Cazaril se esforzó para ver si aquel pájaro balbuciente, por un casual, echaba de menos dos plumas en la cola.
—Excelente —celebró Orico—. Ahora, Umegat, quiero que te sitúes justo en el centro de la sala y, cuando yo te dé la señal, suelta el cuervo sagrado. ¡Cuando veamos hacia quién vuela, lo sabremos! Un momento… que todo el mundo formule una plegaria antes en silencio para que nos guíen los dioses.
Iselle se compuso, pero Betriz levantó la mirada.
—Pero sir. ¿Qué es lo que sabremos? ¿Volará el cuervo hacia el embustero, o hacia el hombre que dice la verdad?
Miró fijamente a Umegat.
—Oh —dijo Orico—. Hm.
—¿Y si se queda dando vueltas en círculo? —inquirió de Jironal, delatando un dejo de exasperación en la voz.
Entonces sabremos que los dioses están tan confusos como el resto de nosotros
, se dijo Cazaril.
Umegat, acariciando al ave para tranquilizarla, hizo una leve reverencia.
—Puesto que la verdad es sagrada para los dioses, dejemos que el cuervo vuele hacia quien diga la verdad, sir.
No miró a Cazaril.
—Oh, muy bien. Adelante, pues.
Umegat, con lo que Cazaril empezaba a sospechar que era una cierta inclinación teatral, se situó exactamente entre los dos acusados y sostuvo en alto al pájaro en su brazo, abriendo despacio la mano. Permaneció inmóvil un momento, con expresión de pía quietud. Cazaril se preguntó qué pensarían los dioses de la cacofonía de plegarias enfrentadas que sin duda surgían de la estancia en esos momentos. Entonces Umegat lanzó el cuervo al aire y bajó los brazos. El ave graznó y extendió las alas, y desplegó una cola a la que le faltaban dos plumas.
De Maroc abrió los brazos en cruz, esperanzado, con aspecto de estar preguntándose si se le permitiría atrapar al pájaro en pleno vuelo si pasaba cerca de él. Cazaril, a punto de gritar
Caz, Caz
para asegurarse, se sintió embargado de repente de curiosidad teológica. Él ya conocía la verdad… ¿qué otra cosa podía revelar esta prueba? Se quedó quieto y erecto, con la boca entreabierta, y observó con perturbada fascinación cómo el cuervo ignoraba la ventana abierta y aleteaba directamente hasta posarse en su hombro.
—Bien —dijo en voz baja al ave, cuando ésta le clavó las garras y saltó de una pata a otra—. Bien. —El cuervo ladeó su negro pico, mirándolo con sus inexpresivos ojos de azabache.
Iselle y Betriz comenzaron a saltar y a vitorear, abrazándose y espantando casi al pájaro. De Sanda sonrió, solemne. De Jironal rechinó los dientes; de Maroc parecía levemente horrorizado.
Orico se sacudió las manos gordezuelas.
—Bueno. Esto queda zanjado. Ahora, por los dioses, va siendo hora de cenar.
Iselle, Betriz y de Sanda rodearon a Cazaril como una guardia de honor y lo escoltaron hasta el patio, fuera de la Torre de Ias.
—¿Cómo sabíais cuándo acudir en mi rescate? —preguntó Cazaril. Subrepticiamente, miró arriba; en esos momentos no había ningún cuervo dando vueltas en el aire.
—Un paje me dijo que pensaban arrestaros esta mañana —dijo de Sanda—, y acudí a la rósea de inmediato.
Cazaril se preguntó si de Sanda, al igual que él, tenía un fondo privado para pagar el servicio de noticias instantáneo de diversos observadores repartidos por el Zangre. Y por qué sus propios informadores no se habían dado un poco más de prisa esta vez.
—Gracias por cubrirme —se tragó las palabras,
las espaldas
—, el flanco desprotegido. A estas horas ya me habrían expulsado, de no aparecer todos para abogar por mí.
—No hay de qué. Creo que tú habrías hecho lo mismo por mí.
