—Mi lord, en cuanto os resulte posible, quisiera hablar con vos en privado.
—Me reuniré contigo en el zoológico en cuanto Iselle vuelva a sus aposentos. —Cazaril vaciló—. ¿Sabes que brillas igual que una antorcha encendida?
El mozo inclinó la cabeza.
—Eso me han dicho, mi lord, los pocos que tienen ojos para ver. Por desgracia, uno nunca se ve a sí mismo. Ningún espejo mundano lo refleja. Sólo los ojos de un alma.
—Ahí dentro había una mujer que refulgía igual que una vela verde.
—¿La madre Clara? Sí, ya me ha hablado de vos. Es una comadrona excelente.
—¿Qué es eso, entonces, esa antiluz? —Cazaril miró de soslayo en dirección a las mujeres que aguardaban.
Umegat se llevó un dedo a los labios.
—Aquí no, por favor, mi lord.
Cazaril formó un silencioso
Oh
con los labios. Asintió.
El roknari le dedicó una honda reverencia. Cuando se disponía para perderse discretamente en el creciente anochecer, añadió por encima del hombro:
—
Vos
brilláis como una ciudad en llamas.
La rósea se sentía tan agotada tras el suplicio del extraño funeral de lord Dondo que se tambaleaba para cuando hubieron subido de nuevo al castillo. Cazaril dejó a Nan y Betriz al cuidado de la ejecución del sensato plan de meter a Iselle directamente en la cama y pedir a los criados que les llevaran una sencilla cena a sus aposentos. Él volvió a salir del bloque principal camino de las puertas del Zangre. Hizo una pausa y escrutó la ciudad a lo lejos para ver si seguía divisándose una columna de humo que surgiera del templo. Le pareció apreciar un débil reflejo anaranjado en las nubes bajas, pero estaba demasiado oscuro para distinguir nada más.
Le dio un vuelco el corazón ante el súbito aleteo que lo rodeó mientras cruzaba el patio de los establos, pero se trataba tan sólo de los cuervos de Fonsa, que volvían a acosarlo. Espantó a dos que intentaban posarse en su hombro, con aspavientos, siseos y pisotones. Las aves se alejaron, pero no se marcharon, sino que lo siguieron, conspicuamente, durante todo el trayecto hasta la colección de fieras.
Uno de los mozos al servicio de Umegat aguardaba junto a las lámparas de pared que flanqueaban la puerta del pasillo. Se trataba de un anciano menudo, privado de sus pulgares, que dedicó a Cazaril una amplia sonrisa que reveló una lengua truncada, equivalente a un recibimiento que era una especie de ronroneo mudo, claro el significado gracias a sus gestos afables. Abrió la puerta lo justo para permitir el paso de Cazaril, y ahuyentó a los cuervos que pretendían seguirlo, disuadiendo al más obstinado con un puntapié antes de volver a cerrar el paso.
El candelero del mozo, protegido por un tulipán de cristal soplado, disponía de un grueso mango por el que sujetarlo. A esta luz guió a Cazaril por el pasillo de la colección de fieras. Los animales bufaron y patearon en sus establos al paso de Cazaril, pegándose a los barrotes para mirarlo desde las sombras. Los ojos del leopardo refulgían como chispas verdes; su traqueteante gruñido resonó en las paredes, no sordo y hostil, sino palpitando con un dejo extrañamente inquisitivo.
Las habitaciones de los mozos del zoológico ocupaban la mitad de la planta alta del edificio, estando la otra mitad dedicada a almacén de paja y forraje. Había una puerta abierta, y la luz de una vela se vertía por la abertura en el lóbrego pasillo. El lacayo llamó al marco de la puerta; la voz de Umegat respondió:
—Está bien. Gracias.
