Pensaba que el único lugar donde el coraje no servía de nada era a bordo de una galera roknari. Me equivocaba
. Abatido, susurró:
—No lo sé, rósea.
Iselle, atrapada y desesperada, se refugió en el ayuno y la oración; Nan y Betriz ayudaron a erigir un altar portátil a los dioses en sus aposentos y lo decoraron con todos los símbolos de la Dama de la Primavera que pudieron encontrar. Cazaril, seguido de sus dos guardias, bajó a Cardegoss y encontró a un vendedor de flores que ofrecía violetas cultivadas, fuera de temporada, que compró para colocar en un jarrón de cristal con agua encima del ara. Se sentía estúpido e inútil, pero la rósea derramó una lágrima en su mano cuando le dio las gracias. Iselle, negándose a probar bocado y a beber, yacía de espaldas en el suelo en actitud de profunda suplicación, tan parecida a la royina Ista aquella primera vez que la viera Cazaril en la sala de los ancestros de la provincara que se sintió turbado y huyó de la estancia. Dedicó horas a pasear por el Zangre, procurando pensar, e imaginando únicamente horrores.
Más tarde aquel mismo día, la dama Betriz lo llamó a la antecámara que hacía las veces de despacho y que estaba convirtiéndose a marchas forzadas en un lugar de frenética pesadilla.
—¡Tengo la respuesta! —le dijo—. Cazaril, enséñame a matar a un hombre con un cuchillo.
—¿Cómo?
—Los guardias de Dondo no son tan tontos para permitir que tú te acerques a él. Pero yo estaré junto a Iselle el día de su boda, para hacer de testigo, y pronunciar las respuestas. Nadie se lo esperará de
mí
. Esconderé el cuchillo en mi corpiño. Cuando Dondo se aproxime, y se agache para besarle la mano a Iselle, podré apuñalarlo, dos, tres veces antes de que nadie pueda detenerme. Pero no sé dónde y cómo cortar, para estar segura. El cuello, sí, pero ¿qué parte? —Muy seria, extrajo un pesado puñal de los pliegues de sus faldas y se lo ofreció—. Enséñame. Podemos practicar, hasta que sea muy rápida y precisa.
—¡Dioses, no, lady Betriz! ¡Renuncia a esta locura! Te detendrían… ¡te
ahorcarían
, más tarde!
—Con tal de matar antes a Dondo, subiré satisfecha al cadalso. Juré proteger la vida de Iselle con la propia. Pienso cumplir mi promesa.
Sus ojos castaños refulgían en el pálido rostro.
—No —rebatió Cazaril, con firmeza, quitándole el cuchillo sin intención de devolvérselo. Además, ¿de dónde lo había sacado?—. Ésta no es tarea para una mujer.
—Yo diría que es tarea para quien tenga ocasión de llevarla a cabo. Yo la tengo. ¡Enséñame!
—Mira, no. Tú… espera. Voy, voy a intentar una cosa, a ver qué puedo hacer.
—¿
Puedes
matar tú a Dondo? Iselle está ahí dentro, rezando a la Dama para que la mate a ella o a Dondo antes del enlace, le da igual quién. Bueno, a
mí
no. Creo que es Dondo el que debería morir.
—Estoy completamente de acuerdo. Mira, lady Betriz. Tú espera, sólo espera. Veré qué puedo hacer.
Si los dioses no responden a vuestras plegarias, lady Iselle, por los dioses que yo lo intentaré.
Pasó horas el día siguiente, en vísperas de la boda, intentando perseguir a lord Dondo por todo el Zangre igual que a un jabalí en un bosque de piedra. En ningún momento se puso a su alcance. Hacia media tarde, Dondo regresó al gran palacio que tenían los Jironal en la ciudad, y Cazaril no pudo traspasar sus puertas ni sus muros. La segunda vez que lo intentó, los zagalones de Dondo lo expulsaron, uno lo sujetó mientras el otro le propinaba repetidos golpes en el pecho, el estómago y la ingle, convirtiendo el regreso al Zangre en un lento zigzag. Los guardias del roya, a los que había sorteado perdiéndolos en los callejones de Cardegoss, llegaron a tiempo de presenciar la paliza y el serpenteo de regreso al castillo. No intervinieron en ningún caso.
