—No, mi lord.
Sólo el joven fantasma seguía de pie junto a la puerta, aunque su cuerpo luminiscente parecía deshilacharse igual que el humo en el viento. Se agitaba con gesto de agonía y llamaba a Cazaril. ¿Qué extrema urgencia era ésa que lo apartaba de los brazos de la diosa y lo encadenaba a este mundo herido?
—Sí, sí, ya voy —dijo Cazaril.
El fantasma entró; Cazaril indicó a Foix y Ferda, que lo miraban intranquilos, que lo siguieran. Cruzaron el vestíbulo principal y bajaron una galería, pasaron por las cocinas y descendieron unas escaleras de madera hasta llegar a un almacén a oscuras de paredes de piedra.
—¿Habéis buscado aquí? —preguntó Cazaril a su espalda.
—Sí, mi lord —respondió Ferda.
—Traed más luz. —Miró atentamente al espectro, que caminaba en círculos por la estancia, agitado, describiendo una espiral cada vez menor. Cazaril señaló con el dedo—. Moved esos barriles.
Foix los hizo a un lado. Ferda volvió de la cocina con un manojo de velas de sebo, de llama amarilla y humeante, aunque paliaron la penumbra. Oculta bajo los barriles encontraron una losa con una argolla de hierro. Cazaril volvió a llamar a Foix; el joven asió el aro, tiró, levantó la losa y la apartó, revelando así unos angostos escalones que se perdían en la completa oscuridad.
Al fondo se escuchó una voz muy débil.
El fantasma se inclinó sobre Cazaril, en ademán de besarle la frente, las manos y los pies, y se diluyó en la eternidad. Una tenue chispa azul, como si se hubiera hecho visible un acorde musical, centelleó por un instante en la segunda visión de Cazaril, y se apagó. Ferda, con las velas en una mano y la espada desenvainada en la otra, bajó cautelosamente los peldaños de piedra.
Se escuchó un clamor y unos balbuceos procedentes de la húmeda abertura. En cuestión de meros instantes, Ferda reapareció ayudando a subir las escaleras a un corpulento anciano desaliñado, con la cara magullada y amoratada, y las piernas temblorosas. Tras sus pasos, sollozando de gratitud, otra docena de personas igualmente maltrechas fueron saliendo una a una.
Los prisioneros liberados de inmediato atosigaron a Ferda y Foix con sus preguntas y relatos, aturrullándolos; Cazaril se apoyó discretamente en un barril y trató de encajar las piezas. El hombre rollizo resultó ser el auténtico castelar de Zavar; una desconsolada mujer de mediana edad, su castelara; y dos jóvenes, un hijo y una —en opinión de Cazaril, milagrosamente ilesa— hija. El resto eran criados y empleados de esa casa rural.
De Joal y su tropa se habían abatido sobre ellos el día anterior, haciéndose pasar por simples viajeros. No fue hasta que dos de los sicarios empezaron a incordiar a la cocinera del castelar, y su esposo y el verdadero castellano salieron en su defensa e intentaron expulsar a los groseros invitados, que se desenvainó el acero. Era cierto que la casa tenía por costumbre dar cobijo a los viajeros extraviados del paso principal por la noche o en días de tormenta. Nadie conocía ni había reconocido a de Jironal ni a ninguno de sus hombres.
El anciano castelar se agarró a la capa de Ferda, ansioso.
—Mi hijo mayor, ¿está vivo? ¿Lo habéis visto? Fue en ayuda de mi castellano…
—¿Era un joven de la edad aproximada de estos hombres —Cazaril indicó con la cabeza a los hermanos de Gura—, vestido con lanas y cueros como los vuestros?
—Sí… —El semblante del anciano se demudó anticipadamente.
—Ahora está en manos de los dioses, reconfortado —informó Cazaril, lacónico.
