Iselle se mordió el labio inferior.
—Y yo que pensaba que sólo me habíais salvado a
mí
. —Tocó brevemente el hombro de Cazaril y se dirigió a sus aposentos.
Cazaril acompañó a Iselle y Betriz en su visita a Orico previa a la cena. Orico, pese a no evidenciar mejoría, no se encontraba peor. Lo encontraron arropado por sábanas limpias, sentado en la cama, escuchando la lectura de Sara. El roya habló esperanzado de la recuperación de su ojo derecho, pues pensaba que ahora podía ver sombras en movimiento. Cazaril juzgó más que probable el diagnóstico de perlesía de los médicos, dado que las carnes de Orico, de por sí abultadas, se veían aún más abotargadas; la marca del pulgar del roya sobre la tensa grasa de su cara permaneció pálida y visible un tiempo considerable. Iselle suavizó para Orico los alarmantes informes de la infección de Teidez, pero habló sin ambages a Sara en la antecámara mientras se dirigían a la salida. La royina apretó los labios; no comentó gran cosa a la hermana de Teidez, pero Cazaril pensó que ahí había alguien que seguro que no rezaba por el desconcertado y brutal muchacho.
Al término de la cena, la fiebre de Teidez subió aún más. Dejó de debatirse y de quejarse y se rindió a la lasitud. Un par de horas antes de la medianoche, pareció conciliar el sueño. Iselle y Betriz salieron finalmente de la antecámara del róseo y subieron a sus habitaciones para intentar descansar un poco.
Al filo de la medianoche, privado del sueño por sus habituales anticipaciones, Cazaril bajó de nuevo a los aposentos de Teidez. El médico en jefe, cuando acudió para despertar al joven y administrarle algún brebaje con el que bajarle la temperatura, recién preparado y entregado por un acólito sin resuello, descubrió que Teidez no respondía.
Cazaril subió de nuevo las escaleras para informar de la situación a una somnolienta Nan de Vrit.
—Bueno, no hay nada que pueda hacer Iselle al respecto —opinó Nan—. Acaba de quedarse dormida, pobre niña. ¿No podríamos dejar que descanse?
Cazaril vaciló, antes de responder:
—No.
Así que las dos jóvenes, agotadas y preocupadas, volvieron a vestirse y bajaron en tropel a la atestada sala de estar de Teidez. Llegó también el canciller de Jironal, procedente del Palacio de Jironal, donde habían ido a buscarlo.
De Jironal frunció el ceño en dirección a Cazaril y se inclinó ante Iselle.
—Rósea. Este cuarto de convalecencia no es lugar para vos. —Su agria mirada de soslayo dirigida a Cazaril añadía en silencio,
Ni
para vos
.
Iselle entornó los párpados, pero respondió con voz serena y digna:
—Nadie tiene más derecho a estar aquí. Ni mayor responsabilidad. —Tras una breve pausa, añadió—: Además, debo ser testigo en nombre de mi madre.
De Jironal cogió aire, pero luego pareció arrepentirse de lo que fuese que estuviera a punto de decir. No le vendría mal reservar el choque de voluntades para otro momento y lugar, pensó Cazaril. Habría oportunidades de sobra.
Las compresas húmedas no consiguieron bajar la fiebre de Teidez, como tampoco consiguieron despertarlo los pinchazos. Sus ansiosos asistentes sufrieron una conmoción cuando el róseo fue víctima de un breve ataque. Su respiración se tornó más irregular y trabajosa de lo que había sido la de Umegat durante su inconsciencia. En el pasillo, un quinteto de voces, una procedente de cada orden, entonaba plegarias; sus voces se fundían y resonaban, un sonido de fondo desgarradoramente hermoso para una situación tan terrible.
