Han sido admitidas algunas mujeres, porque en verdad es un asunto familiar lo que se va a tratar esta noche. Están las tres Juanas; la señora Juana de Evreux, la reina; la señora Juana de Valois, condesa de Beaumont, esposa de Roberto y Juana de Borgoña, la mala, la avara, nieta de San Luis, y coja como su primo Borbon, y que es la mujer de Felipe de Valois.
Y luego Mahaut, Mahaut, con los cabellos grises y vestida de negro y violeta, fuerte de pecho, de hombros, de brazos; colosal.
Generalmente la edad aminora la estatura de las personas, pero no la de Mahaut de Artois.
Se ha convertido en una vieja gigante, y eso impresiona todavía más que una joven gigante. Es la primera vez, desde hace mucho tiempo, que la condesa de Artois reaparece en la corte sin la corona en las ceremonias a las que le obliga su rango; la primera vez, desde la muerte de su yerno Felipe el Largo.
Ha llegado a Chaalis enlutada, parecida a un catafalco en marcha, tapada como una iglesia durante la semana de pasión. Su hija Blanca acaba de morir en la abadía de Maubuisson, donde al fin la habían admitido después de haberla trasladado primero desde Château-Gaillard a una residencia menos cruel cerca de Coutances. Pero Blanca no ha podido aprovechar esta mejora obtenida a cambio de la anulación de su matrimonio. Ha muerto unos meses después de entrar en el convento, agotada por sus largos años de detención y por las terribles noches de invierno en la fortaleza de Andelys. Ha muerto de delgadez, de tos, de infortunio, casi demente, con velo de religiosa a los treinta años. Y todo ello por unos meses de amor, si se puede llamar amor a su aventura con Gautier de Aunay; todo ello por haber querido imitar los placeres de su cuñada Margarita de Borgoña, a los dieciocho años, edad en que no se sabe lo que se hace.
La que en este momento hubiera podido ser reina de Francia, la única mujer a quien de verdad ha querido Carlos el Hermoso, acaba de extinguirse cuando alcanzaba una relativa paz. Y el rey Carlos el Hermoso, a quien esta muerte trae dolorosos recuerdos, está triste, delante de su tercera esposa, que sabe bien lo que él piensa y finge no darse cuenta.
Mahaut ha aprovechado la ocasión de este duelo. Ha venido sin ser llamada y sin hacerse anunciar, como empujada solamente por el impulso de su corazón, a ofrecer, como madre desconsolada, su condolencia al antiguo y desgraciado marido. Y han caído uno en brazos del otro, Mahaut ha besado con su labio bigotudo las mejillas de su ex yerno; Carlos, en un impulso infantil, ha dejado caer la frente sobre el monumental hombro y ha derramado unas lágrimas entre los paños de coche fúnebre que viste la giganta. ¡Tanto cambian las relaciones entre los seres humanos cuando la muerte pasa entre ellos y anula los móviles del resentimiento!
La señora Mahaut sabe muy bien lo que hace al precipitarse a Chaalis, y su sobrino Roberto tasca el freno. Él le sonríe, se sonríen, se llaman «mi buena tía», «mi buen sobrino», y se testimonian buen amor de parientes, como se comprometieron a hacerlo por el tratado de 1318. Se odian. Se matarían si se encontraran solos en la misma pieza. Mahaut ha venido en verdad... —ella no lo dice, pero Roberto bien lo adivina— debido a una carta que ha recibido. Por otra parte, todos los presentes han recibido la misma carta, con ligeras variantes: Felipe de Valoís, el obispo Marigny, el condestable y el rey... sobre todo el rey.
La noche, clara y estrellada, se divisa a través de las ventanas. Son diez, once personajes de la más alta importancia, sentados en círculo bajo las bóvedas entre los pilares de capiteles esculpidos, y son muy pocos. No se dan ni a si mismos una verdadera impresión de fuerza.
