Cazaril se volvió hacia el segundo baocio, que bajó la espada abruptamente. Mientras se apartaba de Cazaril, el guardia exclamó atropelladamente:
—¡Castelar, lo hacemos para preservar la vida del roya Orico!
—¿Para hacer qué? ¿Orico está ahí dentro?
¿Qué os traéis entre manos?
Un rugido felino que se convirtió en lamento, procedente del interior, hizo girar en redondo a Cazaril; dejó a los intimidados baocios al cuidado de los guardias del Zangre, ya más alentados. Entró en el pasillo en penumbra del zoológico.
El viejo mozo sin lengua estaba de rodillas sobre las baldosas, encorvado, intentando contener unos sollozos entrecortados. Se cubría el rostro con las manos sin pulgares, y un hilo de sangre discurría entre sus dedos; levantó la cabeza al oír los pasos de Cazaril, retorcida la boca húmeda y temblorosa por un temor reverencial. Cuando pasó corriendo junto a los compartimentos de los osos, Cazaril atisbó dos montones negros inertes erizados de dardos de ballesta, con el pelaje empapado y jaspeado por la sangre. La puerta del cajón de las vellas estaba abierta, y los animales yacían de costado sobre la paja brillante, con los ojos abiertos y vidriosos, degollados.
Al final del pasillo, el róseo Teidez se erguía sobre el cuerpo laso del gato moteado. Se incorporó apoyándose en su espada ensangrentada, y cargó el peso del cuerpo sobre ella, jadeando, con el rostro feroz y exultante. Su sombra se arremolinaba en torno a él igual que un cúmulo de nubes de tormenta a medianoche. Miró a Cazaril y esbozó una sonrisa salvaje.
—¡Ja! —exclamó.
El capitán de la guardia baocio, con una avecilla estrangulada aún en la mano, salió de la pajarera para interponerse en el camino de Cazaril. Montones de plumas de colores, aves muertas y moribundas de todos los tamaños, atestaban el suelo de la pajarera, algunas aleteando todavía con impotencia.
—Alto, castelar… —comenzó. Su orden se truncó cuando Cazaril lo agarró de la túnica y le dio la vuelta, arrojándolo al suelo en el camino de Palli, que seguía sus pasos atónito y desolado, musitando:
—Llora el Bastardo. Llora el Bastardo… —Eso mismo había balbucido en Gotorget, mientras su espada subía y caía sin cesar sobre los hombres que trepaban por las escalas, sin aliento para gritos de batalla.
—Retenlo —rugió Cazaril por encima del hombro, cerniéndose sobre Teidez.
El róseo alzó la cabeza y miró a Cazaril directamente a los ojos.
—No puedes detenerme… ¡Lo he hecho! ¡He salvado al roya!
—¿Qué… qué… qué…? —Cazaril estaba tan asustado y furioso que sus labios y su mente apenas si podían formar palabras coherentes—. ¡Niñato imbécil! ¿Qué destrucción, qué locura es esta, esta…? —Abrió las manos, temblando, y señaló su entorno.
Teidez se inclinó hacia él, con los dientes relucientes entre sus labios replegados.
—He roto la maldición, la magia negra que tenía enfermo a Orico. Procedía de estos animales malignos. Eran un regalo secreto de los roknari, destinados a envenenarlo lentamente. Y hemos ejecutado al espía roknari… creo… —Teidez echó un vistazo, dubitativo, por encima del hombro.
Fue entonces cuando Cazaril reparó en el último cuerpo que yacía en el suelo al final del pasillo. Umegat estaba tendido de costado hecho un ovillo, tan inmóvil como las aves o las vellas. Los cadáveres de los zorros de arena descansaban amontonados cerca de él. Cazaril no lo había visto al principio, porque su límpido fulgor blanco se había apagado.
¿Muerto?
