Cazaril agachó la cabeza, disculpándose. Sentía ganas de llorar por lo que estaba a punto de perder. No era por proteger la inocencia núbil de Iselle, ni la de Betriz, por lo que había guardado silencio durante tanto tiempo, ni siquiera por temor a ser arrestado. Su temor era perder el paraíso de su estima, enfermar de horror al tornarse repugnante a sus ojos.
Cobarde. Habla y acaba de una vez
.
—Me enteré de la existencia de la maldición la noche posterior a la muerte de Dondo, por boca del mozo Umegat… que no es ningún mozo, por cierto, sino un divino del Bastardo, y el santo que había obrado el milagro del zoológico para Orico.
Betriz abrió los ojos de par en par.
—Oh. Me… me caía bien. ¿Cómo se encuentra?
Cazaril hizo un gesto ambiguo con la mano.
—Mal. Sigue inconsciente. Y lo peor es que… él… —Tragó saliva.
Allá vamos
—. Ha dejado de brillar.
—¿Que ha dejado de brillar? —dijo Iselle—. No sabía que hubiera empezado.
—Sí. Ya lo sé. Tú no puedes verlo. Hay… una cosa que no os he contado acerca del asesinato de Dondo. —Cogió aire—. Fui yo el que sacrificó el cuervo y la rata, y el que rezó al Bastardo por la muerte de Dondo.
—¡Ah! Me lo imaginaba —dijo Betriz, enderezándose en su asiento.
—Sí, pero… lo que no sabéis es que se me concedió. Debí haber muerto aquella noche, en la torre de Fonsa. Pero intervinieron las oraciones de otra persona. Las de Iselle, creo. —Señaló a la rósea con la cabeza.
Iselle entreabrió los labios y se llevó la mano al busto.
—¡Recé para que la Hija me librara de Dondo!
—Rezaste… y la Hija me libró a
mí
. —Compungido, añadió—: Pero no de Dondo, como se vería. ¿Recordáis su funeral? ¿Cómo todos los dioses se negaron a demostrar que su alma había sido acogida?
—Sí, de modo que quedó excluido, condenado, atrapado en este mundo —dijo Iselle—. Media corte temía que anduviera suelto por Cardegoss y todos se cargaron de amuletos para protegerse de él.
—En Cardegoss, sí. Suelto… no. Los fantasmas perdidos suelen estar vinculados al escenario de su muerte. Dondo está vinculado a la persona que lo mató. —Cerró los ojos, incapaz de mirar aquellos semblantes demudados—. ¿Sabéis lo de mi tumor? Pues no es un tumor. O no sólo un tumor. El alma de Dondo está atrapada en mi interior. Junto con el demonio de la muerte, al parecer, pero el demonio, por lo menos, tiene la decencia de estarse callado. Dondo no cierra la boca. Me grita, por las noches. En fin. —Abrió los ojos de nuevo, aunque no se atrevió a alzar la mirada—. Toda esta… actividad divina me ha dado una especie de segunda visión. Umegat la tiene, hay una santa de la Madre en la ciudad que la tiene, y yo también la tengo. Umegat tiene… tenía… un fulgor blanco. La madre Clara brilla con una pálida luz verde. Los dos me han dicho que yo luzco principalmente azul y blanco, todo arremolinado y cegador. —Al fin se obligó a mirar a Iselle a los ojos—. Y puedo ver la maldición de Orico en forma de sombra negra. Iselle, escucha, esto es importante. No creo que Sara lo sepa. Orico no es el único que tiene una sombra. Teidez y tú la tenéis también. Todos los descendientes de Fonsa parecen estar embadurnados de esta cosa negra.
Tras una breve pausa, Iselle, enhiesta e inmóvil, se limitó a responder:
—Tiene sentido.
Betriz lo observaba de soslayo. Según delataba el cinturón de Cazaril, su tumor no parecía más abultado que antes, pero la mirada de la muchacha lo hacía parecer monstruoso. Se inclinó un poco sobre el estómago y consiguió dedicarle una débil sonrisa forzada.
