Cazaril se había puesto de pie cuando entró la rósea, y les dedicó una reverencia formal. Su mano, sin querer, acudió al encuentro de su barbilla, inusitadamente fría y desnuda. Nadie le había ofrecido un espejo en el que poder examinar el origen de toda aquella hilaridad femenina.
—Todo está dispuesto —informó Bergon misteriosamente.
Iselle, sonriendo, cogió a Betriz de la mano. Bergon cogió la de Cazaril. Iselle ensayó una pose y anunció, con una voz que no desentonaría en la sala del trono:
—Mi apreciada y leal lady Betriz de Ferrej me ha pedido una gracia que me complazco en concederle con toda la alegría de mi corazón. Y ya que vos ya no tenéis padre, lord Cazaril, Bergon y yo ocuparemos su lugar como padrinos. Ella ha pedido vuestra mano. Como nos complace enormemente que nuestros dos súbditos más queridos se amen, helos aquí casados con nuestros mejores deseos.
Bergon giró la mano sosteniendo aún la de Cazaril; la de Betriz descendió sobre ella, envuelta por la de Iselle. El róseo y la royina les unieron las manos y se apartaron, sonriendo.
—Pero, pero, pero —tartamudeó Cazaril—. Pero esto es horrible, Iselle… Bergon… ¡sacrificar esta doncella a mis canas es repugnante! —No soltó la mano de Betriz.
—Acabamos de librarnos de tus canas —señaló Iselle. Lo miró juiciosamente—. Tengo que admitir que la mejoría es considerable.
—Y yo he de decir —añadió Bergon—, que ella no parece repugnada en absoluto.
Los hoyuelos de Betriz jamás habían sido tan profundos, y sus ojos entusiasmados alumbraban a Cazaril desde detrás de sus lánguidas pestañas.
—Pero… pero…
—Además —continuó bruscamente Iselle—, ella no es ningún sacrificio con el que recompensar tu lealtad. Tú eres mi regalo para ella en recompensa a
su
lealtad. Eso es.
—Oh. Oh, bueno, eso está mejor, entonces… —Cazaril entornó los ojos, intentando canalizar sus revueltas ideas—. Pero… seguro que hay lores mejores… más ricos… más jóvenes, más atractivos… más dignos…
—Ya, bueno, pero ella no se ha interesado por ellos. Se ha interesado por ti. No dice mucho de su buen gusto, ¿eh? —bromeó Bergon.
—Y debo ponerle pegas a una parte de tu estimación, Cazaril —dijo Betriz, sin aliento—. No hay lores más dignos que tú en toda Chalion. —Le apretó la mano.
—Espera —protestó Cazaril, sintiéndose caer por una pendiente de nieve, sin tracción. Nieve blanda y cálida—. No tengo tierras, ni dinero. ¿Cómo voy a mantener a mi esposa?
—Tengo pensado convertir la cancillería en un puesto remunerado —respondió Iselle.
—¿Igual que ha hecho el Zorro en Ibra? Sabia idea, royina, de ese modo las lealtades principales de vuestros súbditos serán para con la royeza, y no estarán divididas entre la corona y el clan como ocurría con de Jironal. ¿A quién vais a proponer para el puesto? Se me ocurren algunas ideas…
—
¡Cazaril!
—Su adorable exasperación imprimió a su nombre esa cadencia que él tan bien conocía—. A ti, claro, ¿a quién quieres que proponga? ¡No hay ni que decirlo! Esa responsabilidad tiene que ser tuya.
Cazaril se sentó pesadamente en la silla donde había perdido la barba, sin soltar todavía la mano de Betriz.
—¿Ahora mismo? —preguntó, sin voz.
Iselle levantó la barbilla.
—¡No, no, claro que no! Esta noche estamos de celebración. Lo dejaremos para mañana.
—Si es que te sientes capaz para entonces —se apresuró a comentar Bergon.
