En el interior, con las sombras oblicuas de la mañana tiñendo aún el patio principal adoquinado, el Padre del Invierno limpió los restos de ceniza del hogar elevado del fuego sagrado central y los espolvoreó sobre su persona. Los acólitos salieron al frente para disponer leña nueva, bendecida por el divino. El ceniciento barbudo fue expulsado entonces de la cámara en medio de pitidos, abucheos, varas con cascabeles y misiles de blanda lana que representaban bolas de nieve. Se consideraba que el año había sido aciago, al menos para el avatar del dios, cuando el gentío podía lanzar auténticas bolas de nieve.
La Dama de la Primavera en la persona de Iselle fue conducida hacia delante para que encendiera el nuevo fuego con acero y pedernal. Se arrodilló en los cojines dispuestos para tal fin y se mordió el labio, adorable en su concentración, mientras amontonaba las virutas secas y las hierbas sagradas. Todo el mundo contuvo la respiración; una docena de supersticiones rodeaban la cuestión de cuántos intentos eran necesarios para que el avatar del dios ascendente encendiera el nuevo fuego cada estación.
Tres rápidos golpes, una lluvia de chispas, un soplo de joven aliento; la llama diminuta prendió. Presto, el divino se agachó para encender la nueva vela delgada antes de que pudiera ocurrir cualquier desafortunado accidente. No se produjo ninguno. Se alzó por doquier un murmullo de aliviada aprobación. La pequeña llama fue transferida al hogar sagrado, e Iselle, luciendo orgullosa y un tanto aliviada, recibió ayuda para incorporarse. Sus ojos grises parecían arder tan rutilantes y vivaces como el nuevo fuego.
La condujeron luego al trono del dios reinante, y dio comienzo el verdadero acontecimiento de la mañana: recoger los obsequios cuatrimestrales del templo que posibilitarían su funcionamiento durante los próximos tres meses. Cada cabeza de casa salió al frente para rendir su bolsita de monedas u otra ofrenda a las manos de la Dama, recibir su bendición y ver su cantidad anotada por el secretario del templo en la mesa sita a la diestra de Iselle. Eran acompañados luego a su vez para recibir la vela delgada con el nuevo fuego, con el que habrían de regresar a sus casas. La casa de la provincara fue la primera, por orden de rango; el monedero que depositó el alcaide del castillo en manos de Iselle estaba cargado de oro. Salieron al frente otros prohombres. Iselle sonreía, recibía e impartía bendiciones; el divino en jefe sonreía, transfería y repartía agradecimientos; el secretario sonreía, anotaba y acumulaba.
Al lado de Cazaril, Betriz se envaró de… ¿emoción? Asió brevemente el brazo izquierdo de Cazaril.
—El siguiente es ese vil juez, Vrese —le siseó al oído—. ¡Mirad!
Un personaje de aspecto avinagrado y mediana edad, ricamente ataviado con terciopelos azul marino y cadenas de oro, subió ante el trono de la Dama bolsa en mano. Con una sonrisa tensa, se la tendió.
—La Casa de Vrese presenta esta ofrenda a la diosa —entonó el juez, con voz nasal—. Bendícenos para la estación que empieza, mi dama.
Iselle recogió las manos en el regazo. Levantó la barbilla, dedicó a Vrese una mirada absolutamente seria e impasible, y dijo en voz alta y clara:
—La Hija de la Primavera recibe ofrendas sinceras. No acepta sobornos.
Honorable
Vrese. Tu oro significa más que nada para ti. Puedes quedártelo.
Vrese retrocedió medio paso; con la boca abierta por la incredulidad, permaneció clavado en el sitio. El sobrecogido silencio se propagó en ondas hasta el final de la congregación, para regresar en forma de crecientes murmullos de
¿Qué? ¿Qué ha dicho? No lo he oído… ¿Cómo?
El divino en jefe demudó el semblante. El servicial secretario levantó la cabeza con una expresión de pávido horror.
Un hombre bien vestido que aguardaba hacia la cabeza de la fila soltó una resonante risotada de regocijo; sus labios se retrajeron en una expresión que tenía poco que ver con el humor, y mucho con la apreciación de la justicia cósmica. Junto a Cazaril, lady Betriz saltó sobre la punta de los pies y siseó entre dientes. Un reguero de risas contenidas siguió a los susurros explicativos que se propagaban entre la multitud de vecinos como brotes en primavera.
El juez miró iracundo al divino en jefe y le tendió a él la mano bruscamente, sujetando la ofrenda embolsada. Las manos del divino se abrieron y cerraron a sus costados. Volvió la vista, implorante, hacia el trono que ocupaba el avatar de la diosa.
—Lady Iselle —susurró por la comisura de la boca, si bien no en voz lo bastante baja—, no podéis… no podemos… ¿os ha hablado la
diosa
a este respecto?
—Habla en mi corazón —respondió Iselle, en voz mucho menos baja—. ¿En el vuestro no? Además, le pedí que sellara su aprobación concediéndome la primera llama, y lo hizo. —Perfectamente compuesta, se inclinó sorteando al paralizado juez, sonrió radiante al ciudadano que aguardaba su turno, e invitó— : ¿Vos, sir?
