El mozo se subió al taburete y derramó el agua sobre su cabeza, mientras Cazaril se sacudía y resoplaba bajo la cascada. Abrió los ojos y se encontró al muchacho mirándolo fijamente, boquiabierto.
—¿Sois… sois un desertor? —consiguió balbucir el mozo.
Ah. Su espalda, el nudoso cuadro de cicatrices entrelazadas de tal modo que no quedaba piel ilesa debajo, legado de la última azotaina que le habían propinado los encargados de las galeras roknari. Aquí, en la royeza de Chalion, los desertores del ejército se contaban entre los pocos criminales que podían recibir un castigo tan salvaje.
—No —respondió Cazaril, con firmeza—. No soy ningún desertor. —Expulsado, sin duda; traicionado, tal vez. Pero nunca había desertado de su puesto, ni siquiera de los más desastrosos.
El muchacho cerró la boca de golpe, soltó el cubo de madera con estrépito y salió corriendo. Cazaril exhaló un suspiro, y se dirigió al tanque.
Acababa de sumergir hasta la barbilla su cuerpo dolorido en el delicioso calor cuando el propietario de los baños irrumpió en el diminuto patio embaldosado.
—¡Largo! —rugió el dueño—. ¡Largo, maldito…!
Cazaril se encogió aterrorizado cuando el hombre lo prendió del cabello y lo sacó a pulso del agua.
—
¿Qué?
El hombre le tiró a la cara la túnica, los pantalones y las sandalias, todo de golpe, y lo sacó del patio tirando de él ferozmente hasta la entrada del establecimiento.
—Para, espera, ¿qué haces? ¡No puedo salir desnudo a la calle!
El propietario de los baños le hizo girar sobre sus talones y lo soltó momentáneamente.
—Vístete y márchate. ¡Regento un lugar respetable! ¡No admito a los de tu calaña! Vete al prostíbulo. O mejor aún, ¡tírate al río!
Confuso y chorreando, Cazaril se puso la túnica por la cabeza, se embutió los pantalones e intentó calzarse las sandalias de esparto mientras se anudaba el cordón de los pantalones y avanzaba a empujones hacia la puerta. Se dio de bruces con ella al girarse, comprendiéndolo todo de golpe. El otro crimen penado con latigazos casi hasta la muerte en la royeza de Chalion era la violación de una virgen o un niño. Se puso rojo como la grana.
—Pero si yo… que yo no he… me vendieron a los corsarios de Roknar… —Se quedó de pie, tiritando. Pensó en aporrear la puerta e insistir hasta que le escucharan.
Oh, mi pobre honor
. El dueño de los baños probablemente era el padre del mozo, dedujo Cazaril.
Empezó a reírse. Y a llorar. Se encontraba al frágil filo de… de algo que lo aterrorizaba más que la cólera del propietario de los baños. Inhaló con dificultad. No se sentía con fuerzas de discutir y, aunque pudiera conseguir que le escucharan, ¿por qué iban a creerle? Se frotó los ojos con el suave lino de su manga. Despedía esa fragancia agradable y penetrante que sólo dejaba el paso de una buena plancha caliente. Le traía a la memoria recuerdos de una vida en un hogar, no en la cuneta. Parecía que hiciera mil años.
Abatido, dio media vuelta y volvió a caminar por las calles en dirección a la puerta pintada de verde de la lavandera. Sonó su campana cuando entró tímidamente.
—¿Tiene un rincón donde pueda sentarme, señora? —preguntó, cuando la mujer hubo aparecido para atender la llamada de la campana—. He… acabado antes de… —Su voz se ahogó en un mar de vergüenza contenida.
La mujer encogió sus robustos hombros.
—Ah, sí. Venga conmigo. Espere. —Se agachó detrás del mostrador y volvió a levantarse sosteniendo un librito del tamaño de la mano de Cazaril, con sencillas cubiertas de cuero sin teñir—. Aquí tiene su libro. Tiene suerte de que mirara en los bolsillos, o a estas alturas sería un pegote irreconocible, hágame caso.
Sobresaltado, Cazaril lo cogió. Debía de haber estado oculto entre el recio paño de la capa del difunto; no lo había sentido con las prisas al apilar las ropas en el molino. Esto debería estar en posesión del divino del Templo, con el resto de las pertenencias del muerto.
Bueno, lo que está claro es que no voy a volver allí esta noche
. Devolvería el libro en cuanto le fuera posible.
Por el momento, se limitó a dar las gracias a la mujer y a seguirla hasta un patio central con un pozo profundo, parecido al de su vecino de la casa de baños, donde había un caldero hirviendo al fuego y un cuarteto de muchachas frotaban y restregaban en los pilones. La dueña le indicó un banco junto a la pared y él se sentó lejos de las salpicaduras, contemplando por un momento con una especie de dicha incorpórea la plácida y afanada escena. Atrás quedaban los tiempos en que habría desdeñado poner la vista encima de un grupo de campesinas con el rostro colorado, prefiriendo reservar su atención para damas más dignas. ¿Cómo era que nunca había reparado en la belleza de las lavanderas? Fuertes y risueñas, moviéndose como si siguieran los pasos de un baile, y amables, tan amables, tan amables…
Por fin, movió la mano con renovada curiosidad para mirar el libro. Quizá estuviera escrito dentro el nombre del difunto y se resolviera un misterio. Lo abrió para descubrir sus páginas cubiertas de letras apretadas, con ocasionales diagramas garabateados. Todo en clave.
