Dieron dos vueltas más al brazo de arena, andando sobre sus propias huellas, antes de que el relato de Cazaril hubiera concluido. El sol, convertido en una pelota roja, rozaba casi el liso horizonte marino, y las olas rompientes destellaban con oscuros colores de fábula, ocupando lentamente la playa empujadas por el cambio de la marea. Cazaril fue tan franco y sincero con Bergon como lo había sido con Ista, sin guardarse nada salvo la confesión de Ista, ni siquiera su fantasmagórica relación personal con Dondo. El rostro de Bergon, teñido de rojo por la luz, se mostraba profundamente pensativo cuando hubo concluido.
—Lord Cazaril, si esto procediera de los labios de otro hombre y no de los vuestros, dudo que lo creyera. Pensaría que ese hombre está loco.
—Si bien la locura pudiera ser uno de los efectos de estos sucesos, róseo, no es la causa. Todo es real. Lo he visto. Casi creo que estoy ahogándome en ello. —Una frase desafortunada, pero la creciente proximidad del mar comenzaba a ponerlo nervioso. Se preguntó si Bergon habría reparado en que Cazaril siempre procuraba interponer al róseo entre las olas y él.
—Me convertiríais en el héroe de uno de esos cuentos de los que siempre hablan las niñeras, rescatando a la bella doncella de su encantamiento con un beso.
Cazaril carraspeó.
—Bueno, supongo que no se quedaría en un simple beso. El matrimonio debe consumarse para ser considerado legítimo. También a efectos teológicos, supongo.
El róseo le dedicó una mirada indescifrable. Dieron algunos pasos más antes de que se decidiera a hablar de nuevo.
—He sido testigo de tu integridad. En… ensanchó mi mundo. He sido criado por mi padre, que es un hombre cauto y prudente, siempre en busca de las motivaciones ocultas y egoístas de los demás. Nadie puede engañarlo. Pero lo he visto engañarse a sí mismo. No sé si me explico.
—Sí.
—Fue una locura por tu parte atacar a aquel sucio galeote roknari.
—Sí.
—Pero, creo que, de darse las mismas circunstancias, lo harías de nuevo.
—Sabiendo lo que sé ahora… me costaría más. Pero esperaría… rezaría, róseo, para que los dioses volvieran a infundirme esa locura si fuera preciso.
—¿Qué es esta asombrosa temeridad que brilla con más fuerza que todo el oro de mi padre? ¿Podrías enseñarme también a mí a ser un loco, Caz?
—Oh —exhaló Cazaril—. Sin lugar a dudas.
Cazaril se reunió con el Zorro a la fría mañana siguiente. Volvió a ser escoltado hasta la elevada cámara iluminada que se miraba en el océano, pero esta vez con vistas a mantener una conferencia más privada, sólo él, el roya y el secretario real. Éste se encontraba sentado a un extremo de la mesa, rodeado de papeles amontonados, plumas nuevas y tinta de sobra. El Zorro ocupaba un asiento en el largo del mueble y jugueteaba con un conjunto de castillos y jinetes, exquisitamente talladas las piezas en jade y coral. El tablero era de malaquita pulida, ónice y mármol blanco. Cazaril hizo una reverencia ante la invitación del roya y se sentó frente a él.
—¿Jugáis? —preguntó el Zorro.
—No, mi lord —se lamentó Cazaril—. Sólo de forma mediocre, en realidad.
—Ah. Lástima. —El Zorro apartó el tablero a un lado—. Bergon está muy entusiasmado con vuestra descripción de este parangón de Chalion. Hacéis bien vuestro trabajo, embajador.
—No aspiro a más.
El roya tocó la carta acreditativa de Iselle, que descansaba sobre la reluciente madera.
—Un documento extraordinario. Sabéis que vincula a la princesa a todo lo que firméis en su nombre.
—Sí, mi lord.
—Veréis, su autoridad para cargaros con tanta responsabilidad es cuestionable. Para empezar, está la cuestión de la edad.