El rey, de carácter débil y entendimiento limitado, no tiene además familia directa ni servidores personales. ¿Qué son los príncipes o dignatarios reunidos esta noche en torno a él?
Primos o consejeros heredados de su padre o de su tío. Ninguno creado por él, ligado a él. Su padre tenía tres hijos y dos hermanos que se sentaban en su Consejo, e incluso los días de barullo, incluso los días en que el difunto monseñor de Valois levantaba tempestades, la tempestad era familiar.
Luis el Turbulento tenía dos hermanos y dos tíos que lo apoyaban diversamente, y un hermano, el propio Carlos. Ese superviviente casi no tiene nada. Su Consejo hace pensar irresistiblemente en un fin de dinastía; la única esperanza de continuación de la línea de descendencia directa duerme en el vientre de esa mujer silenciosa, ni bonita ni fea, que está con las manos cruzadas junto a Carlos, y que sabe que es una reina de recambio.
La carta, la famosa carta de la que van a ocuparse, está fechada el 19 de junio en Westminster; el canciller la tiene en la mano, la cera verde del sello roto se desconcha sobre el pergamino.
—Lo que parece haber encolerizado tanto al rey Eduardo ha sido que monseñor de Mortimer haya llevado la cola del manto del duque de Aquitania, cuando la coronación de nuestra señora la reina. Nuestro sire Eduardo ha considerado como ofensa personal el que su enemigo haya ido detrás de su hijo, en prueba de dignidad.
Quien acaba de hablar es monseñor Marigny, con su voz suave, bien timbrada, melodiosa, acompañando a veces la frase con un gesto de sus finas manos en las que brilla la amatista episcopal. Sus tres vestidos sobrepuestos son de tela ligera, tal como conviene a esta época del año, y el vestido de encima, más corto, cae en pliegues armoniosos. Se advierte cada vez más en monseñor de Marigny la autoridad del gran Enguerrando de quien ahora es el Único hermano sobreviviente.
El rostro del prelado no muestra debilidad, rematado por apretadas cejas horizontales, a ambos lados de la altiva nariz. Si el escultor respeta los rasgos, monseñor de Marigny tendrá un hermoso rostro yacente sobre su tumba... aunque dentro de largo tiempo, ya que todavía es joven.
Supo aprovechar la fortuna de su hermano cuando este estaba en lo más alto de su gloria y apartarse en el momento en que se hundió. Siempre superó con facilidad las vicisitudes que entrañan los cambios de reinado; recientemente todavía se había beneficiado de los tardíos remordimientos de Carlos de Valois. Es muy influyente en el consejo.
—Cherchemont —dice el rey Carlos a su canciller—, leedme de nuevo ese pasaje en el que nuestro hermano Eduardo se queja de messire de Mortimer.
Juan de Cherchemont despliega el pergamino, lo acerca a un cirio, murmura un poco antes de encontrar las líneas en cuestión, y lee:
«—la concomitancia de nuestra mujer e hijo con nuestros traidores y enemigos mortales notoriamente conocidos, como el dicho traidor Mortimer, que llevó en París la cola del manto de nuestro hijo, públicamente, en la solemnidad de la coronación de nuestra muy querida hermana, vuestra compañera, la reina de Francia, en la última fiesta de Pentecostés, con gran vergüenza y despecho nuestro...»
El obispo Marigny se inclinó hacia el condestable Gaucher y le susurró:
—La carta está muy mal escrita.
El condestable no ha entendido bien; se contenta con gruñir:
—¡Un antinatural, un sodomita!
—Cherchemont —prosigue el rey—, ¿qué derecho tenemos para oponernos a la petición de nuestro hermano de Inglaterra, que nos intima a que prohibamos la estancia de su esposa?
Esta manera de dirigirse Carlos el Hermoso a su canciller, en lugar de volverse, como tiene por costumbre, hacia Roberto de Artois, que es su primo, tío de su mujer y su primer consejero, demuestra que por una vez ha tomado una determinación.
