Teidez entreabrió los labios para protestar, pero no consiguió proferir palabra. Cazaril no creía que el róseo pudiera fingir el espanto que reflejaban sus ojos. La única bondad del día, si es que bondad era… quizá Dondo hubiera engañado a Teidez, pero parecía que no lo había corrompido, no hasta ese punto. Teidez era un instrumento, no un conspirador, no un fratricida consciente. Lamentablemente, era una marioneta que había seguido moviéndose después de que se detuviera la mano del titiritero.
¿Quién puede culpar al muchacho por tragarse tantas mentiras, cuando no había nadie que estuviera dispuesto a ofrecerle la verdad?
El hombre cetrino que era el secretario tutor del róseo levantó la cabeza sorprendido de su despacho cuando Cazaril metió al muchacho en sus aposentos.
—Atiende a tu señor —dijo Cazaril, lacónico—. Está herido. Que no salga de este edificio hasta que el canciller de Jironal haya sido informado de lo ocurrido y le dé permiso. —No sin cierta satisfacción amarga, añadió—: Si estabais al corriente de esta tropelía, y no habéis hecho nada por impedirla, incurriréis en la ira del canciller.
El hombre palideció, confuso; Cazaril le dio la espalda. Ahora, a ver qué pasaba con Umegat…
—Pero, lord Cazaril. —La voz de Teidez, compungida—. ¿Qué queréis que haga?
Cazaril, mientras reanudaba sus zancadas, escupió por encima del hombro:
—Reza.
Al llegar al último recodo de la escalera, Cazaril oyó el apresurado roce de las zapatillas de una mujer sobre los escalones. Se giró para toparse con lady Betriz, que bajaba corriendo hacia él, envuelta en un remolino de faldas lavandas.
—¡Lord Cazaril! ¿Qué sucede? Hemos oído gritos… una de las doncellas gritaba que el róseo Teidez se había vuelto loco, ¡que intentaba matar a los animales del roya!
—Loco no… engañado. Creo. Y no lo ha intentado… lo ha conseguido. —Con escasas y amargas palabras, Cazaril resumió el horror de los establos.
—Pero
¿por qué?
—La voz de Betriz estaba impregnada de espanto.
Cazaril meneó la cabeza.
—Una mentira de lord Dondo, hasta donde yo sé. Convenció al róseo de que Umegat era un brujo roknari que se servía de los animales para envenenar de alguna manera al roya. Lo que resultaba ser justamente lo opuesto; los animales sustentaban a Orico, y ahora él se ha desmayado. Por los cinco dioses, no puedo explicártelo todo aquí en la escalera. Dile a la rósea Iselle que iré a verla enseguida, pero antes debo ocuparme de los mozos de cuadra heridos. Mantente… mantén a Iselle lejos del zoológico. —Si no daba algo que hacer a Iselle, sin duda ésta encontraría algo en que ocuparse—. Esperad las dos junto a Sara; se siente aturdida.
Cazaril reanudó el descenso de las escaleras y pasó junto al lugar del que había sido expulsado —¿deliberadamente?— por su propio dolor momentos antes. El fantasma demoníaco de Dondo no hizo ademán de intentar asirlo
ahora
.
De vuelta al zoológico, Cazaril descubrió que el inefable Palli y sus hombres ya habían transportado a Umegat y los demás mozos peor malheridos al hospital de la Madre. El mozo de cuadra restante andaba a trompicones intentando capturar al histérico pajarillo azul y amarillo que había conseguido escapar, no se sabía cómo, del capitán de la guardia baocio para refugiarse en las repisas más elevadas. Habían acudido algunos sirvientes del establo, que hacían torpes intentos por ayudar; uno de ellos se había quitado el tabardo y lo agitaba en alto, con la intención de atrapar al ave en pleno vuelo.
