La royina asintió y apoyó de nuevo la espalda en su asiento.
—Me lo imaginaba. Las personas que ven con esos ojos tienen un algo especial.
Una fámula temblorosa se acercó a Ista muy despacio y, con voz de fingida indiferencia, sugirió:
—Mi lady, quizá sea hora de que os acostéis. Vuestra señora madre sin duda regresará enseguida… —Lanzó a Cazaril una mirada cargada de significado por encima del hombro; era evidente que la mujer pensaba que Ista estaba experimentando uno de sus episodios dementes. Lo que todo el mundo pensaba que eran episodios dementes. ¿Habría estado loca Ista alguna vez?
Cazaril se sentó sobre los talones.
—Por favor, déjennos a solas. Debo hablar en privado con la royina sobre algunos asuntos de máxima urgencia.
—Sir, mi lord… —La mujer consiguió forzar una sonrisa falsa; le susurró al oído—: No nos atrevemos a abandonarla en momentos así… podría hacerse daño.
Cazaril se irguió cuan alto era, cogió a ambas mujeres del brazo y las condujo amable pero inexorablemente hacia la puerta.
—Yo velaré por ella. Mirad, podéis esperar en esa cámara al otro lado del vestíbulo, y si os necesito, os llamaré, ¿de acuerdo? —Cerró las dos puertas para acallar sus protestas.
Ista aguardaba inmóvil, salvo sus manos. En ellas sostenía un delicado pañuelo de encaje, que había comenzado a doblar, una y otra vez, en cuadrados cada vez más pequeños. Cazaril gruñó al sentarse con las piernas cruzadas en el suelo, a los pies de la royina, y miró su rostro pálido y desencajado.
—He visto los fantasmas del Zangre.
—Sí.
—Es más. He visto la nube negra que cubre vuestra Casa. La maldición del General Dorado, la ruina de los herederos de Fonsa.
—Sí.
—Entonces, ¿lo sabéis?
—Oh, sí.
—Ahora flota a vuestro alrededor.
—Sí.
—Flotaba alrededor de Orico, y de Sara. De Iselle… y de Teidez.
—Sí. —Ista ladeó la cabeza y fijó la mirada en el vacío.
Cazaril pensó en el estado de conmoción que había visto asaltar a algunos hombres en la batalla, entre el momento en que caía un golpe y el momento en que caían sus cuerpos; hombres que tendrían que estar inconscientes, que tendrían que estar muertos, deambulando sin rumbo un instante más, acometiendo, a veces, extraordinarias hazañas. ¿Sería esta serena coherencia fruto de una conmoción igual, próxima a desvanecerse… si él intentara tocarla? ¿Acaso había sido Ista incoherente alguna vez?
¿O es que nosotros simplemente no la entendíamos?
—Orico ha caído gravemente enfermo. El cómo obtuve mi segunda visión es algo que está relacionado con este turbio embrollo. Pero por favor, por favor os lo ruego, mi lady, decidme cómo lo descubristeis. ¿Qué visteis, y cuándo, y cómo?
Debo
comprenderlo. Porque creo… me temo… que me ha sido dada, me ha sido
contagiada
, para hacer algo. Pero todavía nadie me ha dicho qué es lo que debo hacer. Ni siquiera la segunda visión puede penetrar esta oscuridad.
Ista arqueó las cejas.
—Puedo contarte verdades. No puedo ofrecerte comprensión. ¿Cómo da alguien lo que no posee? Yo siempre he dicho la verdad.
—Sí. Ahora lo veo. —Inhaló para infundirse valor—. Pero ¿alguna vez lo habéis contado todo?
La royina se chupó el labio inferior un momento, estudiándolo. Sus manos temblorosas, como si pertenecieran a otra Ista y no a la de ese semblante pétreo, comenzaron a desdoblar el apretado nudo del pañuelo sobre su rodilla. Despacio, asintió. Su voz era tan baja que Cazaril hubo de acercar la cabeza para asegurarse de escuchar todas las palabras.