En un brote de inspiración, se acordó del pasadizo secreto que discurría entre el Zangre y el gran palacio de los Jironal cuando éste pertenecía a lord de Lutez. Ias y de Lutez lo utilizaban durante el día, para conferenciar, o de noche, para sus amoríos, según quién contara la historia. El túnel, descubrió, era ahora tan secreto como la calle principal de Cardegoss y estaba vigilado por guardias apostados en ambos extremos, que a su vez estaban taponados por puertas con cerradura. Su intento de soborno le ganó diversos empellones y vituperios, amén de la amenaza de otra paliza.
Menudo asesino estoy hecho
, pensó amargamente, mientras se retiraba a su dormitorio y caía la noche, y se desplomó en la cama con un quejido. Con la cabeza martilleando y el cuerpo dolorido, permaneció inmóvil un rato, antes de infundirse los ánimos suficientes para encender una vela. Tenía que subir las escaleras y ver cómo estaban las damas, pero no se sentía con fuerzas de resistir los llantos. Ni de informar de su fracaso a Betriz, ni de escuchar lo que fuera a pedirle a continuación. Si no era capaz de matar a Dondo, ¿con qué derecho podría intentar disuadirla de sus intenciones?
Daría mi vida gustoso, con tal de impedir la abominación que tendrá lugar mañana…
¿De veras es eso lo que sientes?
Se sentó, rígido, preguntándose si esa última voz era la suya. Había movido un poco la lengua entre los dientes, como acostumbraba cuando murmuraba para sí.
Sí
.
Se acercó al pie de la cama, se arrodilló, y abrió la tapa de su baúl. Rebuscó entre la ropa doblada, aromatizada con clavo para alejar la polilla, hasta dar con la capa chaleco de terciopelo negro que envolvía una túnica de lana marrón. Que envolvía un cuaderno de notas en clave que no había terminado de descifrar cuando el artero juez había huido de Valenda, cuando ya era demasiado tarde para devolverlo al Templo sin tener que dar embarazosas explicaciones.
No me sobra el tiempo
. Quedaba un tercio del cuaderno sin traducir.
Olvídate de todos los experimentos fallidos. Ve a la última página, ¿eh?
El pobre cifrado dejaba entrever la desesperación del tratante de lana, con una especie de extraña y llamativa simplicidad. Absteniéndose de sus anteriores elaboraciones bizarras, había apelado finalmente no a la magia, sino a la simple oración. Únicamente la rata y el cuervo para transmitir su súplica, únicamente velas para iluminar el camino, únicamente hierbas para infundirle ánimo con su fragancia y purificar su voluntad; una rogativa depositada sinceramente en el altar del dios.
Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame
.
Ésas eran las últimas palabras anotadas en el cuaderno.
Puedo hacerlo
, pensó Cazaril, maravillado.
Y si él fracasaba… aún quedaban Betriz y su cuchillo.
No fracasaré. He fracasado prácticamente en todo en mi vida. No puedo fracasar en la muerte
.
Deslizó el libro bajo su almohada, cerró la puerta con llave tras él, y partió en busca de un paje.
El somnoliento muchacho que seleccionó aguardaba en el pasillo las órdenes de los señores y damas que cenaban en el salón de banquetes de Orico, donde la ausencia de Iselle era sin duda motivo de habladurías, ni siquiera susurradas, puesto que ninguno de los aludidos se encontraba presente. Dondo jaraneaba en privado en su palacio, con sus incondicionales; Orico seguía refugiándose en el bosque.
Sacó un real de oro de su bolsa y lo sostuvo en alto, su sonrisa enmarcada por la O del índice y el pulgar.