—¡Alto! —Cazaril se tragó el pánico. Por lo que él sabía, aquella diminuta criatura emplumada era el último hilo del que pendía la vida de Orico. Ocupó a los voluntariosos ayudantes en la tarea de recoger los cuerpos de los animales sacrificados, depositarlos en el patio del establo y limpiar toda la sangre que ensuciaba las baldosas del interior. Cogió un puñado de semillas del cajón de las vellas, restos de su última cena interrumpida, e invitó a la avecilla a acudir a su mano, trinando como había visto hacer a Umegat. Para su sorpresa, el pájaro se acercó a él y se dejó encerrar de nuevo en su jaula—. Protégelo con tu vida —ordenó al mozo. Frunciendo el ceño para potenciar el efecto, añadió—: Si él muere, tú también.
Palabras vacías, pero servirían por el momento; los mozos, al menos, parecían impresionados.
¿Si el pájaro muere, Orico también?
De repente, esa posibilidad parecía aterradoramente plausible. Se dispuso a echar una mano para sacar a rastras los pesados cadáveres de los osos.
—¿Los desollamos, señor? —inquirió uno de los criados del establo, contemplando el resultado de la cruenta cacería de Teidez amontonado sobre los adoquines.
—¡No! —Ni siquiera los escasos cuervos de Fonsa que permanecían rezagados en el patio del establo, pese a observar los cadáveres ensangrentados con precavido interés, habían hecho ademán alguno de aproximarse a ellos—. Tratadlos… como trataríais a los soldados del roya fallecidos en combate. Quemadlos o enterradlos. No les arranquéis la piel. Ni os los comáis, por el amor de los dioses. —Cazaril tragó saliva, se agachó y añadió los cuerpos de dos cuervos muertos al montón—. Basta de sacrilegios por hoy.
Y que los dioses libraran a Teidez de haber asesinado a un santo además de a estos animales sagrados.
Un retumbar de pezuñas anunció la llegada de Martou de Jironal, sacado, presumiblemente, del Palacio de Jironal; lo seguían colina arriba cuatro criados a pie, jadeando sin resuello. El canciller bajó de su caballo, que resoplaba y se mostraba receloso, se lo entregó a un mozo solícito y avanzó para mirar fijamente la colección de animales muertos. El negro pelaje de los osos se mecía al frío viento, por todo movimiento. Los labios de de Jironal vocalizaron mudas blasfemias.
—¿Qué es esta locura? —Miró a Cazaril y entornó los ojos con estupefacta suspicacia—. ¿Has engañado
tú
a Teidez para que haga esto? —De Jironal, a juicio de Cazaril, no estaba disimulando; se sentía tan desorientado como el propio Cazaril.
—¿Yo? ¡No! Yo no controlo a Teidez. —Mordaz, añadió—: Y tampoco vos, al parecer. No se ha apartado de vos en las últimas dos semanas; ¿no habíais previsto algo así?
De Jironal negó con la cabeza.
—En su defensa, Teidez parece haberse forjado la falsa idea de que esta acción ayudaría de alguna manera al roya. Cabe achacar su falta de sentido común a su edad; su falta de conocimiento, en cambio… en fin, entre Orico y vos le habéis hecho un flaco favor. Si se le hubieran contado más verdades, no habría habido tanto sitio para las mentiras. He ordenado encerrar a su guardia baocia y lo he conducido a sus aposentos, a la espera de… —
Las órdenes de Orico
no sería procedente en esos momentos. Cazaril concluyó—: vuestras órdenes.
De Jironal cerró una mano con fuerza.
—Espera. La rósea… ayer Teidez conferenció con su hermana. ¿Podría haberlo incitado ella?
—Cinco testigos dirán que no. Entre ellos el propio Teidez. Ayer no dio muestras de tener esta idea en mente. —Apenas muestras.
Debería, debería, debería…
—Tú controlas estrechamente a la rósea Iselle —espetó amargamente de Jironal—. ¿Acaso crees que no sé quién alentó su desafío? Desconozco qué secreto oculta su perniciosa relación contigo, pero pienso cortar esa conexión por lo sano.
