—Bueno, el día después de la boda de Iselle, naturalmente.
—¿No el día anterior? En ese caso, parece ser que Martou de Jironal estaba extrañamente mal informado. Por no hablar de la precipitación de algunas de sus acciones. Y… se me antoja una suerte perversa, morir justo el día antes de que te rescaten.
—El médico de Orico, y el archidivino Mendenal, y yo misma, todos los que cuidamos juntos de él, juraremos que Orico vivió para hablarnos toda esa tarde y esa noche, y que no exhaló su último aliento hasta la mañana siguiente. —Le sostuvo la mirada con firmeza, con los labios petrificados en la misma sonrisa sombría—. De modo que el enlace de Iselle y el róseo Bergon es innegablemente válido.
Así se privaba de recursos legales a cualquier lord despechado que pretendiera desafiar la legitimidad de la boda. Cazaril se imaginó a Sara, su larga vigilia secreta durante todo un día junto al lecho de su esposo, frío e hinchado. ¿En qué habría pensado, qué reflexiones habría hecho, mientras transcurrían las horas en aquella cámara sellada? Y aun así había convertido aquel horror en un pragmático obsequio para Iselle y Bergon, para la Casa de Chalion que ahora abandonaba. Se la imaginó de repente como a una hacendosa ama de casa, barriendo por última vez las viejas habitaciones familiares, dejando un jarrón con flores encima de la chimenea para los nuevos propietarios.
—Creo… creo que lo entiendo.
—Yo también creo que lo entendéis. Siempre habéis sido muy perspicaz, castelar. —Un instante después, añadió—: Y muy discreto.
—Gajes del oficio, royina.
—Habéis servido bien a la Casa de Chalion. Quizá mejor de lo que se merecía.
—Aunque no la mitad de bien de lo que necesitaba.
Sara suspiró, mostrándose de acuerdo.
Cazaril se interesó educadamente por sus planes; la viuda regresaba a su provincia natal para ocupar una hacienda sobre la que tendría todos los derechos. Parecía más ansiosa que resignada por salir de Cardegoss y dejárselo a sus sucesores. Cazaril se puso de pie y le deseó buena suerte y buen viaje, de corazón. Le besó las manos; ella a cambio le besó las suyas y, brevemente, le rozó la frente con las yemas de los dedos cuando se inclinó ante ella.
Vio cómo se alejaban traqueteando las carretas, torciendo el gesto por solidaridad cada vez que brincaban sobre los baches. A las carreteras de Chalion no les vendría mal una mejora, decidió Cazaril, él había recorrido las suficientes para saberlo de sobra. Había visto carreteras en el Archipiélago, amplias y lisas en cualquier condición… quizá Iselle y Bergon tuvieran que importar algunos albañiles roknari. Mejores carreteras y menos bandidos en ellas era lo que necesitaba Chalion. Chalion-Ibra, se corrigió. Sonreía cuando Foix le ofreció una pierna para que subiera a su caballo.
Palli había adelantado a Ferda al galope mientras Cazaril se demoraba en la orilla de la carretera para departir con la royina Sara. Gracias a esto, el castellano del Zangre y un despliegue de sirvientes esperaban para recibir a la partida de Taryoon cuando ésta llegó finalmente al patio del castillo. El castellano saludó a Cazaril con una reverencia mientras los mozos le ayudaban a desmontar de su caballo. Cazaril se desentumeció, con cuidado, y preguntó ansioso:
—¿Están dentro la royina Iselle y el róseo Bergon?
—No, mi lord. En estos momentos se encuentran en el templo, para asistir a las ceremonias de investidura de lord de Yarrin y el róseo Bergon.
