La Maldición de Chalion (52 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

BOOK: La Maldición de Chalion
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Palli deambulaba inspeccionándolo todo con ojo de comandante.

—¿Lleváis suficiente ropa de abrigo? ¿Armas por si os asaltan los bandidos? —Portaban espadas y ballestas cargadas, con las cuerdas protegidas contra la humedad y dardos de sobra, todo el equipo estaba en buenas condiciones. Sólo un puñado de copos de nieve flotaban ahora en el aire cargado de humedad para posarse en la lana, el cuero y el cabello, donde se fundían en gotas pequeñas. La temprana nevada se había quedado en una mera espolvoreada en la ciudad. La nieve sería más compacta en las colinas.

Bajo su capa, Betriz sacó un objeto pequeño y mullido. Cazaril parpadeó para enfocar y ver que se trataba de un gorro de piel como los que estilaban los recios montañeros del sur de Chalion, con solapas para tapar las orejas con el forro hacia dentro y tiras para anudarlas bajo la barbilla. Aunque tanto los hombres como las mujeres de las montañas vestían de forma similar, era evidente que este gorro era propio de una fémina, con su piel de conejo blanco adornada con flores bordadas en hilo de oro en la coronilla.

—Cazaril, supuse que podrías necesitarlo en los pasos elevados.

Foix arqueó las cejas y sonrió; Ferda se tapó la boca con una mano para sofocar la risa.

—Qué bonito.

Betriz se ruborizó.

—Es lo único que he podido encontrar con tan poco tiempo —dijo, a la defensiva—. ¡Será mejor que se te congelen las orejas!

—Claro que no —repuso solemnemente Cazaril—. Yo no tengo un gorro tan bueno. Te lo agradezco mucho. —Ignorando a los burlones muchachos, aceptó el regalo y se arrodilló para guardarlo con cuidado en su alforja. No era sólo un gesto para halagar a Betriz, aunque sonrió interiormente cuando ella bufó en dirección a Ferda; cuando los hermanos se toparan con el invierno en las montañas limítrofes, se les borraría enseguida la sonrisa.

Apareció Iselle en las puertas, cubierta por una capa de terciopelo de un púrpura tan oscuro que casi parecía negro, acompañada por un tembloroso secretario de la cancillería que entregó a Cazaril un testigo de correo numerado a cambio de una firma en su libro mayor. El hombre cerró el libro de golpe y corrió para cruzar el puente levadizo y refugiarse de la intemperie.

—¿Has podido obtener la orden de de Jironal? —inquirió Cazaril, guardándose el testigo en un bolsillo interior seguro de su abrigo. El testigo aseguraba a su portador caballos de refresco, comida y una cama limpia, aunque dura y estrecha, en cualquier casa de postas de la cancillería de las principales carreteras de toda Chalion.

—De de Jironal no. De Orico. Orico sigue siendo roya de Chalion, aunque haya tenido que recordárselo al secretario de la cancillería. —Iselle resopló suavemente—. Ve con los dioses, Cazaril.

—Sí, por desgracia —suspiró él, antes de darse cuenta de que eso no había sido una observación, sino una despedida. Agachó la cabeza para besarle las manos heladas. Betriz lo observaba de soslayo. Él vaciló, luego carraspeó y cogió también sus manos. Los dedos de la joven se crisparon sobre los suyos al sentir el roce de sus labios, y se le cortó la respiración, pero sus ojos permanecían fijos por encima de la cabeza de Cazaril. Éste se enderezó para ver a los hermanos de Gura acobardados por la mirada de Betriz.

Un mozo del Zangre les acercó tres caballos de mensajería ensillados. Palli estrechó las manos de sus primos. Ferda cogió las riendas del que resultó ser el caballo de Cazaril, un roano delgado y adecuado para su altura. El musculoso Foix se apresuró a ofrecerle la pierna para que montara y, cuando se hubo acomodado en la silla con un leve gruñido, inquirió ansioso:

—¿Os encontráis bien, sir?

Ni siquiera habían comenzado el viaje todavía; ¿
qué
les habría contado Betriz?

—Sí, todo en orden —aseguró Cazaril—. Gracias.

Ferda le cedió las riendas y Foix le ayudó a sujetar sus valiosas alforjas. Ferda montó de un ágil salto, su hermano subió al caballo más torpemente, y se alejaron del patio del establo. Cazaril se giró en la silla para ver cómo Iselle y Betriz cruzaban el puente levadizo y trasponían la puerta principal del Zangre. Betriz volvió la vista atrás y levantó la mano; Cazaril le devolvió el saludo. Luego los caballos doblaron la primera esquina y los edificios de Cardegoss le ocultaron la puerta. Un cuervo solitario los seguía, planeando de alerón a cornisa.

En la primera calle, se cruzaron con el canciller de Jironal, que subía parsimoniosamente procedente de su palacio, flanqueado por dos criados armados a pie. Debía de haber ido a casa para asearse, comer y cambiarse de ropa, así como para atender su correspondencia más urgente. A juzgar por lo gris de su rostro y sus ojos inyectados en sangre, no había dormido más que Iselle la noche pasada.