—Sí. —Cazaril enseñó los dientes—. De Joal ya intentó empuñar vuestro cuchillo anoche. La próxima vez se preocupará de pediros más dinero por sus servicios. El riesgo tiene un precio. —Los ojos de de Jironal destellaron al comprender; Cazaril inhaló hondo para controlarse. Las hostilidades estaban aflorando demasiado a la superficie. Lo que menos falta le hacía era merecerse la plena atención de de Jironal—. En cualquier caso, no hay ningún misterio. Teidez dice que vuestro amable hermano Dondo orquestó todo esto con él antes de morir.
De Jironal retrocedió un paso, abriendo mucho los ojos, pero apretó los dientes para reprimir cualquier otra posible reacción.
Cazaril continuó:
—Ahora, lo que me encantaría saber es, y vos estáis más capacitado para intuir la respuesta que yo, ¿sabía
Dondo
realmente lo que significaban estos animales para Orico?
De Jironal clavó la mirada en su rostro.
—¿Lo sabes tú?
—Todo el Zangre lo sabe a estas alturas: Orico perdió la vista y se cayó de su silla justo cuando estas criaturas estaban siendo sacrificadas. Sara y sus damas de compañía lo llevaron a la cama, y ahora han enviado a buscar a los médicos del templo. —Esta respuesta eludía la pregunta y desviaba abruptamente la atención de de Jironal; el canciller palideció, dio media vuelta y se dirigió a las puertas del Zangre. Cazaril observó que no se quedaba para interesarse por Umegat. Era evidente que de Jironal sabía lo que hacía el zoológico, pero ¿comprendía cómo?
¿Y tú?
Cazaril sacudió la cabeza y se volvió en dirección contraria, pues todavía le quedaba un arduo camino hasta la ciudad.
El Templo Hospital de la Piedad de la Madre de Cardegoss era una destartalada y vieja mansión reformada, cedida a la orden por una viuda santurrona, en la calle que estaba al otro lado de la casa de la Madre saliendo de la Plaza del Templo. Cazaril siguió el rastro de Palli y Umegat por sus laberínticos pasillos hasta llegar a una galería de la segunda planta con vistas a un patio interior. Divisó la cámara sin dificultad gracias a que los hermanos de Gura montaban guardia frente a su puerta cerrada. Lo saludaron y le franquearon el paso.
Entró para encontrarse a Umegat inconsciente tendido en una cama. Una mujer de pelo blanco, vestida con los hábitos verdes propios de los médicos del Templo, se encontraba encorvada sobre él, cosiendo la herida que presentaba el roknari en el cuero cabelludo. La asistía una familiar, una mujer regordeta de mediana edad cuyo tono iridiscente no se debía a su vestido verde. Cazaril podía ver su tenue efusión de color con los ojos cerrados. El archidivino de Cardegoss en persona, con su vestimenta de cinco colores, aguardaba expectante. Palli estaba apoyado en una pared con los brazos cruzados; su rostro se iluminó y se irguió al ver a Cazaril.
—¿Qué tal va? —preguntó Cazaril a Palli en voz baja.
—El pobre hombre sigue sin recuperar el sentido —murmuró Palli—. Creo que el porrazo ha debido de ser tremendo. ¿Y tú?
Cazaril repitió la historia del inesperado desmayo de Orico. El archidivino Mendenal se acercó para escuchar, y la médica los miró por encima del hombro.
—¿Le habían informado de este suceso, archidivino? —preguntó Cazaril.
—Oh, sí. Seguiré a los médicos de Orico al Zangre en cuanto pueda.