—Empezó cuando me quedé embarazada de Iselle. Las visiones. La segunda visión iba y venía. Pensé que sería un efecto del embarazo… la preñez afecta al cerebro de algunas mujeres. Los médicos me convencieron de eso, con el tiempo. Vi cómo se paseaban los fantasmas ciegos. Vi la nube negra que colgaba sobre Ias, y sobre el joven Orico. Oía voces. Soñaba con los dioses, con el General Dorado, con Fonsa y sus dos leales compañeros quemados en su torre. Con Chalion ardiendo igual que la torre. Cuando nació Iselle, las visiones cesaron. Pensé que me había vuelto loca, y que luego me había recuperado.
El ojo no podía verse a sí mismo, ni siquiera el ojo interior.
Él
había recibido a Umegat, había recibido conocimiento comprado a expensas de otros y entregado a él a modo de obsequio. ¿Cuán asustado estaría él ahora si siguiera buscando explicación a lo inexplicable?
—Luego volví a quedarme encinta, de Teidez. Y las visiones se reanudaron, con más fuerza que antes. Era insoportable pensar que me había vuelto loca. Tuve que intentar quitarme la vida para que Ias me confesara que la culpa de todo era de la maldición, y que él lo sabía. Que siempre lo había sabido.
¿Y cuán traicionado, si descubriera que los que conocían la verdad se la habían ocultado, le habían dejado caminar a ciegas preso de su aislado terror?
—Me horrorizaba pensar que había expuesto a mis pequeños a este peligro espantoso. Recé y recé a los dioses para que levantaran la maldición, o para que me indicaran cómo levantarla, para salvar a los inocentes. Luego se me presentó la Madre del Verano, cuando estaba a punto de dar a luz a Teidez. No en un sueño, no mientras dormía, sino cuando estaba sobria y despierta, a plena luz del día. Estaba tan cerca de mí como lo estás tú ahora, y caí de rodillas. Podría haber tocado su manto si me hubiera atrevido. Su aliento era puro perfume, como flores silvestres desperdigadas en la hierba del estío. Su rostro era demasiado hermoso para que lo abarcaran mis ojos, era como mirar al sol. Su voz era toda música.
Los labios de Ista se suavizaron; aun ahora, la paz de aquella visión resonó brevemente en su cara, un destello de belleza semejante al reflejo de la luz solar en aguas oscuras. Pero su ceño se tensó de nuevo, y siguió hablando, inclinándose hacia delante, tornándose, si cabe, más sombría, más vehemente.
—Me dijo que los dioses pretendían retirar la maldición, que no pertenecía a este mundo, que era un don que le habían otorgado al General Dorado y que éste había diseminado de forma indebida. Dijo que los dioses sólo podrían anular la maldición por medio de la voluntad de un hombre que diera su vida tres veces por la Casa de Chalion.
Cazaril vaciló. El sonido de su propio aliento en su nariz parecía bastar para acallar aquella voz queda. Pero la pregunta afloró inevitablemente a sus labios, aunque se maldijo por sonar como un necio.
—Um… ¿No querría decir que tendrían que ser tres hombres los que dieran su vida, una vez cada uno?
—No. —Los labios de la royina se curvaron para formar aquella extraña sonrisa irónica que no era una sonrisa—. Ahora entiendes cuál es el problema.
—Pero… no… yo… Pero no le veo solución. ¿Sería un acertijo, esta… profecía?
Ista abrió las manos brevemente, con ambigüedad, antes de aplicarse a manosear de nuevo el pañuelo.
—Se lo conté a Ias. Él se lo contó a lord de Lutez, cómo no; Ias lo compartía todo con de Lutez, salvo a mí. Salvo a mí.
La curiosidad histórica se apoderó de Cazaril. Ahora que eran camaradas de… santidad, o algo así, parecía más fácil conversar con Ista. Esa facilidad era lunática, inestable, frágil, si parpadeaba la perdería sin remisión, pero aun así… de santo a santo y de alma a alma, este momento efímero era de una intimidad más peculiar y más elevada que la de dos amantes. Comenzaba a entender por qué Umegat se había volcado sobre él con tanto afán.
—¿Qué relación mantenían en realidad?
Ella se encogió de hombros.
—Ya eran amantes antes de que yo naciera. ¿Quién era yo para juzgarlos? De Lutez amaba a Ias; yo amaba a Ias. Ias nos amaba a los dos. Cómo se esforzaba, cómo se preocupaba, intentando soportar el peso de todos sus hermanos fallecidos, y también el de su padre Fonsa. Se había agotado hasta el límite de sus fuerzas con tantas preocupaciones, pero aun así todo seguía saliendo mal, una y otra vez.
