La Maldición de Chalion (46 page)

Read La Maldición de Chalion Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

BOOK: La Maldición de Chalion
6.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Me llamo Clara, lord Cazaril.

Cazaril hizo una leve reverencia.

—Acólita Clara. ¿Ve usted…
no
ve usted… el brillo de Umegat? Yo nunca lo he visto cuando… ¿se supone que se apaga si la persona está dormida o inconsciente?

La mujer negó con la cabeza.

—Los dioses nos acompañan en el sueño tanto como en la vigilia, lord Cazaril. Estoy segura de que mi vista no es tan aguda como la suya, pero lo cierto es que el Bastardo se ha retirado del docto Umegat.

—Oh, no —exhaló Mendenal.

—¿Estáis segura? ¿No podría tratarse de un defecto de mi… de vuestra segunda visión?

La acólita lo miró de reojo, contrita.

—No. A vos os veo nítidamente. Podía veros incluso antes de que cruzarais esa puerta. Estar en la misma estancia con vos resulta casi doloroso.

—¿Significa esto que se ha roto el milagro del zoológico? —preguntó ansioso Mendenal, señalando al mozo inconsciente—. ¿Se ha derrumbado el dique que contenía esta negra maldición?

La mujer vaciló.

—Umegat ya no alberga el milagro. No sé si el Bastardo lo habrá transferido a la voluntad de otra persona.

Mendenal giró en redondo para mirar esperanzado a Cazaril.

—¿La suya, tal vez?

Clara frunció el ceño y escrutó a Cazaril, protegiéndose los ojos con la mano con aire ausente.

—Si soy una santa, como me ha llamado el docto Umegat, seré una modesta santa doméstica. Si la tutela de Umegat no hubiera agudizado mi percepción a lo largo de todos estos años, me habría considerado simplemente afortunada en mi trabajo.

Afortunada, no pudo por menos de reflexionar Cazaril, no era el adjetivo que mejor describiera su experiencia desde que se adentrara en el laberinto de los dioses.

—Y aun así la Madre sólo asoma en mí ocasionalmente, antes de irse de nuevo. Lord Cazaril… es cegador. Desde la primera vez que lo vi, en el funeral de lord Dondo. La luz blanca del Bastardo y la claridad azul de la Dama de la Primavera, ambas al unísono, la presencia viva constante de los dos dioses, mezclada con algo más oscuro que no logro distinguir. Umegat lo veía mejor. Si el Bastardo ha añadido algo más a la mezcla, no puedo saberlo.

El archidivino se tocó la frente, los labios, el ombligo, la ingle y el corazón, con los cinco dedos extendidos, y miró a Cazaril con avidez.

—¡Dos dioses, dos dioses a la vez, y en esta habitación!

Cazaril se inclinó hacia delante, apretados los puños, repulsivamente consciente de nuevo de la presión que ejercía contra su cinturón la aterradora distensión de su vientre.

—¿No os comunicó Umegat lo que le hice a lord Dondo? ¿No habéis hablado con Rojeras?

—Sí, sí, y también he hablado con Rojeras, es un buen hombre, pero está claro que él no podía comprender…

—Lo comprendía mejor que vos, al parecer. Llevo la muerte y el asesinato en las entrañas. Una abominación, por lo que sé con forma física y no sólo psíquica, engendrada por un demonio y el fantasma maldito de Dondo de Jironal. Que me grita al caer la noche, por cierto, con la voz de Dondo, con su vocabulario más soez, y os recuerdo que la boca de Dondo era comparable a la alcantarilla central de Cardegoss. Sin más salida que desgarrarme. ¡Esto no tiene nada de santo, es
repugnante
!

Mendenal retrocedió, parpadeando.

Cazaril se agarró la cabeza con ambas manos.

—Tengo unos sueños espantosos. Y me duele el estómago. Me arde. Y temo que Dondo transpire por mis poros.

—Oh, cielos —musitó Mendenal—. No tenía ni idea, lord Cazaril. Umegat sólo me comentó que erais asustadizo, y que sería mejor dejaros en sus manos.