—Oye, muchacho. ¿Te gustaría ganarte un real?
Los pajes del Zangre habían aprendido a recelar; un real bastaba para comprar algunos servicios verdaderamente íntimos a quienes se dedicaban a venderlos. Y bastaba para inspirar cautela en quienes no se dedicaban a tales juegos.
—¿Qué hay que hacer, mi lord?
—Búscame una rata.
—¿Una rata, mi lord? ¿Para qué?
Ah. Para qué.
¡Para qué va a ser, para poder perpetrar el crimen de la magia de la muerte contra el segundo lord más poderoso de Chalion, para qué si no!
No.
Cazaril apoyó los hombros en la pared, y esbozó una sonrisa de confidencialidad.
—Durante mi estancia en la fortaleza de Gotorget, hace tres años, cuando el asedio (¿sabías que yo era su comandante? Hasta que nuestro valiente general vendió la fortaleza sin consultarnos, claro está), aprendimos a comer ratas. A veces echo de menos el sabor de un buen muslo de rata tostado a la llama de una vela. Encuéntrame una bien gorda y jugosa, y tendrás la pareja de esta moneda. —Cazaril la depositó en la mano del paje y se relamió, preguntándose qué imagen de loco debía de estar ofreciendo. El paje se apartó de él—. ¿Sabes cuál es mi habitación?
—Sí, mi lord.
—Pues llévamela allí. En una bolsa. Y date prisa. Tengo hambre.
Cazaril se alejó, riéndose. Riéndose de verdad, sin fingir. Una extraña y salvaje alegría le embargaba el corazón.
El regocijo duró hasta que hubo regresado a su dormitorio y se sentó para planificar el resto de su complot, su siniestra plegaria, su suicidio. Era de noche; el cuervo no volaría hasta su ventana a estas horas, ni siquiera a cambio del mendrugo que había afanado en el salón de banquetes antes de regresar al bloque principal. Giró el trozo de pan en las manos. Los cuervos se posaban en la Torre de Fonsa. Si ellos no volaban a él, él se arrastraría hasta ellos, por el tejado de pizarra. ¿A oscuras? ¿Y regresar luego a su cámara, con un bulto vociferante bajo el brazo?
No. El bulto sería la rata dentro de una bolsa. Si practicaba la misa allí, a la sombra del tejado roto sobre cualquier plataforma calcinada y tambaleante que permaneciera aún en pie, sólo tendría que cubrir el trayecto en una dirección. Y… la magia de la muerte ya había surtido efecto allí en una ocasión, ¿eh? Con resultados espectaculares, para el abuelo de Iselle. ¿Prestaría su ayuda el espíritu de Fonsa al impío paladín de su nieta? Su torre era un lugar cargado de peligro, consagrado al Bastardo y sus mascotas, sobre todo de noche, a medianoche bajo la fría lluvia. Nadie encontraría jamás el cuerpo de Cazaril, ni le darían sepultura. Los cuervos se cebarían con sus despojos, justo pago por el atentado que planeaba perpetrar contra su desventurado camarada. Los animales eran inocentes, incluso los torvos cuervos; sin duda esa inocencia los hacía un poco sagrados a todos.
El desconfiado paje llegó mucho antes de lo que había calculado Cazaril, portando una bolsa que se retorcía. Cazaril examinó su contenido —la siseante y enfadada rata debía de pesar tres cuartos de kilo— y pagó. El paje se guardó la moneda y se alejó, mirando por encima del hombro. Cazaril cerró con fuerza la boca de la bolsa y la encerró en su baúl para evitar la fuga de la sentenciada prisionera.
Se quitó las ropas de la corte y se puso la túnica y la capa chaleco de lana que llevaba encima el lanero cuando murió, a modo de amuleto. ¿Botas, zapatos, descalzo? ¿Qué sería lo más seguro, pensando en las resbaladizas piedras y pizarras? Optó por ir descalzo. Pero se calzó los zapatos para realizar una última expedición práctica.
