dos manos. Gournay agarró el atizador, y dijo:

—¡Métele el cuerno ahora, Ogle!

El rey Eduardo tuvo una contorsión violenta, desesperada, cuando el hierro al rojo le penetró en las entrañas; el alarido que lanzó atravesó los muros de la torre, pasó por encima de las losas del cementerio y despertó a la gente del burgo. Y los que oyeron aquel largo, lúgubre y espantoso grito tuvieron en el mismo instante la seguridad de que acababan de asesinar al rey.

A la mañana siguiente, los habitantes de Berkeley subieron al castillo para informarse. Les dijeron que, en efecto, el antiguo rey había fallecido repentinamente durante la noche lanzando un estentóreo grito.

—Venid a verlo, si, acercaos —decían Maltravers y Gournay a los notables y al clero—. Ahora lo vamos a amortajar: entrad, todo el mundo puede entrar.

Y la gente del burgo comprobó que no había ninguna señal de golpe, llaga o herida en aquel cuerpo que iban a lavar y al que nadie intentaba esconder.

Tomas Gournay y Juan Maltravers se miraban; había sido una brillante idea eso de meter el atizador a través del cuerno de buey; verdaderamente un asesinato sin huellas; en ese tiempo tan fecundo en materia de asesinatos, podían enorgullecerse de haber descubierto un método perfecto.

Únicamente les inquietaba la súbita e inopinada partida de Tomas de Berkeley, antes del alba, con el pretexto, según había hecho decir por su mujer, de un asunto en otro castillo. Y luego ese Towurlee, el coloso de cabeza pequeña, que refugiado en el establo y echado en el suelo, lloraba desde hacía varias horas.

Gournay partió a caballo el mismo día hacia Nottingham, donde se encontraba la reina, para anunciarle la muerte de su esposo.

Tomas de Berkeley estuvo ausente durante una buena semana, y se dejó ver en varios lugares de los contornos, para acreditar que no se hallaba en su castillo en el momento de la muerte.

Al regresar, tuvo la desagradable sorpresa de encontrar todavía el cadáver. Ningún monasterio de los alrededores había querido cargar con él; y Berkeley tuvo que guardar el cadáver en el ataúd durante un mes. Por lo cual, siguió cobrando sus cien shillings diarios.

Ahora todo el reino conocía la muerte del antiguo soberano; extraños relatos, que no se apartaban mucho de la verdad, circulaban a este respecto, y se decía que el asesinato no llevaría felicidad a los que lo habían realizado, ni, por muy altos que estuvieran, a los que lo habían ordenado.

Por fin, un abad fue a hacerse cargo del cuerpo en nombre del obispo de Gloucester, que aceptó recibirlo en su catedral. Los restos del rey Eduardo II fueron puestos en una carreta cubierta con una tela negra. Tomas de Berkeley y su familia los acompañaron, y la gente de los aledaños siguieron en cortejo. A cada alto que hizo el convoy de milla en milla, los campesinos plantaron una encina.

Han pasado seiscientos años; y algunas de estas encinas continúan en pie y proyectan su negra sombra sobre la ruta que va de Berkeley a Gloucester.

Repertorio Biográfico

ALENÇON (Carlos de Valois, conde de) (1294-1346) Hijo segundo de Carlos de Valois y de Margarita de Anjou-Sicilia. Muerto en Crecy.

ANJOU-SICILIA (Margarita de) condesa de Valois (hacia 1270-1299) Hija de Carlos II de Anjou, rey de Nápoles y de Sicilia. Primera esposa de Carlos de Valois. Madre de Felipe VI, rey de Francia.

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