—¡Exijo una satisfacción por esto, lord Cazaril!
—Ya lo veo —repuso Cazaril, lacónico. ¿Se trataría esto de mera estupidez etílica, o de la forma más sencilla de asesinato? Un duelo a primera sangre, práctica aprobada y vía de escape para los ánimos caldeados entre los rapaces pendencieros de la corte, seguido de un
¡Se me escurrió la espada, lo juro! ¡Se me echó encima!
y tantos testigos pagados como pudiera permitirse uno para confirmarlo.
—Digo que tendré tres gotas de vuestra sangre para lavar esta afrenta. —Era el desafío estándar.
—Pues yo digo que vayas a meter la cabeza en un cubo de agua hasta que te despejes, muchacho. No me bato en duelo. ¿Vale? —Cazaril levantó un poco los brazos, enseñando las palmas, abriendo de paso su capa chaleco para demostrar que no había llevado espada alguna a la cena—. Déjame pasar.
—¡Urrac, préstale tu espada a este cobarde! Ya tenemos nuestros dos testigos. Salgamos, ahora mismo. —De Joal torció la cabeza en dirección a las puertas del final del pasillo, que comunicaban con el patio principal.
El compinche se desciñó la espada, sonrió, y se la lanzó a Cazaril. Éste levantó una ceja, pero no la mano, y dejó que el arma envainada cayera con estrépito a sus pies. Se la devolvió a su propietario de una patada.
—No me bato en duelo.
—¿Es que tengo que llamarte cobarde a la cara? —clamó de Joal. Tenía los labios entreabiertos, y el aliento se le escapaba acelerado por la euforia, anticipando la batalla. Cazaril divisó por el rabillo del ojo a otro par de hombres, atraídos por las voces airadas, que avanzaban curiosos por el pasillo hacia el lugar del altercado.
—Llámame lo que te apetezca, según lo idiota que quieras parecer. Me traen sin cuidado tus bravatas —suspiró Cazaril. Se esforzaba por proyectar una imagen de lánguido aburrimiento, pero sentía cómo palpitaba la sangre en sus oídos. ¿Miedo? No.
Rabia…
—Tenéis nombre de lord. ¿No es de lord vuestro honor?
Cazaril estiró las comisuras de los labios, en un rictus que poco tenía que ver con la sonrisa.
—La obnubilación que confundís con honor es una enfermedad cuya cura se encuentra en las galeras roknari.
—Ya veo que habéis renunciado a vuestro honor. ¡Pero al mío no le negaréis tres gotas de sangre!
—De acuerdo. —La voz de Cazaril se tornó extrañamente serena; su corazón, antes acelerado, aminoró su ritmo. Retrajo los labios en una singular sonrisa—. De acuerdo —exhaló de nuevo.
Cazaril levantó la mano izquierda, con la palma hacia fuera, y con la derecha extrajo su cuchillo, que había usado por última vez para cortar el pan durante la cena. La mano de de Joal saltó sobre la empuñadura de su espada, que desenvainó a medias.
—¡En el salón del roya no! —gritó de Maroc, ansioso—. ¡Sabes que tenéis que salir, de Joal! ¡Por el Hermano, no tiene espada, no puedes!
De Joal vaciló; Cazaril, en vez de avanzar hacia él, se recogió la manga izquierda… y hundió ligeramente el filo del cuchillo en su propia muñeca. No sintió dolor, ningún dolor. La sangre se agolpó, resplandeciente su oscuro carmín a la luz de las velas, sin verterse peligrosamente. Una especie de neblina le nubló la visión, ocultándolo todo salvo a él mismo y al joven obtuso que ahora sonreía inseguro y que lo había acosado por un empujón.
Ya te daré yo a ti empujón
. Devolvió el cuchillo a la funda de su cinto. De Joal, aún imprudente, dejó que su espada volviera a su sitio y apartó la mano de ella. Sonriendo. Cazaril levantó ambas manos, un brazo sangrando, el otro desnudo. Y saltó.