La noticia fue recibida con exclamaciones de pesar; fatigosamente, Cazaril remontó las escaleras hasta la cocina siguiendo la estela del grupo, mientras los habitantes de la casa se dispersaban para reclamar su hogar, recuperar a sus muertos y cuidar de sus heridos.
—Mi lord —murmuró Ferda cuando Cazaril se detuvo brevemente para calentarse junto al fuego de la cocina—, ¿alguna vez habíais estado antes en esta casa?
—No.
—Entonces, ¿cómo…? Yo no oí nada cuando registré ese sótano. Habría abandonado a esa pobre gente para que murieran de sed, de hambre y de locura en la oscuridad.
—Supongo que los hombres de de Joal habrían confesado que estaban allí antes de que acabara la noche. —Cazaril frunció el ceño, sombrío—. Entre otras muchas cosas que espero sonsacarles.
Los sicarios capturados, sometidos a un castigo que Cazaril consintió gustoso y los hombres liberados aplicaron entusiasmados, no tardaron en relatar su versión de la historia. Constituían una horda abigarrada, incluidos algunos proscritos y soldados degradados y arruinados que habían seguido al hombre canoso, y algunos mercenarios locales, uno de los cuales los había conducido a la hacienda de de Zavar por considerar que su torre más alta era una atalaya perfecta para vigilar la carretera. De Joal, que había acudido a la frontera ibrana solo y con prisas, los había contratado a todos en la ciudad al pie de esas montañas, donde se ganaban la vida escoltando a algunos viajeros y asaltando a los demás.
Los bandidos sólo sabían que de Joal había venido con la intención de interceptar a un hombre que se esperaba que cruzara los pasos procedente de Ibra. Desconocían quién era en realidad su nuevo cliente, aunque recelaban de su atuendo cortesano y sus amaneramientos. Era evidente para Cazaril que de Joal no se había hecho con el control de los hombres que había alquilado tan apresuradamente. Cuando el altercado con la cocinera desembocó en violencia, le faltaron el coraje y la fuerza necesarios para zanjarlo, para imponer disciplina y para restaurar el orden antes de que las aguas se salieran de su cauce.
Bergon, preocupado, se llevó a Cazaril aparte a la trémula luz de las antorchas del patio en que estaba teniendo lugar el improvisado interrogatorio.
—Caz, ¿he acarreado yo esta desgracia a la buena gente de de Zavar?
—No, róseo. Es evidente que de Joal me esperaba sólo a mí, cabalgando de regreso como mensajero de Iselle. El canciller de Jironal lleva algún tiempo intentando apartarme de su servicio… asesinándome en secreto, a falta de otra manera. ¡Cómo me arrepiento de no haber matado a ese estúpido! Daría todos los dientes por saber lo que sabe de Jironal ahora.
—¿Estás seguro de que es el canciller el que ha tendido esta trampa?
Cazaril vaciló.
—De Joal me la tenía jurada, pero… lo único que sabía todo el mundo era que yo había partido hacia Valenda. De Joal sólo podría haberse enterado de cuál era mi verdadera ruta por medio de de Jironal. Por tanto, podríamos estar seguros de que de Jironal ha recibido informes sobre mí de sus espías en Ibra. No sabe lo que nos proponemos realmente… aunque creo que lo sospecha. De Joal era un obstáculo despachado con prisas. Y seguramente no sea el último. Habrá más.
—¿Cuándo?
—No lo sé. De Jironal dirige la Orden del Hijo; recurrirá a sus hombres en cuanto consiga urdir una mentira lo suficientemente plausible para espolearlos.
Bergon palpó la espada envainada sobre su muslo ceñido por el cuero y contempló el cielo con el ceño fruncido; las nubes se dispersaban con la proximidad de la noche. Las crestas montañosas del oeste eran siluetas negras recortadas sobre un persistente fulgor verde, y despuntaban las primeras estrellas. Lo que les dijera el hombre canoso acerca de la inminente ventisca no era sino una simple treta, aunque quizá la ligera nevada que había caído con anterioridad le hubiera dado la idea.