La armonía se interrumpió. En ese momento, Cazaril se dio cuenta de que la respiración procedente de la antecámara había cesado. Todo el mundo enmudeció en presencia de ese silencio. Uno de los varios médicos asistentes, con el rostro demudado y empapado de lágrimas, se acercó a la antecámara y llamó a de Jironal e Iselle para que ejercieran de testigos. Por un instante se escucharon voces altas y bajas, quedas y susurradas, en la antecámara de Teidez.
Ambos habían palidecido cuando salieron de nuevo. De Jironal estaba desencajado y conmocionado; Cazaril comprendió que el hombre había estado esperando hasta el último momento que Teidez se repusiera y saliera de aquélla. Iselle, demudada y casi hierática, arrastraba su densa nube negra e hirviente.
Todas las caras de la estancia se volvieron hacia ella, igual que las agujas de una brújula al encontrar su norte. La royeza de Chalion tenía una nueva Heredera.
Los ojos de Iselle, en tanto enrojecidos por la fatiga y el pesar, se mostraban secos. Betriz, mientras acudía a consolarla, se enjugó las lágrimas agolpadas en los suyos. Costaba distinguir cuál de ellas se apoyaba en la otra.
El canciller de Jironal se aclaró la voz.
—Comunicaré esta tragedia a Orico. —Tarde, añadió—: Permitid que os asista en estos momentos, rósea.
—Sí… —Iselle miró alrededor, casi sin ver—. Decidle a toda esta buena gente que regrese a sus quehaceres.
De Jironal frunció el ceño, como si un centenar de pensamientos aletearan tras sus ojos y no supiera cuál coger primero. Miró de soslayo a Betriz, y a Cazaril.
—Vuestra casa… vuestra casa debe crecer para igualar vuestra nueva dignidad. Yo me ocuparé de eso.
—Ahora no puedo pensar en estas cosas. Mañana todavía estaremos a tiempo. Por esta noche, mi lord canciller, permitid que me ocupe solamente de mi desgracia.
—Desde luego, rósea. —De Jironal realizó una reverencia e hizo ademán de marcharse.
—Oh —añadió Iselle—, por favor, no enviéis ningún correo a mi madre hasta que yo haya tenido tiempo de incluir una carta.
En el umbral, de Jironal se detuvo y ensayó una nueva reverencia.
—Desde luego.
Mientras Betriz acompañaba fuera a Iselle, la rósea murmuró a Cazaril de pasada:
—Cazaril, venid a verme dentro de media hora. Tengo que pensar.
Cazaril inclinó la cabeza.
La multitud de cortesanos que ocupaba la antecámara y la sala de estar se dispersó, a excepción del secretario de Teidez, que era la viva imagen de la desolación y la falta de propósito. Sólo quedaban los acólitos y los criados cuya tarea ahora consistía en preparar el cuerpo del róseo. El desconcertado y acongojado coro de cantores entonó una última plegaria, una endecha por el tránsito del difunto en esta ocasión, con voces trémulas y compungidas, antes de dirigirse también ellos hacia la salida.
Cazaril no sabía qué le dolía más, si la cabeza o el estómago. Se refugió en su cámara al final del pasillo, cerró la puerta tras él y se preparó para soportar el asalto nocturno de Dondo, el cual, a juzgar por el nudo que sentía en el vientre, no pensaba demorarse mucho más tiempo.
Los familiares retortijones lo doblaron como era habitual, pero para su sorpresa, Dondo guardaba silencio esta noche. ¿Se habría amilanado también él ante la muerte de Teidez? Si lo que pretendía Dondo era que la destrucción del muchacho sucediera a la de Orico, lo había conseguido… demasiado tarde para satisfacer cualquier posible propósito al que hubiera aspirado en vida.
Cazaril no encontró solaz en el silencio. Su agudizada sensibilidad a esa presencia malévola le aseguraba que Dondo seguía atrapado en su interior. Hambriento. Colérico. ¿Pensativo? Dondo nunca había destacado por su inteligencia. Quizá la conmoción de su muerte se estuviera atenuando. Dejando tras de sí… ¿qué? Una espera. ¿Una trampa? En vida, Dondo había sido un cazador competente.
