La Maldición de Chalion (64 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

BOOK: La Maldición de Chalion
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—Vale, quizá todo eso sea verdad y estés tan condenado como afirmas, ¡pero si mañana me caigo de un caballo y me parto el cuello, espero que te sientas como un imbécil!

—Más que un imbécil —murmuró él al vuelo de sus faldas, que ya se alejaban. El iluminado patio era un borrón en sus ojos desobedientes. Se los frotó con fuerza y subrepticiamente con una manga.

El día de la boda amaneció tan espléndido como se esperaba. El patio perfumado con las flores de los naranjos estaba lleno a rebosar cuando Iselle, acompañada de su tía y Betriz, apareció en lo alto de las escaleras de la galería. Cazaril alzó el rostro y entrecerró los ojos sonriente. Las costureras habían llevado a cabo una heroica proeza con las sedas y los satenes, ataviándola con todos los tonos de azul propios de una novia. Su capa chaleco azul estaba ribeteada de tantas perlas ibranas como podían encontrarse en Taryoon, organizadas para componer un friso de estilizados leopardos. Se escucharon los primeros aplausos cuando sonrió y descendió los escalones, un tanto envarada debido a los diversos adornos. Su cabello relucía como un río de joyas a la luz del sol. Dos de las primas de de Baocia le sujetaban la cola, bajo la esporádica tutela de su madre. Incluso la maldición parecía envolverla como una especie de manto de marta cebellina.
Pero no por mucho más tiempo

Cazaril, obediente, se colocó al lado del provincar de Baocia, y se encontró así ayudando a dirigir el desfile a pie a través de las sinuosas calles camino del templo cercano de Taryoon. Merced a un prodigio de coordinación, la procesión de Bergon desde el palacio del marzo de Huesta llegó al pórtico del templo al mismo tiempo que la de Iselle. El róseo se había vestido con los rojos y naranjas propios de su edad y sexo, y mostraba una expresión de resuelta valentía que no hubiera desentonado en el semblante de un hombre que asaltara un bastión. Palli y su docena de hermanos de armas, vestidos con las ropas de corte de su orden, se habían sumado a la comitiva del róseo junto a Foix y Ferda, para que los ibranos no parecieran, ni se sintieran, superados en número. Pese a lo imprevisto del acontecimiento, Cazaril estimaba que había más de mil personas de renombre agolpadas en el patio central circular del templo; y lo que parecía ser la población de Taryoon al completo flanqueaba los caminos por los que discurrían la rósea y el róseo. Un ambiente festivo se había apoderado de la ciudad.

Las dos procesiones coincidieron en un remolino de color y entraron en los recintos sagrados. Taryoon tenía buenas voces en sus templos, y los entusiastas componentes del coro hicieron retumbar las paredes con sus canciones. La joven pareja, con el archidivino a la cabeza, entró por separado en los lóbulos del templo. Se arrodillaron y rezaron encima de alfombras nuevas solicitando la bendición de cada dios: a la Hija y el Hijo, gracias por haberlos protegido hasta ahora en el viaje de la vida; y a la Madre y el Padre, con la esperanza de gozar de su compañía cuando les llegara la hora.

Por razones teológicas y tradicionales, el Bastardo no ocupaba un lugar oficial en las ceremonias nupciales, pero todas las parejas prudentes le dejaban un regalo conciliador de todos modos. Cazaril y de Tagille eran los encargados de hacer de mensajeros de los dioses ese día. Recibieron las ofrendas de Bergon e Iselle y, junto a un pequeño pero estridente destacamento de niños cantores, salieron del edificio principal rumbo a la torre del Bastardo. Un sonriente divino vestido de blanco los esperaba en el interior frente al altar.