Atrapó al sorprendido de Joal y lo empujó contra la pared, donde el pendenciero se estrelló con un testarazo que despertó ecos por todo el pasillo, con un brazo inmovilizado a la espalda. La mano derecha de Cazaril hizo presa bajo la barbilla de de Joal, levantándolo del suelo y clavándolo a la pared por el cuello. Su rodilla derecha se hundió en la ingle del joven. Mantuvo la presión para impedir que de Joal liberara el brazo; con el otro intentaba arañarlo, y lo inmovilizó, también, contra la pared. La muñeca de de Joal se debatía en la resbaladiza sangre de su presa, pero no conseguía soltarse. Lívido, el joven no gritó, evidentemente, aunque sí puso los ojos en blanco, y un gruñido borbotante escapó de sus labios. Martilleó la pared con los talones. Los matones sabían que las nudosas manos de Cazaril sabían sostener una pluma; habían olvidado que también sabían sostener un remo. De Joal no tenía adónde ir.
Cazaril le gruñó al oído, en voz baja pero audible para todos:
—No me bato en duelo, muchacho. Mato como mata un soldado, como mata un carnicero, rápidamente, con eficacia, y con el menor riesgo para mi vida posible. Si decido que mueras, morirás cuando yo quiera, donde yo quiera y como yo quiera, sin que tú sepas de dónde vino el golpe. —Soltó el debilitado brazo de de Joal y levantó la muñeca izquierda para presionar el corte ensangrentado contra la boca trémula, entreabierta, de su aterrorizada víctima—. ¿No querías tres gotas de sangre, por tu honor? Pues te las vas a beber. —La sangre y la saliva perlaban los dientes de de Joal, pero ahora el bravucón ni siquiera se atrevía a morder—. ¡Bebe, maldito seas!
Cazaril apretó con más fuerza, embadurnando de sangre la cara de de Joal, fascinado por lo vívido de la escena, las franjas rojas de piel lívida, el roce de la barba hirsuta contra su muñeca, el resplandeciente borrón de la luz de las velas reflejado en las lágrimas que se vertían de aquellos ojos petrificados. Se asomó a ellos, viendo cómo se vidriaban.
—Cazaril, por el amor de los dioses, déjale
respirar
. —El grito de preocupación de de Maroc traspasó la roja bruma que envolvía a Cazaril.
Cazaril redujo la presión de su presa y de Joal inhaló, estremeciéndose. Sin apartar la rodilla de su sitio, Cazaril retiró la zurda cubierta de sangre convertida en un puño, y propinó, con toda precisión, un duro golpe en el estómago del matón. El aire tembló de nuevo; las rodillas de de Joal subieron al recibir el puñetazo. Sólo entonces se apartó Cazaril y soltó al hombre.
De Joal cayó al suelo y se encogió sobre sí mismo, boqueando y atragantándose, sollozando, sin intentar levantarse siquiera. Transcurrido un momento, vomitó.
Cazaril pasó por encima del charco de comida, vino y bilis para acercarse a Urrac, que retrocedió hasta donde se lo permitió la pared que tenía a su espalda. Cazaril se inclinó sobre su cara y repitió, en voz baja:
—No me bato en duelo. Pero si lo que quieres es morir como un buey apaleado, vuelve a provocarme.
Giró sobre sus talones; el semblante de de Maroc, pálido, apareció ante sus ojos, siseando:
—Cazaril, ¿es que te has vuelto
loco
?
—Ponme a prueba. —Cazaril le dedicó una sonrisa salvaje. De Maroc retrocedió. Cazaril atravesó el pasillo en medio de una confusión de hombres, rociando gotas de sangre que salían despedidas de sus dedos a cada balanceo de los brazos, y salió a la fría impresión de la noche. La puerta, al cerrarse, atajó un tumulto de voces.