Se interrumpió por un instante y a Cazaril le aterró haber hecho algo inadvertidamente que pudiera poner fin a ese torrente de confidencias. Pero al parecer ella simplemente estaba poniendo en orden… no sus ideas, sino sus sentimientos, puesto que continuó, en voz aún más baja.
—Ahora no recuerdo de quién fue la idea. Asistíamos a un consejo nocturno, los tres, después de que hubiera nacido Teidez. Yo aún conservaba la visión. Sabíamos que nuestros dos hijos estaban abocados a este aciago destino, y el pobre Orico también. "Salvad a mis hijos", gritaba Ias, con la frente apoyada en la mesa, llorando. "Salvad a mis hijos". Y lord de Lutez dijo, "Por el amor que os profeso, lo intentaré; asumiré este sacrificio".
Cazaril apenas si se atrevió a susurrar:
—Pero, por los cinco dioses, ¿cómo?
Ista levantó la cabeza de golpe.
—Ideamos mil planes; ¿cómo se podía matar a un hombre y traerlo luego de vuelta para matarlo de nuevo? Imposible, aunque no debía de serlo. Al final nos decantamos por el ahogamiento como opción más adecuada. Los daños físicos serían los menos, y circulaban muchas historias sobre personas que habían sido reanimadas después de ahogarse. De Lutez partió para entrevistarse con algunas de ellas, para intentar descubrir cuál era el truco.
Cazaril expiró un aliento entrecortado.
Ahogamiento, oh, dioses
. Y a sangre fría… También a él le temblaban ahora las manos. La voz de Ista continuó, queda e inexorable:
—Conseguimos que un médico jurara mantener el secreto y bajamos a las mazmorras del Zangre. De Lutez se dejó desnudar y maniatar, los brazos y las piernas firmemente sujetos al cuerpo, colgado boca abajo sobre el tanque. Lo bajamos. Y volvimos a levantarlo, cuando por fin hubo dejado de debatirse…
—¿Y murió? —preguntó suavemente Cazaril—. Entonces, ¿las acusaciones de traición eran…?
—Murió, sí, pero no por última vez. Lo revivimos, a duras penas.
—Oh.
—¡Estaba dando resultado! —Las manos de la royina se apretaron con fuerza—. Podía sentirlo, podía verlo, ¡la maldición se resquebrajaba! Pero de Lutez… perdió los nervios. No soportaba la idea de sumergirse por segunda vez. Gritaba que yo estaba intentado asesinarlo, empujada por los celos. Entonces Ias y yo… cometimos un error.
Cazaril podía ver dónde desembocaba esa historia. Cerrar los ojos no lo libraría de verlo. Se obligó a mantenerlos abiertos y fijos en el rostro de la royina.
—Lo cogimos y lo intentamos una segunda vez por la fuerza. Lloraba y gimoteaba… Ias vaciló, yo grité, "¡Pero tenemos que hacerlo! ¡Piensa en los niños!". Esta vez, cuando lo sacamos, se había ahogado de verdad, y ni todas nuestras lágrimas ni nuestras plegarias consiguieron revivirlo. Ias estaba destrozado. Yo estaba desolada. Me fue arrancada de los ojos la segunda visión. Los dioses me volvieron la espalda…
—Entonces las acusaciones de traición eran falsas. —
Profundamente falsas
.
—Sí. Una mentira tras la que ocultar nuestros pecados. Para explicar el cadáver. —Inhaló hondo—. Pero su familia obtuvo permiso para heredar sus tierras… no se anularon sus derechos civiles.
—Salvo su reputación. Su honor público. —Un honor que lo había sido todo para el orgulloso de Lutez, que consideraba que toda su riqueza y su gloria no eran sino indicadores externos del mismo.