El mozo se hizo a un lado con una reverencia. Cazaril se agachó para cruzar la puerta y encontrarse en un aposento privado, aunque angosto, con una ventana que daba al oscuro patio del establo. Umegat cerró la cortina y se acercó a una tosca mesa de pino cubierta por un mantel de vivos colores, donde reposaban una jarra y copas de barro, además de una bandeja con pan y queso.
—Gracias por venir, lord Cazaril. Pase, por favor, siéntese. Gracias, Daris, puedes retirarte. —Umegat cerró la puerta.
Cazaril se detuvo a medio camino de la silla que había indicado su anfitrión con un gesto para quedarse mirando una estantería alta atestada de libros, entre ellos algunos títulos en ibrano, darthaco y roknari. Le llamó la atención cierto lomo de aspecto familiar, inscrito con letras doradas, sito en la balda más alta:
La senda quíntupla del alma. Ordol
. La cubierta de cuero se veía desgastada por el uso, y el volumen, como casi todos los demás, estaba libre de polvo. Teología, principalmente.
¿Por qué será que no me extraña?
Cazaril se sentó en la sencilla silla de madera. Umegat dio la vuelta a una copa y la llenó de un pesado vino tinto, sonrió brevemente, y se la ofreció a su huésped. Cazaril cerró las manos trémulas en torno al recipiente, sintiéndose enormemente agradecido.
—Gracias. Lo necesitaba.
—Me lo imaginaba, mi lord. —Umegat se sirvió otra copa y se sentó frente a Cazaril. Aunque la mesa fuera simple y humilde, los generosos pares de velas de cera que la adornaba despedían una luz rica y clara. La luz perfecta para leer.
Cazaril se llevó la copa a los labios y la apuró de un trago. Cuando la posó, Umegat volvió a llenarla hasta el borde. Cazaril cerró los ojos y los abrió. Abiertos o cerrados, Umegat refulgía.
—Eres un acólito… no. Eres un divino. ¿Verdad?
Umegat carraspeó, compungido.
—Sí. De la Orden del Bastardo. Aunque no es ése el motivo por el que estoy aquí.
—¿Por qué estás aquí?
—Ya llegaremos a eso. —Umegat se inclinó hacia delante, cogió el cuchillo y comenzó a partir trozos de pan y queso.
—Pensaba… esperaba… me preguntaba… si quizá te habían enviado los dioses. Para guiarme y protegerme.
Umegat sonrió.
—¿Ah, sí? Y yo que estaba aquí preguntándome si no os habrían enviado los dioses para guiarme y protegerme a
mí
.
—Oh. Eso es… una faena. —Cazaril se encogió un poco en su asiento, y bebió otro trago de vino—. ¿Desde cuándo?
—Desde aquel día en el zoo, cuando el cuervo de Fonsa se puso a brincar sobre vuestra cabeza gritando
¡
E
ste! ¡Este!
El dios de mi elección es, cómo decirlo, endemoniadamente ambiguo a veces, pero fue imposible no ver aquello.
—¿Brillaba, entonces?
—No.
—¿Cuándo empecé a, um, hacerlo?
—En algún momento entre la última vez que os vi, que fue ayer por la tarde cuando volvisteis al Zangre renqueando como si os hubiera derribado un caballo, y hoy en el templo. Creo que vos debéis de tener una idea más aproximada del momento
exacto
. ¿No probáis bocado, mi lord? Tenéis mal aspecto.
Cazaril no había comido nada desde que Betriz le trajera las sopas de leche a mediodía. Umegat esperó a que su invitado tuviera la boca llena de queso y gomosa corteza de pan, antes de comentar:
—Una de mis diversas tareas como joven divino, antes de que viniera a Cardegoss, consistía en ayudar al Inquisidor del Templo en sus investigaciones sobre presuntos practicantes de la magia de la muerte. —Cazaril se atragantó; Umegat prosiguió, sereno—: O del milagro de la muerte, por utilizar un término más exacto, teológicamente hablando. Descubrimos un buen número de farsas ingeniosas… veneno, por lo general, aunque los, ah, asesinos más memos recurrían a métodos más rudimentarios. Tuve que explicarles que el Bastardo no ejecuta a los pecadores impenitentes de una puñalada, ni de un martillazo. Los genuinos milagros eran mucho más escasos de lo que sugería su notoriedad. Pero nunca encontré un caso auténtico en el que la víctima fuera inocente. Por decirlo elegantemente, lo que concedía el Bastardo eran milagros de justicia.