Estuvo a punto de cruzar corriendo los helados adoquines del patio en dirección al bloque principal y refugiarse, caminando y respirando cada vez más deprisa, más sincopadamente, mientras algo —¿cordura, terror demorado?— regresaba despacio a su mente. Sintió unos violentos retortijones cuando subía las escaleras de piedra. Le temblaban tanto los dedos cuando intentó abrir la puerta de su antecámara que se le cayó por dos veces la llave y hubo de emplear ambas manos, y apoyarse en la puerta, para conseguir introducirla en la cerradura. Trancó la puerta de nuevo a su paso y se cayó, resollando y gimiendo, en la cama. Sus fantasmales escoltas habían corrido a esconderse durante la confrontación, aunque su deserción le había pasado desapercibida en aquel momento. Giró de costado y se hizo un ovillo sobre el estómago dolorido. Ahora, al fin, comenzaba a palpitar el corte de su muñeca. Al igual que su cabeza.
Había visto este tipo de frenesí en ocasiones, en el fragor de la batalla. Nunca se había imaginado cómo debía de sentirse dentro. Nadie le había mencionado el júbilo liviano, tan embriagador como el vino o el sexo. Un resultado inusual, pero natural, de los nervios, la mortandad y el miedo, todo embutido en un lugar demasiado pequeño, en muy poco tiempo. Nada antinatural. No… el ser de su estómago que se esforzaba por provocarlo, engañarlo, conducirlo a la muerte, a su liberación…
Oh.
Sabes lo que hiciste con Dondo. Ahora sabes lo que hace Dondo contigo.
Fue por casualidad, tarde a la mañana siguiente, que Cazaril espió a Orico cruzando las puertas del Zangre camino del zoológico, seguido de un único paje. Cazaril guardó las cartas que pretendía dejar en el despacho de la Cancillería en el bolsillo interior de su capa chaleco, se apartó de la puerta de la Torre de Ias y siguió al roya. El maestre de la cámara de Orico se había negado con anterioridad a interrumpir la siesta que acostumbraba a hacer su señor tras el desayuno; evidentemente, Orico se había desperezado al fin y buscaba ahora confort y solaz entre sus animales. Cazaril se preguntó si se habría despertado el roya con un dolor de cabeza equiparable al suyo.
Mientras atravesaba el patio empedrado, Cazaril ordenó sus argumentos. Si el roya temía actuar, Cazaril señalaría que la inacción era igualmente proclive a malograrse debido a la maligna influencia de la maldición. Si el roya insistía en que los niños eran demasiado pequeños, mencionaría que no se les tendría que haber llamado a Cardegoss, para empezar. Pero ahora que estaban allí, si Orico no podía protegerlos, tenía la obligación para con Chalion y los niños de advertirles del peligro que corrían. Cazaril llamaría a Umegat para confirmar que el roya no podía acaparar la maldición toda para sí, que no la acaparaba, de hecho.
No los enviéis a la batalla con los ojos vendados
, rogaría, y esperaría que la súplica de Palli conmoviera a Orico tanto como lo había conmovido a él. Y si no…
Si decidía acometer la tarea por su cuenta, ¿debería decírselo primero a Teidez, como Heredero de Chalion, y pedirle auxilio para proteger a su hermana? ¿O a Iselle, y confiar en su ayuda para manejar al difícil Teidez? La segunda opción le permitiría ocultar su complicidad tras las faldas de la rósea, pero sólo si el secreto de su parte de culpa superaba el perspicaz examen de la joven.
Un rascar de pezuñas lo sacó de su ensimismamiento. Levantó la cabeza a tiempo de apartarse del camino de la cabalgata que salía de los establos. El róseo Teidez, a lomos de su soberbio caballo negro, comandaba una partida de guardias baocios, su capitán y dos hombres. El atuendo negro y lavanda de luto del róseo confería a su cara redonda una cualidad macilenta a la luz del sol invernal. La gema verde de Dondo destellaba en la mano del capitán de la guardia, alzada para devolver el educado saludo de Cazaril.
—¿Salís, róseo? —llamó Cazaril—. ¿A cazar? —La partida iba armada para ello, con lanzas y ballestas, espadas y porras.
Teidez detuvo su impaciente montura y miró brevemente a Cazaril.