La pareja real se había visto obligada a pedir de prestado ropa, dinero, comida y alojamiento para este día, pero Bergon no estafó al dios con el cambio; de Tagille depositó una abultada bolsa de oro ibrano en el ara, además de sus plegarias. Iselle enviaba una promesa, escrita de su puño y letra, según la cual subvencionaría las reparaciones del tejado de la torre del Bastardo en Cardegoss cuando volviera allí siendo royina. Cazaril añadió su propio obsequio: la ristra de perlas ensangrentadas, el resto de la cadena truncada de Dondo que no había caído en manos de los bandidos. Un objeto tan complicado y maldito como ése era, sin lugar a dudas, justo asunto del dios, y Cazaril exhaló un suspiro de alivio cuando se lo hubo quitado de encima por fin.

Mientras desandaba el paseo desde la torre del Bastardo detrás del ligeramente bamboleante coro de golfillos, Cazaril miró de reojo a la muchedumbre y se quedó sin aliento. Un hombre, de mediana edad… a su alrededor flotaba una débil luz gris semejante a la de un día de invierno. Cuando cerró los ojos, la tenue luz seguía allí. Volvió a mirar con su primera visión. El hombre portaba los hábitos negros y grises y el galón rojo en el hombro propios de un oficial de la Corte Municipal de Taryoon… probablemente se tratara de algún juez de primera instancia. ¿Y también de un santo del Padre, como lo había sido Clara de la Madre en Cardegoss…?

El hombre miraba a Cazaril con la boca abierta de asombro, demudado el semblante. En esos momentos no tenían ninguna posibilidad de cruzar palabra, pues Cazaril debía regresar al interior del alto y resonante patio del templo para continuar con la ceremonia, pero decidió preguntar al archidivino por él en cuanto le fuera posible.

Ante el fuego central, los recién casados róseo y rósea pronunciaron un breve discurso cada uno, y luego el archidivino, Cazaril y todos los demás desfilaron de regreso por las calles festoneadas hacia el nuevo palacio de de Baocia. Allí se había preparado un banquete con el que ocupar toda la tarde y saciar el apetito de los invitados. El menú era asombroso, tanto más cuanto que éste se había preparado en sólo dos días; Cazaril sospechaba que se habían robado las provisiones del inminente festival del Día de la Hija, pero no pensaba que la diosa fuera a tenérselo en cuenta. Al ser los invitados de honor, tanto Cazaril como el archidivino debían ocupar sus respectivos lugares, por lo que no tuvo ocasión de mantener una conversación en privado hasta que sonó la música a los postres y el baile se llevó a los jóvenes a los patios. En ese momento, los dos hombres que buscaba lo encontraron a él.

El juez de primera instancia estaba al lado del archidivino y se mostraba nervioso. Cazaril y él intercambiaron sendas miradas de reojo mientras el archidivino se apresuraba a hacer las presentaciones.

—Mi lord de Cazaril, permitid que os presente al honorable Paginine. Sirve al municipio de Taryoon… —El archidivino bajó la voz—. Dice que estáis tocado por los dioses. ¿Es eso cierto?

—Sí, por desgracia —suspiró Cazaril. Paginine asintió como queriendo decir:
Lo sabía
. Cazaril miró en rededor y se llevó a la pareja a un lado. Era difícil encontrar un lugar discreto; terminaron en un minúsculo patio interior frente a una de las entradas laterales del palacio. La música y las risas llenaban el aire nocturno. Un sirviente encendió las antorchas de los candelabros de pared y regresó adentro. Sobre sus cabezas, las altas nubes surcaban el cielo frente a las primeras estrellas.

—Vuestro colega el archidivino de Cardegoss lo sabe todo sobre mí —dijo Cazaril al archidivino de Taryoon.

—Oh. —El archidivino parpadeó y se mostró visiblemente aliviado. Cazaril pensó que no tenía motivos para albergar esa confianza, pero prefirió no privarle de ella—. Mendenal es una excelente persona.

—El Padre del Invierno os ha dado un don, según veo —dijo Cazaril al juez de primera instancia—. ¿Qué es?