Parpadeó y se acercó el papel, comenzando a descifrar el galimatías casi en contra de su voluntad. Se trataba de escritura con espejo. Y con un sistema de sustitución de letras… averiguar cuáles sería tedioso. Pero la casualidad de que una palabra corta se repitiera tres veces en la misma página le dio una pista. El mercader había elegido el más infantil de los cifrados, limitándose a correr un puesto cada letra sin molestarse en alterar el patrón a partir de ahí. Sólo que… ésta no era la lengua ibrana que se hablaba, en sus diversos dialectos, en las royezas de Ibra, Chalion y Brajar. Se trataba de darthaco, hablado en las provincias más al sur de Ibra y en la gran Darthaca, al otro lado de las montañas. La caligrafía del hombre era espantosa, su ortografía aún peor, y su domino de la gramática darthaca aparentemente inexistente. A Cazaril iba a resultarle más complicado de lo que había pensado. Necesitaría papel y pluma, un sitio tranquilo, tiempo y buena iluminación si quería encontrarle algún sentido a aquel barullo. Bueno, podía haber sido peor. Podía haber estado cifrado en mal roknari.
Sin embargo, casi con seguridad tenía ante sus ojos los apuntes del hombre referentes a sus experimentos mágicos. De eso estaba seguro Cazaril. Eso bastaría para que lo condenaran y ahorcaran, si no estuviera muerto ya. Las penas por practicar —no, por intentar practicar— la magia de la muerte eran feroces. El castigo por hacerlo con éxito solía considerarse generalmente redundante, puesto que Cazaril no sabía de ningún caso de asesinato mágico que no se hubiera cobrado la vida del hechicero. Cualquiera que fuese el vínculo por el que el practicante obligaba al Bastardo a enviar uno de sus demonios al mundo, éste regresaba siempre con dos almas o con ninguna.
En tal caso, tendría que haberse producido otra muerte anoche en Baocia… Por su naturaleza, la magia de la muerte no era demasiado popular. No consentía sustitutos ni artificios en su siega de doble filo. Matar significaba morir. Cuchillo, espada, veneno, garrote, casi cualquier otro método constituía una opción mejor si quería uno sobrevivir a su propio intento de asesinato. Pero, engañados o desesperados, los hombres seguían intentándolo de vez en cuando. Este libro debía llegar a manos del divino rural, sin duda, para que hiciera entrega de él a cualquiera que fuese el superior del Templo de los dioses que terminara investigando el caso para la royeza. Cazaril frunció el ceño y se sentó, cerrando el frustrante volumen.
La calidez del vapor, el ritmo del trabajo y las voces de las mujeres, y su agotamiento lo empujaron a recostarse, a recogerse en el banco con el libro de almohada bajo su mejilla. Cerraría los ojos sólo un momento…
Se despertó sobresaltado y con tortícolis, con los dedos cerrados en torno a un inesperado trozo de lana… una de las lavanderas lo había arropado con una manta. Un involuntario suspiro de gratitud escapó de su garganta ante aquel generoso favor. Se incorporó, fijándose en la dirección de la luz. El patio estaba ahora casi en penumbra. Debía de haber dormido casi durante toda la tarde. El sonido que lo había despertado era el choque de sus botas limpias y, hasta donde era posible, lustradas, que la lavandera había soltado en el suelo. Depositó la pila de ropa doblada de Cazaril, pulcra y vergonzosa a un tiempo, en el banco junto a él.
Recordando la reacción del mozo de los baños, Cazaril preguntó tímidamente:
—¿Hay una habitación en la que pueda cambiarme, señora? —
En privado
.
La mujer asintió con cordialidad y lo condujo a un modesto dormitorio en la parte trasera de la casa, donde lo dejó a solas. La luz entraba por el ventanuco procedente del oeste. Cazaril ordenó su ropa limpia y observó con aversión los harapos que había llevado encima durante semanas. Un espejo ovalado de pie en la esquina, el adorno más lujoso de la estancia, le ayudó a decidirse.
Tentativamente, con otra oración de gracias al espíritu del difunto en cuyo inesperado heredero se había convertido, se puso los limpios pantalones de tartán, la fina camisa con bordados, el abrigo de lana marrón —todavía caliente por la plancha, aunque las costuras conservaban una cierta humedad— y por último la capa chaleco negra, que cayó con rica profusión de tela y destellos plateados hasta sus tobillos. Las ropas del muerto eran lo bastante largas, si bien holgadas sobre la enjuta percha de Cazaril. Se sentó en la cama y se calzó las botas, deformados los tacones y desgastadas las suelas hasta ser poco más que una rugosidad de tejido. No se había mirado en ningún espejo mayor o mejor que un trozo de acero bruñido desde hacía… ¿tres años? Éste era de cristal, y se podía ladear para verse la mitad del cuerpo cada vez, de los pies a la cabeza.
