La loba de Francia (35 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

BOOK: La loba de Francia
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—Ved, buena gente, ved al conde de Gloucester, Lord chambelán; ved al mal hombre que tanto mal ha hecho al reino.

El canciller Roberto de Baldock fue llevado más discretamente al obispado de Londres, para ser encarcelado, ya que por ser arcediano, no podía ser condenado a muerte.

Todo el odio se concentró, pues, en Hugh Despenser. Su juicio se celebró rápidamente en Hereford, y su condena ni fue discutida ni sorprendió a nadie. Pero como se le consideraba el primer responsable de todos los errores y desgracias que había sufrido Inglaterra, su suplicio fue objeto de especiales refinamientos.

El 24 de noviembre levantaron tribunas en una explanada delante del castillo, y la plataforma del cadalso la montaron bastante alta para que el pueblo no se perdiera ningún detalle de la ejecución. La reina Isabel se situó en la primera fila de la tribuna mayor, entre Roger Mortimer y el príncipe Eduardo. Lloviznaba.

Sonaron trompas y trompetas; y los ayudantes del verdugo llevaron a Hugh el joven y lo despojaron de su ropa. Cuando apareció su largo cuerpo de pronunciadas caderas y pecho un poco hundido, blanco y completamente desnudo entre los verdugos vestidos de rojo y sobresaliendo de las picas de los arqueros que rodeaban el cadalso, una inmensa ola de risotadas se elevó de la multitud.

La reina Isabel se inclinó hacia Mortimer y le susurró:

—Deploro que Eduardo no esté aquí para verlo.

Brillantes los ojos, entreabiertos los pequeños dientes de carnívoro, clavadas las uñas en las palmas de su amante, estaba atenta para no perder nada de su venganza.

El príncipe Eduardo pensaba: «Este es quien tanto ha gustado a mi padre.» Había asistido ya a dos suplicios, y sabía que aguantaría éste hasta el final, sin vomitar.

Las trompetas sonaron de nuevo. Hugh fue extendido y atado a una cruz de San Andrés que estaba en posición horizontal. El verdugo afiló lentamente en una piedra una hoja aguda, parecida a un cuchillo de carnicero, y con el pulgar comprobó el filo. La muchedumbre contenía la respiración. Uno de los ayudantes se acercó con una tenaza, con la que arrancó el sexo del condenado. Una ola de histeria agitó a la concurrencia; el pateo hacía temblar las tribunas; y, a pesar de este alboroto, se oyó el alarido que lanzó Hugh, un solo grito desgarrador que cesó de golpe, mientras saltaba un chorro de sangre. Se repitió la operación con los genitales, ya sobre un cuerpo inconsciente y los tristes desechos fueron arrojados a un hornillo, sobre el que soplaba un ayudante. Se expandió un espantoso olor a carne quemada; y un heraldo colocado delante de las trompetas anunció que se hacía así porque Despenser había sido sodomita y había favorecido al rey en sodomía, y por eso había expulsado a la reina del lecho.

El verdugo eligió una hoja más gruesa y larga, la hundió en el corazón y en el vientre del condenado, como hubiera hecho en un cerdo; las tenazas buscaron el corazón, que aún latía, lo arrancaron y lo echaron al brasero. Sonaron las trompetas para dar la palabra al heraldo, quien declaró que Despenser había sido falso de corazón y traidor, y por sus infames consejos había deshonrado el reino.

Después sacaron las entrañas, las desenrollaron y sacudieron, reverberantes, nacaradas, y las presentaron al público, porque Despenser se había nutrido tanto del bien de los grandes como del bien del pobre pueblo. Y las entrañas se transformaron en un espeso y acre humo que se mezclaba con la llovizna de noviembre.