—Es una ingente tarea. —Pide pan, que te darán un banquete… Entre los que deseaban protegerlo y los que sacrificaban su comodidad despiadadamente para conseguir sus fines sin pensárselo dos veces, Cazaril decidió que prefería a estos últimos.
Canciller de Cazaril. Mi lord canciller
. Movió los labios, silabeando las palabras, y sonrió.
—Haremos público el anuncio esta noche después de la cena —dijo Iselle—, así que arréglate para la ocasión, Cazaril. Bergon y yo te impondremos entonces la cadena del oficio, delante de toda la corte. Betriz, ven conmigo —curvó los labios—, cuando puedas. —Pasó la mano por el brazo de Bergon y se llevó al róseo. Cerró la puerta al salir.
Cazaril rodeó el talle de Betriz con el brazo y tiró de ella, bruscamente y sin un ápice de timidez, para sentarla en su regazo. La joven soltó un gritito de sorpresa.
—Conque los labios, ¿eh? —murmuró, y apretó los suyos contra los de ella.
Betriz hizo una pausa para recuperar el aliento un momento después, apartó la cabeza y se acarició la barbilla, encantada, y luego la de él.
—¡Ahora no me tengo que rascar después de besarte!
Fue avanzada la mañana siguiente cuando Cazaril se vio libre finalmente para buscar a Umegat en la casa del Bastardo. Un respetuoso acólito lo condujo a un par de habitaciones en la tercera planta; el mozo sin lengua, Daris, acudió a abrir la puerta y franqueó la entrada a Cazaril. A éste no le sorprendió verlo vestido con el atuendo de un lego dedicado de la orden, pulcro y blanco. Daris se frotó el mentón y señaló el rostro rasurado de Cazaril, profiriendo un comentario sonriente que Cazaril se alegró de no poder entender. El hombre sin pulgares lo guió por la cámara, acondicionada como sala de estar, y lo sacó a un pequeño balcón de madera, festoneado de parras entrelazadas y tiestos de geranios, que se miraba en la Plaza del Templo.
Umegat, vestido a su vez de blanco inmaculado, se encontraba sentado a una mesilla al frescor de la sombra. Cazaril se emocionó al ver que tenía ante él papel, pluma y tinta. Daris se apresuró a traer una silla, para que Cazaril pudiera sentarse antes de que Umegat intentara levantarse. El mozo tarareó una invitación; Umegat interpretó una muestra de hospitalidad, y Cazaril accedió a tomar el té. Daris fue corriendo a prepararlo.
—¿Qué es esto? —Cazaril indicó los papeles, entusiasmado—. ¿Puedes escribir de nuevo?
Umegat hizo una mueca.
—De momento es como si volviera a tener cinco años. Ojalá me sintiera igual de rejuvenecido en otros aspectos. —Ladeó la hoja para mostrar un esforzado ejercicio de tosca caligrafía—. No dejo de volver a poner las letras en mi cabeza, y ellas no dejan de caerse de nuevo. Mi mano ha perdido su destreza con la pluma… ¡y eso que sigo pudiendo tocar el laúd igual de mal que antes! El médico insiste en que estoy mejorando, y supongo que es cierto, porque hace un mes no podía hacer ni siquiera esto. Las palabras corretean por la página como cangrejos, pero de vez en cuando pesco alguna. —Alzó la vista y dejó a un lado sus ejercicios—. ¡Pero tú! Menuda proeza en Taryoon, ¿no? Mendenal me contó que te clavaron una espada.
—Me ensartaron de lado a lado —admitió Cazaril—. Pero expulsó a lord Dondo y al demonio, lo que hizo que mereciera la pena soportar el dolor. La Dama me salvó de la fiebre asesina, después de aquello.
Umegat buscó a Daris con la mirada.
—De modo que te salvaste por los pelos.
—Milagrosamente.
Umegat se inclinó hacia delante por encima de la mesa y escrutó atentamente el rostro de Cazaril.
