Había media docena de hombres presentes, pero Cazaril no tuvo ningún problema para distinguir al Zorro y su hijo. El roya de Ibra, a sus setenta y pico años, era nervudo, comenzaba a quedarse calvo, reducido su cabello castaño rojizo a un flequillo ralo que le bordeaba la coronilla. Pero seguía siendo vigoroso, libre de la fragilidad que impone la edad, alerta y relajado en su silla acolchada. El joven espigado que estaba de pie a su lado mostraba el pelo darthaco, liso y castaño, de su difunta madre, aunque teñido de brillos rojizos, lo suficientemente largo para acomodar un yelmo, cortado a la buena de los dioses.
Al menos parece saludable. Bien…
Su capa chaleco verde mar estaba festoneada de cientos de perlas que dibujaban olas encrespadas y lo hicieron oscilar con ondas elegantes y pesadas cuando se giró hacia los recién llegados.
El hombre que se encontraba al otro lado del Zorro era, según la cadena de su oficio, el canciller de Ibra, de aspecto receloso e intimidado. A decir de todos los comentarios trillados, era el siervo del Zorro, no su competidor por el poder. Las insignias del último de los presentes anunciaban en él a un lord marino, almirante de la flota de Ibra.
Cazaril hincó la rodilla en el suelo frente al Zorro, con cierta gracia a despecho de su entumecimiento y sus agujetas, e inclinó la cabeza.
—Mi lord, traigo de Chalion la triste noticia del fallecimiento del róseo Teidez, y cartas urgentes de su hermana, la rósea Iselle. —Entregó la carta de autorización que le encomendara Iselle.
El Zorro rompió el sello y revisó sucintamente las líneas escuetas. Arqueó las cejas y volvió a fijar la mirada de soslayo en Cazaril.
—Interesante, por cierto —murmuró—. Levantaos, mi lord embajador.
Cazaril cogió aliento y consiguió recuperar la verticalidad sin tener que apoyar la mano en el suelo ni, peor aún, en el asiento del roya. Levantó la cabeza y descubrió al róseo Bergon observándolo con dureza, entreabiertos los labios, ceñudo. Cazaril parpadeó y le dedicó un tentativo asentimiento y una sonrisa. Era un joven bastante apuesto, a fin de cuentas, de rasgos proporcionados, quizá fuera atractivo incluso, cuando no arrugaba el entrecejo. Nada de estrabismo, nada de labio leporino… un poco corpulento, pero fuerte, no obeso. Y menor de cuarenta años. Joven, atildado, pero con una vigorosa sombra en el mentón que presagiaba su llegada a la virilidad. Cazaril supuso que Iselle se sentiría complacida.
La mirada de Bergon se intensificó.
—¡Habla de nuevo!
—¿Disculpe, mi lord? —Cazaril retrocedió un paso, sobresaltado, cuando el róseo se adelantó y anduvo en círculos a su alrededor, escrutándolo de arriba abajo, respirando aceleradamente.
—¡Quítate la camisa! —exigió Bergon inopinadamente.
—¿Cómo?
—¡Quítate la camisa, quítate la camisa!
—Mi lord… róseo Bergon… —El recuerdo de Cazaril se remontó a la truculenta escena orquestada por de Jironal para difamarlo ante Orico. Sólo que aquí en Zagosur no había cuervos sagrados que pudieran rescatarlo. Bajó la voz—. Os lo ruego, mi lord, no me avergoncéis delante de estas personas.
—Por favor, decidme, sir, hace algo más de un año, en otoño, ¿no fuisteis rescatado de una galera roknari que había atracado frente a la costa de Ibra?
—Oh. ¿Sí…?
—¡Que te quites la camisa! —El róseo prácticamente bailaba, saltando de nuevo en círculos a su alrededor.