—No, a galopar un rato a orillas del río. El Zangre es… un horno, esta mañana.
Sin duda. Y si tenían la suerte de cruzarse con un par de ciervos, bueno, la generosidad de los dioses siempre era bienvenida. Pero nadie salía a cazar estando de luto, claro que no.
—Entiendo —dijo Cazaril, y reprimió una sonrisa—. Les vendrá bien a los caballos. —Teidez levantó las riendas de nuevo. Cazaril se hizo a un lado, pero luego añadió, de improviso—: Me gustaría hablar más tarde con vos, róseo, acerca del asunto que os preocupaba ayer.
Teidez le dedicó un vago ademán y un fruncimiento del ceño; no era un sí, exactamente, pero serviría. Cazaril se despidió con una reverencia mientras los jinetes salían del patio de los establos.
Y se quedó doblado, cuando el peor de los retortijones que hubiera sufrido le pateó el estómago con la fuerza de los cuartos traseros de un caballo. Se le cortó la respiración. Pareció que surgieran oleadas de dolor hacia todos los rincones de su cuerpo de esta fuente central, hasta el punto de provocarle candentes espasmos en las palmas de las manos y las plantas de los pies. Lo estremeció una visión repulsiva del monstruo demoníaco postulado por Rojeras, preparándose para abrirse paso con sus garras a través de él, hacia la luz. ¿Una criatura, o dos? Sin cuerpos que mantuvieran separados sus espíritus, embotellados por la presión del milagro de la Dama, ¿habrían comenzado Dondo y el demonio a amalgamarse en un solo ser temible? Cierto era que él no había distinguido más que una voz, no un dueto, vituperándolo por las noches desde su barriga. Hincó las rodillas en las frías piedras sin poderlo remediar. Inhaló un aliento que era un escalofrío. El mundo pareció arremolinarse alrededor de su cabeza en vertiginosos y sincopados intervalos.
Transcurridos unos minutos, una sombra que despedía un penetrante aroma a caballo se cernió sobre su hombro. Una voz bronca le murmuró al oído:
—¿Mi lord? ¿Os encontráis bien?
Cazaril parpadeó y levantó la cabeza para ver a uno de los mozos de las caballerizas, un tipo de mediana edad y estropeada dentadura, inclinado sobre él.
—No… la verdad —consiguió responder.
—¿Os llevo dentro, sir?
—Sí… será mejor…
El mozo lo ayudó a ponerse de pie sujetándolo por el hombro, y lo sostuvo de camino al bloque principal, cruzando las puertas. Al pie de las escaleras, Cazaril boqueó:
—Espera. Todavía no —y se sentó de golpe en un escalón.
Al cabo de un minuto incómodo, el mozo preguntó:
—¿Busco a alguien, mi lord? Tengo que seguir trabajando.
—No es… más que un espasmo. Se me pasará enseguida. Ya me siento mejor. Tú sigue. —El dolor estaba remitiendo, dejándolo ruborizado y confuso.
El mozo, ceñudo, inseguro, se quedó mirando fijamente a Cazaril, pero terminó por inclinar la cabeza y marcharse.
Despacio, sentado inmóvil en la escalera, empezó a recuperar el aliento y el equilibrio, y pudo enderezar de nuevo la espalda. El mundo dejó de palpitar. Incluso la pareja de manchurrones fantasmales que habían salido de las paredes para tenderse a sus pies dejaron de agitarse. Cazaril los observó en la penumbra del hueco de la escalera, pensando en la fría y solitaria condena que suponía su paulatina erosión, la pérdida de todo lo que los había hecho hombres y mujeres individuales. ¿Qué se sentiría cuando el propio espíritu de uno se descomponía a su alrededor, del mismo modo que se pudre la carne en una extremidad muerta? ¿Eran conscientes los fantasmas de su merma, o también esa percepción del yo tendía a perderse, felizmente, con el paso del tiempo? El legendario infierno del Bastardo, con todos los tormentos que supuestamente albergaba, parecía una especie de paraíso en comparación.