Un desconocido le devolvió la mirada.
Por los cinco dioses, ¿cuándo me han salido canas en la barba?
Tanteó el pulcro recorte con una mano temblorosa. Al menos el pelo recién cortado no había comenzado a alejarse de su frente, no mucho. Si Cazaril hubiera tenido que calificarse de mercader, lord o erudito así ataviado, habría optado por la última opción; uno de los más fanáticos, con los ojos hundidos y algo chiflado. Su atuendo necesitaba cadenas de oro o plata, sellos, un buen cinturón con remaches o joyas, gruesos anillos con piedras refulgentes, para proclamarlo de una categoría superior. Aunque las líneas vaporosas le favorecían, pensó. Se enderezó un poco más.
En cualquier caso, el vagabundo había desaparecido. En cualquier caso… no era éste un hombre que fuera a solicitar un puesto de pinche al cocinero de un castillo.
Había planeado alquilar una cama esa noche en una posada con el resto de sus vaidas y presentarse ante la provincara por la mañana. Intranquilo, se preguntó si se habría propagado mucho el rumor del propietario de los baños. Y si le negarían la entrada en cualquier casa segura y respetable…
Ahora, esta noche. Adelante
. Subiría hasta el castillo y saldría de dudas sobre si podía solicitar refugio o no.
No puedo soportar otra noche de inquietud
. Antes de que faltara la luz.
Antes de que me falten las fuerzas
.
Volvió a guardar el cuaderno de notas en el bolsillo interior de la capa chaleco negra que aparentemente lo había ocultado antes. Olvidándose del atuendo del vagabundo, apilado encima de la cama, dio media vuelta y salió de la habitación.
Mientras Cazaril cubría el último tramo de pendiente que lo separaba de las puertas del castillo, se arrepintió de no haber podido proveerse de una espada. Los dos guardias ataviados con la librea verdinegra del provincar de Baocia asistían a su desarmado acercamiento sin evidenciar signos de alarma, pero también sin evidenciar el interés alerta que presagiaría respeto. Cazaril saludó al que exhibía la insignia de sargento en el sombrero con un ademán austero y calculado. Reservaba el servilismo que había practicado mentalmente para otra puerta, no ésta, no si esperaba llegar más lejos. Cuando menos, merced a la lavandera, había podido informarse de los nombres que necesitaba.
—Buenas noches, sargento. Vengo a ver al castellano, sir de Ferrej. Me llamo Lupe de Cazaril. —Dejando que el sargento dilucidara, a poder ser erróneamente, si había sido convocado.
—¿A propósito de qué, sir? —preguntó el sargento, educado pero sin mostrarse impresionado.
Cazaril enderezó los hombros; no sabía de qué olvidado cuarto trastero del fondo de su alma brotaba su voz, pero brotó seca e imperiosa de todos modos:
—A propósito de él, sargento.
Automáticamente, el sargento se puso firme.
—Sí, señor. —Su gesto indicó a su compañero que adoptara un aire marcial, y él hizo señas a Cazaril para que lo siguiera a través de las puertas abiertas—. Por aquí, sir. Preguntaré si el alcaide puede verlo.
A Cazaril se le encogió el corazón cuando vio el amplio patio adoquinado tras las puertas del castillo. ¿Cuántas suelas de zapato había desgastado deambulando por estas piedras haciendo recados para la suma familia? El maestre encargado de los pajes se había quejado de que el consumo de borceguíes iba a suponerles la bancarrota, hasta que la provincara, entre risas, había inquirido si no preferiría en vez de eso un paje perezoso que desgastara la culera de sus pantalones, pues en tal caso, ella podría conseguirle unos cuantos para que bregara con ellos.
Seguía regentando su casa con buen ojo y mano firme, al parecer. Las libreas de los guardias estaban en excelente estado, el empedrado de este patio estaba impecable, y los pequeños árboles desnudos, plantados en maceteros que flanqueaban las puertas principales, estaban rodeados de flores que acariciaban el pie de sus troncos, lozanas, alegres y perfectamente oportunas para la celebración del Día de la Hija que había de tener lugar mañana.
El guardia hizo un gesto a Cazaril para que aguardara sentado en un banco fijo a una pared, agradablemente cálido aún por el sol de ese día, mientras él se dirigía a la puerta que comunicaba con los aposentos del servicio y hablaba con un criado que podría, o quizá no, avisar al alcaide de que lo buscaba un desconocido. Todavía no se encontraba ni a medio camino de regresar a su puesto cuando su camarada asomó la cabeza por la puerta para anunciar:
—¡Vuelve el róseo!
El sargento volvió el rostro hacia los aposentos de la servidumbre para hacerse eco de la llamada, aullar a su vez: "¡Vuelve el róseo! ¡Todo el mundo atento!" y acelerar el paso.