, gimió Cazaril, se acercó a él, y cayó de rodillas. La sien izquierda de Umegat estaba lacerada, la trenza de gris y bronce enmarañada y empapada de sangre. Tenía la piel tan cenicienta como un trapo viejo. Pero el cráneo seguía sangrando despacio, por tanto…
—¿Todavía respira? —preguntó Teidez, avanzando para espiar por encima del hombro de Cazaril—. El capitán lo golpeó con el pomo de la espada, cuando no quiso apartarse…
—¡Estúpido, estúpido, niñato
estúpido
!
—¡No me llames estúpido! Él estaba detrás de todo. —Teidez indicó a Umegat con la cabeza—. Era un brujo roknari, enviado para envenenar y asesinar a Orico.
Cazaril rechinó los dientes.
—Umegat es un divino del templo. Enviado por la Orden del Bastardo para cuidar de los animales sagrados, que eran un regalo del dios para
proteger
a Orico. Y si no lo has matado, será lo único bueno que podamos encontrar aquí. —La respiración de Umegat era muy débil y errática, tenía las manos frías como las de un cadáver, pero al menos respiraba.
—No… —Teidez meneó la cabeza—. No, te equivocas, no puede ser… —Por vez primera, el júbilo heroico abandonó sus rasgos.
Cazaril se incorporó y Teidez retrocedió un poco. Cazaril se volvió para encontrar a Palli, bendito fuera, a su espalda, y a Ferda junto a Palli, observándolo todo con horrorizada estupefacción. Al menos Cazaril podía confiar en que Palli supiera algo de primeros auxilios.
—Palli —dijo, con voz rasgada—, hazte cargo. Ocúpate de los mozos heridos, de éste en especial. Puede que tenga el cráneo fracturado. —Señaló el cuerpo oscurecido de Umegat—. Ferda.
—Mi lord.
La insignia y los colores de Ferda le franquearían el acceso a cualquier recinto sagrado.
—Ve corriendo al templo. Encuentra al archidivino Mendenal. No permitas que nada ni nadie te impida llegar hasta él sin tardanza. Dile lo que ha sucedido aquí y pídele que envíe a los médicos del Templo… dile que Umegat necesita a la comadrona de la Madre, a la especial. Él sabrá entenderte. ¡Corre!
Palli, que ya se había arrodillado junto a Umegat, añadió:
—Dame tu capa. ¡Y corre, muchacho!
Ferda entregó su capa a su comandante, se volvió y desapareció antes de que Palli pudiera coger aliento de nuevo. Palli comenzó a envolver al roknari inconsciente con la lana gris.
Cazaril se giró de nuevo hacia Teidez, cuyos ojos saltaban de uno a otro lado con creciente inseguridad. El róseo retrocedió hasta el corpachón inanimado del leopardo, metro ochenta desde el hocico hasta la punta de la cola de carne inerte sobre las baldosas. El hermoso pelaje manchado camuflaba las heridas, delatadas por la sangre reseca que ribeteaba sus bordes. Cazaril se acordó del cadáver agujereado de de Sanda.
—Lo maté con mi espada, porque era un símbolo real de mi Casa aunque estuviera hechizado —explicó Teidez—. Y para demostrar mi coraje. Me arañó la pierna. —Se agachó y se frotó torpemente la espinilla derecha, donde los pantalones negros se veían rasgados y reducidos a jirones empapados de sangre.
Teidez era el Heredero de Chalion, y el hermano de Iselle. Cazaril no podía desear que la bestia le hubiera abierto la garganta con los dientes. No debería, por lo menos.
—Por los cinco dioses, ¿cómo se te ha podido ocurrir tamaña tontería?
—¡No es ninguna tontería! ¡Tú sabías que la enfermedad de Orico no era natural! Lo vi en tu cara… Demonios del Bastardo, cualquiera podría verlo. Lord Dondo me contó el secreto, antes de morir. Fue asesinado… asesinado para guardar el secreto,
creo
, pero ya era demasiado tarde.
—¿Se te ha ocurrido este… plan de ataque, a ti solo?
Teidez levantó la cabeza, orgulloso.