Luego le cortaron la cabeza, no de un golpe de espada, porque colgaba al revés entre los brazos de la cruz, sino con un cuchillo, porque Despenser había hecho degollar a los mayores barones de Inglaterra y de su cabeza habían salido todos los malos consejos. No quemaron la cabeza de Hugh el joven; los verdugos la pusieron aparte para enviarla a Londres, donde la plantarían a la entrada del puente.

Por fin hicieron cuatro pedazos de lo que quedaba del cuerpo: un brazo con el hombro, el otro con el hombro y el cuello, las dos piernas con la mitad del vientre cada una, con el fin de enviarlos a las cuatro mejores ciudades, después de Londres.

La multitud bajó de las tribunas cansada, agotada, liberada. Creían haber alcanzado la cima de la crueldad.

Después de cada ejecución en esta ruta sangrienta, Mortimer encontraba a la reina Isabel más ardiente en el placer; Pero la noche que siguió a la muerte de Hugh Despenser, las exigencias que tuvo, la loca gratitud que le expresó, no dejaron de inquietar a su amante. Para odiar tanto al hombre que le había quitado a Eduardo era preciso que la reina hubiera amado en otro tiempo a éste. Y en el desconfiado carácter de Mortimer se formó un proyecto que llevaría a término por mucho tiempo que tardara.

Al día siguiente, Enrique Cuello-Torcido, designado guardia del rey, fue encargado de llevar a éste al castillo de Kenilworth y tenerlo encerrado allí sin que la reina lo hubiera visto.

IV.- Vox populi

—¿A quién queréis por rey?

Esta terrible pregunta, de la que va a depender el porvenir de una nación, la lanza monseñor Adan Orletón el 12 de enero de 1327 en la gran sala de Westminster, y las palabras repercuten en lo alto, en la crucería de las bóvedas.

—¿A quién queréis por rey?

El Parlamento de Inglaterra está reunido desde hace seis días, con alguna breve interrupción, y Adan Orletón, que desempeña las funciones de canciller, dirige los debates.

En su primera sesión, la semana anterior, el Parlamento ha solicitado que el rey comparezca ante él. Adan Orletón y Juan de Stratford, obispo de Winchester, han ido a Kenilworth a presentar a Eduardo II esta solicitud. Y el rey Eduardo se ha negado.

Se ha negado a rendir cuentas de sus actos a los lores, a los obispos, a los diputados de las ciudades y de los condados. Orletón ha dado a conocer a la asamblea esta respuesta, nacida, no se sabe si del temor o del desprecio. Pero Orletón tiene la profunda convicción, que acaba de expresar ante el Parlamento, de que si se obliga a la reina a reconciliarse con su esposo, la llevarán a una muerte segura.

Está planteada, pues, la gran cuestión. Monseñor Orletón concluye su discurso aconsejando al Parlamento que aplace la sesión hasta el día siguiente, para que cada cual tome su determinación en conciencia durante el silencio de la noche. Mañana la asamblea dirá si desea que Eduardo II Plantagenet conserve la corona o bien que pase a su hijo mayor Eduardo, duque de Aquitania.

¡Bonito silencio para las conciencias el alboroto de aquella noche en Londres! Los palacios de los señores, las abadías, las residencias de los grandes comerciantes, las posadas, son escenario de acaloradas discusiones que se prolongan hasta el amanecer. Todos aquellos barones, obispos, caballeros y representantes de los burgos elegidos por los sherifs, sólo son miembros del Parlamento por designación del rey, y su papel, en principio, debía ser consultivo. Pero he aquí que el soberano esta deshecho, incapaz; es un fugitivo apresado fuera de su reino, y no es el rey quien ha convocado al Parlamento, sino el Parlamento el que ha querido convocar a su rey, sin que este se haya dignado presentarse. El poder supremo se halla, pues, repartido por un momento, por una noche, entre aquellos hombres de diversas regiones de orígenes dispares, de desiguales fortunas.

«¿A quién queréis por rey?»