De Jironal tiró de las riendas y dedicó a Cazaril un extraño saludo marcial.

—¿De viaje, lord Cazaril —reparó en las ligeras alforjas de mensajería, estampadas con el castillo y el leopardo de Chalion—, con los caballos de mi cancillería?

Cazaril ensayó una media reverencia en la silla.

—A Valenda, mi lord. La rósea Iselle decidió que no quería que fuera un desconocido el que portara la mala noticia a su madre y su abuela, por eso me ha despachado en calidad de correo.

—Ista la Loca, ¿eh? —De Jironal esbozó una sonrisa torcida—. No os envidio la tarea.

—No, desde luego. —Cazaril fingió sentirse desesperado—. Ordenadme que vuelva junto a Iselle y os obedeceré de inmediato.

—No, no. —La sonrisa de de Jironal se ensanchó de satisfacción—. No se me ocurre otra persona más adecuada para acometer esta empresa tan lamentable. Continuad. Oh… ¿Cuándo pensáis regresar?

—Aún no estoy seguro. Iselle quería que me cerciorara de que su madre esté bien antes de mi vuelta. No creo que Ista encaje bien la noticia.

—Cierto. En fin, os estaremos esperando.

Seguro que sí
. De Jironal y él intercambiaron sendos cabeceos de cortesía y ambas partidas avanzaron en sus respectivas direcciones. Cazaril volvió la vista a su espalda para ver a de Jironal mirando atrás, justo antes de torcer la esquina hacia las puertas del Zangre. De Jironal sabría ahora que ninguna emboscada sería efectiva contra la ventaja de Cazaril a lomos de un caballo de mensajería. Su regreso le brindaría otra oportunidad.
Si no fuera porque no voy a volver por este camino
.

¿Ni por ningún otro? Había dado vueltas en la cabeza a todos los posibles desastres que engendraría el fracaso; ¿cuál sería su suerte de tener éxito? ¿Qué hacían los dioses con los santos usados? Nunca había conocido a ninguno, salvo tal vez, ahora, a Umegat… lo cual, bien mirado, no resultaba nada tranquilizador.

Llegaron a las puertas de la ciudad y cruzaron el puente camino de la carretera del río. El cuervo de Fonsa no los siguió más, sino que se quedó posado en las altas almenas de la puerta y profirió unos cuantos graznidos quejumbrosos, cuyos ecos los acompañaron en su descenso de la cañada. La pared del acantilado del Zangre, despojada de verdor en invierno, se encumbraba escarpada sobre las negras y rápidas aguas del río. Cazaril se preguntó si Betriz estaría observándolos desde alguna de las ventanas altas del castillo mientras estaban en la carretera. Él no podría verla allí arriba, en la penumbra.

Sus ominosos pensamientos fueron dispersados por el golpeteo y el chapoteo de las pezuñas. Un correo pasó como una exhalación junto a ellos en dirección contraria, al galope, montando un caballo que resollaba empapado en sudor. Él —no, ella— los saludó con la mano de pasada. Las mujeres eran los mensajeros predilectos de muchos caballerizos de la cancillería, al menos en las rutas más seguras, pues afirmaban que su menor peso y sus manos suaves beneficiaban a los animales. Foix devolvió el saludo y se giró en la silla para contemplar sus ondeantes trenzas negras. Cazaril no pensó ni por un instante que el joven estuviera admirando únicamente su destreza para la equitación.

Ferda acercó su montura a la de Cazaril.

—¿Podemos emprender ya el galope, mi lord? —preguntó, ilusionado—. La luz diurna es escasa, y estas bestias están frescas.

Pero yo no, por los cinco dioses
. Cazaril cogió aliento en sombría anticipación.

—Sí.

Hincó los talones en los flancos del roano y el animal inició un trote largo. El camino se desplegaba ante ellos en medio del paisaje invernal veteado de nieve, trazando sus meandros entre penachos de niebla gris cargados con el tenue perfume dulzón de la vegetación invernal podrida. Perdiéndose en la incertidumbre.

21

Llegaron a Valenda al amanecer del día siguiente. La ciudad se perfilaba negra contra un cielo plomizo, aliviadas sus sombras aquí y allá por el fulgor anaranjado de alguna antorcha o vela, débiles chispas de luz y vida. No habían encontrado casas de postas en la carretera secundaria que conducía a Valenda; las estaciones de correo se reservaban para la ruta del asentamiento provincial baocio de Taryoon, por lo que el último tramo se había hecho largo para los caballos. Cazaril se conformó con permitir que las bestias exhaustas caminaran, con la cabeza gacha y las riendas flojas, el trecho restante que cubría la ciudad y la colina. Deseó poder detenerse allí mismo, pararse, tumbarse a orillas del camino y no moverse en días. En cuestión de minutos, tendría que decirle a una madre que su hijo había muerto. De todas las pruebas a las que esperaba hacer frente en este viaje, ésta era la peor.

Llegaron a las puertas del castillo de la provincara demasiado pronto para su gusto. Los guardias lo reconocieron de inmediato y salieron corriendo y llamando a voces a los sirvientes; el mozo Demi detuvo su caballo, y fue el primero en preguntar,
¿Qué os trae por aquí, mi lord?
El primero, que no el último.