—Hm. Hm. Veo que has frecuentado altas compañías.
—¿Has recuperado la segunda visión? —preguntó Cazaril, sobresaltado.
—No. Es sólo un aire que se adopta, uno aprende a reconocerlo.
Cierto. Umegat también tenía ese aire. Se diría que si una persona era tocada por los dioses, sin que enloqueciera por completo, ésta permanecía misteriosamente centrada a partir de ese momento.
—Tú también has visto a tu dios. —No era una pregunta.
—Un par de veces —admitió Umegat.
—¿Cuánto tarda uno en recuperarse?
—Aún no estoy seguro. —Umegat se frotó los labios, caviloso, estudiando a Cazaril—. Cuéntame… si puedes… ¿Qué viste?
No era otra simple charla culta sobre teología; Cazaril veía la insondable hambre divina que destellaba en los ojos grises del roknari.
¿Tengo yo ese aspecto cuando hablo de
Ella?
No me sorprende que me miren con extrañeza
.
Cazaril relató su historia, empezando por su precipitada salida de Cardegoss cabalgando a las órdenes de la rósea. Llegó el té, se lo bebieron, y volvieron a llenarse las tazas antes de que él hubiera concluido. Daris se demoró en el vano de la puerta, escuchando; Cazaril supuso que no hacía falta pedirle discreción al antiguo mozo de cuadras. Cuando intentó describir su encuentro con la Dama, se le trabó la lengua. Umegat devoraba sus palabras entrecortadas, con los labios entreabiertos.
—La poesía… quizá la poesía pueda reflejarlo —dijo Cazaril—. Necesito palabras que signifiquen más de lo que quieran decir, palabras que no tengan sólo alto y largo, sino también peso y profundidad, y otras dimensiones que ni siquiera puedo nombrar.
—Hm. Yo intenté representar al dios con mi música, durante algún tiempo, después de mi primera… experiencia. Me faltaba talento, por desgracia.
Cazaril asintió. Preguntó tímidamente:
—¿Hay algo que necesites… que necesitéis cualquiera de los dos… y que yo pueda proporcionaros? Iselle me ha nombrado ayer canciller de Chalion, así que supongo que podría proporcionaros, no sé, muchas cosas.
Umegat alzó las cejas; dedicó a Cazaril una sonrisa de enhorabuena, desde su asiento.
—Bien por la joven royina.
Cazaril torció el gesto.
—No dejo de pensar en los zapatos de los difuntos, la verdad.
La sonrisa de Umegat se ensanchó.
—Es comprensible. En cuanto a nosotros, el Templo cuida razonablemente bien de sus antiguos santos, y nos surte de todo lo que pueda hacernos falta en estos momentos. Me gustan estas habitaciones, esta ciudad, este aire primaveral, esta compañía. Espero que el dios me depare aún un par de tareas interesantes, antes de olvidarse de mí. Aunque, si se me permite elegir, que no tengan nada que ver con los animales. Ni con la realeza.
Cazaril asintió, comprensivo.
—Supongo que conocías al pobre Orico mejor que cualquiera, salvo quizá Sara.
—Lo vi a diario durante casi seis años. En los últimos tiempos, siempre se sinceraba conmigo. Espero haberle proporcionado algo de consuelo.
Cazaril vaciló.
—Si te sirve de algo, llegué a la conclusión de que era algo así como un héroe.
Umegat asintió levemente.
—Yo también. En cierto modo. Fue un sacrificio, eso seguro. —Suspiró—. Bueno, es pecado permitir que el luto por lo que hemos perdido corrompa la dicha por las bendiciones de las que aún disponemos.
El hombre sin lengua se apartó de su discreto rincón para retirar la vajilla.
—Gracias, Daris —dijo Umegat, y dio una afectuosa palmada a la mano que se posó brevemente en su hombro; Daris recogió las tazas y los platos y se marchó.
Cazaril lo miró con curiosidad.