—Mi hermano necesita a alguien que lo apuntale —comentó Iselle, con amargura—. De lo contrario, se inclina hacia donde sople el viento más fuerte.
Cazaril se debatió entre el elogio de su perspicacia y la recriminación de su franqueza. Miró a de Sanda de soslayo.
—¿Desde cuándo, sabéis, circula por la corte esta historia sobre mí?
Se encogió de hombros.
—Hará cuatro o cinco días, me parece.
—¡
Nosotras
acabábamos de enterarnos! —protestó Betriz, indignada.
De Sanda abrió las manos en compungido ademán.
—Probablemente pareciese un asunto demasiado sórdido para vuestros oídos de doncella, mi lady.
Iselle frunció el ceño. De Sanda aceptó las reiteradas gracias de Cazaril y se fue para ver qué hacía Teidez.
Betriz, que se había quedado callada de repente, dijo, en voz baja:
—Ha sido culpa mía, ¿verdad? Dondo ha arremetido contra ti para vengarse por lo del cerdo. ¡Oh, lord Caz, lo siento mucho!
—No, mi lady —repuso firmemente Cazaril—. Dondo y yo tenemos algunas cuentas pendientes que se remontan a antes… antes de Gotorget. —El rostro de la joven se iluminó, para alivio de Cazaril; aun así, aprovechó la ocasión para añadir, con prudencia—: Para qué engañarnos, la broma con el cerdo no fue de ninguna ayuda, y no deberíais hacer nunca más algo parecido.
Betriz exhaló un suspiro, pero luego sonrió, siquiera un poco.
—Bueno, por lo menos dejó de incordiarme. Así que sí que fue de alguna ayuda.
—No niego que eso sea una ventaja, pero… Dondo sigue siendo un hombre poderoso. Os ruego, a las dos, que os mantengáis alejadas de él.
Iselle volvió la vista hacia él. Con voz queda, dijo:
—Estamos sitiadas aquí dentro, ¿verdad? Teidez, yo, toda nuestra casa.
—Espero —suspiró Cazaril—, que no sea tan grave. Pero andaos con más cuidado de ahora en adelante, ¿eh?
Las escoltó de regreso a sus aposentos en el bloque principal, pero no retomó sus cálculos. En vez de eso, volvió a bajar las escaleras a paso largo y pasó junto a los establos camino del zoológico. Encontró a Umegat en la pajarería, persuadiendo a las aves pequeñas para que se dieran un baño de polvo en una palangana llena de cenizas como antídoto contra los piojos. El pulcro roknari, protegido su tabardo por un delantal, lo miró y sonrió.
Cazaril no le devolvió la sonrisa.
—Umegat —comenzó, sin preámbulo—, tengo que saberlo. ¿Elegiste tú al cuervo, o el cuervo te eligió a ti?
—¿Es que os importa, mi lord?
—¡Sí!
—¿Por qué?
Cazaril abrió la boca, la cerró. Al fin comenzó de nuevo, suplicando casi:
—Fue un truco, ¿sí? Los engañasteis, trayendo el cuervo al que doy de comer en mi ventana. Los dioses no intervinieron en esa habitación, ¿verdad?
Umegat arqueó las cejas.
—El Bastardo es el más sutil de los dioses, mi lord. El simple hecho de que algo sea un truco, no significa que no estéis tocado por los dioses. —Añadió, disculpándose—. Me temo que así es como funciona.
Gorjeó para la colorida ave, que parecía haber terminado de aletear en las cenizas, la atrajo hasta su mano con una semilla extraída del bolsillo de su delantal y volvió a meterla en su jaula.
Cazaril lo siguió, protestando.
—Era el cuervo al que di de comer. Claro que voló a mí. También tú lo alimentas, ¿eh?
—Doy de comer a todos los cuervos sagrados de la Torre de Fonsa. Igual que los pajes y las doncellas, los visitantes del Zangre y los acólitos y divinos de todas las casas del Templo de la ciudad. El milagro de esos cuervos es que no estén demasiado gordos para volar.
Con un giro preciso de muñeca, Umegat cogió otra ave y la sumergió en la bañera de cenizas.