—La luna está casi llena, y estará bien alta a medianoche. Si cabalgamos día y noche, a lo mejor conseguimos atravesar este turbulento país antes de que de Jironal reúna más refuerzos.
Cazaril asintió.
—¿Que ordene a sus hombres patrullar una frontera que nosotros ya habremos cruzado? Buena idea. Me gusta.
Bergon lo estudió, dubitativo.
—Pero… ¿podrás montar, Caz?
—Prefiero cabalgar a pelear.
Bergon expresó su aprobación con un suspiro.
—Sí.
El agradecido y apenado castelar de Zavar los abasteció con cuantas provisiones pudo reunir de su trastocado hogar. Bergon decidió dejar las mulas, los mozos heridos y los caballos cojos a su cuidado, para que los siguieran cuando pudieran, aligerando así su grupo. Ferda eligió los caballos más veloces y resistentes, y se aseguró de que los cepillaran bien, les dieran de comer y descansaran hasta el momento de partir. El marzo de Sould se había recuperado tras unas cuantas horas de descanso en ese aire más consistente e insistió en acompañar al róseo. De Cembuer, que sufría de una fractura en el brazo y diversos cortes profundos desde la pelea en el patio, accedió a quedarse con los mozos y el equipaje y ayudar a de Zavar hasta que todos estuvieran en condiciones de reanudar el viaje.
Cazaril se sintió aliviado al dejar el problema de juzgar a los bandidos en manos de sus víctimas. La marcha a medianoche de Bergon les ahorraría ser testigos de los ahorcamientos al amanecer. Dejó las perlas de Dondo dispersas para que las recogieran los habitantes de la casa, y guardó en su alforja las que aún permanecían ensartadas.
La cabalgata del róseo emprendió el camino cuando la luna coronaba las colinas que tenían frente a ellos, inundando de luz líquida los valles nevados. Ya no habría más desvíos antes de llegar a Valenda.
Siguieron la ruta inicial de Cazaril a través del oeste de Chalion, cambiando de caballos en recónditas postas rurales de la Orden de la Hija. A cada parada Cazaril preguntó ansioso por cualquier posible mensaje cifrado de Iselle o por noticias de Valenda que pudieran revelar cuál era la situación táctica hacia la que se dirigían. La ausencia de cartas aumentaba su nerviosismo. Según el plan original, Iselle debía estar esperando con su abuela y su madre, protegida por las tropas baocias de su tío. Cazaril albergaba el temor de que hubieran dejado de darse estas condiciones ideales.
Se detuvieron a media tarde a cuarenta kilómetros de Valenda, en la aldea de Palma. La región de Palma era célebre por sus excelentes pastos; allí, una remonta de la Orden de la Hija se dedicaba a criar y entrenar caballos de refresco para el Templo. Cazaril estaba seguro de que conseguirían nuevos animales en Palma. Rezaba para que también su ingenio se renovara.
Cazaril se dejó caer despacio más que desmontó de su caballo rendido, en bloque, como si todo su cuerpo estuviera tallado en un solo trozo de madera. Ferda y Foix tuvieron que ofrecerle apoyo para recorrer el diseminado complejo de la orden. Lo llevaron a una cámara cómoda aunque de aspecto destartalado, donde ardía alegre el fuego en una chimenea de piedra. Alguien había recogido apresuradamente las cartas de una partida de una sencilla mesa de pino. El comandante dedicado de la posta se apresuró a recibirlos. El hombre paseó la mirada dubitativo entre de Tagille y de Sould; se fijó en Bergon, que llevaba ropas de mozo desde que cruzaran la frontera como medida preventiva. El comandante musitó sus confusas disculpas cuando le presentaron al róseo, y envió a su teniente sin demora en busca de comida y bebida con que agasajar a su distinguido visitante.