—Asustadizo —repitió monótonamente Cazaril—. Y, ah, ¿os he mencionado ya lo de los fantasmas? —Sin duda era indicativo de… algo, el que parecieran ser la menor de sus preocupaciones.

—¿Fantasmas?

—Todos los fantasmas del Zangre me siguen por el castillo y se apiñan en torno a mi cama por la noche.

—Oh —dijo Mendenal, que parecía súbitamente preocupado—. Ah.

—¿Ah?

—¿Os previno Umegat contra los fantasmas?

—No… dijo que no me harían ningún daño.

—Bueno, sí y no. No pueden haceros daño mientras viváis. Pero según me explicó Umegat, el milagro de la Dama sólo ha retrasado la ejecución del milagro del Bastardo, no lo ha anulado. De ahí que, hm, si Ella abriera la mano, y el demonio se escapara volando con vuestra alma… y la de Dondo, claro… dejaría vuestro cuerpo vacío con una cierta, um, con una peligrosa oquedad teológica que no cabría calificar exactamente de muerte natural. Y los fantasmas de los condenados excluidos intentarían, er, entrar.

Tras un breve silencio de pavor, Cazaril inquirió:

—¿Alguna vez han tenido éxito?

—Alguna. Una vez presencié un caso, cuando todavía era un joven divino. Los espíritus degradados son seres estúpidos y tambaleantes, pero cuesta mucho librarse de ellos cuando se efectúa la posesión. Hay que quemarlos… bueno,
vivos
no es el término exacto. Es un espectáculo sumamente desagradable, sobre todo si los parientes no lo comprenden, porque, claro, al tratarse de tu cuerpo, grita con tu voz… No sería, de darse el caso, problema
vuestro
, evidentemente, porque para entonces ya estaríais, um, en otra parte, pero, hm, otros se ahorrarían incómodos problemas si tuvierais siempre a vuestro lado a alguien que comprendiera la necesidad de quemar vuestro cuerpo antes de la puesta de sol…

Mendenal se interrumpió, compungido.

—Gracias, Su Reverencia —dijo Cazaril, con cruel cortesía—. Lo añadiré a la teoría de Rojeras sobre el demonio que está desarrollando un nuevo cuerpo en mi tumor al tiempo que se abre paso a mordiscos hacia el exterior, por si alguna noche corro peligro de conciliar el sueño sin preocupaciones. Aunque supongo que no hay motivo por el que no puedan ocurrir
las dos cosas
. Consecutivamente.

Mendenal carraspeó.

—Lo lamento, mi lord. Pensaba que lo sabíais.

Cazaril suspiró.

—Ya… supongo que debería. —Levantó la cabeza, acordándose del incidente de la noche anterior con de Joal—. ¿Es posible…? Supongamos que la Dama afloja un poco su presa. ¿Es posible que el alma de Dondo se filtre a la mía?

Mendenal arqueó las cejas.

—Yo no… Umegat lo sabría. ¡Ay, ojalá se despertara! Supongo que para el fantasma de Dondo sería mucho más expeditivo apoderarse de un cuerpo que desarrollar uno nuevo dentro de un tumor. Sería demasiado pequeño. —Hizo un gesto de estimación con las manos.

—Rojeras no opina lo mismo —dijo secamente Cazaril.

Mendenal se frotó la frente.

—Ah, pobre Rojeras. Pensó que me había entrado un repentino interés por su especialidad cuando le pregunté por vos y, lógicamente, no lo saqué de su error. Creí que iba a pasarse media noche hablando sin parar. Al final tuve que prometerle dinero para su pabellón, para librarme de la visita guiada a su colección.

—También yo pagaría con tal de librarme de eso —coreó Cazaril. Transcurrido un momento, se rindió a la curiosidad—: Su Reverencia… ¿por qué no me arrestaron por el asesinato de Dondo? ¿Cómo lo consiguió Umegat?

—¿Asesinato? No se ha cometido ningún asesinato.

—Disculpe, pero el hombre está muerto, y lo maté yo, con la magia de la muerte, delito que se castiga con la pena capital.

