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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (33 page)

BOOK: La loba de Francia
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Nuestros pendones y los de los lores de Lancaster y de Norfolk se reunieron en un lugar denominado BurySaint-Edmonds, donde habían llegado ese mismo día.

El encuentro se hizo en medio de una alegría que no puedo describiros. Los caballeros se apearon, y, al reconocerse, se abrazaron efusivamente; monseñor de Kent y monseñor de Norfolk abrazados y con lágrimas, como buenos hermanos separados largo tiempo, y messire de Mortimer hizo otro tanto con el señor obispo de Hereford, y monseñor Cuello-Torcido besó las mejillas del príncipe Eduardo, y todos corrieron hacia el caballo de la reina para festejarla y poner los labios en el borde de su vestido. Me sentiría pagado de todas las penalidades que he tenido al venir al reino de Inglaterra con solo haber visto el amor y la alegría que rodean a mi dama Isabel. El pueblo de Saint-Edmonds abandonó las aves de corral y las legumbres que tenían expuestas para unirse a la alegría, y sin cesar llegaba gente de la campiña de los aledaños, diciendo: «Ante vos, mi reina, me presento», con grandes cumplidos y gentileza, a todos los señores ingleses. Además, para hacerme notar, yo tenía detrás de mí nuestras mil lanzas de Holanda, y me enorgullezco, mi muy amado hermano, del noble aspecto que nuestros caballeros han mostrado ante estos señores de ultramar.

La reina no ha dejado de declarar a todos los de su parentesco y partido que había regresado, y tan fuertemente apoyada, gracias a Lord Mortimer; ha elogiado mucho los servicios que le ha prestado messire de Mortimer y le ha ordenado que siga su consejo en todo. Por otra parte, mi dama Isabel no dicta ningún decreto sin haber consultado antes con él. Le quiere, y lo demuestra, pero ese amor no puede ser más que casto, aunque pretendan lo contrario las lenguas dispuestas siempre a murmurar, ya que ella pondría más cuidado en disimular si fuera de otra manera, y lo sé también por los ojos que me pone, puesto que no podría mirarme de tal modo si su lecho no estuviera libre.

En Walton tuve cierto temor de que su amistad se hubiera enfriado un poco, por motivos que desconozco; pero todo demuestra que no ha sido nada y que permanecen muy unidos, de lo que me alegro, ya que es natural que todo el mundo ame a mi dama Isabel por todas las hermosas y buenas cualidades que tiene, y quisiera que todos le tuvieran el mismo amor que yo le tengo.

Los señores obispos han traído fondos suficientes y han dicho que recibirían otros, recogidos en sus diócesis, y esto me tranquiliza en relación a la soldada de nuestros Hennuyers, ya que temía que se agotaran rápidamente las ayudas Lombardas de messire de Mortimer. Lo que cuento ocurrió el día 28 de septiembre.

Luego nos pusimos en marcha: un avance triunfal a través de la ciudad de Newmarket, llena de posadas y alojamientos, y de la noble ciudad de Cambridge, donde todo el mundo hablaba latín y se pueden contar más clérigos en un solo colegio que los que podríais reunir en todo vuestro Hainaut. Por todas partes, tanto la acogida del pueblo como la de los señores, demuestra que el rey no es querido, que sus malos consejeros han hecho que lo odien y desprecien, y nuestros pendones son saludados con el grito de ¡Liberación!

Nuestros Hennuyers
i
no se aburren, como dice Enrique Cuello-Torcido, que usa, como veis, la lengua francesa con gentileza y cuya frase, al oírla, me hizo reír un cuarto de hora, y aun se me vuelve la risa cuando pienso en ella. Las muchachas de Inglaterra se muestran acogedoras con nuestros caballeros, lo cual es buena cosa para mantenerlos en buen estado de guerra. En cuanto a mí, si retozara, daría mal ejemplo y perdería ese poder que necesita el jefe para llamar al orden a sus tropas cuando hace falta. Además el voto que he hecho a mi dama Isabel me lo prohíbe, y si faltara a él, podía torcerse la fortuna de nuestra expedición. Así que las noches me roen un poco, pero, como las cabalgadas son largas, el sueño no me abandona. Creo que a la vuelta de esta aventura me casaré.

A propósito de matrimonio debo informaros, mi querido hermano, así como a mi querida hermana la condesa vuestra esposa, que monseñor el joven príncipe Eduardo sigue con el pensamiento puesto en vuestra hija Felipa, y que no pasa día sin que me pida noticias, y que todos sus pensamientos son para ella, y que los esponsales que concluisteis son buenos y provechosos, por los que vuestra hija será siempre, estoy seguro, muy dichosa. He hecho una gran amistad con el príncipe Eduardo, que parece admirarme mucho, aunque habla poco; con frecuencia se mantiene en silencio, como vos me habéis descrito al poderoso rey Felipe el Hermoso, su abuelo. Es muy probable que un día se convierta en tan grande soberano como lo fue el Hermoso, y tal vez antes del tiempo que habría debido esperar de Dios su corona, si damos crédito a lo que se dice en el Consejo de los barones ingleses.

