—Soy el castellano del castelar de Zavar. Hemos divisado a vuestra compañía descendiendo el valle, cuando se apartaron las nubes. Mi señor me envía para advertiros de que se cierne una tormenta sobre el valle. Os invita a cobijaros en su hogar hasta que pase lo peor.
De Tagille recibió esta oferta hospitalaria con alborozo. Bergon se rezagó y susurró a Cazaril:
—¿Crees que deberíamos, Caz?
—No estoy seguro… —Intentó recordar si alguna vez había oído algo acerca de un tal castelar de Zavar.
Bergon miró de reojo a su amigo de Sould, que languidecía sobre el pomo de su silla.
—Me gustaría darle un respiro. Somos muchos, y estamos armados.
—No viajaríamos demasiado deprisa en medio de una ventisca —concedió Cazaril—, aparte de que nos arriesgaríamos a extraviarnos.
El canoso castellano proclamó:
—Hagan lo que les parezca, caballeros, pero dado que mi trabajo consiste en recoger los cuerpos de las cunetas de este distrito al llegar la primavera, consideraría un favor personal que aceptaran. En mi opinión, la tormenta se desatará antes de que pase la mañana.
—Bueno, me alegro de haber cruzado por lo menos ese paso antes de que comience. Sí —decidió Bergon. Levantó la voz—. ¡Gracias, sir, aceptamos la amable oferta de vuestro señor!
El hombre respondió con un saludo e hizo dar media vuelta a su montura. Algo más de un kilómetro después, torció a la izquierda y los condujo por un sendero menos marcado que discurría entre los altos pinos oscuros. La senda tenía profundos altibajos y era sinuosa. Las ancas de los caballos se tensaban y abultaban al remontar la colina. Tras los árboles, Cazaril oyó las lejanas riñas y los graznidos de una bandada de cuervos, y se solazó en el recuerdo.
Salieron a la luz gris frente a un espolón rocoso. En lo alto del promontorio se alzaba una fortaleza pequeña y bastante destartalada construida con la roca desnuda del lugar. Su chimenea expulsaba un alentador penacho de humo.
Pasaron bajo un arco de piedra para llegar a un patio con el suelo de pizarra; un establo se abría directamente a él, así como un espacioso pórtico de madera sobre las puertas que conducían a la entrada principal. Sus márgenes estaban atestadas de herramientas, barriles y curiosos deshechos. En la pared del establo se habían clavado pieles de ciervo para que se curaran. Unos hombres de recio aspecto, siervos, o mozos, o guardias, o una mezcla de los tres en esta tosca casa rural, se apartaron del pórtico para ayudar a la partida con sus caballos y mulas. Pero fue la casi media docena de nuevos fantasmas que deambulaban frenéticamente por el patio lo que hizo que Cazaril abriera los ojos de par en par y se quedara sin aliento.
Podía percibir que eran recientes debido a sus nítidos perfiles grises, que conservaban la forma que tuvieran en vida: tres hombres, una mujer y un niño lloroso. La silueta de mujer señaló al hombre canoso. De su boca surgieron blancas lenguas de fuego, gritos mudos.
Cazaril condujo a su caballo de nuevo junto al de Bergon, se inclinó y musitó:
—Es una trampa. Tened las armas a mano. Que corra la voz.
Bergon se acercó a de Tagille, que a su vez se agachó para susurrar algo a dos de los mozos de la partida. Cazaril sonrió para disimular y guió su montura hasta la de Foix, donde se llevó la mano a la boca como si quisiera compartir una chanza y repitió la advertencia. Foix sonrió secamente a su vez y asintió. Paseó la mirada por el patio, calculando las posibles opciones, al tiempo que se acercaba a su hermano.
No parecía que estuvieran en inferioridad numérica, salvo por el patán larguirucho situado en la caseta de madera junto a la puerta, apoyado en la pared interior, que sostenía una ballesta en la mano con aire de indiferencia. Amartillada. Cazaril regresó junto a Bergon y se interpuso entre el róseo y la puerta.
—Cuidado con el ballestero —murmuró—. Métete debajo de una mula.
Los fantasmas iban de un lado para otro en el patio, delatando a hombres ocultos tras los barriles y los aperos, entre las sombras de las casetas y, al parecer, también justo detrás de la puerta principal. Cazaril cambió de opinión con respecto a su inferioridad numérica. El hombre de pelo cano hizo una seña a uno de sus hombres y la puerta se cerró detrás del grupo. Cazaril se giró en su silla y metió la mano en su alforja. Tocó seda, luego la fría tersura de unas cuentas redondas; no había empeñado las perlas de Dondo en Zagosur porque su precio estaba devaluado tan cerca de su lugar de origen. Levantó la mano de golpe, sacando la reluciente hilera con gesto grandilocuente. Mientras ondeaba la ristra sobre su cabeza, rompió el cordón con el pulgar. Las perlas salieron disparadas por el extremo del hilo y rebotaron en el patio de pizarra. Los sorprendidos matones se rieron y se agacharon para recogerlas.
Cazaril bajó el brazo y exclamó:
—¡Ahora!