—Oh. Sí, ya veo. Los ignorantes piensan muchas cosas equivocadas de la magia de la muerte, en fin, si hasta el nombre es erróneo. Se trata de una interesante cuestión teológica, verá usted.
Intentar
realizar magia de la muerte es un delito de intenciones, de conspiración. La magia de la muerte realizada
con éxito
no tiene nada que ver con la magia de la muerte, sino con un milagro de la justicia, y no puede ser un crimen, puesto que es la mano del dios la que se cobra su víctima… víctimas, quiero decir… no creo que el roya pueda enviar a sus oficiales a arrestar al Bastardo, ¿verdad?

—¿Cree usted que el actual canciller de Chalion sabrá apreciar esa sutil distinción?

—Ah… no. Por eso Umegat aconsejó que el Templo optara por abordar discretamente este… este complicado asunto. —Mendenal se rascó la barbilla, nuevamente preocupado—. Aunque tampoco es que el suplicante de este tipo de justicia haya sobrevivido nunca en el pasado… la distinción era más concisa cuando todo se basaba en conjeturas. Dos milagros. Nunca pensé que pudieran darse dos milagros. Es algo sin precedentes. La Dama de la Primavera debe amaros con locura.

—Igual que ama el arriero a la mula que transporta su carga —dijo Cazaril, con amargura—, animándola en las cuestas con la fusta.

El archidivino parecía un poco consternado; sólo la acólita Clara frunció los labios apreciando el comentario. Umegat habría soltado un bufido, pensó Cazaril. Empezaba a entender por qué el santo roknari gustaba tanto de conversar con él. Sólo los santos se burlaban así de los dioses, porque era cuestión de reír o llorar, y sólo ellos sabían que a los dioses les daba exactamente igual.

—Sí, pero —dijo Mendenal—, Umegat había llegado a la conclusión… un ejemplo de preservación tan extraordinario sin duda ha de obedecer a un propósito igualmente extraordinario. ¿No tenéis… no tenéis ninguna sospecha de cuál pueda ser?

—Archidivino, no tengo ni idea. —A Cazaril le falló la voz—. Y estoy… —Se interrumpió.

—¿Sí? —le animó Mendenal.

Si lo digo en voz alta, me derrumbaré aquí mismo
. Se humedeció los labios y tragó saliva. Cuando por fin logró expulsar las palabras de su boca, surgieron en forma de susurro ronco.

—Estoy muy asustado.

—Oh —respondió el archidivino, tras una larga pausa—. Ah. Sí, ya… ya me hago cargo… ¡Ay, ojalá se despertara Umegat!

La comadrona de la Madre carraspeó, deferente.

—¿Mi lord de Cazaril?

—¿Sí, acólita Clara?

—Me parece que tengo un mensaje para vos.

—¿Cómo?

—La Madre se dirigió a mí anoche en un sueño. No estaba del todo segura, porque mi mente dormida tiende a hilvanar fantasías con lo que es común en mis pensamientos, y a menudo pienso en Ella. De modo que hoy pensaba consultar a Umegat y dejarme guiar por sus buenos consejos. Pero Ella me dijo, me dijo… —Clara inhaló hondo, fortaleció su voz y serenó su semblante—, "Dile al leal mensajero de mi Hija que se guarde ante todo de la desesperación".

—¿Sí? —dijo Cazaril, un momento después—. ¿Y…? —Maldición, ya que los dioses se tomaban la molestia de enviarle mensajes por medio de los sueños de otras personas, podrían ser un poco menos crípticos. Y más prácticos.

—Eso fue todo.

—¿Estás segura? —inquirió Mendenal.

—Bueno… Puede que dijera "el leal consejero de mi Hija". O el leal castellano. O el leal capitán. O los cuatro leales… esa parte está algo borrosa.

—De ser ése el caso, ¿quiénes son los otros tres hombres? —preguntó Mendenal, perplejo.

El eco inconsciente de las palabras que le dirigiera la provincara en Valenda sembró una gélida semilla en el dolorido vientre de Cazaril.

