—Tenéis que partir inmediatamente, ese es mi consejo, mis buenos amigos —dijo Roberto—, y dirigiros hacia las tierras del Imperio para buscar allí refugio. Los dos, con el joven Eduardo, y tal vez Cromwell, Alspaye y Maltravers, pero nadie más, ya que necesitáis ir deprisa, vais a salir volando hacia Hainaut, a donde yo despacharé un jinete que se os adelantará. El buen conde Guillermo y su hermano Juan son dos grandes señores leales, temidos por sus enemigos y amados por sus amigos. Mi esposa la condesa os apoyará, por su parte, ante su hermana. Por ahora es el mejor refugio que podéis encontrar. Nuestro amigo de Kent, a quien voy a avisar, se unirá a vosotros, dando un rodeo por el Ponthieu, para agrupar a los caballeros que tenéis allí. Y luego, ¡que Dios sea con vosotros! Me ocuparé en que Tolomei continúe haciéndoos llegar fondos; por otra parte, no puede hacer otra cosa, está muy comprometido con vosotros. Engrosad vuestras tropas, haced todo lo que podáis, luchad. Si el reino de Francia no fuera un trozo tan grande, en el que no puedo dejar campo libre a las maldades de mi tía, iría de buen grado con vosotros.
—Volveos, primo mío, que voy a vestirme —dijo Isabel.
—Entonces, qué, prima mía, ¿no hay recompensa? ¿Lo quiere todo para sí ese bribón de Roger? —dijo Roberto obedeciendo—. ¡No se enfada, el gallardo mozo!
Esta vez sus pícaras intenciones no parecieron chocantes: había algo tranquilizador en el deseo de bromear en pleno drama. Este hombre que pasaba por ser tan malo, era capaz de un hermoso gesto, y a veces sus impúdicas palabras no eran más que una máscara que encubría cierto pudor de sentimientos.
—Estoy a punto de deberos la vida, Roberto —dijo Isabel.
—¡A la recíproca tal vez, prima mía, a la recíproca! Porque nunca se sabe... —le gritó por encima del hombro.
Sobre una mesa vio un recipiente lleno de fruta, preparado para la noche de los amantes: cogió un melocotón y le clavó los dientes, y el dorado jugo se le escurrió por la barbilla.
Desorden en los pasillos, escuderos que corren a las cuadras, mensajeros despachados a los señores ingleses que viven en la ciudad, mujeres que se apresuran a cerrar los pequeños cofres, después de haberlos atiborrado de lo esencial: un gran movimiento agitaba esta parte del palacio.
—No vayáis por Senlis —dijo Roberto con la boca llena de su duodécimo melocotón—. Nuestro buen Sire Carlos está demasiado cerca y podría echaros el guante. Pasad por Beauvais y Amiens.
La despedida fue breve. La aurora comenzaba apenas a aclarar la flecha de la SainteChapelle, y en el patio la escolta ya estaba preparada. Isabel se acercó a la ventana; una gran emoción la retuvo un instante al ver aquel jardín, aquel río y aquella cama deshecha en la que pasara los momentos mas felices de su vida. Habían transcurrido quince meses desde aquella mañana en que respiró, en este mismo lugar, el perfume maravilloso que exhala la primavera cuando se ama. Roger Mortimer posó la mano sobre el hombro de Isabel, y los labios de la reina se deslizaron hacia aquella mano...
En seguida sonaron los cascos de los caballos en las calles de la Cité, sobre el Pont-au-Change, hacia el Norte.
Monseñor Roberto de Artois regresó a su palacio. Cuando informaran al rey de la huida de su hermana, haría tiempo que ésta se encontraría fuera de su alcance; y Mahaut tendría que hacerse sangrar para que no la ahogara el flujo de sangre... ¡Ah, mi buena zorra...! Roberto podía dormir, con pesado sueño dé buey, hasta las campanadas de mediodía.