Todos se plantean la cuestión, incluso los que han deseado el pronto fin de Eduardo II los que han gritado a cada escándalo, a cada nuevo impuesto o a cada guerra perdida: «¡Que reviente, y que Dios nos libre de él!»

Porque Dios no va a intervenir; todo depende de ellos, y de repente, se percatan de la importancia de su voluntad. Sus deseos y maldiciones se han cumplido, pero aumentados. ¿Hubiera podido la reina, aun apoyada por los Hennuyers, apoderarse del reino si los barones y el pueblo hubieran respondido a la leva ordenada por Eduardo? Pero deponer a un rey y despojarlo para siempre de su autoridad es un acto de extrema gravedad. Muchos miembros del Parlamento están asustados, debido al carácter divino que va unido a la consagración y a la majestad real. Además, el príncipe a quien se les propone que voten es muy joven. ¿Qué saben de él sino que está en manos de su madre, quien a su vez está en las de Lord Mortimer? Ahora bien, aunque se respeta y admira al barón de Wigmore, antiguo Gran juez y vencedor en Irlanda; aunque su evasión, destierro, vuelta, e incluso sus amores, hacen de él un héroe legendario; aunque para muchos es el libertador, se teme su carácter, su dureza, su inclemencia; y le reprochan ya su rigor en el castigo, cuando, en verdad, todas las ejecuciones de las últimas semanas han sido reclamadas por el pueblo. Los que lo conocen temen sobre todo su ambición. ¿No deseará secretamente convertirse en rey? Por ser amante de la reina está bien cerca del trono. Vacilan en entregarle el gran poder que va a poseer si destronan a Eduardo II; y los debates continúan alrededor de las lámparas de aceite y de las candelas, entre vasos de estaño llenos de cerveza, y los interlocutores se van a acostar, muertos de fatiga, i sin haber decidido nada.

Esta noche el pueblo inglés es soberano; pero, un poco asustado de serlo, no sabe a quien entregar el ejercicio de esta soberanía.

La historia ha dado un paso imprevisto. Se disputa sobre cuestiones cuya misma discusión significa que se han admitido nuevos principios. Un pueblo no olvida un precedente así, ni una asamblea un tal poder que le ha caído; una nación no olvida haber sido, por su Parlamento, dueña, un día, de su destino.

Al día siguiente, cuando monseñor Orletón toma de la mano al joven príncipe Eduardo y lo presenta a los diputados reunidos de nuevo en Westminster, una inmensa ovación se eleva y rueda por los muros, por encima de las cabezas.

—¡Lo queremos, lo queremos...!

Cuatro obispos, entre ellos el de Londres y el de York, protestan y argumentan sobre la situación jurídica de los juramentos de homenaje y el carácter irrevocable de la consagración. Pero el arzobispo Reynolds, a quien Eduardo había confiado el gobierno antes de huir, que desea demostrar la sinceridad de su tardío asentimiento a la insurrección, exclama:

—Vox populi, vox Dei!

Y como si estuviera en el púlpito, predica sobre este tema durante un largo cuarto de hora.

Juan de Stratford, obispo de Winchester, redacta entonces y lee ante la asamblea los seis artículos que consagran la caída de Eduardo II Plantagenet.

Primero, el rey es incapaz de gobernar; durante todo su reinado se ha dejado llevar por detestables consejeros. Segundo, ha dedicado todo su tiempo a trabajos y ocupaciones indignos de él y ha descuidado los asuntos del reino. Tercero, ha perdido a Escocia, Irlanda y la mitad de la Guyena.

Cuarto, ha dañado a la Iglesia, encarcelando a sus ministros. Quinto, ha encarcelado, desterrado, desheredado y condenado a muerte vergonzosa a muchos de sus grandes vasallos.

Sexto, ha arruinado el reino, es incorregible e incapaz de enmendarse.