El comandante canoso, que al parecer se disponía a dar una orden parecida, se mostró desconcertado. Los hombres de Cazaril fueron los primeros en desenvainar sus aceros y abatirse sobre el adversario distraído. Cazaril casi se cayó de su silla antes de que se hundiera en ella el dardo de una ballesta. Su caballo se encabritó y salió corriendo, y él pugnó por sacar también la espada de su funda.
Foix, bendito fuera, había conseguido empuñar discretamente su propia ballesta antes de que estallara el caos de hombres vociferantes y caballos desbocados. Uno de los fantasmas apareció ante el ojo interior de Cazaril y apuntó hacia una figura que avanzaba entre las sombras de la cubierta del pórtico. Cazaril dio un golpecito a Foix en el brazo y gritó:
—¡Allí arriba!
Foix cargó y se giró en el preciso momento en que aparecía un segundo arquero; Cazaril podría jurar que el frenético fantasma intentaba dirigir la pelea. La flecha traspasó el ojo derecho del arquero, que se desplomó de inmediato. Foix se agazapó y comenzó a recargar; el mecanismo del trinquete zumbó.
Cazaril, al girarse para buscar un adversario, encontró a uno que lo buscaba a él. De la puerta principal, acero en mano, había salido un hombre sorprendentemente conocido: Sir de Joal, el agitador de de Jironal, al que Cazaril había visto en Cardegoss por última vez. Cazaril enarboló su espada a tiempo de desviar la primera y feroz estocada de de Joal. Sintió una punzada en el estómago, un retortijón, un nudo insoportable mientras describían un breve círculo para conseguir ventaja, y entonces de Joal embistió.
El tremendo dolor de estómago mermó la fuerza del brazo de Cazaril, que estaba doblado casi por la mitad; apenas si pudo repeler el siguiente ataque, y contraatacar se convirtió súbitamente en un imposible. Vio por el rabillo del ojo al fantasma de la mujer, que se encogió sobre sí misma. Ella —¿o acaso era eso una perla?— o las dos juntas, consiguieron colarse bajo la bota de de Joal. Éste patinó violenta e inesperadamente hacia delante, agitando los brazos para mantener el equilibrio. La punta de la espada de Cazaril se incrustó en su garganta y se alojó por un instante entre los huesos del cuello.
Una espantosa conmoción recorrió el brazo de Cazaril. No sólo su vientre sino todo su cuerpo pareció sufrir una contracción, se le nubló la vista y quedó cegado. En su interior, Dondo soltó un alarido triunfal. El demonio de la muerte saltó como un remolino de fuego detrás de sus ojos, ávido e implacable. Cazaril se convulsionó, vomitando. Al retroceder sin control, su espada desgarró de lado; las venas borbotaron y de Joal se desplomó a sus pies en medio de un charco de sangre.
Cazaril se encontró apoyado de pies y manos en las frías pizarras; su espada, libre de su mano entumecida, todavía resonaba tenuemente. Todo su cuerpo temblaba de tal manera que le resultaba imposible levantarse. Escupió un salivazo de bilis. En la punta de su espada, tirada sobre la piedra, la sangre de de Joal siseaba y humeaba, ennegreciéndose. Las oleadas de nausea se apoderaron de su abdomen abultado y palpitante.
En su interior, Dondo aulló y se lamentó, preso de la rabia y la frustración, hasta enmudecer paulatinamente. El demonio se agazapó de nuevo igual que un gato al acecho sobre su barriga, vigilante y en tensión. Cazaril abrió y cerró la mano, con la sola intención de cerciorarse de que seguía en posesión de su propio cuerpo.
Bien. El demonio de la muerte no era quisquilloso con las almas que llenaban sus cubos, siempre y cuando hubiera dos. La de Cazaril y la de Dondo, la de Cazaril y la de cualquier otro asesino —o víctima—, no sabía cuál, o si importaba siquiera, dadas las circunstancias. Era evidente que Dondo esperaba aferrarse a su nuevo cuerpo y dejar que el alma de Cazaril fuera arrancada de cuajo, dejándolo a él, por así decirlo, al mando. Los objetivos de Dondo y los del demonio parecían divergir ligeramente. El demonio se conformaría con que Cazaril muriera del modo que fuese. Dondo quería que lo asesinaran, o que asesinara él.
Cazaril, postrado sin fuerza sobre las piedras, con las lágrimas agolpadas en los párpados cerrados, reparó en que había cesado el tumulto. Una mano le tocó el codo, y dio un respingo. La preocupada voz de Foix le susurró al oído:
—¿Mi lord? Mi lord, ¿estáis herido?
—No… no me ha acertado —consiguió responder Cazaril. Parpadeó, sin resuello. Buscó su filo, pero apartó la mano de golpe, irritadas las yemas de los dedos. El acero estaba caliente al tacto. Ferda apareció también a su lado y los dos hermanos lo ayudaron a ponerse de pie. Se irguió estremecido por la reacción.
—¿Seguro que estáis bien? —preguntó Ferda—. Aquella señorita morena de Cardegoss nos juró que la rósea haría que nos cortaran las orejas si no os devolvíamos con vida.