Juan de Cherchemont, antes de responder, ya que no está absolutamente seguro de la intención del rey y teme, por otra parte, chocar con monseñor de Artois, se refugia en el final de la carta, como si, antes de dar su opinión, le fuera preciso meditar las últimas líneas.
«—...Por eso, muy querido hermano —lee el canciller—, os rogamos de nuevo, todo lo afectuosamente y de corazón que podemos, que, ante eso que deseamos soberanamente, queráis escuchar nuestras solicitudes y resolverlas benignamente, y en seguida, en beneficio y honor de los dos, y para que no quedemos deshonrados...»
Juan de Marigny mueve la cabeza y suspira. Sufre al oír este estilo tan arrugado y torpe. De todas formas, por mal escrita que esté la carta, su sentido es claro.
La condesa Mahaut se calla; no quiere declarar su intención demasiado pronto, y sus ojos grises brillan a la luz de los cirios. Su delación del último otoño y sus maquinaciones con el obispo de Exeter van a dar sus frutos en verano, y ella está dispuesta a recogerlos.
Nadie le ha hecho el favor al canciller de cortarle la palabra, por lo que se ve obligado a dar su opinión:
—Cierto es, Sire que, según las leyes de la Iglesia y de los reinos, hay que apaciguar de alguna manera al rey Eduardo. Reclama a su esposa...
Juan de Cherchemont, que es eclesiástico, como lo requiere su función, se vuelve hacia el obispo Marigny, solicitando su apoyo con la mirada.
—Hasta nuestro Padre Santo el Papa nos ha enviado con el obispo Thibaud de Châtillon un mensaje en este sentido —dice Carlos el Hermoso.
Porque Eduardo ha llegado incluso a dirigirse al Papa Juan XXII y a enviarle la trascripción de toda la correspondencia en la que detalla su infortunio conyugal. ¿Qué podía hacer el Papa Juan sino responder que una esposa ha de vivir con su esposo?
—Es preciso, pues, que nuestra señora hermana vuelva hacia el país de su matrimonio —agrega Carlos el Hermoso. Ha dicho eso sin mirar a nadie, fija la vista en sus zapatos bordados. Un candelabro que domina su asiento le ilumina la cara, en la que se descubre de golpe algo de la obstinada expresión de su hermano el Turbulento.
—Sire Carlos —declara Roberto de Artois—, obligar a la señora Isabel a regresar allí es entregarla atada de manos a los Despenser. ¿No ha venido a buscar refugio a vuestro lado porque temía que la mataran? ¿Qué será de ella ahora?
—Cierto, sire primo mío, vos no podéis... —dice Felipe de Valois, siempre dispuesto a compartir el punto de vista de Roberto.
Pero su mujer, Juana de Borgoña, le tira de la manga, y él se interrumpe. Si no fuera de noche, los presentes lo verían ponerse colorado.
Roberto de Artois se ha fijado en el gesto, en el repentino mutismo de Felipe y en la mirada que han intercambiado Mahaut y la joven condesa de Valois. Si Pudiera, le retorcería el cuello a aquella coja.
—Tal vez mi hermana ha exagerado el peligro —dice el rey—. Esos Despenser no parecen tan malos como ella los pinta. Me han enviado varias cartas muy agradables, que me demuestran que me profesan su amistad...