Durante este tiempo, los burgueses de Londres, inquietos y divididos —¿no se había declarado su obispo contra el destronamiento?—, se han reunido en el Guild Hall. Son más difíciles de manejar que los representantes de los condados. ¿Quieren hacer fracasar al Parlamento? Roger Mortimer, que por título no es nada y de hecho lo es todo, corre al Guild Hall, da las gracias a los londinenses por su leal actitud y les garantiza el mantenimiento de las libertades consuetudinarias de la ciudad. ¿En nombre de quién, en nombre de quién da estas garantías? En nombre de un adolescente que todavía no es rey, que apenas acaba de ser designado por aclamación. El prestigio de Mortimer y la autoridad de su persona causan efecto sobre los burgueses londinenses. Se le llama ya lord protector. ¿De quién es protector? ¿Del príncipe, de la reina, del reino? Es lord protector y basta; es el hombre promovido por la Historia, y en cuyas manos entregan todos su parte de poder y de juicio.

Y sobreviene lo inesperado. El joven príncipe, que desde hace un instante parece que es el rey; el pálido joven de largas cejas que ha seguido en silencio todos esos acontecimientos, y que al parecer, solo soñaba en los azules ojos de la señora Felipa de Hainaut, declara a su madre, al lord protector, a monseñor Orletón, a los lores obispos, a todos los que lo rodean, que no tomará la corona sin el consentimiento de su padre y sin que este haya proclamado oficialmente su abdicación.

El estupor se dibuja en los rostros, los brazos caen. ¿Qué? ¿Han sido en vano tantos sacrificios? Algunos sospechan de la reina. ¿No habrá influido secretamente en su hijo, por una de esas imprevisibles sinuosidades del afecto que se dan en las mujeres? ¿Ha habido alguna disputa entre ella y el lord protector la noche en que todos debían tomar una determinación en conciencia?

Pero no; ha sido este muchacho de quince años, él sólo, quien ha reflexionado sobre la importancia de la legitimidad del poder. No quiere presentarse como usurpador, ni tener el cetro por voluntad de una asamblea, que podrá quitarle lo que le ha dado. Exige el consentimiento de su antecesor. No es que sienta ternura hacia su padre; simplemente, lo juzga. Pero juzga a todos.

Desde hace años ha visto muchas cosas malas que lo han obligado a juzgar. Sabe que el crimen no está enteramente de un lado y la inocencia de otro. Cierto que su padre ha hecho sufrir a su madre, la ha deshonrado y despojado; pero, ¿qué ejemplo da ahora su madre con Lord Mortimer? ¿Y si un día, por alguna falta que pudiera cometer, la señora Felipa obrara de la misma manera? Y esos barones y obispos, que se encarnizan ahora con el rey Eduardo, ¿no ejercieron el gobierno con él? Norfolk, Kent, sus jóvenes tíos, recibieron cargos, los obispos de Winchester y de Lincoln negociaron en nombre del rey Eduardo. Los Despenser no estaban en todas partes y, aunque mandaban, no ejecutaban ellos mismos sus propias órdenes. ¿Quién se arriesgó a negarse a obedecer? El primo Lancaster Cuello-Torcido sí, ese tuvo valor; y también Lord Mortimer, que pagó su rebelión con un largo encarcelamiento. Pero por solo estos dos, ¡cuántos obsequiosos cortesanos empeñados ahora en cargar sobre su antiguo dueño las consecuencias de su servilismo!

A cualquier otro príncipe le hubiera embriagado ver, a su edad, que le brindaban, tendida por tantas manos, una de las grandes coronas del mundo. Eduardo de Aquitania enarca sus largas cejas, mira fijamente, se sonroja un poco por su audacia y se obstina en su decisión. Entonces monseñor Orletón llama a los obispos de Winchester y de Lincoln, así como al gran chambelán Guillermo de Blount; ordena sacar del Tesoro de la Torre el cetro y la corona, los hace poner en un cofre sobre la albarda de una mula y, llevando consigo su traje de ceremonia, emprende la ruta de Kenilworth para obtener la abdicación del rey.

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