Cazaril se sentó a la mesa en una silla acolchada, espléndidamente alejada de lo que era una silla de montar, aun cuando la sala pareciera mecerse a su alrededor. Empezaba a desarrollar una manía a los caballos casi tan pronunciada como la que tenía a los barcos. Sentía la cabeza rellena de lana, y no se atrevía ni a pensar en el resto de su cuerpo. Interrumpió el intercambio de cortesías para grajear:
—¿Qué nuevas tenéis de Valenda? ¿Os ha llegado algún mensaje de la rósea Iselle? —Ferda le puso un vaso de vino en la mano y se lo bebió de un solo trago.
El comandante dedicado ensayó un discreto cabeceo de complicidad, con los labios apretados.
—El canciller de Jironal metió mil hombres más en la ciudad la semana pasada. Tiene otros mil repartidos a lo largo del río. Patrullan las afueras, en vuestra busca. Los rastreadores han parado aquí en dos ocasiones. Tiene Valenda bajo su férreo control.
—¿No tenía aquí ningún hombre el provincar de Baocia?
—Sí, dos compañías, pero estaban en considerable inferioridad numérica. Nadie quería iniciar una pelea durante los funerales del róseo Teidez, y luego nadie se atrevió.
—¿Sabéis algo del marzo de Palliar?
—Solía traer las cartas. Hace cinco días que no tenemos noticias directas de la rósea. Se rumorea que está muy enferma y que no quiere ver a nadie.
Bergon abrió mucho los ojos, alarmado. Cazaril los entrecerró y se frotó la dolorida cabeza.
—¿Enferma? ¿Iselle? Bueno… tal vez. O puede que de Jironal la haya encerrado y su enfermedad sea un rumor que ha hecho difundir. —¿Habría caído en las manos equivocadas alguna de sus cartas? Se había temido que tuvieran que sacar de Valenda a la rósea subrepticiamente, o liberarla por la fuerza, a ser posible lo primero. No había previsto qué hacer en caso de que ella estuviera, quizá, demasiado enferma para huir a caballo en ese momento crucial.
Su embotado cerebro produjo una disparatada visión en la que llevaban a Bergon hasta ella, por los tejados y los balcones igual que el amante de cualquier poema. No. Puede que una noche de amor furtivo entre ellos rompiera la maldición, que la canalizara de algún modo de vuelta a los dioses que la habían soltado, pero no se imaginaba cómo eludir milagrosamente la vigilancia de dos mil aguerridos soldados.
—¿Orico vive todavía? —preguntó, al cabo.
—Que nosotros sepamos.
—Esta noche no podemos hacer nada más. —No se fiaba de ningún plan que pudiera trazar esa noche su agotado cerebro—. Mañana, Foix, Ferda y yo caminaremos hasta Valenda, disfrazados, y reconoceremos el terreno. Os garantizo que puedo hacerme pasar por un vagabundo. Si no vemos el camino despejado, acudiremos a la gente del provincar de Baocia en Taryoon e idearemos otra estrategia.
—¿
Podéis
caminar, mi lord? —preguntó Foix, preocupado.
En esos momentos, ni siquiera sabía si podría ponerse de pie. Fulminó con la mirada a Foix, que estaba cansado pero resistía, sonrosado más que ceniciento tras tantos días de caballo. Jóvenes. Je.
—Mañana podré. —Se frotó el rostro—. ¿Comprenden los hombres de de Jironal que no son guardianes sino carceleros? ¿Que puede que estén cometiendo traición contra la legítima Heredera?
El comandante dedicado apoyó la espalda en su silla y abrió las manos.
—En estos momentos las acusaciones de ese tipo vuelan entre ambos bandos como bolas de nieve. Por todas partes se escuchan rumores de que la rósea ha enviado agentes a Ibra para fijar su matrimonio con el nuevo Heredero. —Inclinó la cabeza contrito ante el róseo Bergon.