Cazaril la miró discretamente, pero no a causa de su estrafalario atuendo. Era su otro revestimiento, la capa de sombras, gemela visible e invisible de la de Orico, lo que atraía su vista una y otra vez. Teidez exhibía otro halo similarmente oscuro, que se enturbiaba a cada paso que daba sobre el empedrado de las calles. Fuera lo que fuese aquel negro espejismo, parecía ser cosa de familia. Cazaril se preguntó qué vería si pudiera mirar ahora mismo a la viuda royina Ista.
El propio archidivino de Cardegoss, con sus túnicas de cinco colores, dirigió la ceremonia, tan concurrida que hubo de tener lugar en el patio principal del templo. La procesión desde el palacio de los Jironal depositó el féretro que alojaba el cuerpo de Dondo a escasos pasos del altar de los dioses, una plataforma de piedra redonda con una tienda de cobre agujereada y sostenida por cinco pilares delgados para proteger el fuego sagrado de los elementos. Una luz gris que no proyectaba sombra inundó la corte cuando el frío y lluvioso día comenzó a dar paso a la neblinosa tarde. El aire estaba teñido de un violeta difuso gracias a la chocante mezcolanza de inciensos que ardían acompañando a las oraciones y los ritos de purificación.
El cuerpo tieso de Dondo, acomodado en el féretro y reposado sobre un colchón de flores y hierbas de buena fortuna y simbólica protección —demasiado tarde, pensó Cazaril—, había sido vestido con las túnicas blanquiazules de su santo generalato de la orden militar de la Hija. La espada de su rango yacía desenvainada sobre su pecho, cerradas ambas manos en torno a su empuñadura. El cuerpo no parecía particularmente hinchado ni deformado; de Rinal hizo circular el morboso rumor de que lo habían ceñido con bandas de lino antes de vestirlo. El rostro del cadáver apenas si parecía algo más abotargado que cualquiera de las mañanas de resaca que había padecido Dondo en vida. Pero habría de arder con todos los anillos encima. Sería imposible desprenderlos de aquellos dedos amorcillados sin recurrir al cuchillo de un carnicero.
Cazaril había conseguido desfilar desde el Zangre sin trastabillar, pero volvía a ser presa de los retortijones, y sentía el estómago desagradablemente constreñido por el cinturón. Ocupó lo que esperaba que fuera un lugar discreto detrás de Betriz y Nan, en medio de la multitud salida del castillo. Iselle fue emplazada entre el canciller y el roya Orico, en el lugar correspondiente a la plañidera mayor que le otorgaba su breve compromiso de boda. Seguía resplandeciendo igual que una aurora a los doloridos ojos de Cazaril. Tenía el rostro pálido e hierático. Parecía que la visión del cuerpo de Dondo la hubiera privado del impulso de dar muestras de un regocijo impropio.
Salieron al frente dos cortesanos para pronunciar sendos elogios aparentemente sinceros sobre Dondo, que Cazaril no consiguió relacionar con la errática vida real que había llevado el hombre allí truncado. El canciller de Jironal estaba demasiado emocionado para explayarse, aunque su acerada fachada no dejaba traslucir si era la pena o la rabia lo que le atenazaban la garganta, o ambas cosas. Sí que anunció que ofrecía una bolsa de mil reales como recompensa por cualquier información que pudiera conducir a la identificación del asesino de su hermano, siendo ésa la única mención abierta del día al abrupto cariz de la muerte de Dondo.
Era evidente que se había depositado ya un generoso monedero en el altar del templo. La que parecía ser la totalidad de dedicados, acólitos y divinos de Cardegoss estaba reunida en racimos de hábitos para entonar las oraciones y respuestas al unísono y en armonía, como si el volumen pudiera conceder algo de santidad añadida. Una de los cantantes, sita en el pelotón vestido de verde de voces altas, atrajo la vista interior de Cazaril. Se trataba de una mujer de mediana edad, rechoncha, y refulgía igual que una vela tras una pantalla de cristal verde. Miró directamente a Cazaril en una ocasión, para apresurarse a continuación a clavar la mirada en el atribulado divino que dirigía sus oraciones.
Cazaril dio un discreto codazo a Nan, y susurró:
—¿Quién es esa acólita al final de la segunda fila del coro de la Madre, lo sabéis?
Nan miró de reojo.
—Una de las parteras de la Madre. Según dicen, es muy buena.
—Oh.
Cuando salieron los animales sagrados, la congregación prestó más atención. No estaba nada claro qué dios iba a acoger el alma de Dondo de Jironal. Su predecesor en el generalato de la Hija, pese a ser padre y abuelo, había sido llamado de inmediato por la Dama de la Primavera, a cuyo fiel servicio había fallecido. Dondo había servido en la orden militar del Hijo en calidad de oficial en su juventud. Y se sabía que había engendrado una caterva de bastardos, amén de dos hijas repudiadas fruto de su difunta primera esposa, que había entregado al cuidado de unos parientes del campo. Y, aunque no se hablara de ello, puesto que su alma había sido arrebatada por el demonio de la muerte del Bastardo, sin duda había pasado por las manos de este último dios. ¿Se habrían cerrado esas manos en torno a su espíritu?