La nueva royina, como se anticipaba, había seleccionado a de Yarrin para ocupar el puesto de santo general de la Orden de la Hija. El nombramiento de Bergon como general del Hijo era, en opinión de Cazaril, una maniobra magistral para recuperar el control directo de ese importante brazo armado de la royeza y eliminar su carácter de motivo de contencioso entre los altos señores de Chalion. Había sido idea de Iselle, también, cuando discutieron el asunto antes de que Bergon y ella salieran de Taryoon. Cazaril había señalado que, si bien ella no podía dejar de recompensar la lealtad de de Yarrin con el nombramiento que tan ardientemente deseaba éste, de Yarrin no era un hombre joven; con el tiempo, el generalato de la Hija debería volver a manos de la royeza.
—¡Ah! —exclamó Palli—. Hoy, es verdad. Entonces, ¿la ceremonia aún está en marcha?
—Eso creo, marzo.
—Si me doy prisa tal vez llegue a tiempo de ver una parte. Cazaril, ¿puedo dejarte al amable cuidado de este caballero? Mi lord castellano, ocupaos de que descanse. Ni por asomo está tan recuperado de sus heridas como querrá haceros creer.
Palli hizo girar su caballo y dedicó un jovial saludo a Cazaril.
—Volveré para contártelo todo cuando termine. —Seguido de su pequeño séquito, cruzó las puertas al trote.
Los mozos y los sirvientes se llevaron los caballos y el equipaje. Cazaril rechazó, con lo que esperaba que fuese cierta dignidad, el brazo que le ofrecía el castellano, al menos hasta llegar a las escaleras. El castellano lo llamó cuando hizo ademán de encaminarse hacia el bloque principal.
—Vuestra habitación se ha trasladado a la Torre de Ias por orden de la royina —explicó el castellano—, para que podáis estar más cerca de ella y el róseo.
—Oh. —Eso sonaba bien. Dócil, Cazaril siguió al hombre hasta la tercera planta, donde se alojaban el róseo Bergon y sus cortesanos ibranos, aunque lógicamente Bergon había elegido otra habitación oficial para él, no en la que había fallecido recientemente Orico. Aunque, se le dio a entender, no es que el róseo durmiera allí. Iselle acababa de mudarse a la alcoba de la antigua royina, un piso por encima. El castellano condujo a Cazaril hasta su habitación, contigua a la de Bergon. Alguien había trasladado su arcón y los escasos enseres de su antigua cámara, así como ropas nuevas para el banquete de esa noche, que ya estaba dispuesto y esperándolo. Cazaril consintió que los sirvientes le trajeran agua para asearse, pero luego los despidió y se tumbó obedientemente para descansar.
Su descanso duró unos diez minutos. Volvió a levantarse y subió a la planta de arriba para echar un vistazo a su nuevo despacho. Una criada, al reconocerlo, se inclinó a su paso. Asomó la nariz a la cámara que había dispuesto Sara para su secretario. Como esperaba, ahora estaba llena con sus informes, volúmenes y libros mayores, traídos de la antigua casa de la rósea, entre otros muchos más añadidos. Inesperadamente, un atildado hombre de pelo negro que aparentaba unos treinta años se encontraba sentado en su espacioso escritorio. Portaba la túnica gris y la insignia carmín en el hombro propios de los divinos del Padre, y garabateaba números en uno de los libros de cuentas de Cazaril. Había cartas abiertas dispersas junto a su mano izquierda, y un grueso montón de misivas redactadas a su derecha.
Miró a Cazaril inquisitivo, con educación pero también con cierta frialdad.
—¿Puedo ayudarle, sir?
—Eh… disculpe, me parece que no nos han presentado. ¿Quién es usted?
—Soy el docto Bonneret, secretario personal de la royina Iselle.
Cazaril abrió la boca y volvió a cerrarla.
¡Pero si el secretario personal de la royina Iselle soy yo!
—Supongo que se trata de un nombramiento temporal.
Bonneret arqueó las cejas.
—Bueno, yo espero que sea algo permanente.
—¿Cómo habéis conseguido el puesto?