—Pero ¿cómo se libra uno de esta… plaga? —preguntó Betriz, despacio.
—Um… por lo que yo sé, si muero, mi alma perderá su asidero en mi cuerpo y el demonio de la muerte será libre de acabar su trabajo. Creo. Me temo que el demonio intentará engañarme o traicionarme para acelerar mi defunción, si le es posible; parece un tanto obstinado. Quiere volver a casa. O, si la Dama abre la mano, el demonio será liberado y me arrancará el alma del cuerpo, lo que viene a ser lo mismo. —Decidió no torturarla con la otra teoría de Rojeras.
—No, lord Caz, no lo entendéis. Quiero saber cómo te puedes librar de esto
sin
morir.
—A mí también me gustaría saberlo —suspiró Cazaril. Con esfuerzo, enderezó la espalda y consiguió esbozar una sonrisa más sincera—. No importa. Cambié mi vida por la muerte de Dondo voluntariamente y he recibido lo que solicité. El pago de mi deuda se ha pospuesto, no ha rescindido. Al parecer, la Dama me mantiene con vida porque aún me queda algo por hacer. De lo contrario yo mismo me quitaría la vida y acabaría con esta tortura.
Al escuchar esto, Iselle entrecerró los ojos, se sentó recta y dijo, estridente:
—¡Bueno, pues no te libero de
mi
servicio! ¿Me oyes, Cazaril?
Por un instante, la sonrisa de él fue genuina.
—Ah.
—Eso —dijo Betriz—, y no esperarás que nos andemos con remilgos sólo porque estés… habitado. Quiero decir… de
nosotras
se espera que compartamos nuestros cuerpos algún día. Eso no
nos
vuelve horribles, ¿o sí? —Vaciló, sin saber dónde podría desembocar su metáfora.
Cazaril, cuya mente llevaba algún tiempo intentando rehuir ese mismo paralelismo, dijo en voz baja:
—No, pero ¿y Dondo? Las
dos
trazasteis una raya con Dondo. —A decir verdad, todos los hombres que había matado a lo largo de su vida se habían abierto paso desde la punta de su espada hasta su recuerdo y, en cierto modo, seguían vivos en su interior.
Así cargamos con nuestros pecados
.
Iselle se llevó una mano a los labios, súbitamente alarmada.
—Cazaril… no puede
salir
, ¿verdad?
—Rezo a la Dama para que no pueda. La idea de que pueda filtrarse en mi mente es… es lo peor de todo. Peor aún que… no importa. Oh. Eso me recuerda que tengo que preveniros contra los fantasmas. —En pocas palabras, repitió lo que le había contado el divino acerca de asegurarse de que quemaran su cadáver, y por qué. Sintió un extraño alivio al quitarse ese peso de encima. Las jóvenes escuchaban desoladas, pero con atención; supuso que podía confiar en que tuvieran el coraje necesario para llevar a cabo el trabajo. Y luego se avergonzó por no haber confiado antes en ese coraje.
—Pero escuchad, rósea. La maldición del General Dorado ha seguido a la camada de Fonsa, pero también Sara tiene su sombra. Umegat y yo creemos que la contrajo al desposar al roya.
—Sin duda ese enlace no le ha reportado más que desgracias —convino Iselle.
—Por consiguiente, es lógico suponer que vos podrías
divorciaros
de ella. Es una esperanza, al menos, una gran esperanza. Creo que deberíamos volcar nuestra mente sobre este asunto… Os llevaré lejos de Cardegoss, lejos de la maldición, lejos de Chalion si es necesario, en cuanto sea posible.
—Con la corte patas arriba, los acuerdos prematrimoniales están fuera de… —Iselle se interrumpió de golpe—. Pero… ¿y Teidez? ¿Y Orico? ¿Y Chalion? ¿Voy a abandonarlo todo, como un general que huye de una batalla perdida?