—Traigo un mensaje para la provincara y para lady Ista —respondió Cazaril, lacónico, encorvado sobre el pomo de su silla. Foix apareció junto a su caballo, mirándolo expectante; Cazaril pasó la pierna sobre las ancas del caballo, sacó el pie del otro estribo y cayó de pie. Le fallaron las rodillas, y se habría caído, de no ser por la mano fuerte que lo agarró del codo. Habían hecho un buen tiempo. Se preguntó, aturdido, qué precio tendría que pagar a cambio. Aguardó un momento, temblando, hasta que hubo recuperado el equilibrio—. ¿Se encuentra aquí sir de Ferrej?

—Ha escoltado a la provincara a un banquete en la ciudad —informó Demi—. No sé cuándo piensan regresar.

—Oh. —Cazaril estaba casi demasiado rendido para pensar. La noche anterior se había sentido tan agotado que se había quedado dormido en el catre de la casa de posta minutos después de que sus ayudantes lo posaran en él, y había dormido sin acordarse siquiera de Dondo. ¿Debería esperar a la provincara? Su intención era hablar antes con ella, y dejar que la anciana decidiera cómo informar a su hija.
No. Esto es insoportable. Acabemos de una vez
—. En ese caso, veré antes a lady Ista.

Añadió:

—Hay que cepillar a los caballos y darles agua y forraje. Éstos son Ferda y Foix de Gura, hombres de buena familia en Palliar. Por favor, ocupaos de que reciban… de todo. No hemos comido. —Ni se habían lavado, pero eso saltaba a la vista; las lanas empapadas de agua de los tres estaban salpicadas del barro invernal de las carreteras, tenían las manos cubiertas de mugre, los rostros surcados de tiznes. Los dos parpadeaban exhaustos a la luz de las antorchas del patio. Los dedos de Cazaril, entumecidos por aferrarse a las riendas heladas desde el alba, tironearon de las correas de sus alforjas. Foix lo relevó también de esa tarea y levantó las bolsas del caballo. Cazaril se las arrebató con determinación, las sujetó bajo el brazo y se giró—. Conducidme ahora ante Ista, por favor —dijo débilmente—. La rósea Iselle le envía una carta.

Uno de los sirvientes de la casa lo guió al interior y escaleras arriba dentro del edificio nuevo. El hombre tuvo que esperar a que Cazaril ascendiera despacio tras sus pasos. Sentía las piernas como si fueran de plomo. Se produjo un intercambio de murmullos entre el criado y los asistentes de la royina cuando el primero solicitó el acceso de Cazaril a sus aposentos. La atmósfera del interior estaba perfumada con cuencos de pétalos secos, iluminada por velas y caldeada por el hogar de la esquina. Cazaril se sintió enorme, torpe y sucio en aquella refinada sala de estar.

Ista estaba sentada en un banco acolchado, vestida con ropas de abrigo, con el cabello pardo recogido en una gruesa trenza a la espalda. Al igual que Sara, la negra sombra de la maldición flotaba a su alrededor.
Bueno. Mis sospechas estaban fundadas
.

Ista se volvió hacia él; abrió mucho los ojos, su rostro se endureció. Era evidente que sabía que su mera presencia inesperada significaba que algo iba mal. El centenar de maneras de darle la noticia con delicadeza que había ensayado Cazaril durante las largas horas de viaje parecieron escapársele entre los dedos bajo la presión de aquellos ojos negros desorbitados. Cualquier demora en estos momentos sería indescriptiblemente cruel. Hincó una rodilla ante ella y se aclaró la voz.

—Primero. Iselle se encuentra bien. Confíe en eso. —Cogió aire—. Segundo. Teidez falleció hace dos noches, por culpa de una herida infectada.

Las dos mujeres que atendían a Ista profirieron sendos chillidos y se abrazaron. Ista apenas si se movió, salvo por una leve crispación, como si la hubiera golpeado una flecha invisible. Dejó escapar un largo aliento sin palabras.

—¿Comprendéis mis palabras, royina? —preguntó Cazaril, inseguro.

—Oh, sí —exhaló Ista. Una comisura de su boca se alzó; Cazaril no podría calificar aquel rictus de sonrisa. Esa negra ironía no tenía nada en común con el humor—. Verás, cuando se espera durante tanto tiempo, el golpe casi supone un alivio. Ya no tengo que esperar más. Ya puedo dejar de tener miedo. ¿Lo entiendes?

Cazaril asintió.

Tras un momento de silencio, roto tan sólo por los sollozos de una de sus criadas, la royina añadió en voz baja:

—¿Cómo sufrió esa herida? ¿Cazando? ¿O de otra… manera?

—No… no exactamente cazando. En cierto modo fue… —Cazaril se humedeció los labios, agrietados por el frío—. Dama, ¿veis algo
extraño
en mí?

—Ahora sólo veo con los ojos. Hace años que me quedé ciega, sabéis.
¿Vos veis?

Su énfasis dejaba claro a qué se refería, pensó Cazaril.

—Sí.

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