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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (17 page)

BOOK: La loba de Francia
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—Infortunada reina Clemencia... —dijo el Papa.

Mahaut de Artois, designada madrina, debía, por este título, llevar al nuevo rey ante los barones en la ceremonia de presentación. Bouville y su mujer estaban seguros de que, si la terrible Mahaut quería cometer un crimen, no vacilaría en hacerlo durante la ceremonia de la presentación, única ocasión que tendría de llevar al niño. Bouville y su mujer decidieron esconder al infante durante esas horas, y poner en su lugar en los brazos de Mahaut al hijo de una nodriza, que sólo tenía unos días más. Bajo los fastuosos pañales nadie se daría cuenta de la sustitución, puesto que nadie había visto al hijo de la reina Clemencia, ni siquiera esta, ya que estaba con muy alta fiebre y casi moribunda.

—Y luego, efectivamente, Santo Padre —dijo Bouville—, el niño que yo había entregado a la condesa Mahaut, el cual estaba perfectamente bien una hora antes, murió en un instante delante de todos los barones. Yo entregué a la muerte a esa pequeña criatura inocente; y el crimen se cometió tan rápidamente, y yo estaba tan turbado, que no pensé en gritar en seguida: «¡No es el verdadero!»

Después fue demasiado tarde. ¡Cómo explicar...!

El Papa, ligeramente inclinado hacia adelante y con las manos juntas sobre su túnica, no perdía palabra.

—Entonces, Bouville, ¿qué se ha hecho del otro niño, del pequeño rey? ¿Que habéis hecho de él?

—Existe, Padre Santo, vive. Mi difunta mujer y yo lo confiamos a la nodriza. Nos costó gran esfuerzo, ya que la desgraciada nos odiaba y gemía de dolor. A fuerza de súplicas y amenazas le hicimos jurar sobre los Evangelios que guardaría al pequeño rey como si fuera su propio hijo, y que no revelaría nada a nadie, ni siquiera en confesión.

—¡Oh, oh...! —murmuró el Padre Santo.

—El pequeño rey Juan, el verdadero rey de Francia, se cría actualmente en una casa solariega de la Isla-de-Francia, sin saber quién es, sin que nadie lo sepa, a excepción de esa mujer que pasa por su madre... y yo.

—¿Y esa mujer...?

—...es María de Cressay, la esposa del joven lombardo Guccio Baglioni.

Todo se le aclaró al Papa.

—¿Y Baglioni lo ignora todo?

—Todo, estoy seguro, Padre Santo. La dama de Cressay, para mantener su juramento, se negó a volver a verlo, tal como nosotros se lo ordenamos; y el joven partió inmediatamente para Italia. Él cree que su hijo vive. A veces se inquieta en las cartas a su tío, el banquero Tolomei...

—¿Pero por qué, Bouville, por que no denunciasteis a la condesa Mahaut, teniendo la prueba del crimen...? Cuando pienso —agregó el papa Juan— que en ese tiempo ella me envió su canciller para que yo apoyara su causa contra su sobrino Roberto...

El Papa pensó de pronto que aquel Roberto de Artois, aquel alborotador, y sembrador de líos, y tal vez asesino —ya que parecía estar complicado en el asesinato de Margarita de Borgoña en Château-Gaillard—; aquel gran barón de Francia quizá fuera mejor que su cruel tía, y en su lucha contra la condesa probablemente no toda la culpa fuera de él. ¡Qué mundo de lobos era aquel de las cortes soberanas! Y en todos los reinos ocurría lo mismo. ¿Era para gobernar, apaciguar y conducir a este rebaño de fieras por lo que le había inspirado Dios, a él, que era un miserable burgués de Cahors, aquella gran ambición por la tiara que ya empezaba a pesarle...?

—Me callé, Padre Santo —prosiguió Bouville—, sobre todo por consejo de mi difunta esposa.

Como había dejado pasar el momento oportuno para confundir a la asesina, mi esposa hizo ver que si revelaba la verdad, Mahaut se encarnizaría con el pequeño rey y con nosotros. Era preciso dejarle creer que su crimen había tenido éxito. Fue, pues, el hijo de la nodriza el que fue inhumado en Saint-Denis entre los reyes.