Porque el rey Eduardo se ha mostrado ruin ante los acontecimientos. Estaba en Westmoustiers cuando desembarcamos, y en seguida se refugió en su Torre de Londres para resguardar su cuerpo; hizo que todos los sherifs, que son los gobernadores de los condados de su reino, dieran a conocer en los lugares públicos, plazas, ferias y mercados, la ordenanza que os transcribo:

«Visto que Roger Mortimer y otros traidores y enemigos del rey y de su reino han desembarcado por la violencia, y a la cabeza de tropas extranjeras que quieren derribar el poder real, el rey ordena a todos sus súbditos que se opongan a ellos con todos los medios y los destruyan.

Solo deben exceptuarse la reina, su hijo y el conde de Kent. Todos los que tomen las armas contra el invasor recibirán una gran soldada, y a quien traiga al rey el cadáver de Mortimer, o solamente su cabeza, se le promete una recompensa de mil libras esterlinas.»

Las órdenes del rey no han sido obedecidas por nadie; pero han incrementado la autoridad de messire de Mortimer al mostrar el precio en que se valora su vida, y lo han designado como a nuestro jefe más aun de lo que era. La reina ha contestado prometiendo dos mil libras esterlinas a quien le traiga la cabeza de Hugh Despenser el joven, estimando en este precio los agravios que ese señor le ha hecho en el amor de su esposo.

Los londinenses se han mostrado indiferentes en la custodia de su rey, quien se ha obstinado hasta el final en sus errores. Lo prudente hubiera sido expulsar a su Despenser, pero el rey Eduardo se ha empeñado en conservarlo, diciendo que había aprendido bastante con la experiencia pasada, que en otro tiempo habían ocurrido cosas semejantes con el caballero Gaveston, al que había alejado de sí, sin que eso impidiera que lo mataran, y que le impusieran a él, al rey, una carta y un consejo de ordenadores de los que había tenido gran dificultad en desembarazarse. Después lo alentó en esta opinión y, según se dice, derramaron abundantes lágrimas abrazados uno al otro; e incluso dijo Despenser que prefería morir en el pecho de su rey antes que vivir apartado de él. Y estaba en lo cierto al decir esto, ya que este pecho es su único amparo.

Todo el mundo los abandonó entregados a sus villanos amores a excepción de Despenser el Viejo, el conde de Arundel, que es pariente de Despenser, el conde de Warenen, que es cuñado de Arundel, y el canciller Baldock, que ha de permanecer fiel al rey, ya que es tan unánimemente odiado que a cualquier parte que fuera lo harían trizas.

El rey no se sintió muy seguro en la Torre y huyó con ese pequeño número de personas a levantar un ejército en Gales, no sin haber hecho publicar antes, el 30 de septiembre, las bulas de excomunión que nuestro Padre Santo el Papa le había entregado contra sus enemigos. No os inquietéis por esta publicación, muy amado hermano, si os llega la noticia, ya que las bulas no nos conciernen; habían sido pedidas por el rey Eduardo contra los escoceses, y nadie se ha llamado a engaño acerca del falso uso que ha hecho de ellas, y a todos nos dan la comunión como antes, los obispos los primeros.

El rey, al huir de Londres tan lastimosamente, ha dejado el gobierno al arzobispo Reynolds, al obispo Juan de Stratford y al obispo Stapledón, diocesano de Exeter y tesorero de la corona. Pero ante la rapidez de nuestro avance, el obispo Stratford vino a someterse a la reina mientras que el arzobispo Reynolds suplicó su perdón desde Kent, donde se había refugiado. Sólo el obispo Stapledón se quedó en Londres, creyendo que con sus robos se habría ganado suficientes defensores. La ciudad se encolerizó contra él y, cuando se decidió a huir, la muchedumbre se lanzó en su persecución, lo alcanzó y lo destrozaron en el barrio de Cheapside, donde fue pisoteado hasta dejarlo irreconocible.

Esto aconteció el 15 de octubre, mientras la reina estaba en Wallinglord, ciudad rodeada de murallas de tierra, donde libertamos a messire Tomas de Berkeley, que es yerno de messire de Mortimer. Cuando la reina supo el fin de Stapledón, dijo que no debía llorarse la muerte de un hombre tan malo, y que ella más bien se alegraba, porque le había perjudicado mucho, y messire de Mortimer declaró que así se haría con todos los que habían querido su perdición.

La antevíspera, en la ciudad de Oxford, en la que todavía hay más clérigos que en la ciudad de Cambridge, messire Orletón, obispo de Hereford, subió al púlpito delante de mi dama Isabel, el duque de Aquitania, el conde de Kent y todos los señores, para decir un gran sermón sobre el tema Caput meum doleo que es una frase sacada de las Escrituras, en el santo libro de los Reyes, para significar que el cuerpo del reino de Inglaterra sufría en la cabeza y que allí era preciso aplicar el remedio.

