Las murallas exteriores, que contorneaban una amplia colina, encerraban jardines, prados, cuadras y establos, una forja, horreos y hornos, el molino, las cisternas, las habitaciones de los servidores y los cuarteles de los soldados; todo un pueblo casi tan grande como el de fuera, cuyos musgosos tejados se veían apiñados a su alrededor. No parecía posible que fueran de la misma raza los hombres que habitaban fuera de los muros en aquellas casuchas y los que vivían en el interior de la formidable fortaleza que proyectaba sus rojas murallas contra el cielo de invierno.
Porque Kenilworth
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había sido construido con piedra roja color de sangre seca. Era uno de aquellos fabulosos castillos del siglo que siguió a la conquista, cuando un puñado de normandos, compañeros de Guillermo, o sus descendientes inmediatos, supieron mantener a raya a todo un pueblo, gracias a los inmensos castillos-fortalezas diseminados por las colinas.
El torreón de Kenilworth, de forma cuadrada y de vertiginosa altura, recordaba a los viajeros de Oriente los pilones de los templos de Egipto.
Las proporciones de esta obra tiránica eran tales que en el espesor de los muros había piezas muy amplias. No se podía entrar en esta torre más que por una escalera estrecha por la que apenas podían cruzarse dos personas, y cuyos escalones de color rojo conducían a una puerta protegida y rastrillada del primer piso. En el interior existía un jardín, más bien un patio con hierba, de veinte metros de lado, sin techo y completamente encerrado.
No había construcción militar mejor concebida para resistir un asedio. Si el invasor lograba franquear la primera muralla, los sitiados se refugiaban en el propio castillo, al abrigo del foso y si atravesaban el segundo muro, abandonaban al enemigo las dependencias habituales de estancia, la gran sala, las cocinas, las habitaciones señoriales, la capilla, y se atrincheraban en este torreón, alrededor del pozo de su patio verde y en los flancos de sus profundos muros.
El rey vivía allí, prisionero. Conocía bien a Kenilworth, que había pertenecido a Tomas de Lancaster y había servido de centro de reunión de los barones rebeldes. Decapitado Tomas, Eduardo se apoderó del castillo y habitó en él durante el invierno de 1323, antes de entregarlo al año siguiente a Enrique Cuello-Torcido, al mismo tiempo que le devolvía todos los bienes y títulos de los Lancaster.
Enrique III, abuelo de Eduardo, asedió a Kenilworth durante seis meses, para tomarlo al hijo de su cuñado, Simon de Montfort, y lo consiguió no por las armas, sino por el hambre, la peste y la excomunión.
A comienzos del reinado de Eduardo I, Roger Mortimer de Chirk, que acababa de morir en la prisión, fue alcaide del castillo en nombre del primer conde de Lancaster y allí celebró sus famosos torneos. Una de las torres del muro exterior, para desesperación de Eduardo, llevaba el nombre de Mortimer. Allí la tenía, plantada siempre ante sus ojos, como una burla y un desafío.
La región daba al rey otros motivos para el recuerdo. Desde lo alto del torreón rojo de Kenilworth, podía ver, seis kilómetros al sur, el blanco torreón del castillo de Warwick, donde Gaveston, su primer amante, había sido ejecutado por los barones. ¿Había cambiado esta proximidad el curso de los Pensamientos reales? Eduardo parecía haber olvidado completamente a Hugh Despenser, pero estaba obsesionado por el recuerdo de Pedro de Gaveston, de quien hablaba sin cesar a Enrique de Lancaster, su guardián.
Jamás Eduardo II y su primo Cuello-Torcido habían vivido tan cerca uno del otro durante tan largo tiempo y en tanta soledad. Nunca se había confiado Eduardo tanto al mayor de su familia.
Tenía momentos de gran lucidez y sus juicios, sin concesiones, sobre sí mismo, confundían y emocionaban bastante a Lancaster, que comenzaba a comprender cosas que parecían incomprensibles a todo el pueblo inglés.
Era Gaveston, reconocía Eduardo, quien había sido el responsable, o al menos, el origen de sus primeros errores y del mal camino que había seguido su vida.
—Me quería tan bien —decía el rey prisionero—, y a la edad que yo tenía, estaba dispuesto a creer todas las palabras y a confiarme por entero a tan hermoso amor.
Aún ahora no podía menos de enternecerse al recordar el encanto de aquel caballero gascón salido de la nada, «una seta nacida en una noche», como decían los barones, a quien había hecho conde de Cornuailles con menosprecio de los grandes señores del reino.
—¡Deseaba tanto ser conde...! —decía Eduardo.
¡Y qué maravillosa insolencia la de Pedro, insolencia que encantaba a Eduardo! Un rey no podía permitirse tratar a sus barones en la forma que lo hacía su favorito.
—¿Te acuerdas, Cuello-Torcido, como llamaba bastardo al conde de Gloucester? Y como le gritaba al conde de Warwick: « ¡Vete a dormir, perro! »
—Y como insultaba también a mi hermano llamándole cornudo, cosa que Tomas no le perdonó nunca porque era verdad.