Paginine agachó la cabeza, nervioso.

—A veces… no siempre… me permite saber quién miente en la sala de justicia, y quién dice la verdad. —Paginine vaciló—. Aunque eso no siempre hace tanto bien como creería uno.

Cazaril soltó una risa seca.

Paginine se animó visiblemente a los ojos de Cazaril, tanto a los exteriores como al interior, y sonrió secamente a su vez.

—Ah, lo comprendéis.

—Oh, sí.

—Pero vos, sir… —Paginine se volvió hacia el archidivino con semblante preocupado—. Dije que estaba tocado por los dioses, pero eso no basta para describir lo que veo. Es… es casi
doloroso
mirarlo. En tres ocasiones desde que recibí el don me he encontrado con alguien tocado también por los dioses, pero nunca he conocido a nadie como él.

—El santo Umegat de Cardegoss dijo que yo brillaba como una ciudad en llamas —admitió Cazaril.

—Buen… —Paginine lo miró de soslayo—. Buena comparación.

—Se le daban bien las palabras. —
Antes
.

—¿Cuál es vuestro don?

—Yo, eh… Creo que
yo
soy el don, en realidad. El don de la rósea Iselle.

El archidivino se llevó la mano a los labios, y luego se apresuró a persignarse.

—¡Eso explica los rumores que circulan sobre vos!

—¿Qué rumores? —quiso saber Cazaril, desconcertado.

—Pero, lord Cazaril —intervino el juez—, ¿qué es esa sombra espantosa que flota en torno a la rósea Iselle? ¡Eso no es obra de los dioses! ¿Vos también la veis?

—Sí, estoy… trabajando en ello. Al parecer, librarme de ese horror es la tarea que me han encomendado los dioses. Creo que ya casi he terminado.

—Ah, qué alivio. —Paginine parecía mucho más contento.

Cazaril comprendió que lo que más deseaba en esos momentos era quedarse a solas con el juez para conversar.
¿Cómo os las veis vos con estos asuntos?
Quizá el archidivino fuera un hombre pío, puede que un buen ministro, posiblemente un teólogo culto, pero Cazaril sospechaba que no comprendía las incomodidades que conllevaba el cargo de santo. La amarga sonrisa de Paginine lo decía todo. Cazaril sintió deseos de ir a emborracharse con él e intercambiar lamentos.

Para azoramiento de Cazaril, el archidivino ensayó una honda reverencia ante él y, con voz queda, reverente, dijo:

—Bendito Señor, ¿puedo hacer algo por vos?

La pregunta de Betriz resonó en su cabeza,
¿Has descubierto cómo salvarte a ti mismo?
A lo mejor uno no podía salvarse a sí mismo. A lo mejor había que salvarse mutuamente, de uno en uno…

—Esta noche no. Mañana… o más adelante, esta semana, hay una cuestión personal que me gustaría confiaros. Si me lo permitís.

—Desde luego, Bendito Señor. Estoy a vuestro servicio.

Volvieron a la fiesta. Cazaril estaba agotado y añoraba su cama, pero el patio bajo la puerta de su habitación estaba lleno de celebrantes ruidosos. Una Betriz sin aliento le pidió una vez que bailara con ella, martirio del que él se excusó con una sonrisa; a ella no le faltaban parejas. Betriz lo buscó a menudo con la mirada, mientras él observaba desde la pared, prolongando su vino aguado. No le faltó compañía, pues un corro de hombres y mujeres entablaron amigable conversación con él, en busca de un puesto en la futura corte de la royina. A todos ellos les respondió con cortesía pero sin comprometerse.