—¿Hace mucho que lo conoces?
—Unos veinte años.
—De modo que no era sólo tu ayudante en el zoológico… —Cazaril bajó la voz—. ¿Lo habían martirizado ya?
—No. Todavía no.
—Oh.
Umegat sonrió.
—No os aflijáis, lord Cazaril. Nos recuperamos. Eso fue ayer. Esto es hoy. Algún día le pediré permiso para contarte su historia.
—Me sentiría honrado con su confianza.
—Todo está en orden, y si no lo está, al menos cada día que pasa nos acerca un poco más a nuestro dios.
—Me he percatado de eso. Me costaba seguirle la pista al tiempo, los primeros días después de… después de ver a la Dama. El tiempo, y la escala, alterados hasta volverse irreconocibles.
Se escuchó una ligera llamada a la puerta de la cámara. Daris salió de la otra estancia y dejó pasar a una joven dedicada vestida de blanco que sostenía un libro en la mano.
—Ah. —Umegat se animó—. Mi lectora. Os presento al lord canciller, dedicada. —A modo de explicación, añadió—: Me envían un dedicado penitente para que me lea una hora al día, en castigo por quebrantar las normas de la casa. ¿Ya has pensado qué norma vas a infringir mañana, niña?
La dedicada sonrió tímidamente.
—Todavía no, docto Umegat.
—Bueno, si se te acaban las ideas, me remontaré a mis años mozos y veré si puedo acordarme de alguna más.
La dedicada mostró el libro a Cazaril.
—Pensé que me encargarían leer áridos sermones teológicos al divino, pero él me preguntó por este libro de cuentos.
Cazaril echó un vistazo al volumen, importado de Ibra a juzgar por el sello del impresor, con interés.
—Es bastante engreído —dijo Umegat—. El autor sigue a un grupo de viajeros hasta un templo de peregrinaje y pide a cada uno que le relate su historia. Muy, ah, religioso.
—A decir verdad, mi lord —susurró la dedicada—, algunos son bastante groseros.
—Ya veo que tendré que desempolvar el sermón de Ordol sobre las lecciones de la carne. He prometido a la dedicada que se librará de las penitencias del Bastardo con sus sonrojos. Me temo que me cree. —Umegat sonrió.
—Yo, ah… me gustaría leer ese libro cuando hayáis terminado con él —dijo Cazaril, esperanzado.
—Haré que os lo envíen, mi lord.
Cazaril se despidió. Cruzó de nuevo la pentagonal Plaza del Templo y emprendió el ascenso de la colina, pero giró antes de llegar a las inmediaciones del Zangre y encaminó sus pasos hacia el palacio que tenía en la ciudad el provincar de Baocia. El compacto edificio de piedra guardaba parecido con el Palacio de Jironal, aunque era mucho más pequeño, sin ventanas en la planta baja, y con los postigos del siguiente piso protegidos por rejas de hierro forjado. Se había abierto de nuevo no sólo para alojar a su señor y su señora, sino también a la anciana provincara y lady Ista, que habían llegado de Valenda. Lleno a rebosar, el bullicio reemplazaba su antiguo silencio ominoso. Cazaril anunció su rango y el motivo de su visita a un solícito portero, que lo dejó pasar sin demora y sin formular más preguntas.
El portero lo condujo a una alta cámara soleada en la parte posterior de la casa. Allí encontró a la viuda royina Ista, sentada en un pequeño balcón con una barandilla de hierro que daba a un huerto de hierbas y a los sonidos del establo. Ista despidió a su fámula e indicó a Cazaril que ocupara la silla vacía, casi rodilla con rodilla frente a ella. Ista llevaba hoy el cabello pardo recogido en una pulcra trenza que le envolvía la cabeza; tanto su semblante como su vestido parecían presentar menos arrugas, estaban más definidos de lo que se hubiera percatado Cazaril antes.
—Qué lugar más bonito —observó Cazaril mientras se acomodaba.