La acólita que portaba el arrendajo de la Hija dio un paso al frente ante un gesto del archidivino Mendenal, y levantó la mano. El pájaro aleteó, pero se aferró tenazmente a su manga. Miró de soslayo al archidivino, que frunció el ceño y le indicó con un ademán que se acercara al féretro. La joven pareció arrugar la nariz en muda protesta, pero avanzó, obediente, sujetando al arrendajo con ambas manos, y lo posó firmemente sobre el pecho del cadáver.
Apartó las manos. El arrendajo levantó la cola, soltó un pegote de guano, y alzó el vuelo como una exhalación, arrastrando sus cintas de seda con brocados en medio de estridentes pitidos. Al menos tres hombres que oyera Cazaril resoplaron y sisearon pero, a la vista del severo semblante del canciller, contuvieron la risa. Los ojos de Iselle llameaban igual que fuegos cerúleos, y miró al suelo recatadamente; su aura parecía sulfurada. La acólita retrocedió, mirando al cielo, siguiendo con ansiedad el vuelo del ave. El arrendajo fue a posarse en los adornos que coronaban uno de los pilares de pórfido del anillo que rodeaba la corte, y pitó de nuevo. La acólita fulminó con la mirada al archidivino; éste la despidió con un ademán apremiante, y la joven hizo una reverencia y se retiró para intentar llamar de nuevo al pájaro a su mano.
El ave verde de la Madre también se negó a abandonar el brazo de su portadora. El archidivino optó por no repetir el desastroso experimento anterior, y se limitó a asentir con la cabeza para que la acólita recuperara su lugar en el círculo de criaturas.
El acólito del Hijo arrastró al zorro tirando de la cadena hasta el borde del féretro. El animal gañía y lanzaba mordiscos al aire, arañando ruidosamente las baldosas en su intento por resistirse. El archidivino le indicó que se retirara.
El robusto lobo gris, sentado sobre sus ancas con la gran lengua roja asomando entre las fauces libres del bozal, gruñó roncamente cuando su cuidador tiró tentativamente de la cadena de plata. La vibración resonó por todo el patio de piedra. El lobo se agazapó y estiró las patas. Con cautela, el acólito bajó las manos y se quedó en el sitio; la mirada que lanzó al archidivino expresaba en silencio,
No pienso tocarlo
. Mendenal no se opuso.
Todas las miradas se volvieron expectantes hacia la acólita del Bastardo, vestida de blanco, que portaba sus ratas también blancas. Los labios del canciller de Jironal estaban tensos y pálidos de furia impotente, pero no había nada que pudiera hacer o decir. La dama blanca cogió aire, se acercó al féretro y depositó sus criaturas sagradas sobre el pecho de Dondo para señalar que el dios aceptaba aquella alma inaceptable, desdeñada y descartada.
En cuando hubo aflojado la presa sobre los sedosos cuerpos blancos, las dos ratas saltaron a ambos lados del féretro como si las hubieran lanzado con catapulta. La acólita se giró a derecha e izquierda, incapaz de decidir qué animal sagrado perseguir primero, y levantó las manos. Una rata buscó el refugio de los pilares. La otra se escabulló entre las piernas de los espectadores, que se apartaron a su paso; un par de damas soltaron nerviosos chillidos. Un murmullo de asombro, incredulidad y desmayo recorrió la masa de cortesanos reunidos, seguido de una oleada de susurros conmocionados.
Los de Betriz entre ellos.
—Cazaril —dijo ansiosamente, arrebujándose bajo su brazo para susurrarle al oído—: ¿qué significa esto? El Bastardo
siempre
se queda las sobras. Siempre. Es Su, Su… es Su
obra
. No puede despreciar un alma truncada… pensaba que ya lo había hecho.
También Cazaril estaba desconcertado.
—Si no se ha llevado ningún dios el alma de Dondo… es que sigue en el mundo. Quiero decir que, si no está
allí
, es que está
aquí
. En alguna parte… —Un fantasma sin reposo, un espíritu errante.
Roto y condenado
.
Las ceremonias se interrumpieron en seco cuando el archidivino y el canciller de Jironal se retiraron detrás del altar para parlamentar en voz baja, o discutir, posiblemente, a juzgar por la cadencia de las palabras masculladas que llegaban hasta la curiosa multitud expectante. El archidivino se apartó del ara para llamar ante él a un acólito del Bastardo; otra conferencia susurrada con el joven vestido de blanco concluyó con éste yéndose a la carrera. El cielo gris se oscurecía sobre sus cabezas. Uno de los subdivinos, en un alarde de iniciativa, arrancó un himno no programado a los coros para rellenar el hueco. Para cuando hubieron terminado, de Jironal y Mendenal ya habían retomado sus respectivos puestos.