Cazaril se sintió mareado. Miró de reojo al Zorro, que parecía tan perplejo como los demás, aunque hizo una seña con la mano, empujado por la curiosidad, para que satisficiera la peculiar demanda del róseo. Confuso y asustado, Cazaril obedeció; abrió los broches de su túnica y se la quitó a la vez que la capa chaleco, y luego dobló las prendas sobre el brazo. Apretó los dientes, procurando conservar la dignidad, soportar cualquier posible humillación que viniera a continuación.
—¡Eres Caz! ¡Eres Caz! —exclamó Bergon. Su ceño fruncido había dado paso a una sonrisa extasiada. Santos dioses, el róseo estaba loco, era un partido indigno de la rósea Iselle, después de cruzar al galope tantas llanuras y montañas…
—Bueno, sí, así me llaman los amigos… —La frase de Cazaril quedó inconclusa cuando el róseo lo abrazó de repente, levantándolo casi en vilo del suelo.
—Padre —dijo Bergon, dichoso—, ¡éste es el hombre! ¡Éste es el hombre!
—¿Qué…? —comenzó Cazaril, pero entonces, gracias a algún efecto de luz y a un cambio en la voz, lo supo. Su propio gesto de asombro se tornó sonrisa a su vez.
¡Cómo ha crecido el muchacho!
Habría que restarle un año de edad y diez centímetros de altura, borrar la sombra de barba, rasurarle la cabeza, añadir una pizca de talante infantil y una espantosa quemadura debida a la exposición al sol—. Cinco dioses —exhaló—. ¿Danni? ¡Danni!
El róseo le cogió las manos y se las besó.
—¿Dónde te
metiste
? Me pasé una semana enfermo al volver a casa, y cuando al fin pude enviar algunos hombres a buscarte, habías desaparecido. Encontré a otros compañeros del barco, pero a ti no, y nadie sabía adónde habías ido.
—Yo también estuve convaleciente, aquí, en Zagosur, en el hospital de la Madre. Luego, me, um, me fui andando hasta Chalion.
—¡Aquí! ¡Aquí todo el rato! A mí me da algo. ¡Ah! Pero si envié hombres a los hospitales… oh, ¿cómo pudieron pasarte por alto? Pensaba que habías muerto a causa de tus heridas, eran terribles.
—Yo ya me había convencido de que estaba muerto —dijo el Zorro, despacio, asistiendo a la escena con ojos inescrutables—. Tenía que estarlo para no venir a cobrar la inmensa deuda que había contraído mi Casa con él.
—No sabía… quién erais, róseo Bergon.
Las cejas grises del Zorro se arquearon de repente.
—¿Es cierto eso?
—Sí, padre —confirmó Bergon con vehemencia—. No le dije a nadie quién era. Utilicé el sobrenombre que me había dado mamá de pequeño. Pensé que sería más peligroso hacer ostentación de mi rango que refugiarme en el anonimato. —Dirigiéndose a Cazaril, añadió—: Cuando los valientes de mi difunto hermano me secuestraron, no informaron de mi identidad al capitán roknari. Supongo que querían que muriera en la galera.
—Guardar ese secreto fue una temeridad, róseo —lo amonestó Cazaril—. Sin duda los roknari os habrían liberado a cambio de un rescate.
—Sí, un cuantioso rescate, y concesiones políticas arrancadas a mi padre, también, sin duda, si les hubiera permitido convertirme en su rehén con mi propio nombre. —Bergon apretó los dientes—. No. No estaba dispuesto a prestarme a ese juego.
—De modo —dijo el Zorro, con voz extraña, mirando a Cazaril— que no interpusiste tu cuerpo para impedir el escarnio del róseo de Ibra, sino para salvar a un simple muchacho cualquiera.
—Un esclavo cualquiera. Mi lord. —Cazaril esbozó una sonrisa torcida al ver que el Zorro se esforzaba por dilucidar en qué convertía eso a Cazaril, si en un héroe o un loco.
—Hacéis que dude de vuestra inteligencia.
—Sin duda por aquel entonces mis facultades mentales estaban algo mermadas —concedió Cazaril, afable—. Llevaba viviendo en las galeras desde que me vendieran como prisionero de guerra tras la caída de Gotorget.
