La Maldición de Chalion (55 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

BOOK: La Maldición de Chalion
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—Si basta para rescatar a Iselle de las garras del canciller, me daré por satisfecha. No me puedo creer que Orico hubiera redactado tan nefastas previsiones en su testamento. —Esa nota legal la había soliviantado más que las cuestiones sobrenaturales—. ¡Arrebatarme a mi nieta sin consultarme siquiera!

Cazaril se atusó la barba.

—Comprended que, si todo esto se salda con éxito, vuestra nieta se convertirá en vuestra señora. Royina por derecho propio de toda Chalion, y royina consorte de Ibra.

La provincara esbozó una torva sonrisa.

—Ésa es la mayor locura de todas. ¡Pero si no es más que una cría! Aunque siempre haya tenido más luces que el pobre Teidez. ¡En qué estarán pensando los dioses para sentar a esa niña en el trono de Cardegoss!

—Quizá piensen que la restauración de Chalion es tarea para toda una vida, y que nadie tan mayor como vos o yo viviríamos para verla culminada.

La anciana soltó un bufido.

—Pero si tú apenas si eres más que otro crío. Hoy en día los niños tienen el mundo entero en sus manos, no me extraña que todo esté patas arriba. Bueno… bueno. Tenemos que preparar lo de mañana. Cinco dioses, Cazaril, duerme un poco, aunque dudo que yo pueda. Pareces un muerto ambulante, y ni siquiera tienes mis años para justificarte.

Cazaril se puso de pie entre crujidos e hizo una reverencia antes de salir. Los arrebatos de airada energía de la provincara eran frágiles. Hacían falta los esfuerzos de todos sus criados para evitar que se agotara peligrosamente. Encontró en la sala adyacente a la ansiosa lady de Hueltar esperando, y la envió a atender a su regia prima.

Dieron a Cazaril su fría y honorable cámara de costumbre en el torreón principal. Se metió agradecido bajo las cálidas sábanas. Era lo más parecido a volver a casa que experimentaba desde hacía años. Pero sus nuevos ojos le mostraban los lugares conocidos de forma extraña; el mundo se rehacía a la par que él, una y otra vez, y no encontraba un lugar en el que descansar finalmente.

Dondo, con todo su fantasmal y escandaloso poder, apenas privó del sueño a Cazaril esa noche. El peligro que suponía se había vuelto demasiado rutinario. Cazaril tenía ahora nuevos temores.

El recuerdo de la terrible esperanza en los ojos de Ista lo enervaba. Eso, y pensar que mañana montaría a lomos de un caballo que a cada zancada lo acercaría más y más al océano.

22

A su pesar, Cazaril renunció a las postas de la cancillería cuando salieron de Valenda en favor del sigilo. No tenía sentido dejar constancia firmada de su ruta y destino a de Jironal. Armados con la carta de recomendación de Palli, cambiaron de caballos en las capillas que tenía la Orden de la Hija en las ciudades de la localidad. Al pie de las montañas de la frontera occidental, tuvieron que regatear con un comerciante local para conseguir las robustas y seguras mulas que habrían de llevarlos al otro lado de las montañas.

Saltaba a la vista que el hombre llevaba años ganándose la vida desplumando viajeros desesperados. Ferda echó un vistazo a las bestias que les ofrecía, y exclamó indignado:

—Ésta tiene náuseas. ¡Y si esa otra no tiene la pata entablillada, mi lord, me como su sombrero! —El tratante de caballos y él se enzarzaron en una acalorada discusión.

Cazaril, que se había apoyado exhausto en la barandilla del corral y sólo pensaba en las pocas ganas que tenía de montar ningún animal, con esparaván o sin él, ni en los próximos mil años, se enderezó finalmente y cruzó la puerta. Se adentró en la aglomeración de caballos y mulas, nerviosas por la brusca captura de sus desdeñadas compañeras, extendió las manos y cerró los ojos.