Este sermón hizo profunda impresión en toda la asamblea, que escuchó describir y enumerar las heridas y dolores del reino. Y aunque ni una sola vez, durante su hora de sermón, messire Orletón pronunció el nombre del rey, todos lo tenían en el pensamiento, debido a todos esos males, y el obispo exclamó al fin, que el rayo de los cielos, como la espada de los hombres, debía abatirse sobre los orgullosos perturbadores de la paz y los corruptores de los reyes. El mencionado monseñor de Hereford es un hombre muy espiritual, y yo me honro en hablar frecuentemente con él, aunque siempre tiene prisa cuando habla conmigo; sin embargo, siempre recojo de sus labios alguna buena sentencia. Así, el otro día me dijo: Cada uno de nosotros tiene su hora de luz en los sucesos de su época. Una vez es monseñor de Kent, otra monseñor de Lancaster, tal otro antes y tal otro después, a quienes iluminan los acontecimientos por la decisiva parte que toman en ellos. Así se hace la historia del mundo. En este momento en que estamos, messire de Hainaut, tal vez sea, precisamente, vuestra hora de luz.

Dos días después de la predicación, y recogiendo la fuerte emoción que nos había producido a todos, la reina lanzó desde Wallinglord una proclama contra los Despenser, acusándolos de haber despojado a la Iglesia y a la Corona; matado injustamente a gran número de súbditos leales; desheredado, encarcelado y desterrado a señores que se contaban entre los más grandes del reino; oprimido a viudas y huérfanos y abrumado al pueblo con tallas y exacciones.

Se supo al mismo tiempo que el rey, que primero se había refugiado en la ciudad de Gloucester, que pertenece al joven Despenser, había pasado a Westbury, y que allí su escolta lo había abandonado. El viejo Despenser se fortificó en su ciudad y castillo de Bristol para entorpecer nuestro avance, mientras que los condes de Arundel y Warenne habían llegado a sus dominios de Shropshire; es una manera de guardar las Marcas de Gales al norte y al sur, mientras que el rey, con Despenser el joven y su canciller Baldock, partió a levantar un ejército en Gales. A decir verdad, no se sabe lo que ha sido de él. Circulan rumores de que se ha embarcado para Irlanda.

Mientras varios pendones ingleses, bajo el mando del conde de Charlton, se habían puesto en camino hacia Skrospshire con el fin de desafiar al conde de Arundel, ayer, 24 de octubre, un mes justo desde nuestra salida de Dordrecht, entramos con toda facilidad, siendo grandemente aclamados, en la ciudad de Gloucester. Hoy vamos a avanzar sobre Bristol, donde se ha encerrado Despenser el Viejo. He tomado a mi cargo dar el asalto a esta fortaleza, y al fin voy a tener la ocasión, que hasta ahora no me ha sido dada, por los pocos enemigos que hemos encontrado en nuestro avance, de librar combate por mi dama Isabel y demostrar ante sus ojos mi valentía. Antes de arrojarme al asalto besaré la grímpola de Hainaut que flota en mi lanza.

Antes de partir os confié, mi muy querido y muy amado hermano, mis voluntades testamentarias, y no veo nada que quiera corregir o añadir. Si debo sufrir la muerte, sabréis que la habré sufrido sin disgusto ni pena, como debe hacer un caballero que defiende noblemente a las damas y a los desgraciados oprimidos, y en honor de vos, de mi querida hermana, vuestra esposa, y de mis sobrinas, que a todos Dios guarde.

Dada en Gloucester el veinticinco de octubre de mil trescientos veinticinco.

JUAN

Al día siguiente, messire Juan de Hainaut no tuvo que mostrar su valentía, y su hermosa preparación de ánimo fue en vano.

Cuando se presentó por la mañana, atados los yelmos y a banderas desplegadas, delante de Bristol, ya la ciudad había decidido rendirse y la hubieran podido tomar con una caña. Los notables se apresuraron a enviar parlamentarios que sólo se preocuparon de saber donde querían alojarse los caballeros, e hicieron protestas de su adhesión a la reina y se ofrecieron a entregar en seguida a su señor, Hugh Despenser el Viejo, único culpable de que no hubieran testimoniado antes sus buenas intenciones.

Abiertas inmediatamente las puertas de la ciudad, los caballeros se alojaron en los hermosos palacios de Bristol. Despenser el Viejo fue apresado en su castillo y guardado por cuatro caballeros, mientras que la reina, el príncipe heredero y los principales barones se instalaron en los departamentos. La reina encontró allí a sus otros tres hijos, a los que Eduardo, en su huida, había dejado al cuidado de Despenser. Se maravilló al observar lo mucho que habían crecido en veinte meses, y no dejaba de contemplarlos y abrazarlos. De pronto miró a Mortimer y, como si este exceso de alegría la pusiera en mal lugar ante él, murmuró:

—Quisiera, amigo, que Dios me hubiera hecho la gracia de que fueran de vos.

Por instigación del conde Lancaster, se reunió inmediatamente un Consejo alrededor de la reina, el cual agrupaba a los obispos de Hereford, Norwich, Lincoln, Ely y Winchester; al arzobispo de Dublin; a los condes de Norfolk y de Kent; a Roger Mortimer de Wigmore, sir Tomas Wake, sir Guillermo La Zouche de Ashley, Roberto de Montalt, Roberto de Merle, Roberto de Watterville y al sire Enrique de Beaumont.

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