Si la médica de pelo cano se preguntaba qué tenía aquel mozo de cuadra herido para exigir más atención por parte del archidivino que el roya, no dio más muestra de ello que un ligero arqueamiento de cejas. Cosió el último punto y empapó un paño en una palangana para limpiar la sangre seca del cuero cabelludo rasurado en torno a la brecha. Se secó las manos, auscultó los ojos en blanco de Umegat bajo sus párpados y se puso de pie. La comadrona de la Madre recogió la trenza izquierda cortada de Umegat y el resto de los enseres médicos, y restauró el orden del cuarto.
El archidivino Mendenal entrelazó los dedos y preguntó a la médica:
—¿Y bien?
—Bueno, no tiene el cráneo fracturado, eso es palpable. Dejaré la herida al descubierto para percibir mejor posibles hemorragias o inflamaciones. No sabré más hasta que no se despierte. Ahora no queda nada por hacer salvo mantenerlo abrigado y vigilarlo hasta que se mueva.
—¿Cuándo será eso?
La médica miró a su paciente, dubitativa. También Cazaril. El atildado Umegat habría detestado su actual apariencia desastrada, trasquilada, desesperadamente débil. Su piel exhibía aún ese gris mortecino, dando a su dorada tez roknari el aspecto de un trapo viejo. Respiraba de forma entrecortada.
Mala señal
. Cazaril había visto cómo algunos hombres que ofrecían ese aspecto mejoraban hasta recuperarse; también los había visto empeorar y morir.
—No puedo decirlo —respondió la médica, al cabo, corroborando el diagnóstico mental de Cazaril.
—En tal caso, retírese. La acólita cuidará de él por ahora.
—Sí, Su Reverencia. —La médica se inclinó e instruyó a la comadrona—: Llámame de inmediato si se despierta, si le sube la fiebre o si sufre convulsiones. —Recogió su instrumental.
—Lord de Palliar, gracias por su ayuda —dijo el archidivino. Añadió—: Lord Cazaril, por favor, quédese.
—No hay de qué, Su Reverencia —respondió sencillamente Palli. Un latido después, cuando hubo caído en la cuenta, añadió—: Oh. Ah. ¿Si no necesitas nada más, Caz…?
—Por ahora no.
—Entonces será mejor que vuelva a la casa de la Hija. Si necesitas cualquier cosa, en cualquier momento, envía a alguien a buscarme, allí o al Palacio de Yarrin, y acudiré de inmediato. No deberías andar solo por ahí. —Dedicó a su amigo una mirada severa, para subrayar que esto último era una orden y no una galantería de despedida. También él se inclinó y, tras abrir la puerta para que saliera la médica, la siguió.
Cuando se hubo cerrado la puerta, Mendenal se volvió hacia Cazaril, con las manos extendidas en actitud de plegaria.
—Lord Cazaril, ¿qué vamos a hacer?
Cazaril retrocedió.
—Cinco dioses, ¿a
mí
me lo pregunta?
Su interlocutor frunció los labios.
—Lord Cazaril, sólo hace dos años que soy archidivino de Cardegoss. Me eligieron por ser un buen administrador, o eso creo, y para complacer a mi familia, porque mi hermano y mi padre antes que él fueron poderosos provincares. Juré los votos de la Orden del Bastardo cuando contaba catorce años, con una generosa dote regalo de mi padre para garantizar mi cuidado y mi promoción. He servido fielmente a los dioses toda mi vida, pero… no hablan conmigo. —Miró a Cazaril, y de soslayo a la comadrona de la Madre, con un extraño brillo de envidia en los ojos, desprovisto de hostilidad—. Cuando un hombre recto pero ordinario se encuentra en la misma sala con tres santos de facto, si es que le queda un ápice de sentido común, buscará instrucción, no pretenderá darla.
—Yo no soy… —Cazaril se mordió la lengua. Lo acuciaban preocupaciones más urgentes que la definición teológica de su condición actual, aunque si la santidad era así, los dioses debían de superarse a sí mismos con la condenación—. Honorable acólita… lo siento, he olvidado su nombre.