—No, pero cuando me convertí en el único que quedaba lo llevé a cabo sin ayuda. Íbamos a hacerlo juntos, después de que Dondo se casara con Iselle… destruir la maldición, y liberar la Casa de Chalion de su maligna influencia. Pero al final todo dependía de mí. ¡De modo que me convertí en su portaestandarte, en su brazo fuera de la tumba para que pudiera descargar un último golpe por Chalion!
—¡Ah! ¡Ah! —Cazaril estaba tan sobrecogido que sólo podía pasearse en círculos. Pero ¿se habría creído Dondo sus propias estupideces, o habría sido éste un astuto plan para utilizar a Teidez y conseguir que éste, insospechadamente, eliminara o asesinara a Orico? ¿Malicia o imbecilidad? Tratándose de Dondo, ¿quién podría saberlo?—. ¡No!
—Lord Cazaril, ¿qué queréis que hagamos con estos baocios? —preguntó Foix, con deferencia.
Cazaril levantó la cabeza para encontrar al desarmado capitán de la guardia baocio prendido entre Foix y uno de los guardias del Zangre.
—¡Y tú! —le espetó Cazaril—. Necio, títere, ¿te has prestado a este, a este estúpido sacrilegio, sin decírselo a nadie? ¿O acaso sigues profesando lealtad a Dondo? ¡Ah! Llevaos a sus hombres y a él y encerrarlos en una celda, hasta que… —Cazaril vaciló. Dondo estaba detrás de esto, oh sí, esforzándose por crear el caos y el desastre, esto llevaba su sello… pero por una vez, sospechaba, Martou no estaba detrás de Dondo. Más bien al revés, o mucho se equivocaba—. Hasta que se dé parte al canciller. Tú… —Un ademán de su brazo llamó la atención de otro guardia del Zangre—. Corre a la cancillería, o al Palacio de Jironal o dondequiera que esté y dile lo que ha ocurrido. Ruégale que me espere antes de acudir a Orico.
—¡Lord Cazaril, no podéis ordenar que arresten a mis guardias! —protestó Teidez.
Cazaril era el único de los presentes con el aire de autoridad necesario para dar el siguiente paso.
—Y
tú
irás directo a tu cámara, hasta que tu hermano ordene lo contrario.
Yo
mismo te escoltaré hasta allí.
—¡Quítame las manos de encima! —chilló Teidez cuando la presa de hierro de Cazaril se cerró en torno a su brazo. Pero no se atrevió a oponerse a lo que fuera que veía en el rostro de Cazaril.
Entre dientes, con una voz que rezumaba falsa cordialidad, Cazaril dijo:
—No, desde luego. Estáis herido, joven señor, y es mi deber acompañaros a ver a un médico. —En un susurro dedicado exclusivamente al oído de Teidez, añadió—: Aunque antes tenga que dejaros inconsciente de un puñetazo y llevaros a rastras, si es necesario.
Teidez, recuperando toda la dignidad que le fue posible, gruñó a su capitán de la guardia:
—Id sin resistiros, en ese caso. Enviaré a buscaros más tarde, cuando haya demostrado su error a lord Cazaril. —Puesto que sus dos captores ya habían dado media vuelta con el capitán y desfilaban hacia la puerta, sus palabras fueron dirigidas a la espalda del baocio y perdieron parte de su aplomo. Los mozos heridos se habían arrastrado al lado de Palli e intentaban ayudarlo con Umegat. Palli miró a Cazaril de soslayo y le hizo una rápida seña para tranquilizarlo.
Cazaril asintió a su vez y, fingiendo prestar apoyo, sacó al róseo firmemente sujeto del matadero de pesadilla en que había convertido el zoológico del roya.
Demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde…
era lo único que latía en su cerebro a cada zancada. En la calle, los cuervos habían dejado de revolotear y poblar el aire con sus graznidos. Saltaban agitados sobre el empedrado, tan aturdidos y desorientados al parecer como los pensamientos de Cazaril.