—Sí —confirmó Foix—, y que luego
ella
se haría un tambor con el resto de nuestros pellejos.
—Vuestro pellejo está a salvo, por ahora. —Cazaril se frotó los ojos acuosos y se enderezó un poco para mirar alrededor. Un mozo con aspecto de sargento, espada en ristre, custodiaba a media docena de bandidos tendidos boca abajo sobre las pizarras, rendidos. Otros tres estaban sentados con la espalda apoyada en la pared del establo, gimiendo y sangrando. Otro sirviente arrastraba el cadáver del ballestero.
Cazaril miró con el ceño fruncido a de Joal, despatarrado ante él. No habían cruzado una sola palabra durante su fugaz encuentro. Lamentaba profundamente haberle cortado la mentirosa garganta a ese bravucón. Su presencia en ese lugar implicaba muchas cosas, pero no confirmaba nada. ¿Actuaba como agente de de Jironal o por cuenta propia?
—El líder… ¿dónde está? Quiero hacerle algunas preguntas.
—Por allí, mi lord —le indicó Foix—, pero me temo que no podrá responder a ninguna.
Bergon terminaba de examinar en esos momentos un nuevo cadáver; el del hombre de pelo cano, por desgracia.
—Peleaba ferozmente y no estaba dispuesto a rendirse —dijo Ferda, incómodo, a modo de disculpa—. Había herido a dos de nuestros mozos, así que Foix lo abatió finalmente con una flecha.
—¿Pensáis que de verdad era el castellano de este lugar, mi lord? —añadió Foix.
—No.
Bergon llegó hasta él, espada en mano, y lo miró de arriba abajo, preocupado.
—¿Qué hacemos ahora, Caz?
El fantasma de la mujer, ya algo menos agitada, le indicaba que se acercara a las puertas. Uno de los fantasmas masculinos, igual de apremiante, lo llamaba hacia la puerta principal.
—Se… seguiré, de momento.
—¿Qué? —dijo Bergon.
Cazaril apartó la mirada de lo que sólo su ojo interior veía.
—Encerradlos en un establo —señaló a los cautivos con la cabeza—, y apostad guardias. Los sanos y los heridos juntos por ahora. Nos ocuparemos de ellos después de atender a los nuestros. Envía luego un grupo de hombres capaces a rastrear los edificios, no sea que haya alguno más escondido. O… o cualquiera. Escondido. O… da igual. —Su ojo reparó de nuevo en las puertas, desde donde la mujer humeante seguía haciéndole señas—. Foix, coge el arco y la espada y acompáñame.
—¿No deberíamos ir con más hombres, mi lord?
—No, creo que no…
Tras dejar a Bergon y Ferda al frente de las labores de limpieza, Cazaril se encaminó finalmente hacia las puertas. Foix lo seguía atentamente mientras se adentraba sin vacilar en un sendero que se perdía entre los pinos. Conforme avanzaban, los lamentos de los cuervos se oían más fuertes. Cazaril se preparó. La senda desembocaba al filo de una empinada garganta.
—Infierno del Bastardo —musitó Foix. Bajó el arco y se tocó los cinco puntos teológicos, frente-labio-ombligo-ingle-corazón, en un gesto protector.
Habían encontrado los cuerpos.
Estaban tirados en el muladar, arrojados al filo de la grieta encima de una montaña de desperdicios de la cocina y el establo que debía de haber tardado años en acumularse. Un hombre joven, dos mayores; en esta casa rural era imposible distinguir a ciencia cierta al señor del vasallo fijándose en su atuendo, pues todos vestían prácticas lanas y cueros de trabajo. La mujer, rolliza, poco atractiva, de mediana edad, estaba completamente desnuda, al igual que el pequeño, que no aparentaba tener más de cinco años. Los dos mutilados con un cruel sentido del humor. Probablemente también los habían violado. Muertos hacía cosa de un día, juzgó Cazaril a raíz de la obra de los cuervos. El fantasma de la mujer lloraba en silencio, y el niño fantasma se agarraba a ella y se lamentaba. Así que no eran almas que hubieran rechazado los dioses, simplemente rotas, desconcertadas aún por sus muertes e incapaces de encontrar su camino sin las ceremonias apropiadas.
Cazaril se arrodilló y susurró:
—Dama. Si yo estoy vivo en este lugar, también vos debéis de estarlo. Por favor, dad la paz a estos espíritus.
Los semblantes espectrales cambiaron, su temor reverencial dio paso al asombro; los cuerpos insustanciales se volvieron difusos como el reflejo del sol en una nube alta y esponjosa, y desaparecieron.
Aproximadamente un minuto después, Cazaril dijo con voz pastosa:
—Ayúdame a levantarme, por favor.
El desconcertado Foix lo sujetó con una mano bajo el codo. Cazaril se tambaleó y se dispuso a desandar el camino.
—Mi lord, ¿no deberíamos buscar por si hay más?
—No, ésos eran todos.
Foix lo siguió sin rechistar.
En el patio pavimentado de pizarra, encontraron a Ferda y a un mozo armado que cruzaban de nuevo la entrada principal.
—¿Habéis encontrado a alguien más? —quiso saber Cazaril.