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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (39 page)

BOOK: La loba de Francia
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Isabel miraba como se recortaban sobre el cielo nocturno, en el encuadramiento de la ventana, los anchos hombros de Mortimer y los rizos de su Peinado. En este momento no lo quería.

—Vuestro esposo parece obstinarse en vivir —prosiguió MortiMer dando la vuelta—, y esta vida pone en peligro la paz del reino. En las casas solariegas de Gales se continúa conspirando para libertarlo. Los dominicos han tenido la audacia de predicar en su favor incluso en Londres, donde las dificultades que tuvimos en julio pueden volverse a repetir. Eduardo no es peligroso por él mismo, lo reconozco, sino como pretexto para la agitación de nuestros enemigos. Os ruego que aceptéis dar la orden que os aconsejo, sin la cual no habrá seguridad para vos ni para vuestro hijo.

Isabel exhaló un suspiro de profundo cansancio. ¿Por qué no daba él esa orden? ¿Por qué no tomaba la decisión por su cuenta, él, que hacía lo que quería en el reino?

—Gentil Mortimer —respondió con calma—, ya os he dicho que no obtendréis de mí esa orden.

Roger Mortimer cerró la ventana, temía encolerizarse.

—¿Por qué tantas pruebas y tan grandes riesgos si os convertís ahora en enemiga de vuestra propia seguridad? —dijo.

La reina movió la cabeza y respondió:

—No puedo. Prefiero correr todos los peligros antes que dar esa orden. Te ruego, Roger, que no ensuciemos nuestras manos en esa sangre.

Mortimer sonrió burlonamente.

—¿De dónde te viene —replicó— ese súbito respeto a la sangre de tus enemigos? No volviste la mirada ante la sangre del conde de Arundel, de los Despenser, de Baldock, de toda aquella sangre que corría en las plazas de las ciudades. Ciertas noches creí que la sangre te gustaba bastante. Y él, el querido sire, ¿no tiene las manos más rojas que lo que pueden estar las nuestras? ¿No hubiera derramado mi sangre y la tuya si nos hubiéramos dejado apresar? No se puede ser rey, Isabel, ni reina, si se tiene miedo de la sangre; si así es, hay que retirarse a un convento, bajo el velo de monja, y no tener amor ni poder.

Por un momento se enfrentaron con la mirada. Las pupilas color de pedernal brillaban intensamente a la luz de las candelas; la cicatriz blanca formaba un labio de dibujo demasiado cruel. Isabel fue la primera en bajar los ojos.

—Recuerda, Mortimer, que en otro tiempo te concedió gracia —dijo—. Ahora debe de pensar que si no hubiera cedido a las súplicas de los barones, de los obispos, y a las mías, y te hubiera hecho decapitar como ordenó hacer con Tomas de Lancaster...

—Sí, si, me acuerdo, y no querría sentir un día pesares semejantes a los suyos. Esta compasión que le tienes la encuentro muy extraña y obstinada.

Hizo una pausa.

—¿Lo quieres aún? —añadió—. No encuentro otra razón.

La reina se encogió de hombros.

—Entonces ¿es por eso? ¿para qué te dé una prueba más? ¿No se extinguirá jamás en ti ese furor de celoso? ¿No te he demostrado bastante delante de todo el reino de Francia, del de Inglaterra, y delante de mi propio hijo, que no había en mi corazón otro amor que el tuyo? ¿Qué quieres que haga todavía?

—Lo que te pido, y nada más. Pero ya veo que no quieres decidirte. Veo que la cruz que te hiciste en el corazón, delante de mí, y que nos debía aliar en todo, dándonos una sola voluntad, no era para tí más que un simulacro. ¡Veo bien que el inexorable destino me ha hecho depositar la fe en una criatura débil!

Sí, un celoso, eso era. A pesar de ser regente, todopoderoso, el que daba los empleos, gobernaba al joven rey, vivía conyugalmente con la reina, y esto ante los ojos de todos los barones, Mortimer seguía celoso. «Pero ¿está completamente equivocado al serlo?», pensó de pronto Isabel.