Se le ocurrió que aunque el demonio quizá no aspirara más que a llenar sus dos cubos de almas y regresar junto a su amo, probablemente Dondo no compartiría ese deseo. El estómago de su peor enemigo debía de antojársele una prisión aborrecible, pero ni el purgatorio del Bastardo ni el gélido olvido de un fantasma rechazado por los dioses constituían alternativas satisfactorias. Cazaril no conseguía imaginarse qué más opciones cabían, pero era plenamente consciente de que si Dondo buscaba una forma física con la que regresar al mundo, la suya era la que más a mano tenía. De un modo u otro. Se palpó la barriga con las manos e intentó calcular, por enésima vez, a qué velocidad se desarrollaba realmente el tumor.
Pasaron los retortijones y el angustioso cuarto de hora de terror. Recordó la petición de Iselle. Redactar la carta de rigor a Ista para informarle del fallecimiento de su hijo sería un suplicio; no era de extrañar que Iselle quisiera ayuda. Por incapaz que se sintiera Cazaril de afrontar la tarea, debía procurar complacer a la rósea en todo lo que le pidiera en estos momentos de congoja y desolación. Se desperezó, salió de la cama y subió las escaleras.
Encontró a Iselle ya sentada a la mesa de su antecámara, con su mejor pergamino, plumas y lacres desplegados frente a ella. Había velas de sobra encendidas por toda la estancia para expulsar la oscuridad. Sobre un pliego de seda, Betriz ordenaba y contabilizaba un curioso montón de ornamentos: broches, sortijas, y la pálida y refulgente ristra de perlas, regalo de Dondo, que Cazaril aún no había tenido tiempo de donar al Templo.
Iselle observaba la página en blanco con el ceño fruncido, girando su anillo de estampar una y otra vez en torno a su pulgar. Levantó la cabeza y, en voz baja, dijo:
—Bien, habéis venido. Cerrad la puerta.
Cazaril la cerró sin hacer ruido.
—A vuestro servicio, rósea.
—Eso espero, Cazaril. Eso espero. —Sus ojos lo escrutaron.
—Está muy enfermo, Iselle —dijo Betriz, con voz preocupada—. ¿Estás segura?
—Sólo estoy segura de que ya no me queda más tiempo. Ni otra elección. —Aspiró hondamente—. Cazaril, mañana por la mañana quiero que viajes a Ibra en calidad de enviado de mi casa para disponer mi matrimonio con el róseo Bergon.
Cazaril parpadeó, esforzándose por seguir la pista de una concatenación de pensamientos evidentemente lejos de su alcance.
—El canciller de Jironal no permitirá mi marcha.
—Vuestra marcha, claro está, se efectuará en secreto. —Iselle hizo un gesto de impaciencia—. En principio partiréis con rumbo a Valenda, que os queda casi de camino, en calidad de correo de mi casa para transmitir a mi madre la noticia de la muerte de mi hermano. De Jironal accederá, encantado, creerá él, con tal de perderos de vista… sin duda os prestará incluso un testigo de mensajero con el que tomar prestado cualquier caballo de las casas de postas de la cancillería. Sabéis que para mañana a mediodía habrá plagado mi casa de espías.
—Eso es evidente.
—Pero después de deteneros en Valenda, no regresaréis a Cardegoss, sino que continuaréis hacia Zagosur, o dondequiera que esté el róseo Bergon. Mientras tanto, insistiré para que Teidez sea enterrado en Valenda, su amado hogar.
—Teidez se moría de ganas de salir de Valenda —señaló Cazaril, que comenzaba a sentirse mareado.
—Ya, bueno, de Jironal eso no lo sabe, ¿verdad? El canciller no me dejaría salir de Cardegoss ni se arriesgará a perderme de vista por ningún otro motivo, pero no puede negarse a satisfacer las necesidades del luto de la familia. Lo primero que haré mañana por la mañana será alistar también a Sara en el proyecto.