El Papa reflexionaba.

—Entonces, en el proceso que se le siguió a la señora de Mahaut, el año siguiente, las acusaciones eran fundadas —dijo.

—Cierto, Padre Santo, lo eran. Monseñor Roberto pudo coger a una envenenadora, una nigromántica, llamada Isabel de Fériennes, que había entregado a una doncella de la condesa Mahaut el veneno con que mató primero al rey Luis y luego al niño presentado a los barones. Esta Isabel de Feriennes, así como su hijo Juan, fueron conducidos a París para que declararan en contra de Mahaut. ¡Ya podéis imaginar la baza que tenía en las manos monseñor Roberto! Sus declaraciones revelaron claramente que eran los abastecedores de la condesa, ya que en otra ocasión le habían procurado el filtro con que ella se vanagloriaba de haber reconciliado a su hija Juana con su marido el conde de Poitiers...

—¡Magia, brujería! Podíais haber hecho quemar a la condesa —susurró el Papa.

—No en aquel momento, Padre Santo, no en aquel momento. Porque el conde de Poitiers se había convertido en rey y protegía mucho a la señora Mahaut; tanto que estoy seguro de que estaba ligado con ella, al menos en el segundo crimen.

El rostro del Papa se arrugó aún más bajo el bonete de piel. Las últimas palabras le habían resultado dolorosas; pues había sentido gran afecto por el rey Felipe V, a quien debía la tiara y con el que siempre se había entendido perfectamente en todas las cuestiones de gobierno.

—Sobre uno y otra cayó el castigo de Dios —prosiguió Bouville—, pues ambos perdieron ese año a su único heredero varón. La condesa vio morir a su hijo, que contaba diecisiete años; y el joven rey Felipe, al suyo, que tenía unos meses y ya no pudo tener más... Pero la condesa supo defenderse de la acusación lanzada contra ella. Invocó la irregularidad del procedimiento seguido ante el Parlamento, la indignidad de sus acusadores, y señaló que por su rango de par de Francia no podía ser juzgada más que por la Cámara de los Barones. Sin embargo, con el fin de que triunfara su inocencia —según dijo—, suplicó a su yerno (fue una bonita escena de falsedad pública) que mandara proseguir la prueba judicial para tener oportunidad de confundir a sus enemigos.

Declararon de nuevo la nigromántica de Feriennes y su hijo, pero después de haber sufrido tormento; su estado era pésimo y la sangre les corría por todo el cuerpo. Se retractaron por entero, afirmaron que sus primeras acusaciones eran mentira y pretendieron que habían sido llevados allí por ruegos, promesas y violencias de personas cuyos nombres, según el acta de los escribanos, convenía callar por el momento, una manera de designar a monseñor Roberto. Luego, el mismo rey Felipe el Largo se constituyó en juez, e hizo comparecer a todos los miembros de su familia y de la de su difunto hermano: el conde de Valois, el conde de Evreux, monseñor de Bourbon, monseñor Gaucher, el condestable, monseñor de Beaumont, y la misma reina Clemencia, y les preguntó bajo juramento si sabían o creían que el rey Luis y su hijo Juan habían muerto de causa que no fuera natural. Como no se podía presentar ninguna prueba, la sesión se celebraba delante de todos, y la condesa Mahaut estaba sentada al lado del rey, todos declararon que esas muertes habían sido naturales, aunque muchos no lo creían.

—¿Y vos no comparecisteis?

El gordinflón de Bouville bajó la cabeza.

—Incurrí en falso testimonio, Padre Santo —dijo—. ¿Qué otra cosa podía hacer si toda la corte, los pares, los tíos del rey, los servidores más próximos y la misma reina viuda habían certificado bajo juramento la inocencia de la señora Mahaut? Me hubieran acusado de embustero y me hubieran colgado en Montfaucon.

Parecía tan desgraciado, abatido y triste, que en su rostro carnoso se adivinaban los rastros del joven que había sido medio siglo antes. El Papa se apiadó.