Porque el peligro de los celos consiste en obligar al que es objeto de ellos a buscar en si mismo si no hay motivo para los reproches que se le dirigen. Así se aclaran ciertos sentimientos a los que no se había tomado en consideración... ¡Qué extraño era eso! Isabel estaba segura de odiar a Eduardo todo lo que podía; no pensaba en él más que con desprecio, disgusto y rencor. Y sin embargo... Y sin embargo, el recuerdo de los anillos cambiados, la coronación, las maternidades, los recuerdos que ella conservaba no de él, sino de ella misma, el simple recuerdo de haber creído que lo quería, todo ello la retenía ahora. Le parecía imposible ordenar la muerte del padre de los hijos que ella había puesto en el mundo... «¡Y me llaman la Loba de Francia!» El santo nunca es tan santo, ni el cruel tan cruel como se cree.

Además, Eduardo, aún caído, era rey. Aún desposeído, despojado y encarcelado seguía siendo persona real, e Isabel era reina y formada para serlo. Durante su infancia había tenido el ejemplo de la verdadera majestad real encarnada en un hombre que por la sangre y la consagración, se veía por encima de los demás, y como tal se había hecho reconocer. Atentar contra la vida de un súbdito, aunque fuera el señor más grande del reino, no era nunca un crimen; pero el acto de suprimir una vida real comportaba un sacrilegio, y la negación del carácter sacro, divino, del que estaban investidos los soberanos.

—Y eso, Mortimer, tú no puedes comprenderlo, porque no eres rey, ni has nacido rey.

Isabel se dio cuenta demasiado tarde de que había expresado su pensamiento en voz alta.

El barón de las Marcas, el compañero de Guillermo el Conquistador, el Gran Juez del País de Gales, sintió duramente el golpe. Retrocedió dos pasos, se inclinó.

—No creo que haya sido un rey, señora, quien os ha devuelto vuestro reino; pero parece que es perder el tiempo esperar que lo reconozcáis; como también que recordéis que desciendo de los reyes de Dinamarca que no se avergonzaron de dar una de sus hijas a mi abuelo el primer Roger Mortimer. Mis esfuerzos tienen poco mérito para vos. ¡Dejad, pues, a vuestros enemigos liberar a vuestro real esposo, o id vos misma a darle la libertad con vuestras propias manos! Vuestro poderoso hermano de Francia no dejará de protegeros como lo hizo cuando huisteis hacia Hainaut, sostenida por mí en vuestra silla. Mortimer, como no es rey, y su vida no está protegida contra una desventura de la suerte, se va, señora, a buscar refugio en otra parte antes de que sea demasiado tarde, fuera de un reino donde la reina le ama tan poco, que cree que ya nada puede hacer en él.

Y salió. Dentro de su cólera, se dominaba y no golpeó la puerta, sino que la cerró suavemente y sus pasos se alejaron. Isabel conocía bastante al orgulloso Mortimer para saber que no volvería. Saltó de la cama, corrió en camisa por los corredores del castillo, alcanzó a Mortimer, se agarró a su vestido y se colgó de su brazo.

—¡Quédate, quédate, gentil Mortimer, te lo suplico! —exclamó sin preocuparse de que la oyeran—. ¡Sólo soy una mujer, y necesito tu consejo y apoyo! ¡Quédate, quédate, por favor, y haz lo que quieras!

Lloraba apoyada, acurrucada sobre aquel pecho, sobre aquel corazón sin el que no podía vivir.

—¡Yo quiero lo que tú quieras! —repitió.

Los servidores, atraídos por el ruido, fueron apareciendo, y en seguida se ocultaron, turbados Por ser testigos de esta querella de amantes.

—¿De veras quieres lo que yo quiero? —preguntó, tomando entre sus manos la cara de la reina—. Entonces, ¡guardias! —gritó—. Que vayan a buscar en seguida a monseñor Orletón.