—Soy… soy yo, archidivino. Me parece. —Dedicó una reverencia a la acólita y, con los labios entumecidos, dijo—: Gracias, Clara. Rezad a vuestra Dama por mí.

La mujer le dedicó una silenciosa sonrisa de comprensión y una leve inclinación de cabeza.

Tras dejar a la acólita de la Madre al cuidado de Umegat, el archidivino se excusó alegando tener que visitar a Orico, y con tímida deferencia invitó a Cazaril a acompañarlo hasta las puertas del Zangre. Cazaril agradeció la oferta y lo siguió. La rabia y el terror intolerables que sintiera antes hacía tiempo que se habían mitigado, dejándolo débil, sin fuerza. Le flaquearon las rodillas en las escaleras de la galería; pero intentar asirse a la barandilla habría equivalido a bajar volando media planta. Para su azoramiento, el solícito Mendenal insistió en que Cazaril fuera transportado colina arriba en su propia silla palanquín, a hombros de cuatro robustos dedicados, con el propio Mendenal caminando tras sus pasos. Cazaril se sentía estúpido, y culpable. Pero, tenía que admitirlo, también enormemente agradecido.

La entrevista que tanto temía Cazaril no se produjo hasta la hora de la cena. Convocado por un paje, subió a regañadientes al salón de la rósea. Iselle, con aspecto fatigado, lo esperaba acompañada de Betriz; la rósea le indicó que cogiera un taburete. Las velas que ardían con fuerza en cada uno de los candelabros que ocupaban las paredes no conseguían ahuyentar la sombra que se adhería a ella.

—¿Cómo está Orico? —preguntó a las muchachas, ansioso. Ninguna de ellas había bajado a cenar al salón de banquetes, sino que habían permanecido junto a la royina y el roya convaleciente en la planta de arriba.

—Esta tarde parecía más tranquilo —respondió Betriz—, cuando comprendió que no se había quedado completamente ciego… puede ver la llama de una vela con el ojo derecho. Pero le cuesta tragar el agua, y su médico dice que corre peligro de volverse hidrópico. Está tremendamente hinchado. —Se mordió el labio, preocupada.

Cazaril inclinó la cabeza ante la rósea.

—¿Y habéis podido ver a Teidez?

Iselle suspiró.

—Sí, justo después de que el canciller de Jironal le echara la bronca. Estaba demasiado consternado para atender a razones. Si fuera más pequeño, lo achacaría a una de sus rabietas. Es una pena que sea demasiado mayor para darle unos buenos azotes. Se niega a comer, y tira cosas a los criados, y ahora que es libre de salir de sus aposentos, rehúsa abandonarlos. Cuando se pone así no hay nada que hacer. Mañana se le habrá pasado. —Entornó los ojos y apretó los labios, mirando a Cazaril—. Bueno, mi lord. ¿Y cuánto hace que estáis al corriente de esta negra maldición que aflige a Orico?

—Sara ha hablado finalmente con vos… ¿sí?

—Sí.

—Exactamente ¿qué os ha dicho?

Iselle desgranó un resumen tolerablemente exacto de la historia de Fonsa y el General Dorado, y de la transmisión del legado de mala ventura vía Ias hasta Orico. Omitió mencionar a Teidez o a sí misma.

Cazaril se mordisqueaba un nudillo.

—En tal caso, conocéis casi la mitad de los hechos.

—Pues esta porción no me hace gracia, Cazaril. El mundo me exige que tome buenas decisiones sin información que las sustente, y luego achaca mis errores a mi condición de doncella, como si doncella fuera sinónimo de ignorante. La ignorancia no es lo mismo que la estupidez, pero bien pudiera serlo. Y
no me gusta
sentirme estúpida. —El acero resonó en estas últimas palabras, inconfundible.

Other books

Deadly Night by Heather Graham
Granny Dan by Danielle Steel
Yuletide Bride by Zwissler, Danielle Lee
Wild Man Island by Will Hobbs
Cornered by Peter Pringle
Going Platinum, by Helen Perelman
Lost by Kayden McLeod
The Blue Castle by L. M. Montgomery