Lady Betriz tenía los dientes apretados.
—¡Ese hombre! Se comporta igual que, igual…
—Igual que uno de los gatos del castillo —aventuró Iselle—, cuando aparece un gato desconocido. ¿Qué le has hecho para que te bufe de ese modo, Cazaril?
—Os prometo que no me he meado en su ventana —dijo Cazaril, con toda seriedad, consiguiendo que Betriz se atragantara con las risas (ah, así está mejor) y mirara alrededor con expresión culpable para asegurarse de que la fámula estaba demasiado lejos para oír nada. ¿Tan rudo había sido? No estaba convencido de haber cogido el tranquillo todavía a las damiselas, pero tampoco ellas tenían queja de él, a pesar del darthaco—. Supongo que se imagina que envidio su trabajo. No creo que lo haya meditado bien.
O quizá sí, pensó Cazaril de repente. Cuando nació Teidez, su derecho a heredar de su recién casado hermanastro Orico no había sido tan evidente. Pero conforme se sucedían los años, y la royina de Orico no conseguía concebir un bebé, el interés —interés posiblemente nocivo— en Teidez sin duda habría aumentado en toda la corte de Chalion. Puede que fuera ése el motivo por el que había abandonado Ista la capital, para alejar a sus retoños de aquel ambiente viciado en favor del aire límpido y sereno de una ciudad de provincias. Sabia decisión, por añadidura.
—Oh, no, Cazaril —protestó Iselle—. Quédate aquí con nosotras. Se está mejor.
—Sí que se está.
—No sólo eso. Eres el doble de inteligente que sir de Sanda, ¡y has viajado diez veces más! ¿Por qué lo soportas tan, tan…? —Betriz parecía haberse quedado sin palabras—. ¿En silencio? —concluyó, al fin. Mantuvo la mirada apartada un momento, como si temiera que él pudiera adivinar que se había mordido la lengua para no decir un término menos halagador.
Cazaril sonrió aviesamente a su inopinada partidaria.
—¿Crees que se sentiría mejor si me presentara como objetivo de sus tonterías?
—¡Sí, está claro!
—Bueno. Entonces, tu pregunta se responde por sí sola.
Betriz abrió la boca, volvió a cerrarla. Iselle a punto estuvo de atragantarse con una risita.
La simpatía de Cazaril por de Sanda aumentó, no obstante, una mañana en que se presentó éste, con el rostro tan privado de sangre que casi parecía verde, con la alarmante noticia de que su regio pupilo había desaparecido y no se encontraba en la cocina, en las perreras ni en el establo. Cazaril se ciñó la espada y se dispuso a sumarse a la batida de búsqueda, desplegando ya en su cabeza el mapa de la ciudad y sus alrededores, sopesando las opciones de heridas, bandidos, el río… ¿las tabernas? ¿Tenía Teidez la edad suficiente para abordar a una prostituta? Eso explicaría que hubiera querido burlar la vigilancia de sus guardianes.
Antes de que Cazaril tuviera ocasión de compartir el abanico de posibilidades con de Sanda, cuya mente estaba profundamente atascada en los bandidos, Teidez en persona entró cabalgando en el patio, embarrado y empapado de agua, con una ballesta colgada del hombro, un escudero siguiendo sus pasos y una raposa muerta atravesada en la silla. El muchacho contempló la cabalgata a medio organizar con malhumorado horror.
Cazaril desistió de intentar subir a su caballo sin que cada movimiento le instigara una punzada de dolor, se sentó en el montadero sujetando las riendas de su bayo castrado y observó fascinado cómo cuatro hombres adultos comenzaban a interrogar al joven acerca de lo que saltaba a la vista.
Era escasamente necesario preguntar
¿Dónde has estado?
Lo mismo para
¿Por qué lo has hecho?
A cada minuto que pasaba era más evidente
¿Por qué no se
lo has
dicho a nadie?
Teidez soportó el interrogatorio sin abrir la boca, en su mayor parte.
Cuando de Sanda se detuvo para recuperar el aliento, Teidez arrojó su inerte y rojiza presa a Beetim, el cazador.
—Ten. Desuéllalo. Quiero la piel.
—La piel no es buena en esta época, señorito —reprendió Beetim—. El pelaje es muy fino, y se cae. —Esgrimió un dedo apuntándolo a las ubres atezadas del animal, cargadas de leche—. Y trae mala suerte matar una madre en la estación de la Hija. Tendré que quemarle los bigotes, para que no vuelva su fantasma y me alborote a los perros toda la noche. Y ¿dónde están los cachorros?, ¿eh? Tendríais que haberlos matado también, ya que estabais, es cruel dejar que se mueran de hambre. ¿O es que habéis cogido dos y los tenéis escondidos en alguna parte?, ¿eh?
Su furibunda mirada se volcó en el amilanado escudero.
Teidez arrojó la ballesta a los adoquines y rugió, desesperado:
—Buscamos la madriguera. No pudimos dar con ella.