Los lores ibranos acaparaban a las damiselas chalionesas del mismo modo que la miel derramada atrapa a las hormigas, y parecían plenamente complacidos. A media velada llegó lord de Cembuer, completando así su compañía y su júbilo. Los ibranos intercambiaron relatos de sus respectivos viajes, para pasmo y fascinación de sus ávidos oyentes chalioneses. Para el intenso deleite político de Cazaril, Bergon era presentado como el héroe de esta romántica aventura, sin ser Iselle menos heroína por su galopada nocturna desde Valenda. Con lo atractivos que resultaban los mitos unificadores, éste iba a dejar en pañales a la pobre fábula en la que había descrito de Jironal a su pobre Iselle la Loca, en opinión de Cazaril.
¡Y nuestra historia es real!

Por fin llegaron la hora y la ceremonia que había estado aguardando Cazaril con tanto anhelo, el momento en que Bergon e Iselle serían conducidos a sus aposentos. Ninguno de ellos, observó con agrado, había bebido tanto como para emborracharse. Dado que su vino, no sabía cómo, había ido tornándose menos aguado conforme transcurría la noche, le costó un poco articular las palabras cuando el róseo y la rósea lo llamaron al pie de la escalera para dar y recibir sendos besos ceremoniales de agradecimiento en las manos. Conmovido, se persignó y rogó para que cayeran dichosas bendiciones sobre sus cabezas. La solemne y agradecida intensidad de las miradas que le dirigieron lo desconcertaron.

Lady de Baocia había dispuesto que un pequeño coro entonara oraciones para acompañar a la pareja en su camino hacia el dormitorio; las voces cristalinas sirvieron para restar intensidad a los comentarios obscenos. Iselle se mostró preciosa, ruborizada y encandilada cuando Bergon y ella se asomaron a la barandilla para dar las gracias a todos y lanzarles flores.

Desaparecieron en el fulgor de las velas de su habitación y cerraron la puerta tras ellos. Dos de los oficiales de de Baocia se apostaron en la galería para garantizar su intimidad. Al poco rato salieron la mayoría de las costureras y las sirvientas, lady Betriz entre ellas. Palli y de Tagille no tardaron en pedirle que bailara con ellos.

Los celebrantes pretendían prolongar la fiesta hasta el alba pero, para alivio de Cazaril, una lluvia neblinosa comenzó a verterse desde el cielo frío, expulsando del patio a músicos y bailarines y empujándolos al interior del edificio adyacente. Despacio, apoyándose en la barandilla, Cazaril subió las escaleras en dirección a su dormitorio, al doblar la esquina desde la puerta de la habitación del róseo y la rósea.
Ya he cumplido con mi deber. ¿Y ahora?

No lo sabía. Era como si le hubieran quitado un espantoso peso de encima. Ahora viviría o moriría según lo que decidiera… y los errores que cometiera.
Me niego a arrepentirme de nada. N
o
pienso mirar atrás
. Era un momento de inflexión, en la cúspide del pasado y el futuro.

Pensó en buscar al juez de primera instancia al día siguiente. Su compañía bien pudiera aliviar su soledad.

Lo cierto es que tampoco estoy tan solo
, pensó no mucho después, cuando los incoherentes y obscenos aullidos de Dondo, proferidos desde la hora de su ascendencia, atronaron en su oído interior. El fantasma separado estaba más loco de ira esa noche de lo que recordaba haber experimentado antes Cazaril; la rabia eliminaba sus últimos vestigios de inteligencia y cordura. Cazaril podía imaginarse por qué, y sonrió pese a su agonía mientras se daba la vuelta en la cama, encorvado sobre el insoportable dolor palpitante de su estómago.

A punto estuvo de perder el conocimiento. Se obligó a incorporarse y a mantenerse despierto, horrorizado ante la posibilidad de que el perverso Dondo intentara adueñarse de su cuerpo mientras aún seguía con vida y lo utilizara para agredir vilmente a Bergon e Iselle. Se estremeció en el suelo presa de algo semejante a las convulsiones, conteniendo los gritos y la porquería que intentaba brotar de su boca, sin saber ya a ciencia cierta a quién pertenecían aquellas palabras.

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