Cazaril se apartó cuando se levantó una nube de cenizas, y frunció el ceño.
—Eres roknari. ¿No profesas la fe quadrena?
—No, mi lord —respondió Umegat, sereno—. Soy un devoto quintariano desde finales de mi juventud.
—¿Te convertiste al llegar a Chalion?
—No, todavía vivía en el Archipiélago.
—¿Cómo… es posible que no os ahorcaran por hereje?
—Me subí al barco que iba a Brajar antes de que me capturaran. —La sonrisa de Umegat se alisó.
Conservaba los pulgares, eso era cierto. Cazaril, ceñudo, estudió los delicados rasgos del hombre.
—¿Qué era tu padre, en el Archipiélago?
—Estrecho de miras. Muy pío, eso sí, a su cuadriculada manera.
—No me refería a eso.
—Lo sé, mi lord. Pero lleva muerto veinte años. Ya no importa. Me conformo con lo que soy ahora.
Cazaril se rascó la barba, mientras Umegat buscaba otra ave colorida.
—Entonces, ¿cuánto hace que eres el mozo en jefe de esta colección de fieras?
—Desde el principio. Hará unos seis años. Vine con el leopardo, y los primeros pájaros. Éramos un obsequio.
—¿De quién?
—Ah, del archidivino de Cardegoss, y de la Orden del Bastardo. Con ocasión del cumpleaños del roya, ya sabéis. Desde entonces, se han añadido muchos y excelentes animales.
Cazaril sopesó aquellas palabras, un momento.
—Es una colección insólita.
—Sí, mi lord.
—¿Cómo de insólita?
—Muy insólita.
—¿No me puedes decir más?
—Os ruego que no me preguntéis más, mi lord.
—¿Por qué no?
—Porque no deseo mentiros.
—¿Por qué no? —
Todos los demás lo hacen
.
Umegat inspiró y sonrió maliciosamente, mirando a Cazaril.
—Porque, mi lord, el cuervo me eligió a mí.
La sonrisa que le devolvió Cazaril resultaba un tanto forzada. Dedicó a Umegat una pequeña reverencia y se retiró.
Cazaril salía de su dormitorio, camino del desayuno, tres mañanas después, cuando lo acosó un paje sin resuello, agarrándolo por la manga.
—¡Mi lord de Cazaril! ¡El alcaide del castillo solicita vuestra presencia de inmediato, en el patio!
—¿Por qué? ¿Qué sucede? —Obedeciendo la urgencia, Cazaril siguió los pasos del muchacho.
—Sir de Sanda. ¡Fue asaltado anoche por unos bandidos, que le robaron y apuñalaron!
Cazaril aceleró el paso.
—¿Está malherido? ¿Dónde se encuentra?
—Malherido no, mi lord. ¡Muerto!
Oh, dioses, no
. Cazaril dejó atrás al paje y bajó la escalera a toda prisa. Llegó corriendo al patio delantero del Zangre, a tiempo de ver a un hombre con el tabardo del alguacil de Cardegoss, y otro hombre con aspecto de granjero, que descargaban una figura tiesa de lomos de una mula para tenderla sobre el adoquinado. El castellano del Zangre, ceñudo, se puso en cuclillas junto al cuerpo. Un par de guardias del roya asistían a la escena a algunos pasos de distancia, recelosos, como si las heridas de cuchillo pudieran ser contagiosas.
—¿Qué ha ocurrido? —exigió saber Cazaril.
El campesino, al reparar en su atuendo de cortesano, se quitó el sombrero de lana a modo de saludo.
—Lo he encontrado esta mañana junto al río, sir, cuando bajaba para abrevar el ganado. Los recodos del río… a menudo encuentro cosas enganchadas en los bancos de arena. La semana pasada fue la rueda de un carro. Siempre miro. No aparecen cuerpos muy a menudo, gracias a la Madre de la Misericordia. No desde que se ahogó aquella pobre dama, hace ya dos años… —El hombre del alguacil y él intercambiaron sendos cabeceos de reminiscencia—. Éste no parece que se haya ahogado.