A la fuerza, el juez se hizo a un lado, sobre todo porque el siguiente suplicante, sonriendo maliciosamente, no dudó en avanzar y abrirse paso con el hombro.
Un acólito, impulsado a actuar por la furibunda mirada de su superior, se apresuró a invitar al juez a retirarse a otra parte y discutir este contratiempo. Su leve ademán de aproximación a la bolsa de la ofrenda fue cortado en seco por el gélido ceño fruncido que descargó sobre él la rósea; el muchacho se guardó la mano detrás de la espalda e hizo una reverencia para despedir al colérico juez. Al otro lado del patio, la provincara, sentada, se pellizcó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, se pasó la mano por la boca y contempló exasperada a su nieta. Iselle se limitó a levantar la barbilla y proseguir intercambiando desapasionadamente bendiciones de la diosa por los obsequios del cuatrimestre que le entregaba una fila de ciudadanos que, de repente, se habían olvidado del tedio y la monotonía de la ceremonia.
Mientras ella repasaba las distintas casas de la ciudad, en la calle se recogían ofrendas en forma de pollos, huevos y becerros, cuyos portadores sólo entraban en los sagrados precintos para recoger su bendición y su fuego nuevo. Lady de Hueltar y Betriz fueron a reunirse con la provincara en su banco de honor, y Cazaril se sentó detrás con el castellano, que dedicó a su recatada hija un sospechoso ceño paternal. Gran parte del gentío se alejó; la rósea cumplió con su sagrado deber, risueña, hasta dar las gracias al último leñador, a un carbonero, a un mendigo —que cantó un himno a modo de ofrenda— con el mismo tono impertérrito con que había bendecido a los prohombres de Valenda.
La tormenta del rostro de la provincara no estalló hasta que la familia al completo hubo regresado al castillo para el banquete de la tarde.
Cazaril se encontró guiando su caballo, puesto que el alcaide del castillo, de Ferrej, había empuñado con firmeza y prudencia las riendas del mulo blanco de Iselle. El plan de Cazaril de ausentarse discretamente se vio frustrado cuando, tras bajar de su alazana ayudada por sus criados, la provincara le espetó secamente:
—Castelar, dame tu brazo. —Los dedos que cerró en torno a él estaban tensos y temblorosos. Con los labios apretados, añadió—: Iselle, Betriz, de Ferrej, entrad. —Indicó con la cabeza las puertas que comunicaban a la sala de los ancestros, enfrente del patio del castillo.
Iselle había dejado sus ropas de fiesta en el templo al término de la ceremonia, y volvía a ser una joven de lindo blanquiazul. No, decidió Cazaril, al ver cómo volvía a alzar su altanera barbilla; de nuevo una rósea, simplemente. Bajo aquella superficie aprensiva refulgía una determinación alarmante. Cazaril sostuvo la puerta mientras pasaba todo el mundo, incluida lady de Hueltar. Siendo un joven paje, pensó con arrepentimiento, el instinto que le avisaba del inminente peligro que procedía de las alturas lo habría sacado corriendo de allí llegados a ese momento. Pero de Ferrej se detuvo y esperó por él, y Cazaril lo siguió.
La sala estaba en silencio, vacía ahora, aunque cálidamente iluminada por las hileras de velas del altar, que habrían de arder durante todo el día hasta consumirse. Los bancos de madera estaban pulidos hasta relucir apagadamente a la luz de los cirios por el roce de los numerosos ocupantes previos, píos o meramente ociosos. La provincara se llegó al frente de la estancia y se volvió hacia las dos muchachas, que retrocedieron juntas bajo su severa mirada.
—Muy bien. ¿Cuál de vosotras tuvo
esa
idea?
Iselle dio medio paso adelante e hizo una minúscula reverencia.
—Fui yo, abuelita —dijo casi, y sólo casi, con voz tan clara como en el patio del templo. Tras otro momento sometida a aquel inexorable escrutinio, añadió—: Aunque Betriz pensó en solicitar la confirmación de la primera llama.
De Ferrej se cernió sobre su hija.
—¿Sabías que esto iba a ocurrir? ¿Y no me lo dijiste?
Betriz le dedicó una inclinación que era un eco del de Iselle, sin doblar la espalda.
—Tenía entendido que se me había asignado el papel de doncella de la rósea, papá. No el de espía de nadie. Si mi lealtad principal ha de pertenecer a otra persona que no sea Iselle, es algo que nadie me había explicado. Protege su honor con tu vida, ésas fueron
tus
palabras. —Tras un momento, suavizando un tanto su afilado discurso, añadió—: Además, no
supe
que iba a ocurrir hasta que hubo prendido la primera llama.
De Ferrej renunció a la precoz sofista e hizo un gesto de impotencia a la provincara.
—Tú eres la mayor, Betriz —dijo la provincara—. Pensábamos que ejercerías una influencia tranquilizadora. Que enseñarías a Iselle cuáles son los deberes de una doncella piadosa. —Torció los labios—. Igual que cuando Beetim el cazador cruza los perros jóvenes con los más viejos. Es una pena que no te entregara a él para que te criara, en vez de a estas institutrices inútiles.