—Calmaos, Bouville —dijo inclinándose y poniéndole la mano en el hombro—. Y no os reprochéis haber obrado mal. Dios os puso un problema demasiado difícil para vos. Tomo en cuenta vuestro secreto. El porvenir dirá si hicisteis bien. Quisisteis salvar una vida que habían confiado a vuestro cargo, y la salvasteis. De haber hablado, hubierais expuesto otras muchas vidas.

—Sí, Padre Santo, estoy calmado —dijo el antiguo chambelán—. ¿Pero qué va a ser del pequeño rey? ¿Qué se puede hacer?

—Esperar sin hacer ningún cambio. Ya lo pensaré y os lo haré saber. Id en paz, Bouville... En cuanto a monseñor de Valois, esas cien mil libras son para él, pero ni un florín más. Que me deje tranquilo con su cruzada, y que haga la paz con Inglaterra.

Bouville se arrodilló, llevó efusivamente la mano del Padre Santo a sus labios, se levantó y se dirigió a la puerta caminando de espaldas, ya que la audiencia parecía terminada.

El Papa lo llamó con un gesto.

—¿Y vuestra absolución, Bouville? ¿No la queréis...?

Poco después el Papa, ya solo, recorría con sus pasos escurridizos el gabinete de trabajo. El viento del Ródano pasaba bajo las puertas y gemía a través del hermoso palacio nuevo. Chillaban las cotorras en sus jaulas, los tizones del brasero se habían ennegrecido.

Juan XXII reflexionaba sobre el difícil problema de conciencia y de Estado que se le presentaba. El verdadero heredero de la corona de Francia era un niño desconocido, recluido en una casa solariega. Solamente lo sabían dos personas en el mundo, ahora tres. El miedo impedía hablar a las dos primeras. ¿Qué debía hacer el, ahora que se habían sucedido dos reyes en el trono de Francia, dos reyes debidamente consagrados, ungidos con el santo óleo, y que en realidad no eran más que usurpadores? ¿Qué partido tomar? ¿Revelar el asunto y lanzar a Francia al más terrible desorden dinástico? ¿Sembrar la guerra de nuevo?

Otro sentimiento le incitaba también a guardar silencio: el recuerdo del rey Felipe el Largo.

Sí, Juan XXII había sentido gran afecto por aquel joven, y le había ayudado en todo lo que pudo.

Era el único soberano a quien había admirado y al que estaba agradecido. Para Juan XXII empañar el recuerdo de aquel rey era empañar el suyo propio, porque... ¿Hubiera llegado a ser Papa sin Felipe el Largo? ¡Y he aquí que ese querido Felipe había sido un criminal, por lo menos cómplice de una asesina! ¿Pero podía el Papa Juan, podía Jacobo Duèze tirar la primera piedra, él que debía su púrpura y tiara a tan grandes trapacerías? Y sí para asegurar su elección hubiera sido absolutamente necesario cometer un asesinato...

«Señor, Señor, gracias por haberme ahorrado esta tentación... ¿Pero era yo quién debía encargarme del cuidado de vuestras criaturas...? ¿Y qué sucederá si la nodriza habla un día?

¿Puede uno fiarse de boca de mujer? ¡Sería bueno, Señor, que a veces me iluminarais! He absuelto a Bouville, pero la penitencia es para mí.»

Se postró en el cojín verde de su reclinatorio y permaneció así largo tiempo, con la arrugada cara escondida entre las manos.

III.- El camino de París

¡Qué claro sonaba, bajo el casco de los caballos, el suelo de los caminos franceses! ¡Qué feliz música producía el rechinar de la gruesa arena! ¡Y qué maravilloso perfume, qué asombroso sabor tenía el aire que se respiraba, el ligero aire de la mañana atravesado por el sol! Las yemas comenzaban a abrirse, y las hojas verdes, tiernas y plegadas, se acercaban hasta la mitad del camino para acariciar la frente de los viajeros. En los declives y prados de la Isla-de-Francia había menos hierba que en Inglaterra; pero para la reina Isabel era hierba de libertad y de esperanza.