Las gaviotas, rodeando con su vuelo chillón los mástiles de los navíos, acechaban los residuos que caían al mar. En la embocadura donde se unen el OrweIl y el Stour, la flota veía acercarse el puerto de Harwich, su muelle de madera y la línea de casas bajas.
Ya habían atracado dos embarcaciones ligeras, y había desembarcado una compañía de arqueros encargada de asegurar la tranquilidad del paraje; no parecía haber guardia en la orilla.
Había habido cierta confusión en el muelle, donde la población, atraída primero por todo aquel velamen, había huido después al ver desembarcar a los soldados, pero pronto se tranquilizó y volvió a agruparse.
El navío de la reina, que llevaba en el asta un largo gallardete bordado con las flores de lis de Francia y los leones de Inglaterra, avanzaba por su impulso, seguido de dieciocho barcos de Holanda. Las tripulaciones, bajo las órdenes de los maestros marineros, arriaban el velamen; los largos remos acababan de salir de los costados de las naves, igual que plumas de alas desplegadas de repente, para ayudar a la maniobra.
De pie en el castillo de popa, la reina de Inglaterra, rodeada de su hijo el príncipe Eduardo, del conde Kent, de Lord Mortimer, de messire Juan de Hainaut y de otros señores ingleses y holandeses, asistía a la maniobra y miraba acercarse la orilla de su reino.
Por primera vez desde su evasión, Roger Mortimer no iba vestido de negro. No llevaba la gran coraza de yelmo cerrado, sino el equipo propio para una pequeña batalla; casco sin visera al que estaba unido el gocete, cota de mallas Y encima su cota de armas de brocado rojo y azul, adornada con sus emblemas.
La reina iba vestida de la misma manera, encajado el rostro en el tejido de acero, y debajo de la falda, que arrastraba por el suelo, llevaba canilleras de malla como los hombres.
También el joven príncipe Eduardo iba equipado para la guerra. Había crecido mucho los últimos meses y casi había adquirido la apostura de un hombre. Miraba las gaviotas, las mismas, le parecía, que habían acompañado la salida de la flota de la embocadura del Mosa, con los mismos roncos chillidos y los mismos picos ávidos.
Estos pájaros le recordaban a Holanda. Todo, por otra parte, el mar y el cielo gris, el muelle con las pequeñas casas de ladrillo donde iban a desembarcar en seguida, el paisaje verde, ondulado, lagunoso, que se extendía detrás de Harwich, todo le recordaba los paisajes holandeses. Pero habría llegado ante un desierto de piedras y de arena bajo un sol centelleante y hubiera seguido pensando, por contraste, en aquellas tierras de Brabante, de Ostrevant, de Hainaut, que acababa de dejar... y es que monseñor Eduardo, duque de Aquitania y heredero de Inglaterra, a los catorce años y tres cuartos, se había enamorado en Holanda.
Y he aquí como sucedió la cosa, y que notables sucesos habían quedado grabados en la memoria del joven príncipe Eduardo.
Después que huyeron de París a uña de caballo aquella madrugada en que Monseñor de Artois despertó intempestivamente al Palacio, se dirigieron a marchas forzadas a las tierras del Imperio, hasta que llegaron al castillo del sire Eustaquio de Aubercicourt, quien ayudado de su mujer, recibió con diligencia y alegría al pequeño grupo inglés. En cuanto repartió e instaló en el castillo lo mejor que pudo a aquella inesperada cabalgada, messire de Aubercicourt montó a caballo y fue a notificarlo al buen conde Guillermo, cuya mujer era prima hermana de la reina Isabel, a su villa capital de Valenciennes. Al día siguiente llegó el hermano menor del conde, Juan de Hainaut.