—Bueno, sir, si no reconocéis su derecho a redactar su propio tratado matrimonial, supongo que no me queda sino montar de nuevo en mi caballo y regresar a Chalion.
—¡No,
yo
no he dicho que lo cuestione! —Una leve nota de pánico tiñó la voz del anciano roya.
Cazaril contuvo una sonrisa.
—En verdad, señor, entablar diálogo con vos es un reconocimiento público de su autoridad.
—Hm. En efecto, en efecto. Los jóvenes, siempre tan confiados. Es por eso que los viejos debemos velar por sus intereses. —Cogió la otra lista que le diera Cazaril la noche anterior—. He estudiado las cláusulas que sugerís para el contrato matrimonial. Tenemos que discutir varios puntos.
—Disculpe, sir. No son sugerencias. Son requisitos. Si queréis proponer cualquier añadido, estaré encantado de escucharos.
El roya arqueó las cejas.
—En absoluto. Por mencionar una… esta cuestión de la herencia durante la minoría de edad de su heredero, si los dioses los bendicen. ¡Un accidente con el caballo y la royina de Chalion se convertiría en regente de Ibra! Improcedente. Bergon correrá sus riesgos en el campo de batalla, riesgos de los que su esposa estará exenta.
—Bueno, es de esperar que no. Eso, o estoy curiosamente mal informado acerca de la historia de Ibra, mi lord. Tenía entendido que la madre del róseo ganó dos asedios.
El Zorro se aclaró la voz.
—En cualquier caso —continuó Cazaril—, aceptamos que el riesgo sea recíproco, y lo mismo debe ocurrir con la cláusula. Iselle corre el riesgo del parto, algo a lo que Bergon jamás se expondrá. Una complicación al nacer su heredero y él se convertiría en regente de Chalion. ¿A cuántas esposas habéis sobrevivido, sir?
El Zorro cogió aire, hizo una pausa, y continuó:
—¡Luego tenemos esa cláusula nominativa!
Unos minutos de cordial debate determinaron que Bergon de Ibra y Chalion no resultaba más eufónico que Bergon de Chalion e Ibra, y también esa cláusula fue aprobada.
El Zorro frunció los labios y el ceño a la vez, caviloso.
—Tengo entendido que sois un hombre sin tierras, lord Cazaril. ¿Cómo es que la rósea no os recompensa de acuerdo con vuestro título?
—Me recompensa como considera oportuno. Iselle no es la royina de Chalion… todavía.
—Ja. Yo, en cambio, sí soy el actual roya de Ibra, y tengo el poder de otorgar… muchas cosas.
Cazaril se limitó a sonreír.
Alentado, el Zorro habló de una elegante hacienda con vistas al mar y posó una ficha de coral con forma de castillo entre ambos. Cazaril, fascinado por ver dónde desembocaba aquello, se abstuvo de comentar lo poco que le importaban las vistas al mar. El Zorro habló de excelentes caballos, y de tierras donde podrían pastar, y de lo inapropiada que le parecía la Cláusula Tres. Se añadieron algunos jinetes. Cazaril profirió unos ruiditos neutrales. El Zorro susurró delicadamente acerca del dinero con el que un hombre podía vestirse como correspondía a un rango ibrano mucho más importante que el de castelar, y de cómo la Cláusula Seis bien podría modificarse lucrativamente. Una ficha de jade con forma de castillo se sumó al creciente conjunto. El secretario tomaba nota. A cada murmullo vago de Cazaril, el respeto y el menosprecio aumentaban a la vez en los ojos del Zorro, aunque, cuando la pila hubo crecido considerablemente, observó, con un dejo de dolor:
—Jugáis mejor de lo que me esperaba, castelar.
El Zorro apoyó la espalda por fin en la silla y señaló su montoncito de ofrendas.
—¿Qué os parece, Cazaril? ¿Qué pensáis que puede daros esta niña que yo no pueda superar, eh?
La sonrisa de Cazaril se ensanchó hasta componer una mueca dichosa.