Al sentir un golpecito en el costado, volvió a abrirlos. Una mula curiosa, de limpios ojos castaños, lo miraba. Dos más se pegaron a ella, con las largas orejas ondeando; la más alta, de un pardo oscuro con el hocico más claro, apoyó la barbilla en su hombro y soltó un resoplido satisfecho, salpicándolo todo.

—Gracias, Dama —musitó Cazaril. En voz más alta—: De acuerdo. Seguidme. —Vadeó el lodazal hollado por las pezuñas camino de la puerta. Las tres mulas salieron tras él, olisqueando con interés—. Nos llevamos estas tres —dijo al comerciante, que, al igual que Ferda, había enmudecido y lo observaba boquiabierto.

El tratante fue el primero en recuperar la voz.

—Pero… ¡pero si ésos son los tres mejores animales que tengo!

—Sí. Ya lo sé. —Salió caminando de espaldas, dejando que el comerciante sujetara la puerta para cortar el paso a las tres mulas, que todavía intentaban seguirlo, empujando las tablas pesadamente y emitiendo ansiosos rebuznos—. Ferda, llega a un acuerdo. Voy a tumbarme un rato en ese precioso montón de heno. Despiértame cuando hayamos ensillado…

Resultó que su mula era robusta, caminaba con paso firme y estaba aburrida. No había nada mejor, según Cazaril, para cruzar aquellos traicioneros pasos montañosos que una mula aburrida. Los briosos corceles que había preferido Ferda para ganar tiempo en las llanuras no habrían subido más deprisa estas pendientes tan empinadas, y habrían supuesto un peligro para ellos mismos con su carácter nervioso en los lugares angostos. Además, el suave bamboleo de la mula no le revolvía el estómago. Aunque, ya que la diosa les había concedido Sus mulas sagradas, no comprendía por qué no había podido regalarles también un mejor clima.

Los hermanos de Gura dejaron de reírse del gorro de Cazaril a medio camino del paso que cruzaba la cordillera de los Dientes del Bastardo. Se tapó las orejas con las cálidas solapas de piel y se anudó los cordones bajo la barbilla antes de que la aguanieve, impulsada por las fuertes rachas ascendentes, comenzara a aguijonearles el rostro. Entornó los ojos para protegerlos del viento entre las orejas replegadas de su esforzada mula en el sendero que serpenteaba entre rocas y hielo, y calculó mentalmente las horas de luz diurna que les quedaban.

Un tiempo después, Ferda se situó a su lado.

—Mi lord, ¿no deberíamos guarecernos de esta ventisca?

—¿Ventisca? —Cazaril se sacudió las gotas de hielo de la barba y parpadeó. Oh. Los inviernos de Palliar eran templados, más de lluvia que de nieve, y era la primera vez que los hermanos salían de su provincia—. Si esto fuera una ventisca, no podrías ni verle las orejas a tu mula. Esto no es peligroso. Sólo molesto.

Ferda compuso un gesto de desolación, pero tensó los cordones de su capucha y se encorvó para ofrecer menos resistencia al viento. Tardaron escasos minutos en dejar atrás el chubasco, y regresó la visibilidad; el valle elevado se extendía ante sus ojos. Unos cuantos dedos de pálida luz solar asomaban entre las nubes plateadas para motear las largas pendientes… que ahora se convertían en descendentes.

Cazaril apuntó con el dedo y exclamó alentadoramente:

—¡Ibra!

El clima mejoró cuando iniciaron la larga bajada hacia la costa, aunque eso no espoleó a las quejumbrosas mulas. Las abruptas montañas fronterizas dieron paso a unas colinas menos desalentadoras, pardas y gibosas, con amplios valles esparcidos entre ellas. Cuando hubieron dejado atrás la nieve, Cazaril accedió a regañadientes a permitir que Ferda cambiara sus excelentes mulas por unos caballos más veloces. La sucesión de carreteras cada vez mejores y de tabernas cada vez más civilizadas los condujo en cuestión de dos días a orillas del río que bajaba a Zagosur. Pasaron junto a granjas de la periferia, y cruzaron puentes que salvaban canales de irrigación crecidos por las lluvias del invierno.