Curioso hombre este, no por su aspecto, ya que no había nada anormal en el —cara redonda, cuerpo fuerte, nariz corta y redonda, y pequeño bigote rubio—, sino por su manera de actuar. Porque en cuanto llegó ante la reina, echó pie a tierra y, con la rodilla sobre las losas, la mano en el corazón, exclamo:
—Dama, ved aquí a vuestro caballero que está dispuesto a luchar por vos, aunque todo el mundo os abandone. Usaré mi poder, con la ayuda de vuestros amigos, para llevaros a vos y a monseñor vuestro hijo, al otro lado del mar, a vuestro Estado de Inglaterra. Y todos los que yo pueda reunir pondrán la vida por vos y, si Dios quiere, seremos bastantes guerreros.
La reina, para agradecer ayuda tan repentina, esbozó el gesto de arrodillarse ante él, pero messire Juan de Hainaut se lo impidió, agarrándola por ambos brazos, y mientras la apretaba, con el aliento en su cara, continuó:
—No quiera Dios que la reina de Inglaterra se incline jamás ante nadie. Tranquilizaos, señora, y también vuestro generoso hijo, porque cumpliré mi promesa.
Lord Mortimer comenzó a poner cara larga; porque consideraba que messire Juan Hainaut tenía demasiado celo en poner su espada al servicio de las damas. La verdad es que aquel hombre se tenía por Lanzarote del Lago, ya que había declarado de pronto que sufriría dormir bajo el mismo techo de la reina por no comprometerla, como si no se hubiera dado cuenta de que la acompañaban por lo menos seis grandes señores. Y se retiró inmediatamente a una abadía vecina, para volver temprano al día siguiente, después de comer, beber y oír misa, a buscar a la reina y llevar toda aquella compañía a Valenciennes.
¡Ah, que excelentes personas eran el conde Guillermo el bueno, su esposa y sus cuatro hijas, que vivían en un castillo franco! El conde y la condesa formaban un matrimonio feliz; Eso se veía en sus caras y se comprendía por sus palabras. El joven príncipe Eduardo, que había sufrido desde niño el triste espectáculo de la desavenencia conyugal de sus padres, miraba con admiración a aquella pareja unida y benévola en todas las cosas. ¡Qué felices eran las cuatro jóvenes princesas de Hainaut por haber nacido en semejante familia!
El buen conde Guillermo se había ofrecido a servir a la reina, de manera menos elocuente que su hermano, y tomando ciertas precauciones, para no atraerse las iras del rey de Francia ni del Papa.
Messire Juan de Hainaut se prodigaba. Escribió a todos los caballeros que conocía, y les rogó por su honor y amistad que se unieran a su empresa por el voto que había hecho. Hizo tanto ruido por Hainaut, Brabante, Zelanda y Holanda, que el buen conde se inquietó; messire Juan estaba a punto de levantar todo el ejército y la caballería de sus Estados. Lo invitó a la moderación; pero su hermano no quiso escucharlo.
—Messire hermano mío —decía—, sólo he de morir una vez, que será cuando quiera Nuestro Señor, y he prometido a esta gentil dama llevarla hasta su reino. Así lo haré, aunque haya de morir, ya que todo caballero debe ayudar con leal poder, y en cuanto se lo pidan, a todas las damas y doncellas desamparadas.
Guillermo el Bueno temía también por su Tesoro, ya que a todos aquellos mesnaderos a quienes se les hacía abrillantar sus corazas, había que pagarles; pero sobre este punto lo tranquilizó
Lord Mortimer, quien, al parecer, contaba con bastante dinero en las bancas lombardas para mantener mil lanzas.
Permanecieron, pues tres meses en Valenciennes haciendo vida cortesana, mientras Juan de Hainaut anunciaba cada día alguna nueva adhesión de importancia, del sire Miguel de ligne o del sire de Sarre, del caballero Oulfart de Ghistelles, Parsifal de Semeries o Sance de Boussoy.