El Zorro entrecerró los ojos.
—Oh. Así que tú eres
ese
Cazaril, ¿eh?
Cazaril realizó una pequeña reverencia, preguntándose qué habría oído el anciano de aquella infructuosa campaña, y sacudió su túnica. Bergon se apresuró a ayudarle a ponérsela de nuevo. Cazaril se encontró convertido en el blanco de la atónita mirada de todos los ocupantes de la estancia, incluidos Ferda y Foix. Su sonrisa ladeada apenas si le bastaba para contener la risa, aunque bajo esa risa bullía un nuevo terror al que le costaba poner nombre.
¿Cuánto hace que recorro esta senda?
Sacó la última carta de su paquete y dedicó una honda reverencia al róseo Bergon.
—Como atestigua el documento que sostiene vuestro padre, vengo en calidad de portavoz de una dama bella y orgullosa, y no sólo acudo ante él, sino también ante vos. La Heredera de Chalion os ruega que le concedáis vuestra mano en matrimonio. —Entregó la misiva lacrada a un desconcertado Bergon—. A este respecto, dejaré que sea la rósea Iselle la que hable por sí misma, algo que es más que capaz de hacer merced a su intelecto sin par, el derecho que es suyo por naturaleza y su recta voluntad. Después tendré muchas más cosas que contaros, róseo.
—Estoy ansioso por escucharos, lord Cazaril. —Bergon, tras una tirante mirada en torno a la sala, se retiró junto a una de las puertas ventana, donde rompió el sello de la carta y la leyó sin dilación, con la boca entreabierta de asombro.
El asombro asomaba también a los labios del Zorro, aunque el efecto no suavizaba sus rasgos, sino más bien al contrario. Cazaril sabía sin lugar a dudas que había espoleado el ingenio del hombre. Rezaba para que al suyo le crecieran alas.
Cazaril y sus compañeros fueron, naturalmente, invitados a cenar esa noche en el salón del roya. Próximo el crepúsculo, Cazaril y Bergon salieron a pasear juntos por la playa que discurría al pie de la fortaleza. Era lo más próximo a una audiencia privada que podría obtener, pensó Cazaril, por lo que pidió a los de Gura que se mantuvieran lo suficientemente apartados para garantizarles cierta intimidad. El gruñido de la espuma camuflaba el sonido de sus voces. Un puñado de gaviotas blancas planeaban y graznaban, con la misma estridencia de cualquier cuervo, o picoteaban los restos fragantes de mar depositados en la arena mojada; Cazaril recordó que esos carroñeros de fríos ojos dorados eran sagrados para el Bastardo en Ibra.
Bergon pidió también a su guardia, fuertemente armada, que caminara a cierta distancia, aunque no pretendía prescindir de ella. La silenciosa rutina de sus precauciones recordó de nuevo a Cazaril que la guerra civil en ese país no había concluido sino hacía muy poco tiempo, y que Bergon ya había tenido tiempo de representar el papel tanto de ficha como de jugador en ese encarnizado juego. Una ficha que sabía moverse sola, al parecer.
—Nunca olvidaré la primera vez que te vi —dijo Bergon—, cuando me tiraron a tu lado en el banco de la galera. Por un momento me diste más miedo que los roknari.
Cazaril sonrió.
—¿Cómo, sólo porque apestaba y estaba cubierto de escamas, cicatrices, quemaduras y greñas?
Bergon le devolvió la sonrisa.
—Algo así —admitió con cierto bochorno—. Pero luego sonreíste, y dijiste
Buenas tardes, joven sir
, con toda la pinta de estar invitándome a compartir el banco de una taberna y no uno de remos.
—Bueno, eras una novedad, y no teníamos mucho de eso por allí.
—Luego pensé mucho en aquello. Estoy seguro de que en ese momento no pensaba con claridad…
—Desde luego que no. Te habían vapuleado de lo lindo.