—Ahora vuestro luto es doble, por vuestro hermano y el suyo. Orico no podrá endilgaros otro pretendiente en varios meses.
Iselle negó con la cabeza.
—Hace una hora me convertí en el futuro de Chalion. De Jironal tendrá que apoderarse de mí y conservarme si aspira a controlar ese futuro. El momento crucial no es el comienzo de mi luto por Teidez, sino el comienzo de mi luto por Orico. En ese momento, y no antes, estaré completamente en manos de de Jironal. A menos que antes contraiga matrimonio. Cuando salga de Cardegoss, no pienso volver. Con este tiempo, el cortejo de Teidez se pasará semanas en la carretera. Y si el clima no colabora, encontraré otra manera de ralentizar el viaje. Para cuando regreséis vos con el róseo Bergon, yo debería encontrarme sana y salva en Valenda.
—Esperad, ¿cómo que…
regresar
con el róseo Bergon?
—Sí, está claro que tienes que llevarlo hasta mí. Piénsalo. Si salgo de Chalion para casarme en Ibra, de Jironal me denunciará por rebelde y me obligará a regresar a la cabeza de una columna de tropas extranjeras. Pero si me hago fuerte en mi terreno desde el principio, no tendré que renunciar a él jamás. ¡Eso me lo has enseñado
tú
!
¿De veras…?
Iselle se inclinó hacia delante, con mayor intensidad.
—He de tener al róseo Bergon, sí, pero no pienso renunciar a Chalion por conseguirlo a él, no, ni a un solo palmo de suelo. Ni en favor de de Jironal, ni tampoco del Zorro. Bergon y yo heredaremos cada uno su respectiva corona. Bergon ostentará autoridad en Chalion en calidad de roya consorte, y yo gobernaré en Ibra como royina consorte, el uno a través del otro, recíprocamente y en igualdad de derechos. Nuestro futuro hijo, si la Madre y el Padre lo quieren, heredará ambos reinos y los aunará bajo una misma corona con el tiempo. Pero mi futura autoridad en Chalion tiene que ser
mía
, no puede convertirse en la dote de mi esposo. ¡No pienso convertirme en otra Sara, ser una mera mujer despechada, sin voz en mis propios consejos!
—El Zorro querrá más.
Iselle levantó la cabeza.
—Por eso tienes que ser tú mi enviado y no otro. Si no puedes convencer al róseo Bergon para que acceda a respetar mi futura soberanía, da media vuelta y vuelve a casa. A la muerte de Orico, yo misma enfrentaré mi estandarte a de Jironal. —Sus labios se juntaron formando una línea severa; su negra sombra se arremolinó—. Con maldición o sin ella, no pienso tolerar que Martou de Jironal me convierta en su yegua, ensillada y obediente a las órdenes de sus espuelas.
Sí… Iselle tenía el nervio, la voluntad y la astucia necesarias para oponerse a de Jironal como no había sabido hacerlo Orico; como Teidez jamás lo habría hecho. Cazaril podía verlo en sus ojos, podía ver ejércitos enarbolando lanzas festoneadas en la negra nube que flotaba en torno a ella como el humo que se alza en penachos de una ciudad incendiada. Ésa era la forma que adoptaría la maldición de su Casa en la próxima generación: no el dolor personal, sino la guerra civil entre las facciones reales y nobles, desgarrando el país de uno a otro confín.
A menos que consiguiera desembarazarse de su Casa y de la maldición al mismo tiempo, y acogerse a la protección de Bergon…
—Seré vuestro emisario, rósea.
—Bien. —Iselle se retrepó y pasó la mano sobre los pergaminos en blanco—. Ahora debemos redactar varios comunicados. El primero será tu carta de autorización para el Zorro, y creo que debería escribirla yo de mi puño y letra. Tú has leído y escrito tratados. Tendrás que decirme qué frases son las adecuadas, para no dar la impresión de ser una cría ignorante.