Betriz parpadeó, y ofreció otra reverencia.
—Sí, mi lady.
La provincara sondeó su gesto, sospechando de sorna disimulada. Cazaril se mordió el labio.
Iselle inhaló hondo.
—¡Si tolerar la injusticia y hacer la vista gorda ante los trágicos e innecesarios males que afectan a los hombres se cuentan entre los deberes principales de una doncella piadosa, es algo que los divinos nunca me enseñaron!
—No, claro que no —espetó la provincara. Por vez primera, su adusta voz se suavizó con una sombra de persuasión—. Pero la justicia no es
tarea
tuya, corazón.
—Parece que los hombres que sí la tienen por tarea han renunciado a ella. No soy ninguna lechera. Gozo de privilegios en Chalion, y sin duda tengo también mayores responsabilidades para con Chalion. ¡El divino y la buena devota me lo han dicho!
Lanzó una mirada desafiante a la vacilante lady de Hueltar, que protestó:
—Yo me refería a tus estudios, Iselle.
—Cuando los divinos te hablaron de tus píos deberes, Iselle —apostilló de Ferrej—, no se referían… no pretendían…
—¿No pretendían que me lo tomara en serio? —inquirió cándidamente la joven.
De Ferrej resopló. Cazaril se compadeció. Una inocente con la ventaja moral, tan incompetente e ignorante del peligro como la cachorra con la que la había comparado la provincara… Cazaril dio gracias de corazón por no estar involucrado en esto.
La provincara soltó un bufido.
—De momento, las dos podéis ir a vuestros aposentos y quedaros allí. Os pondré a leer escrituras en penitencia, pero… Ya decidiré más tarde si tenéis permiso para asistir al banquete. Dedicada, seguidlas y aseguraos de que llegan a sus habitaciones. ¡Vamos! —Hizo un gesto imperioso. Cuando Cazaril hizo ademán de seguirlas, detuvo el brazo en el aire y señaló firmemente hacia abajo—. Castelar, de Ferrej, escuchad un momento.
Lady Betriz miró curiosa por encima del hombro mientras se alejaba. Iselle caminaba con la cabeza alta, y no volvió la vista atrás.
—Bueno —dijo cansadamente de Ferrej, al cabo—, esperábamos que se hicieran amigas.
Lejos ya su joven audiencia, la provincara se concedió una torva sonrisa.
—Sí, por desgracia.
—¿Cuántos años tiene la dama Betriz? —inquirió Cazaril, curioso, con la mirada fija en la puerta que se cerraba.
—Diecinueve —respondió su padre, con un suspiro.
Vaya, su edad no estaba tan alejada de la de Cazaril como éste había imaginado, aunque sin duda no podía decirse lo mismo de su experiencia.
—De veras creía que Betriz sería una buena influencia —añadió de Ferrej—. Parece que ha sido justo al revés.
—¿Acusáis a mi nieta de corromper a vuestra hija? —preguntó secamente la provincara.
—De
inspirar
, más bien —corrigió de Ferrej, con un abatido encogimiento de hombros—. Es aterrador. Me pregunto… me pregunto si sería mejor que las separásemos.
—Cualquiera soporta los aullidos. —Con cautela, la provincara se sentó en un banco e invitó a los hombres a imitarla—. No quiero acabar con tortícolis. —Cazaril enlazó las manos entre las rodillas y aguardó a escuchar lo que tuviera a bien decir la anciana. Debía de haberlo traído hasta allí para
algo
. Lo miró pensativa durante largo rato, antes de hablar de nuevo—. Vos sois perspicaz, Cazaril. ¿Se os ocurre alguna idea?
Cazaril arqueó las cejas.
—Me he ocupado del adiestramiento de jóvenes soldados, lady. Nunca del de jóvenes doncellas. Esto escapa a mis conocimientos. —Vaciló, antes de decir, casi a su pesar—: A mí me parece que ya es demasiado tarde para enseñar a Iselle a ser una cobarde. Pero podrías llamarle la atención sobre las escasas evidencias en que ha basado su actuación. ¿Cómo podía estar tan convencida de que el juez era culpable por un rumor? ¿Una habladuría, un cotilleo? A veces, incluso las pruebas más sólidas pueden mentir. —Pensó contrito en el hombre de los baños y en lo que le habían sugerido las cicatrices de su espalda—. Ya es demasiado tarde para arreglar lo de hoy, pero quizá le dé que pensar en el futuro. —Con voz más seca, añadió—: Y quizá queráis tener más cuidado con lo que discutís delante de ella.
De Ferrej frunció el ceño.
—Delante de cualquiera de ellas —matizó la provincara—. Cuatro oídos, una mente… o una conspiración. —Frunció los labios y lo miró con ojos entornados—. Cazaril… vos habláis y sabéis escribir darthaco, ¿no es así?
Cazaril parpadeó ante el brusco giro de la conversación.
—Sí, mi lady…
—¿Y roknari?