Sin temor a nada, el tal Pedro robaba las joyas de la reina y repartía ofensas como otros reparten limosnas, porque estaba seguro del amor de su rey. La verdad es que era un desvergonzado como no se había visto nunca. Además tenía inventiva para la diversión; hacia desnudar a sus pajes, cargados los brazos de perlas, acicalada la boca, una rama con hojas sobre el vientre, y organizaba así cazas galantes en los bosques. Y luego las escapadas a los tabernuchos del puerto de Londres, donde se pegaba con los mozos de cordel, porque además era fuerte el mozo. ¡Ah, que hermosa juventud había hecho pasar al rey!
—Creí que encontraría todo esto en Hugh, pero la imaginación sobrepasaba a la realidad. Lo que diferenciaba a Hugh de Pedro era que aquel pertenecía a una familia de grandes barones y no podía olvidarlo. Pero si no hubiera conocido a Pedro, estoy seguro de que hubiera sido otro rey.
Durante las interminables veladas de invierno, entre partidas de ajedrez, Enrique CuelloTorcido, con los cabellos cayéndole sobre el hombro derecho, escuchaba las confesiones de este rey a quien los reveses, la pérdida de su poder y el cautiverio habían envejecido de pronto, y cuyo cuerpo de atleta parecía debilitarse e hincharse su cara, sobre todo los párpados. Y sin embargo, tal como estaba, aun conservaba cierta seducción. ¡Qué lástima que hubiera tenido tan malos amores y hubiera puesto su confianza en tan odiosos corazones!
Cuello-Torcido aconsejó a Eduardo que se presentara en el Parlamento, pero fue en vano.
Este rey débil solo mostraba fuerza en la negativa.
—Sé que he perdido mi trono, Enrique —respondía—, pero no abdicare.
Llevados en un cojín, la corona y el cetro de Inglaterra ascendían lentamente, escalón a escalón, por la estrecha escalera del torreón de Kenilworth. Detrás oscilaban las mitras y la pedrería de los báculos centelleaba en la penumbra. Los obispos, arremangándose por sobre los tobillos sus tres vestidos bordados, subían a la torre.
El rey, sentado en un asiento que, por ser único, parecía el trono, esperaba en el fondo de la sala, la mano en la frente y hundido el cuerpo, entre los pilares que sostenían los grandes arcos de ojivas como de catedrales. Todo aquí tenía proporciones sobrehumanas. La pálida luz de enero que caía por las altas y estrechas ventanas parecía la del crepúsculo.
El conde de Lancaster, inclinada la cabeza, estaba en pie al lado de su primo, en compañía de tres servidores que ya no eran del rey. Y los muros rojos, arcos rojos y rojos pilares formaban un trágico decorado propio para el final de un poder.
Al ver aparecer por la puerta abierta de par en par y avanzar hacia el, a través de la inmensa sala, aquel cetro y corona que le habían presentado veinte años antes bajo las bóvedas de Westminster, Eduardo se incorporó en el asiento y su barbilla se puso a temblar. Volvió la vista hacia su primo de Lancaster en demanda de ayuda; pero Cuello-Torcido apartó la mirada; tan insoportable era aquella muda súplica.
Orletón se plantó delante del soberano, Orletón, cuya irrupción desde hacía algunas semanas había supuesto cada vez para Eduardo la pérdida de una parte de su poder. Eduardo miró a los otros obispos y al gran chambelán; hizo un esfuerzo para mantener su dignidad, y preguntó:
—¿Qué tenéis que decirme, my lord?
Su voz se articulaba mal en sus pálidos labios, entre la barba rubia.
El obispo de Winchester leyó el mensaje por el que el Parlamento requería a su soberano para que firmara su renuncia al trono, así como el homenaje de sus vasallos; diera su consentimiento a la designación de su hijo y entregara a los enviados las insignias rituales de la realeza.
Cuando terminó de hablar el obispo de Winchester, Eduardo permaneció silencioso un largo rato. Toda su atención parecía estar fija en la corona. Sufría, y su dolor físico era tan visible y tan profundamente marcado en sus facciones, que era dudoso que pudiera pensar. Sin embargo, dijo:
—Tenéis la corona en vuestras manos, my lord, y me tenéis a vuestra merced. Haced lo que os plazca, pero no con mi consentimiento.
Adán Orletón avanzó un paso y declaró:
—Sire Eduardo, el pueblo de Inglaterra ya no os quiere por rey, y su Parlamento nos envía a declarároslo. El Parlamento acepta por rey a vuestro primogénito el duque de Aquitania, a quien yo presenté; pero vuestro hijo no quiere aceptar la corona si no es con vuestro consentimiento. Si os obstináis en vuestra negativa, el pueblo quedará en libertad de elegir soberano a quien le contente más entre los grandes del reino, y este rey puede no ser de vuestro linaje. Habéis trastornado demasiado vuestros Estados; después de tantos actos que los han dañado, éste es el único que podéis hacer para devolverles la paz.