—El archidivino Mendenal tuvo la amabilidad de recomendarme a la royina.
—¿Recientemente?
—¿Perdón?
—¿Os han nombrado recientemente?
—Hace dos semanas, sir. —Bonneret frunció el ceño, ligeramente molesto—. Ah… creo que vos me lleváis algo de ventaja, ¿sí?
Más bien al contrario.
—La royina… no me ha comentado nada —dijo Cazaril. ¿Lo habían descartado, apartado de su puesto de confianza? Bien era cierto que la avalancha de tareas relativas a la ascensión al trono de Iselle no podía esperar a que él se recuperara paulatinamente; alguien tenía que hacerse cargo de ellas. Además, observó a juzgar por las cartas que esperaban a ser enviadas, Bonneret tenía una caligrafía preciosa. El divino había arrugado un poco más el entrecejo—. Me llamo Cazaril.
El ceño de Bonneret se evaporó y dio paso a una sonrisa reverente aún más alarmante; soltó la pluma, salpicándolo todo de tinta, y se puso de pie a trompicones.
—¡Mi lord de Cazaril! ¡Es un honor! —Ensayó una honda reverencia—. ¿En qué puedo ayudaros, mi lord? —repitió, con un tono completamente distinto esta vez.
Esta cortesía entusiasta amedrentaba a Cazaril más que la anterior suspicacia de Bonneret. Musitó alguna excusa incoherente por su intrusión, alegó sentirse fatigado por el viaje y huyó escaleras abajo.
Mató un rato el tiempo haciendo inventario de su ropa y sus escasos libros, y distribuyéndolo todo en su nueva cámara. Sorprendentemente, parecía que no faltaba nada. Se acercó a su estrecha ventana, desde la que se veía la ciudad. Abrió los postigos de par en par y estiró el cuello, pero no vino a visitarlo ningún cuervo sagrado. Rota la maldición, desaparecido el zoológico, ¿seguirían anidando en la Torre de Fonsa? Estudió las cúpulas del templo y se propuso buscar a Umegat en cuanto pudiera. Luego se sentó, consternado.
Temblaba, y sabía que se debía en parte al cansancio. Seguía teniendo las fuerzas mermadas, se sentía frágil. Le dolía la herida del estómago a causa del viaje a caballo, aunque no tanto como cuando Dondo acostumbraba a arañarle las entrañas. Estaba gloriosamente desocupado, hecho que por sí solo había bastado para tenerlo extasiado y feliz durante días. Sin embargo, parecía que esa tarde no daba resultado. El apremiante impulso por llegar aquí hacía que esta ociosidad que todo el mundo parecía opinar que necesitaba se le antojara más bien una desilusión.
Su humor se ensombreció. Quizá ya no hubiera sitio para él en esta nueva Chalion-Ibra. Iselle necesitaría hombres más cultos y sagaces para administrar sus numerosas obligaciones que un antiguo soldado maltrecho y, en fin, extraño, que sentía debilidad por la poesía. Peor aún… ser apartado del servicio de Iselle equivalía a ser exiliado de la presencia diaria de Betriz. Nadie le encendería velas para que leyera al anochecer, ni le obligaría a ponerse cálidos gorros pasados de moda, ni se daría cuenta cuando cayera enfermo y le traería terroríficos doctores, ni rezaría por su seguridad cuando estuviera lejos de casa…
Oyó el repiqueteo y el ruido de lo que presumió que sería el regreso de la comitiva de Bergon e Iselle, de vuelta de las ceremonias del templo, pero ni siquiera asomándose a la ventana de lado conseguía divisar el patio. Debería correr a recibirlos.
No. Estoy descansando
. Incluso a él eso le sonaba terco y petulante.
No seas tonto
. Pero una tremenda fatiga lo mantuvo clavado a la silla.