La espera se prolongaba. Los cantantes entonaron otro himno. Cazaril terminó por desear haber empleado
La senda quíntupla
de Ordol como algo más que un pretexto para hacer la siesta; por desgracia, el libro seguía en Valenda. Si el demonio esclavo no había llevado el alma de Dondo a su señor, ¿dónde estaba? Y si el demonio no podía regresar más que con sus dos cubos llenos, ¿dónde estaba ahora el alma rota del desconocido asesino de Dondo? Ya puestos, ¿dónde está el
demonio
? Cazaril no había leído demasiada teología. Por algún motivo que ahora no alcanzaba a recordar, había considerado su estudio poco práctico, ideal únicamente para soñadores y fantasiosos. Claro que eso había sido antes de embarcarse en esta pesadilla.
Un discreto raspón en su bota le hizo mirar abajo. Una de las ratas blancas sagradas se había puesto a dos patas apoyándose en su pierna, y agitaba la naricilla rosa. Se frotó el rostro ahusado rápidamente contra la espinilla de Cazaril, que se agachó y la cogió, con la intención de devolvérsela a su cuidadora. El animal se estremeció extasiada en su mano, y le lamió el pulgar.
Para sorpresa de Cazaril, el resollante acólito regresó al patio del templo acompañado del mozo Umegat, vestido como de costumbre con el tabardo del Zangre. Pero fue Umegat el que suscitó su asombro.
El roknari resplandecía con un aura blanca igual que un hombre de pie frente a una prístina ventana de cristal ante un amanecer en el mar. Cazaril cerró los ojos, aunque sabía que no lo veía con ellos. El fulgor blanco siguió moviéndose detrás de sus párpados. Más allá, una oscuridad que no era oscuridad, y dos más, y una aurora irritada, y a un lado, una débil chispa verde. Abrió los ojos de golpe. Umegat cruzó la mirada con él por una fracción de segundo, y Cazaril se sintió como si le arrancaran la piel a tiras. El mozo del roya siguió caminando hasta presentarse con una reverencia insegura al archidivino, con el que departió en susurros aparte.
El archidivino llamó a la acólita del Bastardo, que había capturado una de sus ratas; se la entregó a Umegat, que la acunó en un brazo y miró a Cazaril. El roknari se acercó a él a paso largo, excusándose humildemente mientras se abría camino entre los cortesanos, que apenas si le dirigieron la mirada. Cazaril no conseguía entender por qué no se apartaban ante la quilla de su nívea aura igual que las aguas del mar ante la proa de un barco. Umegat le tendió la mano abierta. Cazaril se quedó observándola, parpadeando estúpidamente.
—La rata sagrada, mi lord —solicitó Umegat, amablemente.
—Ah. —La criatura seguía chupándole los dedos, haciéndole cosquillas. Umegat retiró al reticente animal de la manga de Cazaril como quien limpia una rebaba y evitó justo a tiempo que su compañera ocupara su lugar de un salto. Haciendo malabares con las ratas, caminó en silencio de nuevo hacia el féretro, donde esperaba el archidivino. ¿Se había vuelto loco Cazaril —
no hace falta que respondas a eso
— o de veras Mendenal pareció contenerse para no inclinarse ante el mozo? Los cortesanos del Zangre no parecían ver nada irrazonable en el hecho de que el archidivino llamara al cuidador de animales del roya para solucionar esta incómoda crisis. Todas las miradas estaban clavadas en las ratas, no en el roknari. El único irrazonable era Cazaril.
Umegat sostuvo las criaturas en sus brazos y les susurró, antes de acercarse al cuerpo de Dondo. El momento se alargaba, mientras las ratas, si bien se habían calmado, no parecían tener ninguna intención de reclamar a Dondo para su dios. Umegat retrocedió, al cabo, y se disculpó ante el archidivino negando con la cabeza, antes de ceder las ratas a su ansiosa y joven cuidadora.
Mendenal se postró entre el altar y el féretro durante un momento de abyecta oración, pero se irguió de nuevo enseguida. Los dedicados traían ya velas delgadas con las que iluminar las lámparas de pared que rodeaban el patio en penumbra. El archidivino llamó a los porteadores para que transportaran el féretro a la pira que aguardaba a Dondo, y los cantantes desfilaron en procesión.
Iselle regresó junto a Betriz y Cazaril. Se frotó los ojos, ribeteados de negro, con el dorso de la mano.
—No sé si puedo soportar esto por más tiempo. Que se quede de Jironal viendo cómo se tuesta su hermano. Llevadme a casa, lord Caz.
La pequeña partida de la rósea se escindió del grueso de asistentes, si bien no fueron las únicas personas cansadas en hacerlo, y cruzó el pórtico frontal para salir al húmedo anochecer de aquel día otoñal.
El mozo Umegat, que esperaba con los hombros apoyados en uno de los pilares, se enderezó como impulsado por un resorte, se acercó a ellos y les hizo una reverencia.
—Mi lord de Cazaril. ¿Puedo hablar con vos un instante?
Cazaril casi se sorprendió al ver que el aura no se reflejaba en el pavimento mojado a sus pies. Se disculpó ante Iselle y se fue aparte con el roknari. Las tres mujeres se quedaron esperando al borde del pórtico, con Iselle apoyada en el brazo de Betriz.