—...y también regalos de hermosa orfebrería —exclama Roberto levantándose. Y las llamas de los cirios oscilan y las sombras dividen los rostros—. Sire Carlos, mi amado primo, ¿habéis cambiado de opinión sobre esa gente que os ha hecho la guerra y que está con vuestro cuñado como buco sobre cabra, por tres salseras doradas que faltaban en vuestro aparador? Todos hemos recibido regalos de ellos. ¿No es verdad, monseñor de Beauvais, y vos, Cherchemont, y tú, Felipe? Un corredor de cambio, cuyo nombre os puedo dar, se llama maestro Arnoldo, recibió el mes pasado cinco toneladas de plata, valuadas en cinco mil marcos esterlines, con instrucciones de emplearlas en granjear amigos al conde de Gloucester en el Consejo del rey de Francia. Esos regalos no cuestan nada a los Despenser, ya que los pagan con las rentas del condado de Cornuailles, que han quitado a vuestra hermana. Eso es, sire, lo que debéis saber y recordar. ¿Y qué lealtad se puede esperar de hombres que se disfrazan de mujer para servir los vicios de su dueño? No olvidéis lo que son y el asiento de su poder.
Roberto, ni aún en el Consejo, puede resistir la tentación de insistir en lo picaresco:
—Asiento: ésa es la palabra exacta.
Pero su risa no levanta eco alguno más que en el condestable. En otro tiempo Roberto de Artois no había sido del agrado del condestable; y había dado pruebas de ello ayudando a Felipe el Largo, durante la regencia de éste, a derrotar al gigante y a meterlo en prisión. Pero desde hace algún tiempo el viejo Gaucher encuentra cualidades en Roberto, debido quizás a su voz, la única que comprende sin hacer ningún esfuerzo...
Los partidarios de la reina Isabel son escasos esa tarde. El canciller es indiferente o, más bien, está sólo atento a conservar su puesto, que depende del favor del rey; su opinión reforzará la tendencia que más pese. También es indiferente la reina Juana, que piensa poco y desea no experimentar ninguna emoción que pueda perjudicar a su embarazo. Es sobrina de Roberto de Artois, y no deja de ser sensible a su autoridad, estatura y aplomo; pero está preocupada por demostrar que es una buena esposa, y dispuesta por lo tanto a condenar, por principio, a las esposas que son objeto de escándalo.
El condestable se inclinaría hacia Isabel, en primer lugar porque detesta a Eduardo de Inglaterra por sus costumbres y sus negativas a rendir homenaje. Generalmente, no le gusta nada inglés; pero reconoce que Roger Mortimer ha prestado buenos servicios, y que sería cobardía abandonarlo ahora. El viejo condestable no tiene inconveniente en decirlo así, y en declarar igualmente que Isabel tiene todas las excusas.
—Es una mujer, ¡qué diablos!, y su marido no es hombre. ¡Él es el primer culpable!
Monseñor de Marigny, levantando un poco la voz, le responde que la conducta de la reina Isabel es francamente perdonable, y que el mismo por su parte, está dispuesto a darle la absolución; pero el error, el gran error de la señora Isabel, es haber hecho público su pecado. Una reina no debe ofrecer ejemplo de adulterio.
—¡Ah, eso es verdad, es justo! —dice Gaucher—. No tenían necesidad de ir juntos a todas las ceremonias, ni de compartir el lecho, como se dice que hacen.
En este punto le daba la razón al obispo. El condestable y el prelado se muestran, pues, favorables a Isabel; pero con algunas reservas. Las preocupaciones del condestable sobre este tema acaban aquí. Piensa en el colegio de lengua romance que ha fundado cerca de su castillo de Châtillon-sur-Seine, donde estaría ahora si no fuera por ese asunto. Se consolará yendo en seguida a oír cantar a los monjes el oficio de noche, placer que puede parecer extraño para un hombre sordo; pero Gaucher oye mejor con ruido. Además este militar gusta de las artes. Eso ocurre a veces.
La condesa de Beaumont, hermosa y joven mujer que sonríe siempre con la boca y nunca con los ojos, se divierte infinitamente. ¿Cómo va a salir del asunto en que está metido ese gigante que tiene por marido, y que constituye para ella un perpetuo espectáculo? Saldrá airoso, sabe que lo logrará; Roberto gana siempre. Ella le ayudará a ganar, si puede; pero no con palabras dichas en público.