—¡Eso, y tú…! —De Sanda se cernió sobre el desdichado escudero—. ¡Tú sabes que deberías haberme avisado! —Descargó sobre el mozo una serie de improperios mucho más rudos de los que habría osado dirigir al róseo, para terminar con la orden—: ¡Beetim, azota al crío por estúpido e insolente!
—Con mucho gusto, mi lord —respondió hoscamente Beetim; se dirigió a los establos, con la zorra agarrada en una mano y el acobardado escudero en la otra.
Los dos mozos de cuadra veteranos condujeron los caballos a sus establos. Cazaril entregó su montura de buena gana y pensó en su desayuno… ahora, por lo visto, no retrasado de forma indefinida. De Sanda, cuya ira se había impuesto a su terror, confiscó la ballesta y arrastró al taciturno Teidez al interior del castillo. La voz del róseo flotó en una última réplica antes de que la puerta se cerrara tras la pareja:
—¡Pero es que me
aburro
…!
Cazaril contuvo una carcajada. Cinco dioses, pero qué edad más horrible para cualquier muchacho. Lleno de impulsos y vitalidad, acosado por adultos incomprensiblemente arbitrarios con ideas estúpidas que no incluían saltarse las oraciones de la mañana para salir a cazar zorros una espléndida mañana de primavera… atisbó el cielo sobre su cabeza, que se abrillantaba y adquiría una desvaída tonalidad cerúlea a medida que se disipaban las brumas matinales. La quietud de la casa de la provincara, bálsamo para el alma de Cazaril, era sin duda corrosiva para el constreñido Teidez.
Cualquier consejo que procediera del recién llegado Cazaril probablemente sería mal recibido por de Sanda, tal y como estaban las cosas entre ellos en esos momentos. Pero le parecía que si de Sanda aspiraba a conservar su influencia sobre el róseo cuando éste se convirtiera en un hombre investido del poder y los privilegios de un alto señor —como poco— de Chalion, lo estaba llevando mal. Lo más probable era que Teidez se librara de él a las primeras de cambio.
Así y todo, de Sanda era un hombre concienzudo, eso debía concedérselo. Un hombre más vil de igual ambición bien podría acicatear los apetitos de Teidez en lugar de intentar controlarlos, generando adicción en lugar de lealtad. Cazaril había conocido a un par de nobles vástagos corrompidos por sus tutores… pero no en la casa de Baocia. Mientras la provincara estuviera al mando, no era probable que Teidez se topara con parásitos así. Con tan reconfortante reflexión, Cazaril se bajó del montadero y se puso en pie.
El día del decimosexto cumpleaños de la rósea Iselle cayó en el punto álgido de la primavera, unas seis semanas después de que Cazaril hubiera recalado en Valenda. El obsequio que le había enviado en esta ocasión a la joven su hermano Orico desde la capital en Cardegoss era una excelente yegua gris jaspeada, inspiración calculada o muy oportuna, puesto que Iselle se quedó extasiada ante la resplandeciente bestia. Cazaril tuvo que admitir que se trataba de un regio regalo. Y consiguió evitar el problema de su perjudicada caligrafía un poco más, puesto que no le costó nada persuadir a Iselle para que redactara el agradecimiento de su puño y letra, que sería enviado a la partida del correo real.
Pero Cazaril se vio sometido en los días siguientes a las preguntas más minuciosas y exhaustivas, por no decir embarazosas, de Iselle y Betriz referentes a su salud. Pequeñas ofrendas de fruta o carne recorrían la mesa hasta él para tentar su apetito; se le recomendaba irse pronto a la cama, y beber un poco de vino, pero no demasiado; ambas damiselas lo persuadieron para que diera frecuentes paseos cortos por el jardín. No fue hasta que de Ferrej hubo contado un chiste informal a la provincara que Cazaril, al escucharlo, se enteró de que Iselle y su doncella se habían contenido para moderar sus galopadas por consideración hacia la supuestamente frágil salud del nuevo secretario. La inteligencia de Cazaril se sobrepuso a su indignación justo a tiempo de confirmar el cuento con el semblante compuesto y el porte convincentemente envarado. Sus cuidados femeninos, por flagrantemente interesados que fueran, resultaban demasiado adorables para merecerse una regañina. Y… la afrenta tampoco era para tanto.
Tanto la mejora del tiempo como, la verdad sea dicha, su propia mejoría lo incitaban a ablandarse. A fin de cuentas, el calor del verano no tardaría en abatirse sobre ellos, y la vida se ralentizaría de nuevo. Después de ver a las muchachas saltar con sus caballos sobre troncos caídos y surcar los sinuosos senderos que discurrían junto al río, como exhalaciones teñidas de verde y dorado por el reflejo de las hojas nuevas que poblaban las copas de los árboles, se mitigó su preocupación por la seguridad de sus pupilas. Fue
su
caballo, que dio un respingo tras sobresaltar a una cierva que espiaba detrás de un arbusto, el que lo arrojó violentamente sobre un amasijo de piedras y raíces, dejándolo sin aliento y desprendiendo uno de los apósitos de su espalda. Se quedó tendido, resollando, con el bosque velado por lágrimas de dolor, hasta que dos atemorizados rostros femeninos entraron en su campo de visión sobre un fondo de hojas y cielo.