—¿Betriz? —susurró audiblemente a la puerta de su antecámara—. ¿Lady Betriz? Sé que es tarde… ¿puedes asomarte?
Seguía estando completamente vestida, aún pálida y exhausta. Le permitió cogerle las manos, y apoyó la frente brevemente en su pecho. La cálida fragancia de su cabello lo transportó por un vertiginoso instante a su segundo día en Valenda, de pie junto a ella entre la multitud que abarrotaba el Templo. Lo único que no había cambiado desde aquel dichoso momento era su lealtad.
—¿Cómo se encuentra la rósea? —quiso saber Cazaril.
Betriz alzó la mirada, a la tenue luz de la vela.
—Reza sin cesar a la Hija. No come ni bebe desde ayer. No sé dónde están los dioses, ni por qué nos han abandonado.
—Hoy no he podido matar a Dondo. No he podido acercarme.
—Me lo imaginaba. De lo contrario, ya habríamos oído algo.
—Me queda una última cosa por intentar. Si no resulta… Regresaré por la mañana, y veremos qué podemos hacer con tu cuchillo. Pero sólo quería que supieras… si no vuelvo por la mañana, no os preocupéis. Ni me busquéis.
—¿No irás a abandonarnos? —Sus manos temblaron asiendo las de Cazaril.
—No, nunca.
Betriz parpadeó.
—No lo comprendo.
—No pasa nada. Cuida de Iselle. No confíes en el canciller de Jironal, nunca.
—Eso no hace falta que me lo digas.
—Otra cosa. Mi amigo Palli, el marzo de Palliar, conoce la verdadera historia de mi traición después de lo de Gotorget. Cómo nació mi enemistad con Dondo… da igual, pero Iselle debería saberlo, su hermano mayor me borró deliberadamente de la lista de hombres a rescatar, enviándome así a las galeras y a la muerte. No tengo ninguna duda. Vi la lista, redactada con su letra, que conocía de sobra al haberla visto en repetidas órdenes militares.
Betriz siseó entre dientes.
—¿No se puede hacer nada?
—Lo dudo. Si pudiera demostrarlo, casi la mitad de los señores de Chalion se negarían a seguir cabalgando bajo su estandarte. Quizá eso fuera suficiente para derrotarlo. O no. Es un dardo que puede guardar Iselle en su aljaba; a lo mejor algún día se le presenta la ocasión de dispararlo.
Contempló el rostro de la muchacha, vuelto hacia el suyo, marfil y coral y profundos, profundos ojos de ébano, inmensos a la tenue luz. Con torpeza, se inclinó y la besó.
Betriz contuvo el aliento; luego se rió, sobresaltada, y se llevó la mano a la boca.
—Perdona. La barba rasca.
—Lo… lo siento. Palli será un marido honorable, si te sientes atraída por él. Es muy íntegro. Tanto como tú. Dile que te lo he dicho.
—Cazaril, ¿qué piensas…?
Nan de Vrit llamó desde los aposentos de la rósea:
—¿Betriz? ¿Puedes venir, por favor?
Ahora debía marcharse con todo, incluso con el arrepentimiento. Le besó las manos, y huyó.
El gateo nocturno por el tejado del Zangre, desde el bloque principal hasta la Torre de Fonsa, fue todo lo vertiginoso que había anticipado Cazaril. Seguía lloviendo. La luna resplandecía sincopadamente entre las nubes, pero su lúgubre fulgor no era de gran ayuda. El firme era o bien arenoso o bien pavorosamente resbaladizo bajo las plantas de los pies, entumecidas por el frío. La peor parte fue el último abismo de más de metro y medio de ancho que hubo de salvar de un salto para aterrizar en la cima de la torre redonda. Por suerte, hubo de saltar hacia abajo y no hacia arriba, por lo que no resultó en un puro suicidio, destrozado, despachurrado contra el empedrado.