—Cierto. Me habían secuestrado, estaba asustado… acababan de darme mi primera paliza de verdad… pero tú me ayudaste. Me enseñaste a salir adelante, qué esperar, me mostraste cómo sobrevivir. Me diste agua extra dos veces de tu ración…
—Eh, sólo cuando la necesitabas de veras. Yo ya me había acostumbrado al calor, no podía deshidratarme más. Con el tiempo uno aprende la diferencia entre la simple incomodidad y el aspecto febril de un hombre al borde del colapso. Era muy importante que no te desmayaras encima del remo, ya sabes.
—Fuiste muy amable.
Cazaril se encogió de hombros.
—¿Por qué no? A fin de cuentas, no me costaba nada.
Bergon meneó la cabeza.
—Cualquiera puede ser amable cuando está cómodo. Por eso yo siempre había considerado que la amabilidad era una virtud trivial. Pero cuando nos moríamos de hambre, de sed, cuando estábamos enfermos, asustados, con la muerte gritándonos al oído, en el corazón del horror, tú seguías mostrándote siempre tan cortés como cualquier caballero que estuviera sentado plácidamente junto a su chimenea.
—Los
acontecimientos
pueden ser horribles o ineludibles. Los
hombres
siempre tienen elección… quizá no sobre si sufrir o no, pero sí sobre
cómo
sufrir.
—Sí, pero… yo no lo supe hasta que lo vi. Fue entonces cuando empecé a creer que era posible sobrevivir. Y no me refiero sólo al cuerpo.
Cazaril esbozó una sonrisa sardónica.
—Sabes, por aquel entonces me tenían casi por chiflado.
Bergon volvió a sacudir la cabeza; propinó un ligero puntapié a la arena plateada con la bota mientras seguían caminando. El sol poniente resaltaba los brillos cobrizos de su oscuro cabello darthaco.
La difunta madre de Bergon había sido considerada una virago en Chalion, una intrusa darthaca sospechosa de fomentar las diferencias de su esposo con el Heredero de éste en favor de su propio hijo. Pero Bergon parecía guardar un cariñoso recuerdo de ella; de pequeño habían soportado juntos dos asedios con ella, aislados de las fuerzas de su padre en la guerra intermitente con su medio hermano. Era evidente que estaba acostumbrado a las mujeres de carácter con voz en los consejos de los hombres. Cuando Cazaril y él compartían el banco de remos, había hablado de su madre muerta, si bien en términos ambiguos, cuando intentaba infundirse ánimo. No de su padre vivo. El precoz ingenio y autocontrol que había demostrado Bergon durante su azarosa permanencia en la galera no eran, reflexionó Cazaril, en exclusiva legados del Zorro.
La sonrisa de Cazaril se ensanchó.
—Déjame que te hable —comenzó—, de la rósea Iselle de Chalion…
Bergon escuchó con atención las palabras de Cazaril mientras éste describía el ondulado cabello ambarino de Iselle y sus brillantes ojos grises, su boca generosa y sonriente, sus dotes de amazona y su erudición. Su nervio, su temple, su velocidad de reacción frente a las emergencias. Vender Iselle a Bergon resultaba aproximadamente igual de complicado que vender comida al hambriento, agua al sediento, o ropa al hombre desnudo en medio de una ventisca, y eso que aún no había llegado a la parte en que se mencionaba el hecho de que era heredera de una royeza. El muchacho se mostraba ya medio enamorado. El Zorro supondría un reto mayor; el Zorro sospecharía que había gato encerrado. Cazaril no tenía intención de mostrarle el gato al Zorro. Bergon era otro cantar.
Para ti, la verdad
.
—La solicitud de la rósea Iselle obedece a una urgencia más turbia —prosiguió Cazaril mientras llegaban al final de la playa en forma de media luna y daban la vuelta—. Es ésta una enorme confidencia, pues espera depositar en ti la confianza debida a un esposo. Sólo para tus oídos. —Inhaló el aire del mar, y con él reunió todo su coraje—. Todo se remonta a los tiempos de Fonsa el Sabihondo y el General Dorado…