De Sanda tenía aún los pantalones empapados, pero el pelo había dejado de chorrear. Sus descubridores le habían quitado la túnica; Cazaril vio el brocado doblado sobre las ancas de la mula. El agua del río le había limpiado las heridas, que se veían ahora como rajas oscuras en su pálida piel, en la espalda, cuello y estómago. Cazaril contó más de una docena de puñaladas, profundas y ensañadas.
El alcaide del castillo, sentado sobre los talones, señaló un trozo de cuerda deshilachada que rodeaba el cinturón de de Sanda.
—Le cortaron la bolsa. Tenían prisa.
—Pero no fue un simple robo —dijo Cazaril—. Uno o dos de esos golpes habría bastado para derribarlo, para que no ofreciera resistencia. No hacía falta que… querían asegurarse de que estuviera muerto. —
¿Querían o quería?
No había manera de saberlo, pero de Sanda no se habría dejado reducir fácilmente. Apostó por
querían
—. Supongo que le quitaron la espada.
¿Habría tenido tiempo de desenvainarla? ¿O había recibido la primera puñalada por sorpresa, de manos de alguien en quien confiaba?
—O se la han quitado o se ha perdido en el río —dijo el granjero—. No habría salido a flote tan deprisa si su peso tirara de él hacia abajo.
—¿Llevaba encima anillos o joyas? —inquirió el hombre del alguacil.
El castellano asintió.
—Varias, y una anilla de oro en la oreja. Ya no queda nada.
—Quiero su descripción, mi lord —dijo el hombre del alguacil, a lo que el alcaide asintió.
—Sabéis dónde ha aparecido —dijo Cazaril, dirigiéndose al hombre del alguacil—. ¿Sabéis también dónde se produjo el ataque?
El hombre negó con la cabeza.
—Es difícil saberlo. En alguna parte de los lechos, tal vez. —El punto más bajo de Cardegoss, social y topográficamente, enclavado a ambos lados de la pared que separaba los dos ríos—. Sólo hay media docena de lugares en los que alguien podría arrojar un cuerpo por la muralla de la ciudad y asegurarse de que se lo llevaría la corriente. Algunos son más solitarios que otros. ¿Cuándo lo vio alguien por última vez?
—Yo cené con él —respondió Cazaril—. No me dijo que tuviera pensado bajar a la ciudad. —También en el Zangre había un par de sitios desde los que se podía lanzar un cuerpo a los ríos…—. ¿Tiene rotos los huesos?
—No que se aprecie, sir —dijo el hombre del alguacil. El pálido cadáver no presentaba grandes magulladuras.
El interrogatorio de los guardias del castillo desveló que de Sanda había salido del Zangre, solo y a pie, en torno a la mitad de la ronda de la noche anterior. Cazaril renunció a su propósito inicial de registrar hasta la última baldosa de la vasta extensión de pasillos y nichos del Zangre en busca de nuevas manchas de sangre. Más tarde, ya por la tarde, los hombres del alguacil encontraron a tres personas que dijeron haber visto al secretario del róseo bebiendo en una taberna en los lechos, de la que partió solo; una de ellas juró que había salido haciendo eses. A Cazaril le hubiese gustado tener a ese testigo para él solo unos instantes en cualquiera de las celdas de gruesas paredes de piedra del Zangre que poblaban los viejos túneles excavados bajo los ríos. Allí podría haberle sonsacado una verdad más convincente. Cazaril no había visto beber a de Sanda hasta embriagarse, nunca.
Recayó sobre Cazaril la labor de hacer inventario de la magra pila de posesiones de de Sanda, y embalarlas para subirlas a una carreta que habría de llevárselas al hermano mayor superviviente del hombre, en alguna parte de las provincias de Chalion. Mientras los hombres del alguacil rastreaban los lechos, en vano, estaba seguro Cazaril, en busca de los supuestos bandidos, él se dedicó a investigar hasta el último trozo de papel que encontró en la habitación de de Sanda. Mas si había recibido alguna falaz asignación con la intención de atraerlo a los lechos, o bien había sido verbal o se la había llevado consigo.