—Los grandes comandantes tienen responsabilidades mayores que una sola batalla. Si no se puede vencer esa batalla… si el general no puede salvar ese día, al menos la retirada servirá para garantizar que haya un próximo día.
Iselle frunció el ceño, cavilosa, asimilando las palabras de Cazaril. Juntó las cejas.
—Cazaril… ¿crees que mi madre y mi abuela están al corriente de esta maldición que se cierne sobre nosotros?
—Vuestra abuela, no lo sé. Vuestra madre… —Si Ista había visto los fantasmas del Zangre con sus propios ojos, quizá fuera porque había disfrutado de la segunda visión por algún tiempo. ¿Qué implicaba eso? La imaginación de Cazaril se fue a pique—. Vuestra madre sabía algo, pero desconozco cuánto. Lo suficiente para sentirse aterrorizada cuando supo que ibais a venir a Cardegoss, eso seguro.
—Y yo que pensé que estaba siendo exagerada. —Iselle bajó la voz—. Pensé que estaba loca, como murmuraban los sirvientes. —Su ceño se pronunció—. Tengo mucho en que pensar.
Cuando el silencio se prolongó, Cazaril se puso de pie y deseó a las dos jóvenes que pasaran una buena noche. La rósea respondió con un cabeceo ausente. Betriz juntó las manos, mirándolo en agónico escrutinio, y ensayó media reverencia.
—¡Espera! —llamó Iselle de repente cuando Cazaril llegaba a la puerta. Giró en redondo; la rósea saltó de la silla, avanzó hacia él a largas zancadas y le asió ambas manos—. Eres demasiado alto. Agacha la cabeza.
Obediente, Cazaril bajó la cabeza; Iselle se puso de puntillas. Él parpadeó sorprendido cuando sus jóvenes labios le plantaron un beso formal en la frente, y luego en el dorso de cada mano, tras acercárselas a la boca. Luego Iselle se dejó caer con un frufrú de seda perfumada y, cuando Cazaril abría la boca para formular una protesta inarticulada, ella le besó ambas botas con la misma firmeza y premeditación.
—Bueno —dijo Iselle, levantándose. Alzó la barbilla—. Ya te puedes ir.
Las lágrimas surcaban las mejillas de Betriz. Cazaril, demasiado conmovido para decir nada, hizo una marcada reverencia y huyó desconsolado a su lecho.
Cazaril encontró el Zangre espantosamente enmudecido a la mañana siguiente. Tras la muerte de Dondo la corte se había alarmado, sí, pero también había sucumbido al alboroto, a las murmuraciones y las habladurías. Ahora, incluso los susurros se habían apagado. Todo aquel que no tuviera deberes ineludibles procuraba mantenerse al margen, y los que no podían rehuir sus obligaciones las acometían precipitadamente y en ominoso silencio.
Iselle y Betriz pasaron el día en la torre de Ias, haciendo compañía a Sara y Orico. Al alba, Cazaril y el adusto castellano supervisaron la incineración y el enterramiento de los restos de los animales. Durante el resto del día, Cazaril alternó débiles intentos por arreglar el desorden de su escritorio con paseos al templo hospital. Umegat no evidenciaba cambio alguno, seguía ceniciento y respirando con dificultad. Al término de su segunda visita, Cazaril se pasó por el templo y oró, postrado y susurrando, ante el altar de cada uno de los cinco dioses. Si era cierto que estaba infectado con esta enfermedad santa, maldita sea, ¿no debería servirle de algo?
Los dioses no conceden milagros para servir a nuestros fines, sino a los suyos propios
, había dicho Umegat. ¿Sí? Cazaril tenía la impresión de que este pacto debería aplicarse en ambos sentidos. Si la gente dejaba de rendir su voluntad a los dioses para que éstos obraran milagros, eh, ¿qué harían entonces las deidades?