Sin soltar a Teidez, Cazaril cruzó las puertas del Zangre, donde,
ahora
, habían aparecido más guardias. Teidez apretó los labios para contener sus protestas, aunque su semblante taciturno, enfadado y ofendido no presagiaba nada bueno para Cazaril. El róseo cojeaba para no apoyar más de lo necesario la pierna herida, pero aun así dejó un rastro de huellas ensangrentadas sobre los adoquines del patio principal.
Cazaril giró bruscamente la cabeza a su izquierda cuando una de las fámulas de Sara y un paje aparecieron en el umbral de la Torre de Ias.
—¡Deprisa, deprisa! —urgía la mujer al joven, que salió corriendo hacia las puertas, con el rostro demudado. A punto estuvo de arrollar a Cazaril en su precipitación.
—¿Dónde vas, muchacho? —llamó Cazaril.
El paje se giró y retrocedió algunos pasos.
—Al templo, señor. No me puedo entretener… la royina Sara… ¡el roya se ha desmayado!
Dio media vuelta y traspuso las puertas como una centella; los guardias lo observaron, y, desasosegados, miraron de nuevo hacia la Torre de Ias.
El brazo de Teidez, bajo la mano de Cazaril, perdió su terca resistencia. A la sombra de su ceño fruncido, el temor asomó a sus ojos. Miró de reojo y precavido a su autoproclamado custodio.
Tras un momento de indecisión, Cazaril, sin soltar a Teidez, giró en redondo y se dirigió a la Torre de Ias. Corrió para dar alcance a la fámula, que ya se había refugiado en el interior, y la llamó, pero ésta no debió de oírlo mientras subía apresurada las escaleras. Cazaril resollaba cuando llegó a la tercera planta, donde tenía Orico sus aposentos. Escrutó el pasillo central con aprensión.
La royina Sara, embozada en su chal blanco y con otra mujer pisándole los talones, cruzaba el vestíbulo a la carrera. Cazaril ensayó una reverencia ansiosa cuando la royina hubo llegado a la altura de la escalera.
—Mi lady, ¿qué ha ocurrido? ¿Puedo ayudar?
La royina se llevó una mano al pávido semblante.
—Ni yo misma lo sé, castelar. Orico… me estaba leyendo en voz alta en mis aposentos mientras yo cosía, como hace a veces, porque me tranquiliza, y de repente se detuvo, parpadeó y se frotó los ojos, y dijo que ya no veía las palabras, y que toda la sala se había quedado a oscuras. ¡Pero no era verdad! Luego se cayó de la silla. Grité llamando a mis damas y lo pusimos en la cama, y ahora he mandado traer al médico del templo.
—Hemos visto al paje del roya —le aseguró Cazaril—. Corría tan deprisa como podía.
—Oh, bien…
—¿Pensáis que haya podido tratarse de una apoplejía?
—No creo… no lo sé. Habla un poco, y no respira con demasiada dificultad… ¿A qué venía tanto alboroto antes, en los establos? —Con aire distraído, sin esperar respuesta, la royina lo dejó atrás y subió las escaleras.
Teidez, acongojado, se humedeció los labios pero no dijo nada cuando Cazaril le dio la vuelta y lo condujo al patio.
El róseo no recuperó el habla de nuevo hasta llegar a las escaleras del bloque principal, donde repitió sin aliento:
—No puede ser. Dondo me dijo que la colección de fieras estaba embrujada, que era una maldición roknari para enfermar a Orico y debilitarlo. Y yo
veía
que así era.
—Una maldición roknari, sí, pero el zoológico es un milagro que mantiene a Orico con vida a pesar de ella. Era. Hasta ahora —añadió amargamente Cazaril.
—No… no… se trata de un error. Dondo me dijo…
—Dondo estaba equivocado. —Cazaril vaciló por un instante—. O Dondo quería acelerar el reemplazo de un roya que favorecía a su hermano por otro que lo favoreciera a él.