Antes de que pudiera sobreponerse a este arrebato de melancolía, Bergon en persona irrumpió en su cámara y ya le resultó imposible mostrarse taciturno. El róseo seguía vistiendo las prendas marrones, naranjas y amarillas de un santo general de la Orden del Hijo, con el ancho cinto de la espada adornado con los símbolos del otoño, que le quedaban mucho mejor de lo que jamás le habían quedado al viejo y gris de Jironal. Si Bergon no agradaba al dios, entonces nada Lo complacería. Cazaril se puso de pie y Bergon le dio un abrazo, se interesó por el viaje desde Taryoon y por su salud, sin esperar apenas a escuchar sus respuestas, intentando hablarle a su vez de ocho cosas al mismo tiempo, antes de reírse de sí mismo.
—Pronto habrá tiempo para todo esto. Ahora tengo que cumplir con una misión que me ha encomendado mi esposa la royina de Chalion. Pero antes dime una cosa, confidencial, lord Caz… ¿amas a lady Betriz?
Cazaril parpadeó.
—Me… ella… mucho, róseo.
—Estupendo. Quiero decir, estaba seguro, pero Iselle se empeñó en que te lo preguntara. Ahora, una cosa muy importante… ¿estarías dispuesto a afeitarte?
—Pues… ¿qué? —Cazaril se palpó la barba. Ya no era tan rala como al principio, sino más bien tupida, pensó, y además, procuraba recortársela con esmero—. ¿Hay algún motivo para que quieras saber eso? No es que me importe mucho, la barba siempre vuelve a crecer, supongo…
—Pero no estás locamente encariñado de ella ni nada, ¿no?
—No, locamente no. Al principio, después de escapar de las galeras, me temblaba un poco el pulso y no quería correr el riesgo de cortarme yo solo, pero tampoco podía pagarme un barbero. Luego terminé por acostumbrarme a ella.
—Bien. —Bergon se dirigió a la puerta y asomó la cabeza al pasillo—. De acuerdo, adelante.
Un barbero y un sirviente que acarreaba un bacín con agua caliente entraron a la orden del róseo. El barbero pidió a Cazaril que se sentara y lo envolvió en una tela. Cazaril se encontró con la cara enjabonada antes de poder rechistar siquiera. El sirviente le puso el bacín debajo de la barbilla mientras el barbero, canturreando entre dientes, comenzaba a trabajar con su navaja. Cazaril guiñó los ojos para ver por encima de su nariz cómo caían pegotes jabonosos de pelo negro y gris al aguamanil de latón. El barbero chasqueó la lengua varias veces de forma inquietante, pero finalmente sonrió satisfecho y apartó a su aprendiz con un gesto grandilocuente.
—¡Listo, mi lord!
Una toalla caliente y una tintura fría que olía a lavanda y escocía completaron sus artísticos esfuerzos. El róseo depositó una moneda en la mano del barbero, lo que consiguió que éste hiciera una honda reverencia y, murmurando halagos, se retirara caminando de espaldas hasta volver a trasponer el umbral.
Se escucharon risitas femeninas en el pasillo. Una voz, no lo bastante queda, susurró:
—¡Ven a verlo, Iselle!
También
tiene barbilla. Te lo dije.
—Sí, tenías razón. Y muy bonita.
Iselle entró en la habitación con la espalda recta, intentando lucir muy regia con el elaborado vestido que había llevado a la investidura, pero fue incapaz de conservar esa solemnidad; miró a Cazaril y se echó a reír. A su lado, Betriz, casi igual de elegante, era toda hoyuelos y brillantes ojos castaños. Su complicado peinado parecía implicar un montón de tirabuzones negros que le enmarcaban el rostro y botaban de forma fascinante cuando se movía. Iselle se llevó la mano a los labios.
—¡Santos dioses, Cazaril! ¡Ahora que has salido de detrás de ese seto de canas, no pareces tan mayor!
—
Nada
mayor —corrigió enérgicamente Betriz.