Salieron del valle fluvial para encontrarse con la ciudad erguida ante ellos: murallas grises, un apelmazado amasijo de casas encaladas con los característicos tejados verdes de la región, la fortaleza a modo de corona, el célebre puerto a sus pies. El mar se extendía gris como el acero, veteada de luz acuosa la interminable línea del horizonte. El aroma a salitre de la marea baja, transportado hasta el interior por una fría brisa, hizo que Cazaril diera un respingo. Foix inhaló profundamente, con los ojos encendidos de fascinación al contemplar el océano por primera vez.

La carta de Palli y el rango de los hermanos de Gura les garantizaron asilo en la casa de la Hija frente a la plaza del templo principal de Zagosur. Cazaril mandó a los muchachos a comprar, mendigar o coger prestadas ropas formales de su orden, mientras él buscaba un sastre. La noticia de que el sastre podría pedir lo que quisiera con tal de que tuviera algo listo enseguida desencadenó un frenesí de actividad del que Cazaril emergió, algo más de una hora después, con una tolerable versión de ropa de luto cortesana chalionesa bajo el brazo.

Tras un baño de agua fría, Cazaril se apresuró a ataviarse con una pesada túnica gris y lavanda con brocados, de cuello muy alto, unos pantalones de lana de un púrpura oscuro, sus botas, limpias y bruñidas. Se ajustó el cinto de la espada y el arma que le prestara sir de Ferrej hacía tanto tiempo, de aspecto desgastado pero por eso mismo más honorable, y cubrió el conjunto con el satisfactorio peso de una capa chaleco negra de seda y terciopelo. Uno de los anillos restantes de Iselle, una amatista cuadrada, encajaba justo en el dedo meñique de Cazaril; su única exhibición de oro sugería comedimiento más que precariedad. Entre el luto cortesano y las mechas grises de su barba, supuso que el resultado final era tan grave y digno como cabría desear. Serio. Recogió sus valiosas valijas diplomáticas y, con ellas bajo el brazo, se reunió con sus exploradores, que se habían arreglado con pulcros blancos y azules; encabezó la comitiva a través de las calles estrechas y sinuosas, colina arriba, rumbo a la guarida del Zorro.

La apariencia y el porte de Cazaril lo condujeron a la presencia del castellano del roya de Ibra. El oficial, al ver las cartas y los sellos, salió corriendo en busca del propio secretario del roya, que los recibió de pie en una espartana antecámara encalada, fría a causa de la perpetua humedad que asolaba Zagosur en invierno.

El secretario era un hombre enjuto, de mediana edad y sumamente ocupado. Cazaril le dedicó una media reverencia, de igual a igual.

—Soy el castelar de Cazaril, y vengo de Cardegoss en misión diplomática de carácter urgente. Traigo cartas de presentación al roya y el róseo Bergon de Ibra, remitidas por la rósea Iselle de Chalion. —Mostró los lacres, pero los apartó cuando el secretario hizo ademán de coger las misivas—. La rósea me las ha entregado en mano. Me pidió que yo se las entregara al roya también en mano.

El secretario ladeó la cabeza, caviloso.

—Veré lo que puedo hacer por vos, mi lord, pero son muchos los que aspiran a entrevistarse con el roya, en su mayoría deudos de antiguos rebeldes que intentan interceder para conseguir la clemencia del roya, de la que en estos momentos no anda sobrado. —Miró a Cazaril de arriba abajo—. Quizá nadie se lo haya advertido… el roya ha prohibido a la corte que se vista de luto por el difunto Heredero de Ibra, dado que falleció en estado de rebelión impenitente. Sólo quienes desean poner a prueba la paciencia del roya portan tan triste atavío, y la gran mayoría tienen la sensatez de hacerlo en, ah, su ausencia. Si el insulto es impremeditado, os sugiero que os cambiéis antes de solicitar audiencia.