—Bueno, sir. Creo que me dará un terreno perfectamente adecuado en Chalion. De un paso de ancho y dos de largo, mío para siempre. —Con gentileza, para no implicar que se sentía insultado ni que pretendía ofender, extendió la mano y empujó las fichas hacia el Zorro—. Creo que debería explicarme. Tengo un tumor en el estómago, y se espera que acabe conmigo dentro de poco. Estos trofeos son para hombres vivos, diría yo. No para un moribundo.
El Zorro articuló los labios; el asombro y la desolación centellearon en su semblante, así como el más leve destello de una desacostumbrada vergüenza, rápidamente suprimida. Se le escapó una brusca risotada.
—¡Por los cinco dioses! ¡Esta cría es astuta y despiadada como para darme lecciones! Así se explica que os concediera tales poderes. ¡Por los cojones del Bastardo, me ha enviado un embajador insobornable!
Tres ideas desfilaron por la mente de Cazaril: la primera, que el plan de Iselle no era tan artero; la segunda, que si se la acusara de algo así, diría
¡Hm!
y tomaría buena nota para futuras eventualidades; y tercera, que el Zorro no tenía por qué enterarse de la primera.
El Zorro se serenó y miró más atentamente a Cazaril.
—Siento lo de vuestra enfermedad, castelar. No es cosa de risa. La madre de Bergon falleció a causa de un tumor en el pecho, mucho antes de su hora… treinta y seis años nada más tenía. Ni todas las calamidades con las que contrajo matrimonio al casarse conmigo consiguieron arredrarla, pero al final… ah, en fin.
—Yo también tengo treinta y seis años. —Cazaril no pudo dejar de formular esa observación con gesto contrito.
El Zorro parpadeó.
—En ese caso,
no
tenéis buen aspecto.
—No —convino Cazaril. Cogió la lista de cláusulas—. Ahora, sir, respecto a este contrato matrimonial…
Al final, Cazaril no renunció a ningún elemento de la lista y obtuvo el reconocimiento de todos los puntos. El Zorro, vencido y compungido, ofreció algunas adiciones inteligentes a las cláusulas de contingencia y Cazaril estuvo encantado de aceptarlas. El Zorro se lamentó un rato, para guardar las formas, e hizo constantes referencias a la sumisión que le debía la mujer al marido —algo que tampoco recogía con demasiado éxito la historia de Ibra, aunque Cazaril optó por ser diplomático y omitir el comentario— y a la inusitada testarudez de las mujeres que montaban demasiado a caballo.
—Animaos, sir —lo consoló Cazaril—. Hoy vuestro destino no consiste en ganar una royeza para vuestro hijo, sino en ganar un
imperio
para vuestro nieto.
El Zorro se animó. Incluso su secretario se permitió una sonrisa.
Al cabo, el Zorro le ofreció los castillos y los jinetes reunidos, a modo de obsequio personal.
—Por mi parte, creo que debo rehusar —dijo Cazaril, observando compungido las elegantes fichas. Se le ocurrió algo mejor—. Pero si no os importa que las guarde en una bolsa, estaré encantado de llevarlas a Chalion a modo de regalo de bodas para vuestra futura nuera.
El Zorro se rió y sacudió la cabeza.
—Ojalá yo tuviera un cortesano que me ofreciera tanta lealtad a cambio de tan poca recompensa. ¿De verdad no queréis nada para vos, Cazaril?
—Tiempo es lo que quiero.
El Zorro bufó, pesaroso.
—Eso es lo que queremos todos. Pero habrás de pedírselo a los dioses, no al roya de Ibra.
Cazaril dejó pasar la ocasión de hacer un comentario, aunque se le crisparon los labios.
—Al menos me gustaría vivir para ver a Iselle felizmente casada. Éste es un regalo que sí podéis hacerme, sir, acelerando los trámites. —Añadió—: Y es en verdad urgente que Bergon se convierta en róseo consorte de Chalion antes de que Martou de Jironal pueda convertirse en regente de Chalion.