La relación entre Mortimer y Orletón se había enfriado desde hacía meses por una razón absurda: el obispado de Worcester, que el prelado se había hecho adjudicar por el Papa, mientras Mortimer prometía el consentimiento del rey a otro candidato. ¡Si Mortimer hubiera sabido que su amigo deseaba ese obispado! Pero ahora ya había dado la palabra y no podía desdecirse. El parlamento, en York, tomando cartas en el asunto, había confiscado las rentas del obispado de Worcester... Orletón, que ya no era obispo de Hereford y tampoco lo era de Worcester, consideraba gran ingratitud esa conducta de un hombre a quien había hecho huir de la Torre. El asunto seguía debatiéndose y Orletón acompañaba a la corte en sus desplazamientos.

«Mortimer acabará por necesitarme un día —se decía—, y entonces cederá.»

Ese día, o más bien esa noche, había llegado.

Orletón lo comprendió en cuanto entró en la habitación de la reina. Isabel, que se había vuelto a la cama, conservaba en el rostro la huella de su llanto; y Mortimer se paseaba a grandes zancadas alrededor del lecho. Para que se turbaran tan poco delante del prelado era necesario que el asunto fuera grave.

—Nuestra señora la reina —dijo Mortimer—, considera con razón, a causa de las intrigas que sabéis, que la vida de su esposo pone en peligro la paz del reino, y se inquieta de que Dios tarde tanto en llamarlo a su lado.

Adan Orletón miró a Isabel, ésta a Mortimer y luego al obispo, e hizo un signo de asentimiento. Orleton sonrió brevemente, no con crueldad, ni siquiera con ironía, sino más bien con una expresión de púdica tristeza; y dijo:

—Nuestra señora la reina se encuentra ante el grave problema que se plantea siempre a los que tienen la carga de los Estados. ¿Es preciso, para no destruir una sola vida, arriesgar la de muchos?

Mortimer se volvió hacia Isabel.

—¡Ya lo oís!

Estaba muy satisfecho del apoyo que le prestaba el obispo, y solo lamentaba no haber encontrado él este argumento.

—Se trata de la salvaguardia de los pueblos —prosiguió Orletón— y a nosotros los obispos se nos llama para que esclarezcamos la voluntad divina. Cierto es que el Evangelio nos prohíbe adelantar el final de nadie. Pero los reyes no son hombres corrientes y ellos mismos se exceptúan de los Mandamientos cuando condenan a muerte a sus súbditos... Creía, sin embargo, my lord, que los guardias que habíais puesto alrededor del rey caído os iban a evitar plantearos esta cuestión.

—Parece que los guardias han agotado todos los recursos —respondió Mortimer—. Y no actuarán si no reciben instrucciones por escrito.

Orletón movió la cabeza pero no respondió.

—Pero una orden escrita —prosiguió Mortimer— puede caer en manos distintas a las que va destinada; puede incluso volverse en contra de los que la han dado. ¿Me comprendéis?

Orletón sonrió de nuevo. ¿Lo tomaba por bobo?

—En otras palabras, my lord —dijo—, vos queréis enviar la orden y no enviarla.

—Querría enviar una orden que fuera clara para los que deben entenderla y oscura para los que deben ignorarla. Eso es lo que quiero consultar con vos, que sois hombre de recursos, si es que consentís en prestarme vuestra ayuda.

—¿Y le pedís eso, my lord, a un pobre obispo que ni siquiera tiene sede, ni diócesis donde plantar su báculo?

Esta vez le tocó sonreír a Mortimer.

—Vamos, vamos, my lord Orletón, no hablemos más de esas cosas. Ya sabéis que me habéis hecho enfadar mucho. Con sólo que me hubierais dicho lo que deseabais... Sin embargo, ya que lo ansiáis tanto, no me opondré. Tendréis a Worcester, os doy mi palabra... Lo arreglaré con el Parlamento. Ya sabéis que sois siempre mi amigo.