Las crines de la yegua blanca se balanceaban al ritmo de la marcha. A pocas toesas seguía una litera, llevada por dos mulas. Sin embargo, la reina, demasiado feliz e impaciente para permanecer encerrada en ella, prefirió montar en su hacanea, y por gusto la hubiera hecho galopar por la hierba de los prados.

Había hecho paradas en Boulogne, donde se había casado hacía quince años, en Montreuil, Abbeville y Beauvais. Acababa de pasar la noche en Maubuisson, cerca de Pontoise, en la real casa solariega donde había visto por última vez a su padre, Felipe el Hermoso. Su ruta era como un peregrinaje Por su propio pasado. Creía remontar las etapas de su existencia para volver a su punto de partida. Pero ¿se podían suprimir quince años desventurados?

—Sin duda vuestro hermano Carlos la hubiera vuelto a aceptar —decía Roberto de Artois, que caminaba al lado de ella—, y nos la hubiera impuesto como reina; tanto seguía queriéndola y tan poca decisión tenía para encontrar nueva esposa.

¿De qué hablaba Roberto? ¡Ah, sí! De Blanca de Borgoña. Se había acordado de ella en Maubuisson, a donde había ido a recibir a la viajera una cabalgata compuesta por Enrique de Sully, Juan de Roye, el conde de Kent, Lord Mortimer, dicho Roberto de Artois y una tropa de señores.

Isabel había tenido gran placer al verse tratada de nuevo como reina.

—Creo que Carlos tenía cierto secreto deleite en acariciarse los cuernos que ella le había puesto —continuó Roberto—. Por desgracia, o más bien por fortuna, la dulce Blanca se había dejado embarazar por el carcelero, el año anterior a la coronación de Carlos.

El gigante cabalgaba a la izquierda, del lado del sol, y montado en un enorme percherón tordillo, daba sombra a la reina. Esta espoleaba la hacanea para que le tocara el sol. Roberto hablaba sin cesar, entusiasmado con el encuentro, buscando al mismo tiempo desde las primeras leguas, reanudar los lazos de primazgo y la antigua amistad.

Isabel no lo había visto desde hacía once años; apenas había cambiado. Tenía la misma voz de siempre y el mismo olor de gran comedor de caza, que desprendía su cuerpo al compás de la marcha y que la brisa extendía a ráfagas. Tenía las manos rojizas y vellosas hasta las uñas, la mirada maligna aun cuando él creía haberla hecho amable, la panza dilatada por encima de la cintura, como si se hubiera tragado una campana. Pero la seguridad de su palabra y gesto era menos fingida y pertenecía definitivamente a su carácter; la arruga que enmarcaba su boca se había inscrito más profundamente en la grasa.

—Y la buena zorra de mi tía Mahaut tuvo que resignarse a la anulación del matrimonio de su hija, no sin protestar y pleitear ante los obispos. Pero finalmente se vio confundida. El primo Carlos, por una vez, se mostró obstinado, debido al asunto del carcelero y del embarazo. Y cuando este hombre débil se obstina en un tema, no hay forma de hacerle cambiar de opinión. En el proceso de anulación se plantearon no menos de treinta cuestiones. Se desempolvó la dispensa concedida por Clemente V, que permitía a Carlos casarse con una de sus parientas, pero no especificaba el nombre. ¿Quién en nuestra familia se casa con una persona que no sea su prima o sobrina? Entonces monseñor Juan de Marigny, con gran habilidad, sacó a relucir el impedimento de parentesco espiritual. Mahaut había sido madrina de Carlos. Ella aseguró que no, que había asistido al bautismo solo en calidad de asistente y comadre. Entonces comparecieron barones, camareros, criados, clérigos, burgueses de Creil, donde se había celebrado el bautismo, y todos respondieron que había tenido en sus brazos al niño y se lo había pasado luego a Carlos de Valois, y que no se engañaban, ya que ella era la mujer más alta que había en la capilla, y que pasaba a todos por una cabeza. ¡Para que veáis lo embustera que es!

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