Incluso el Zorro hubo de asentir juiciosamente ante esas palabras.
Esa noche Cazaril visitó el templo, al término del acostumbrado banquete del roya, y después de que se hubiera librado de Bergon que, ya que no podía cargarlo de los honores que Cazaril tan obstinadamente declinaba, parecía decidido a cargarle al menos el estómago de comida. Sus altas paredes redondas se levantaban en silencio y sombrías a esa hora, abandonadas por casi todos los fieles, aunque las antorchas de las paredes, al igual que el fuego central, ardían con firmeza y había un par de acólitos de guardia. Les devolvió sus cordiales buenas noches y cruzó la arcada decorada con baldosas en dirección al patio de la Hija.
Había hermosas esterillas para la oración, tejidas por las doncellas y las damas de Ibra, que las donaban a los templos en gesto de caridad para ahorrar el frío del mármol del suelo a las rodillas y los cuerpos de los feligreses. Cazaril pensó que si esa costumbre fuera importada a Chalion junto a Bergon, bien pudiera aumentar la afluencia de creyentes en invierno. Había esteras de todos los tamaños, colores y diseños repartidas en torno al altar de la Dama. Cazaril escogió una amplia y gruesa, de lana estampada con imágenes de flores primaverales un tanto borrosas, y se tendió en ella. Rezar, no dormir como un borracho, se recordó, eso era lo que lo había traído aquí…
Camino de Ibra, había aprovechado la oportunidad que le brindaba cada rudimentaria casa rural de la Hija, mientras Ferda se ocupaba de los caballos, para rezar: por la recuperación de Orico, por la seguridad de Iselle y Betriz, por el solaz de Ista. Sobre todo, intimidado por la reputación del Zorro, había orado pidiendo el éxito de su misión. Al menos esa plegaria, al parecer, había sido respondida con antelación. ¿Con cuánta antelación? Sus manos extendidas tantearon los hilos de su estera, hilvanados aro tras aro por las manos de alguna mujer paciente. O puede que no fuera paciente. Quizá hubiera estado cansada, o irritada, o distraída, o hambrienta, o enfadada. Quizá hubiera estado moribunda. Pero sus manos habían seguido moviéndose, de todos modos.
¿Cuánto hace que recorro esta senda?
Antes, habría trazado su fidelidad a los asuntos de la Dama hasta cierta moneda de un torpe soldado tirada en el barro invernal de Baocia. Ahora ya no estaba tan seguro, y en absoluto estaba seguro de que le gustara la nueva respuesta.
La pesadilla de las galeras era anterior a la moneda en el barro. ¿Habrían manipulado los dioses todo ese dolor y ese miedo para satisfacer sus propios fines? ¿Acaso él no era nada más que una marioneta sujeta por hilos? ¿O una mula atada con una cuerda, obstinada y testaruda, a la que había que hostigar para que caminara? Ni siquiera sabía si se sentía asombrado o furioso. Pensó en lo que le dijera Umegat, que los dioses no podían adueñarse de la voluntad de los hombres, que tenían que esperar a que éstos se la ofrecieran. ¿Cuándo había firmado él
eso
?
Oh.
Entonces.
Una fría noche de hambre y desesperación en Gotorget, había hecho la ronda por las almenas. En la torre más alta, había despedido al famélico y desvanecido muchacho de guardia por un momento para que bajara y descansara cuanto pudiera, y había ocupado su puesto. Había observado las hogueras del enemigo, refulgiendo burlonas en la aldea devastada, en el valle, en todas las montañas de los alrededores, hablando de calor en abundancia, de guisos, de confianza, y de todas las cosas que les faltaban a sus compañeros tras las murallas. Y pensó en cómo había urdido planes, cómo había intentado ganar tiempo, cómo había exhortado a sus hombres a conservar la fe, excavado agujeros, abierto salidas, rebuscado comida sucia, ensangrentado su espada en las escalas de asalto y, por encima de todo, rezado. Hasta que se le agotaron las plegarias.