Fueron en peregrinación como en familia a la iglesia de Sebourg, donde estaban las reliquias de San Druon, muy veneradas desde que el abuelo del conde Guillermo, Juan de Avesnes, que sufría un penoso mal de piedra, había logrado allí su curación.
De las cuatro hijas del conde Guillermo, la segunda, Felipa, agradó en seguida al joven príncipe Eduardo. Era coloradota, rolliza, acribillada de manchas rojizas, ancha de cara y con el vientre ya abultado: una verdadera Valois, teñida de Bravante. Los dos jóvenes eran de la misma edad. Todos quedaron sorprendidos al ver al príncipe Eduardo, que apenas hablaba, en casi perpetua compañía de la gorda Felipa, hablándole, durante horas enteras. A nadie se le escapó esa atracción; las personas silenciosas no saben fingir cuando abandonan el silencio.
La reina Isabel y el conde de Hainaut se pusieron en seguida de acuerdo en prometer a sus hijos, que mostraban recíprocamente tanta inclinación. De esta manera la reina Isabel cimentaba una alianza, la única que le permitía recobrar el trono de Inglaterra; y el conde de Hainaut, desde el momento en que su hija estaba destinada a ser un día reina de Inglaterra, no tuvo ninguna duda en prestar sus caballeros.
A pesar de las expresas órdenes del rey Eduardo II, que había prohibido a su hijo prometerse o dejarse prometer sin su consentimiento, se habían solicitado ya las dispensas al Padre Santo. Parecía escrito en el destino del príncipe Eduardo que se casaría con una Valois. Su padre, tres años antes, había rehusado para el una de las últimas hijas de monseñor Carlos; dichosa negativa, ya que ahora el joven podría unirse con la nieta de este mismo monseñor Carlos, a la que, además, quería.
La expedición había tomado un nuevo sentido para el príncipe Eduardo. Si el desembarco tenía éxito, si su tío de Kent y Lord Mortimer, con ayuda del primo de Hainaut, conseguían expulsar a los malvados Despenser y gobernar en su lugar cerca del rey, éste se vería obligado a aceptar el matrimonio de su hijo.
Nadie, por otra parte, se recataba de hablar delante del joven de las costumbres de su padre; el príncipe estaba horrorizado, asqueado. ¿Cómo un hombre, un caballero, un rey, podía comportarse de tal manera con un señor de su corte? Estaba resuelto, cuando llegara a reinar, no iba a tolerar semejantes torpezas y, junto a su Felipa, mostraría a todos un verdadero, hermoso y leal amor de hombre y mujer, de reina y rey. Esta redonda, coloradota y regordeta persona, ya muy mujer, y que le parecía la joven más hermosa de la tierra, tenía sobre el duque de Aquitania un poder tranquilizador.
Era, pues, el derecho al amor lo que el joven iba a conquistar, lo cual borraba de su mente el penoso carácter que tenía la guerra contra su propio padre.
Tres meses habían pasado de esta manera feliz; sin duda, los mejores que había conocido el príncipe Eduardo.
La concentración de los Hennuyers, que así se llamaban los caballeros de Hainaut, se hizo en Dordrecht, sobre el Mosa, bonita ciudad atravesada por canales, llena de estanques, en la que las calles de tierra pasaban por encima de otras calles de agua, y donde los navíos de todos los mares, y las barcas planas y sin velas que remontaban los ríos, fondeaban ante el atrio de las iglesias. Ciudad pletórica de negocios y riquezas, donde los señores caminaban por los muelles entre fardos de lana y cajas de especias, donde el olor a pescado fresco y salado flotaba alrededor de los mercados, donde los marineros y ganapanes comían en la calle hermosos lenguados rubios, recién sacados de la fritura y comprados a los vendedores ambulantes; donde el pueblo, al salir de misa de la gran catedral de ladrillo, venía a curiosear el gran equipo de guerra, nunca visto hasta entonces, situado al pie de las viviendas. Los mástiles de las naves se balanceaban más arriba de los tejados.