Su voz había adquirido una cualidad más directa, más decisiva, evaporándose el servilismo junto a gran parte de su leve acento roknari.
—Ah —musitó Cazaril, y bebió un poco más de vino.
Tengo ante mí al hombre más cabal de toda Cardegoss, y hace tres meses que no me fijo en él porque viste como un criado
. Era evidente que Umegat no deseaba llamar la atención—. Ese tabardo vale tanto como una capa de invisibilidad, sabes.
Umegat sonrió, y dio un sorbo a su vino.
—Sí.
—Así que… ¿ahora eres inquisidor? —¿Era ése el fin? ¿Sería acusado, sentenciado, ejecutado por su atentado contra Dondo, por vano que hubiera sido?
—No. Ya no.
—Entonces, ¿
qué
eres?
Para pasmo de Cazaril, la risa chisporroteó en los ojos de Umegat.
—Un santo.
Cazaril se quedó mirándolo un buen rato, antes de apurar su copa. Solícito, Umegat la rellenó. Cazaril estaba seguro de muy pocas cosas esa noche, pero de alguna manera, no le parecía que Umegat estuviera loco. Ni que fuera un mentiroso.
—Un santo. Del Bastardo.
Umegat asintió con la cabeza.
—Eso es… es una vocación extraña, para un roknari. ¿Cómo es posible? —La cuestión era inane, pero con dos copas de vino en el estómago vacío, comenzaba a sentirse achispado.
La sonrisa de Umegat se tornó tristemente introspectiva.
—Por tratarse de vos… la verdad. Supongo que los nombres ya dan igual. Ocurrió hace una eternidad. Cuando era un joven señor en el Archipiélago, me enamoré.
—Eso les pasa a los jóvenes señores y a los jóvenes lacayos en todas partes.
—Mi amor tendría unos treinta años. Era un hombre de mente despierta y buen corazón.
—Oh. En el Archipiélago no.
—Exacto. La religión no me interesaba en absoluto. Por razones obvias, él era quintariano en secreto. Planeamos nuestra fuga juntos. Llegué al barco que se dirigía a Brajar. Él no. Me pasé todo el viaje mareado y desesperado, aprendiendo, pensaba, a rezar. Con la esperanza de que él hubiera conseguido subir a otro velero, y que nos reuniríamos en la ciudad portuaria que habíamos elegido por destino. Transcurrió más de un año antes de que descubriera cuál había sido su final, de boca de un mercader roknari que recaló allí en viaje de negocios y al que ambos habíamos conocido en su día.
Cazaril pegó un trago.
—¿Lo de costumbre?
—Ah, sí. Genitales, pulgares… para que no pudiera persignarse ante el quinto dios… —Umegat se tocó la frente, el ombligo, la ingle y el corazón, doblando el pulgar bajo la palma a la manera quadrena, negando el quinto dedo que pertenecía al Bastardo—, reservaron la lengua para el final, para que pudiera traicionar a otros. No lo hizo. Murió mártir, ahorcado.
Cazaril se tocó la frente, el labio, el ombligo, la ingle y el corazón, con los cinco dedos desplegados.
—Lo lamento.
Umegat asintió.
—Pensé en aquello durante algún tiempo. Al menos, cuando no estaba borracho, o vomitando, o haciendo cualquier estupidez. Je, la juventud. No fue fácil. Por fin, un buen día, me acerqué al templo e ingresé en la orden. —Cogió aliento—. La Orden del Bastardo ofrecía refugio a los desamparados, amistad a los repudiados, honor a los desprestigiados. A mí me dieron trabajo. Yo me sentía… encantado.