Hicieron falta las dos y la ayuda de un árbol caído para volver a subirlo a lomos de su caballo recién capturado de nuevo. El ascenso de regreso al castillo fue todo lo formal y recatado, por no decir vergonzante, que hubiera podido desear la institutriz. El mundo había dejado de girar en torno a su cabeza a sincopados intervalos para cuando llegaron al arco de la puerta, pero el apósito desgarrado era una agonía abrasadora señalada por un bulto del tamaño de un huevo bajo su túnica. Probablemente se pondría negro y tardaría semanas en reducirse la hinchazón. Una vez a salvo en el patio, no pensaba más que en el montadero, el mozo y volver a bajar del maldito caballo con vida. Permaneció de pie un momento, con los pies en tierra firme, la cabeza apoyada en la silla, con el rostro contorsionado en una mueca de dolor.
—¡Caz!
La voz familiar atronó en sus oídos surgida de la nada. Levantó la cabeza; parpadeó. Avanzaba hacia él, a largas zancadas, los brazos abiertos, un hombre alto y atlético de pelo negro, vestido con una elegante túnica con brocados y botas altas de montar.
—Cinco dioses —susurró Cazaril—.
¿Palli?
—¡Caz, Caz! ¡Te beso las manos! ¡Te beso los pies! —El hombre alto lo asió, a punto de derribarlo, cumpliendo al pie de la letra la primera mitad de su saludo, aunque cambió la segunda por un abrazo—. ¡Caz, hombre! ¡Creía que habías muerto!
—No, no… Palli… —Olvidadas las tres cuartas partes de su dolor, tomó a su vez las manos del hombre moreno y se volvió hacia Iselle y Betriz, que habían dejado sus animales al cuidado de los caballerizos y se aproximaban sin camuflar su curiosidad—. Rósea, Iselle, lady Betriz, permitid que os presente a sir de Palliar… era mi mano derecha en Gotorget… cinco dioses, Palli, ¿qué haces tú
aquí
?
—¡Podría preguntarte lo mismo, con más motivo! —respondió Palli, antes de dedicar una reverencia a las damas, que lo observaban con creciente aprobación. Los más de dos años transcurridos desde Gotorget habían hecho mucho por mejorar su apariencia ya de por sí agradable, aunque todos parecían espantapájaros depravados para cuando terminó el asedio—. Rósea, mi lady, es un honor… pero ahora soy el marzo de Palliar, Caz.
—Oh —dijo Cazaril, ofreciéndole de inmediato una compungida inclinación de cabeza—. Te acompaño en el sentimiento. ¿Es una pérdida reciente?
Palli respondió con un asentimiento comprensivo.
—Hace casi dos años. El viejo había sufrido un ataque de apoplejía mientras nosotros estábamos encerrados en Gotorget, pero resistió hasta que hube vuelto a casa, gracias al Padre del Invierno. Me reconoció, pude verlo al final, hablarle de la campaña… me dio su bendición para ti, sabes, en su último día, aunque ambos pensábamos que estábamos rezando por tu alma. Caz, hombre, ¿dónde te
metiste
?
—No… pagaron mi rescate.
—¿Que no pagaron tu rescate? ¿Cómo que no pagaron tu rescate? ¿Cómo no iban a pagar
tu
rescate?
—Fue un error. Se olvidaron de incluir mi nombre en la lista.
—De Jironal dijo que los roknari habían informado de tu muerte por culpa de una fiebre repentina.
La sonrisa de Cazaril se volvió tirante.
—No. Me vendieron a las galeras.
Palli retrocedió de golpe.
—¡Sería un error! No, espera, eso no tiene ningún sentido…
El rictus de Cazaril, y su mano apoyada en el pecho, detuvieron la protesta de Palliar en sus labios, aunque no pudo mitigar el sobresalto de su mirada. Palli conocía el significado de la palabra sutileza, aunque a veces hubiera que inculcársela a golpes. La mueca de su boca decía,
De acuerdo, ¡pero pienso sacártelo todo más tarde!
Para cuando se hubo girado hacia sir de Ferrej, que se acercaba a observar esta reunión con el interés reflejado en el rostro, su risueña sonrisa volvía a estar en su sitio.
—Mi señor de Palliar va a compartir el vino de la provincara en el jardín —explicó el alcaide del castillo—. Uníos a nosotros, Cazaril.
—Os lo agradezco.
Palli lo cogió del brazo, y siguieron a de Ferrej fuera del patio y alrededor del torreón, a la parcela en la que cultivaba sus flores el jardinero de la provincara. Cuando el tiempo era propicio, la convertía en su pérgola favorita para sentarse en la calle. Tres zancadas, y Cazaril empezó a arrastrar los pies; Palli redujo el paso abruptamente para amoldarlo a los traspiés de Cazaril, y lo miró de soslayo. La provincara aguardaba su regreso con una sonrisa paciente, entronizada bajo una espaldera arqueada de rosas trepadoras que aún no estaban en flor. Les indicó las sillas que habían traído los sirvientes. Cazaril ocupó un cojín con el gesto torcido y un gruñido de protesta.