Bueno, lo primero que ocurriría sería que yo moriría fulminado
. Ahí quedaba eso. Cazaril pasó mucho tiempo frente al altar de la Dama de la Primavera, pero aquí se encontró sin habla, ni siquiera podía mover los labios. ¿Avergonzado, compungido, desesperado? Con o sin palabras, la respuesta de los dioses fue siempre el mismo silencio vacío, multiplicado por cinco.
Se acordó de que Palli había insistido en que no debía pasear solo por ahí cuando, al remontar de nuevo la colina, pasó junto a de Joal y otro de los secuaces de de Jironal, que entraban en el palacio de éste. De Joal cerró el puño en torno a la empuñadura de su espada, pero no la desenvainó; tras sendos cabeceos de precavida cortesía, ambos se eludieron ampliamente.
De nuevo en su despacho, Cazaril se masajeó las sienes doloridas y centró su atención en el matrimonio de Iselle. El róseo Bergon de Ibra, eh. El muchacho serviría como cualquier otro, si no más, supuso. Pero el desbarajuste de la corte de Chalion imposibilitaba mantener las negociaciones abiertas; tendría que emplear un enviado secreto, y pronto. El repaso mental a la lista de cortesanos capaces de llevar a cabo una misión diplomática de tal envergadura no arrojó una sola persona en la que pudiera confiar Cazaril. El repaso a la lista, mucho más corta, de hombres en los que pudiera confiar no arrojó un solo diplomático. Umegat estaba incapacitado. El archidivino no podía ausentarse sin levantar sospechas. ¿Palli? El marzo de Palliar tenía el rango necesario, cuando menos, para imponer cierto respeto en Ibra. Intentó imaginarse al franco Palli negociando los pormenores del enlace de Iselle con el Zorro de Ibra y se lamentó en voz alta. Quizá… quizá si enviara a Palli con una lista de instrucciones explícita y sumamente detallada…
La necesidad lo exige
. Se la entregaría a Palli mañana.
Cazaril se arrodilló junto a la cama y rezó para que no se repitiera la pesadilla recurrente que lo había atormentado ya durante tres noches seguidas, en la que Dondo crecía hasta recuperar su tamaño natural dentro de su abultado estómago antes de escarbar una salida al exterior, vestido con su túnica funeraria y armado con su espada. Quizá la Dama escuchara sus plegarias; sea como fuere, se despertó al amanecer, con un martilleo en la cabeza y el corazón, de una nueva pesadilla. En ésta, Dondo se las arreglaba para absorber el alma de Cazaril y conseguir que ésta ocupara su puesto en su estómago, y escapaba para adueñarse del cuerpo de Cazaril. Luego se embarcaba en una orgía de rapiña en los aposentos de las mujeres mientras Cazaril, incapaz de detenerlo, miraba. Para su desolación, mientras jadeaba alumbrado por la luz gris y se dominaba, Cazaril se percató de que su cuerpo presentaba una dolorosa erección.
¿Estaría encerrado Dondo en una prisión a oscuras, privado de sonido, de sensación? ¿O viajaba a bordo de Cazaril en calidad de espía y voyeur definitivo? Cazaril no había pensado en hacer el amor con Be… con ninguna mujer desde que contrajera esta maldita aflicción; se lo imaginó ahora, un apretujado trío entre las sábanas, y se estremeció.
Por un instante fugaz, Cazaril se imaginó saltando por la ventana. Podría encoger los hombros, colarse y dejarse caer; el salto sería formidable, el aplastamiento final… rápido. O ese cuchillo, hundido en las muñecas, o el cuello, o el estómago, o todo a la vez… Se sentó, parpadeando, y vio a la media docena de fantasmas agolpados ávidamente a su alrededor, amontonados como buitres en torno al cadáver de un caballo. Siseó, se inclinó y batió el aire con la mano para espantarlos. ¿Podría animar alguno de ellos un cuerpo con la cabeza aplastada? Las palabras del archidivino así lo sugerían. Parecía que aquella espectral escolta anulaba la opción del suicidio. Temiendo sucumbir al sueño, salió de la cama y se dispuso a asearse y vestirse.