Eduardo dirigió de nuevo la mirada hacia Lancaster. A pesar del malestar que experimentaba, había comprendido la advertencia concebida en las palabras del obispo. Si no abdicaba, el Parlamento, necesitado de encontrar un rey, elegiría al jefe de la rebelión, Roger Mortimer, que tenía ya ganado el corazón de la reina. El rostro del rey adquirió un tono ceroso inquietante y su mandíbula continuaba temblando.
—Monseñor Orletón ha hablado con toda justeza —dijo Cuello-Torcido—, y debéis renunciar, primo mío, por la paz de Inglaterra y para que los Plantagenet continúen reinando.
Eduardo, incapaz, al parecer, de hablar, hizo señal para que le acercaran la corona e inclinó la cabeza como si quisiera ceñirla por última vez.
Los obispos se consultaron con la mirada, no sabiendo que hacer en esta ceremonia imprevista, sin precedentes en la liturgia real. La cabeza del rey seguía inclinándose, gradualmente, hacia las rodillas.
—¡Se muere! —exclamó de repente el arcediano Chandos, que llevaba el cojín con las insignias.
Cuello-Torcido y Orletón se precipitaron para sostener a Eduardo, desvanecido, en el momento en que iba a dar con la cabeza en las losas.
Lo volvieron a sentar, le cachetearon las mejillas y fueron a buscar vinagre. Por último, respiró largamente, abrió los ojos, y miró alrededor; luego, de pronto, se puso a sollozar. La misteriosa fuerza que la unción y la magia de la consagración infunden a los reyes, y que a veces no sirve más que para funestos destinos, acababa de retirarse de él. Estaba como exorcizado de la realeza.
En medio de sollozos, se le oyó decir:
—Sé, my lord, sé que he caído en tan gran miseria por mi propia culpa, y que debo resignarme a sufrirla. Pero no puedo dejar de sentir un gran pesar por el odio de mi pueblo, al que yo no odiaba. Os he ofendido, no he actuado pensando en el bien. Sois muy buenos, my lords, muy buenos por guardar devoción a mi primogénito, por no haber dejado de quererlo y por desearlo para rey. Quiero satisfaceros. Renuncio ante vosotros a mis derechos sobre el reino; libero a mis vasallos del homenaje que me prestaron y les pido perdón. Acercad...
Y de nuevo hizo el gesto de solicitar los emblemas. Cogió el cetro, y su brazo se curvó, como si hubiera olvidado el peso de la insignia real. Lo entregó al obispo de Winchester, diciendo:
—Perdonad, my lord, perdonad las ofensas que os he hecho.
Avanzó sus largas y blancas manos hacia el cojín, levantó la corona, la besó como se besa la patena y se la dio a Adán Orletón:
—Tomadla, my lord, para ceñirla a mi hijo. Y concededme el perdón por los males que os he causado. En la miseria en que me encuentro, que me perdone mi pueblo. Rogad por mí, mis lores, que ya no soy nada.
Todos quedaron impresionados por la nobleza de estas palabras. Eduardo se revelaba rey en el momento en que dejaba de serlo.
Entonces sir Guillermo Blount, gran chambelán, salió de la sombra de los pilares, avanzó entre Eduardo II y los obispos, y rompió sobre la rodilla su esculpido bastón, como hubiera hecho para indicar que el reinado había terminado, ante el cadáver de un rey bajado a la tumba.
Visto que sire Eduardo, en otro tiempo rey de Inglaterra, por su propia voluntad y con el consejo común y el asentimiento de los prelados, barones y otros nobles, y de toda la comunidad del reino, ha consentido y querido que el gobierno de dicho reino pasara a sire Eduardo, su primogénito y heredero, y que este gobierne y sea coronado rey, por cuya razón todos los grandes han prestado homenaje, proclamamos y publicamos la paz de nuestro dicho sire Eduardo, hijo, y ordenamos de su parte a todos, que ninguno debe quebrantar la paz de nuestro dicho señor rey, porque está y estará dispuesto a hacer valer el derecho a todos los del dicho reino, contra todos, tanto a los pequeños como a los grandes. Y si alguien reclama a otro, sea lo que fuere, que lo haga dentro de la legalidad, sin usar de la fuerza u otras violencias.
Esta proclama fue leída el 24 de enero de 1327 ante el Parlamento de Inglaterra y un Consejo de regencia. La reina presidía este Consejo de doce miembros entre los que se contaban los condes de Kent, Norfolk y Lancaster; el mariscal sir Tomas Wake y el más importante de todos, Roger Mortimer, barón de Wigmore.
El domingo 1 de febrero se celebró en Westminster la coronación de Eduardo III. Enrique Cuello-Torcido lo había armado caballero la víspera, junto con los tres hijos mayores de Roger Mortimer.
Estaba presente lady Juana Mortimer, que había recobrado la libertad y sus bienes, pero había perdido el amor de su esposo. No se atrevía a mirar a la reina, ni ésta a ella. Lady Juana sufría por esta traición de los seres a los que más había querido y servido. ¿Eran merecedores de tal pago sus quince años de devoción, intimidad y riesgos compartidos con la reina Isabel? ¿Tenían que acabar de esta manera sus veintitrés años de unión con Mortimer, a quien le había dado once hijos?