—Lo hicimos impulsados por el pánico del momento, y luego no pudimos retractarnos. De todas nuestras lamentaciones, creo que ésa fue la que más dolió a Ias durante los meses siguientes. Ias no estaba dispuesto a intentarlo de nuevo, no quería buscar otro voluntario. Tenía que ser un sacrificio voluntario, ves; ningún asesinato valdría, hacía falta un hombre que se ofreciera por voluntad propia, con los ojos abiertos. Ias se retrajo en sí mismo y dejó que lo consumieran el dolor y la culpa —sus manos tensaron el trozo de encaje hasta casi romperlo—, dejándome sola con dos hijos pequeños y sin medios para protegerlos ni salvarlos de esta… negra…
cosa
… —Cogió aire, resollando. Pero no sucumbió a la histeria, como temía Cazaril, tenso para saltar y llamar a sus fámulas. Cuando la respiración de la royina se hubo normalizado, él dejó que sus músculos se relajaran de nuevo—. Pero tú —dijo ella, al cabo—. ¿Los dioses te han tocado?
—Sí.
—Lo lamento.
Una risa nerviosa escapó de los labios de Cazaril.
—Sí.
Se frotó la nuca. Ahora le tocaba a él confesarse. Podía suavizar la verdad ante otros, en aras de la conveniencia. No ante Ista. Le debía una pesada carga por otra, valor por valor. Herida por herida.
—¿Hasta dónde sabéis del breve compromiso de Iselle en Cardegoss, y de la suerte de lord Dondo de Jironal?
—Un mensajero vino detrás del otro sin darnos tiempo a celebrar nada… no sabíamos qué pensar.
—¿Celebrar? ¿El enlace de un hombre de cuarenta años con una niña de dieciséis?
Ista levantó la barbilla, tan semejante a Iselle por un momento que Cazaril contuvo el aliento.
—La diferencia de edad entre Ias y yo era mucho mayor.
Ah. Sí. Eso le daba un punto de vista distinto del asunto.
—Dondo no era Ias, mi lady. Era un hombre corrupto, perverso, impío y malversador, y estoy casi seguro de que ordenó el asesinato de sir de Sanda. Quizá lo matara él mismo. Se enfrentaba a su hermano Martou por el control absoluto de la Casa de Chalion, por medio de Orico, Teidez… e Iselle.
Ista se llevó la mano a la garganta.
—Conocí a Martou, hace años, en la corte. Por aquel entonces ya aspiraba a ser el siguiente lord de Lutez. De Lutez, la estrella más noble y brillante que hubiera alumbrado jamás en la corte de Chalion… Martou quizá hubiera podido aspirar a limpiarle las botas, como mucho. A Dondo, nunca lo conocí.
—Dondo era un desastre. Lo vi por primera vez hace años, y ni entonces tenía personalidad. Empeoró con la edad. Iselle estaba consternada y furiosa porque se lo hubieran impuesto. Rezó a los dioses para que la liberaran de ese enlace abominable, pero los dioses… no respondieron. De modo que lo hice yo. Lo seguí durante todo un día, con la intención de asesinarlo por ella, pero no conseguí acercarme a él. Así que recé al Bastardo para que me concediera el milagro de la magia de la muerte. Y Él escuchó mis plegarias.
Un momento más tarde, Ista arqueó las cejas.
—¿Por qué no estás muerto?
—Pensé que lo estaba. Cuando desperté y vi que Dondo había fallecido y yo no, no supe qué pensar. Pero Umegat decidió que las oraciones de Iselle habían propiciado un segundo milagro, y que la Dama de la Primavera me había salvado la vida del demonio del Bastardo, aunque sólo temporalmente. El santo Umegat… y yo que pensaba que era un mozo de cuadra… —Su relato estaba enmarañándose sin remedio. Cogió aire, retrocedió y habló de Umegat y del milagro de la colección de fieras, y de cómo ésta había dado fuerzas al pobre Orico para resistir la maldición—. Sólo que Dondo, antes de morir, cuando todavía pensaba que iba a casarse con Iselle, le dijo a Teidez que era al revés… que el zoológico era un sortilegio roknari para enfermar a Orico. Y Teidez lo creyó. Hace cinco días, reunió a su guardia baocia y sacrificó a casi todos los animales sagrados, y a punto estuvo de acabar también con la vida del santo. El leopardo moribundo de Orico le lanzó un zarpazo… ¡Lo juro, era apenas un rasguño! Si me hubiera dado cuenta… La herida se infectó. Su final fue… —Recordó con quién estaba hablando— muy rápido.