Cazaril arqueó las cejas.

—¿Es que no ha llegado nadie antes que yo con la noticia? Hemos cabalgado deprisa, pero no pensaba que hubiéramos sacado tanta ventaja al mensajero. Estos tristes colores no son por el Heredero de Ibra, sino por el Heredero de Chalion. El róseo Teidez falleció hace apenas una semana, inesperadamente, de una infección.

—Oh —dijo el secretario, sobresaltado—. Oh. —Recuperó la compostura rápidamente—. Mi más sentido pésame a la Casa de Chalion, que ha perdido tan brillante esperanza. —Vaciló—. ¿Cartas de la
rósea Iselle
, decís?

—Así es. —Para asegurarse, Cazaril añadió—: El roya Orico se encuentra gravemente enfermo, y no puede atender sus asuntos, o así era cuando abandonamos Cardegoss a toda prisa.

El secretario abrió la boca. La cerró. Al cabo, dijo:

—Acompáñenme. —Los condujo a una estancia más confortable, con un pequeño fuego encendido en la chimenea que ocupaba una esquina—. Iré a ver qué puedo hacer.

Cazaril se sentó en una silla acolchada cerca del cálido fulgor. Foix ocupó un banco, pero Ferda comenzó a deambular por la sala, contemplando las colgaduras de las paredes sin prestarles verdadera atención.

—¿Nos recibirán, sir? —preguntó Ferda—. Recorrer toda esta distancia, sólo para tenernos esperando en el umbral como si fuéramos unos buhoneros…

—Ah, sí. Nos recibirán. —Cazaril esbozó una ligera sonrisa, al tiempo que un criado sin resuello ofrecía a los viajeros vino y pastas condimentadas, estampadas con el sello ibrano, una especialidad de Zagosur.

—¿Por qué no tiene patas el perro éste? —inquirió Foix, que observó con ojos bizcos la criatura en relieve antes de darle un bocado.

—Es un perro de mar. Tiene aletas en vez de pies y caza pescado. Establecen colonias en la orilla, en algunos puntos de la costa que va a Darthaca. —Cazaril permitió al criado que le sirviera un dedo de vino, en parte para conservar la sobriedad, en parte para no desperdiciarlo; como anticipaba, apenas si se había humedecido los labios cuando regresó el secretario.

El hombre ensayó una reverencia más pronunciada que la anterior.

—Síganme por aquí, por favor, mi lord, caballeros.

Ferda engulló de un trago su vaso de negro vino ibrano y Foix se sacudió algunas migas de su capa chaleco de lana blanca. Ambos siguieron apresuradamente a Cazaril y el secretario, que los condujo algunas escaleras arriba y a través de un pequeño puente de piedra arqueado hasta una nueva parte de la fortaleza. Unos cuantos giros después, llegaron a un par de puertas dobles talladas con criaturas marinas al estilo roknari.

Las puertas se abrieron para permitir el paso de un lord bien vestido, hombro con hombro con otro cortesano, que se lamentaba:

—¡Pero si llevo cinco días esperando esta audiencia! ¡Qué significa esta locura…!

—Tendrá usted que esperar un poco más, mi lord —respondió el cortesano, que lo guió al exterior sujetándolo firmemente del codo.

El secretario franqueó el paso a Cazaril y los hermanos de Gura, y anunció sus respectivos nombres y rangos.

No era una sala del trono, sino un recibidor menos formal, previsto para conferencias, no para ceremonias. Una ancha mesa, lo bastante espaciosa para dar cabida a mapas y documentos abiertos, ocupaba uno de los extremos. La larga pared del fondo presentaba una hilera de puertas con cristales cuadrados de arriba abajo que daban a un balcón convertido en almena, que a su vez daba al puerto y a los muelles que eran el corazón de la riqueza y el poder de Zagosur. La argéntea luz marina, pálida y difusa, iluminaba la cámara gracias a las generosas ventanas, consiguiendo que los candelabros encendidos parecieran innecesarios.

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