El obispo movió la cabeza, sí, lo sabía; a pesar de la querella reciente, su amistad con Mortimer no había cambiado nada, y bastaba que se vieran juntos para darse cuenta de ello.

Estaban ligados por demasiados recuerdos, demasiadas complicidades y una especie de mutua admiración. Esa misma noche, en la dificultad en que se encontraba Mortimer después de haber arrancado a la reina su consentimiento esperado desde hacía largo tiempo, ¿a quién había recurrido? Al obispo de hombros caídos, de paso de pato, de vista cansada por el estudio. Eran tan amigos que se habían olvidado de la reina que los observaba con sus grandes ojos azules y se sentía mal.

—Fue vuestro hermoso sermón «Doleo caput meum», que nadie ha olvidado, lo que permitió derribar al mal rey —dijo Mortimer—; y fuisteis también vos quien obtuvo su abdicación.

¡Volvía la gratitud! Orletón se inclinó ante los cumplidos.

—¿Queréis, pues, que vaya hasta el fin de la tarea? —dijo.

En la habitación había una mesa de escribir, plumas y papel. Orletón pidió un cuchillo ya que solo podía escribir con una pluma tajada por él mismo. Eso le ayudaba a reflexionar. Mortimer respetó su meditación.

—No hay necesidad de que la orden sea larga —dijo Orletón al cabo de un momento.

Miraba con aire divertido; se veía claro que había olvidado que se trataba de la vida de un hombre; experimentaba un sentimiento de orgullo, una satisfacción de letrado que acaba de resolver un difícil problema de redacción. Acercó los ojos a la mesa, trazó una sola frase, extendió por encima los polvos para secar y entregó la hoja a Mortimer diciendo:

—Incluso acepto sellar esta carta con mi propio sello, si vos o nuestra señora la reina consideráis que no debéis de poner los vuestros.

La verdad, parecía contento de sí mismo.

Mortimer acercó una candela, la carta estaba en latín. Leyó lentamente:

—Eduardum occidere nolite timere bonum est.

Reflexíonó un momento; luego, volviéndose al obispo, dijo:

—Eduardum occidere, eso lo entiendo; nolite: no queráis...; timere: temer...; bonum est: es bueno...

Orletón sonreía y Mortimer preguntó:

—¿Hay que entender: «No matéis a Eduardo, temer es bueno», o bien «No temáis matar a Eduardo, es buena cosa»? ¿Donde está la coma?

—No hay coma —respondió Orletón—. La voluntad de Dios se manifestará por la comprensión de quien reciba la carta, pero, ¿a quién se le puede hacer algún reproche por la carta en sí?

Mortimer quedó perplejo.

—Lo que ignoro es si Maltravers y Gournay entienden el latín —dijo.

—El hermano Guillermo que pusisteis al lado de ellos, lo entiende bastante bien. Además, el mensajero podrá transmitir verbalmente, pero sólo verbalmente, que cualquier acción derivada de esta orden no deberá dejar huellas.

—¿Y estáis dispuesto de verdad a poner vuestro sello en la carta? —Preguntó Mortimer.

—Lo haré —dijo Orleton.

Verdaderamente era un buen compañero. Mortimer lo acompañó hasta el pie de la escalera, y volvió a subir a la habitación de la reina.

—Gentil Mortimer —le dijo Isabel—, no me dejéis dormir sola esta noche.

La noche de septiembre no era tan fría para que ella tiritase tanto.

IX.- El hierro al rojo

Comparado con las desmesuradas fortalezas de Kenilworth o de Corfe, Berkley puede ser considerado como un pequeño castillo. Sus rosadas piedras, sus humanas dimensiones, no lo hacen espantoso en manera alguna. Comunica directamente con el cementerio que rodea a la iglesia, donde las losas, en unos años, se cubren de un pequeño musgo verde, fino como tejido de seda.

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