Un divino del Templo
. Umegat estaba omitiendo detalles, le daba la impresión a Cazaril. Como cuarenta años de detalles. Pero no era en absoluto inexplicable que un hombre inteligente, vital y devoto ascendiera en la jerarquía del Templo hasta alcanzar ese rango. Lo que le daba más quebraderos de cabeza era que refulgiera como la luna sobre un manto de nieve.
—Vale. Genial. Grandes obras. Inclusas y, um, pesquisas. Explícame ahora por qué brillas en la oscuridad. —O bien había bebido demasiado, o bien no lo suficiente, decidió con desánimo.
Umegat se frotó el cuello y se acarició la coleta.
—¿Comprendes lo que significa ser un santo?
Cazaril carraspeó, incómodo.
—Supongo que hay que ser muy virtuoso.
—No, la verdad. No hace falta ser bueno. Ni siquiera majo. —Umegat parecía cansado de repente—. Cierto, una vez se experimenta… lo que experimenta uno, te cambia el gusto. La ambición material parece inmaterial. La codicia, la soberbia, la vanidad, la ira, se vuelven tan sosas que dejas de pensar en ellas.
—¿El deseo?
Umegat se animó.
—El deseo, me alegra decir que permanece casi inalterado. O quizá debiera matizar, el amor. Puesto que la crueldad y el egoísmo que envilecen el deseo se vuelven tediosos. Pero, personalmente, creo que no se trata tanto de un engrandecimiento de la virtud como del simple reemplazo de vicios anteriores por la adicción al dios propio. —Vació su copa—. Los dioses aman a sus ensalzados hombres y mujeres igual que ama un artista el buen mármol, pero no por su virtud. Sino por su voluntad. Que es el cincel y el martillo. ¿Te ha citado alguien alguna vez el clásico sermón de Ordol sobre las copas?
—¿Ése en el que el divino derrama agua sobre todas las cosas? La primera vez que lo escuché tenía diez años. Me pareció muy entretenida la parte en que se moja los zapatos, pero claro, tenía diez años. Me temo que el divino de nuestro Templo en Cazaril era demasiado monótono.
—Escucha ahora, y verás cómo no te aburres. —Umegat invirtió su copa de barro encima del mantel—. La voluntad del hombre es libre. Los dioses no pueden invadirla, del mismo modo que yo no puedo echar vino ahora en esta copa vertiéndolo sobre su fondo.
—¡No, no desperdicies el vino! —protestó Cazaril, cuando Umegat hizo ademán de coger la jarra—. Ya he visto antes la demostración.
Umegat sonrió, y desistió.
—Pero ¿has comprendido realmente cuán impotentes son los dioses, cuando incluso el esclavo más humilde es capaz de excluirlos de su corazón? Y quien dice de su corazón, dice del mundo, puesto que los dioses no pueden llegar a él salvo por medio de almas vivas. Si los dioses pudieran abrirse paso a través de quién quisieran, los hombres serían meros títeres. Sólo al tomar prestada o recibir la voluntad de una criatura consciente, acceden a un pequeño canal por el que actuar. Pueden ahondar en la mente y el alma de los animales, a veces, con esfuerzo. Las plantas… requieren mucha previsión. O —Umegat volvió a dar la vuelta a la copa, y levantó la jarra—, a veces, un hombre puede abrirse a ellos, y permitir que se viertan en el mundo a través de él. —Llenó su copa—. Un santo no es un hombre virtuoso, sino un hombre vacío. Él, o ella, concede libremente el don de su voluntad a su dios. Y al renunciar a la acción, hace que la acción sea posible. —Se llevó la copa a los labios, observando inquietantemente a Cazaril por encima del borde, y bebió. Añadió—: Tu divino no debería haber usado agua. No retiene la atención como es debido. Vino. O sangre, una gota. Cualquier líquido que sea importante.