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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

La Maldición de Chalion (20 page)

BOOK: La Maldición de Chalion
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Orico rodeó el establo, con las damas y Cazaril tras sus pasos. Encontraron al encargado de caballerizas, Umegat, evidentemente prevenido, aguardando decorosamente junto a las puertas del zoológico, abiertas de par en par al sol y la brisa de la mañana. Inclinó la trenzada cabeza ante su señor y sus invitados.

—Ése es Umegat —dijo Orico a su hermana, a modo de presentación—. Cuida del sitio por mí. Es un roknari, pero también es un buen hombre.

Iselle controló una visible punzada de alarma e inclinó graciosamente la cabeza a su vez. En un pasable roknari cortesano, si bien gramaticalmente impropio por cuanto se decantó por la rutina de señor a guerrero en lugar de la de señor a vasallo, dijo:

—Que las bendiciones de los Santos caigan sobre ti este día, Umegat.

Umegat abrió mucho los ojos, y acentuó su reverencia. Respondió con un: "Que las bendiciones de los Sumos caigan también sobre vos, mi hendi", con el más puro acento del Archipiélago, en la forma gramatical adecuada de siervo a señora.

Cazaril arqueó las cejas. Así que, al final, Umegat no era ningún mestizo chalionés, al parecer. Se preguntó por qué azares de la vida habría terminado
allí
. Picado en su curiosidad, preguntó: "Os encontráis lejos de vuestro hogar, Umegat", con la rutina del siervo al siervo de menor categoría.

Una discreta sonrisa afloró a los labios del mozo:


Tenéis buen oído, mi hendi. Eso es raro, en Chalion
.


Lord de Cazaril me enseña
—explicó Iselle.


En tal caso, tenéis buen maestro, mi dama. Pero
—se volvió hacia Cazaril, cambiando de rutina, ahora de esclavo a erudito, aún más exquisitamente educado que el de esclavo a señor—,
Chalion es ahora mi hogar, Sabiduría
.

—Que mi hermana vea las criaturas —intervino Orico, que no ocultaba el aburrimiento que le producía aquel intercambio de cortesías bilingües. Levantó la servilleta de lino y esbozó una sonrisa conspiradora—. He birlado del desayuno un trozo de panal para mis osos, y se va a derretir entero si no me libro pronto de él.

Umegat sonrió a su vez y los guió al interior del fresco edificio de piedra.

El lugar estaba aún más inmaculado esa mañana que el otro día, más limpio con diferencia que los salones de banquetes de Orico. El roya se disculpó y se adentró de inmediato a la jaula de uno de sus osos. El animal se despertó y se sentó sobre sus ancas; Orico se sentó a su vez en la reluciente paja, y ambos se miraron fijamente. Orico tenía casi el mismo tamaño que el oso. Desenvolvió la servilleta y partió un pedazo de panal, que el oso olisqueó y comenzó a lamer con una larga lengua rosa. Iselle y Betriz exclamaron encantadas a la vista del espeso y lustroso pelaje, pero no hicieron ademán alguno de seguir al roya hasta el interior de la jaula.

Umegat los dirigió hacia las criaturas semejantes a cabras, evidentemente herbívoras, y esta vez las damiselas sí se aventuraron en los establos para acariciar a las bestias y regalar envidiosos cumplidos sobre sus grandes ojos castaños y sus largas pestañas. Umegat explicó que se llamaban vellas, importadas de algún rincón más allá del Archipiélago, y les entregó unas zanahorias a Iselle y Betriz, que éstas cedieron a las vellas entre risas para mutua satisfacción de los animales y las muchachas. Iselle se limpió los últimos trozos de zanahoria mezclada con baba de vella en la falda, y todos siguieron a Umegat camino de la pajarería, menos Orico, que, prefiriendo demorarse con su oso, les hizo una lánguida seña para indicarles que podían continuar sin él.

Una negra silueta surgió de la luz del sol para adentrarse en el pasillo de piedra abovedado y se posó en el hombro de Cazaril con un batir de alas y un gruñido; Cazaril a punto estuvo de rozar el arco del techo de un salto. Estiró el cuello para ver si se trataba del mismo cuervo que había visitado el alféizar de su ventana esa mañana, fijándose en las plumas que le faltaban a su cola. El ave afianzó las garras en su hombro, y exclamó: "¡Caz! ¡Caz!"

Cazaril se rió de buena gana.

—¡Ya era hora, pájaro bobo! Pero ahora no te va a servir de nada, se me acabó el pan. —Movió el hombro, pero el cuervo se aferró tenazmente, e insistió, "¡Caz! ¡Caz!" de nuevo, justo en su oído, con estridencia.

Betriz se rió, boquiabierta de asombro.

—¿Quién es vuestro amigo, lord Caz?

—Apareció en mi ventana esta mañana, y he intentando enseñarle, um, algunas palabras. Me parece que no lo he conseguido…

—¡Caz! ¡Caz! —insistió el cuervo.

—¡Así de aplicada deberíais ser vos con el darthaco, mi lady! —concluyó Cazaril—. Vamos, sir de Ave, zape. No me queda más pan. Id a buscar un pescado aturdido al pie de las cataratas, o una apetitosa oveja muerta, o lo que sea… ¡zas! —Meneó el hombro, pero el cuervo mantuvo tenazmente el equilibrio—. Qué aves más glotonas, estos cuervos de castillo. Sus congéneres campestres tienen que volar de un lado a otro en busca de su manduca, pero estos vagos esperan que les metas la comida en el pico.

—En efecto —dijo Umegat, con una sonrisa taimada—, los pajarracos del Zangre son auténticos cortesanos entre los cuervos.

Cazaril reprimió una risotada algo a destiempo y echó un nuevo vistazo al impecable mozo roknari… o "ex-roknari". Bueno, si llevara tiempo Umegat trabajando aquí, habría podido estudiar a placer a los cortesanos.

—Me sentiría más halagado por esta veneración si fueras un pájaro más salado. ¡Ea! —Empujó al cuervo lejos de su hombro, pero el ave se limitó a auparse a su cabeza e hincarle las garras en la coronilla—. ¡Ow!

—¡Cazaril! —chilló el cuervo desde su nuevo asidero.

—Sí que tenéis talento para enseñar idiomas, mi lord de Cazaril. —La sonrisa de Umegat se ensanchó—. Ya te he oído —increpó al cuervo—. Si agacháis la cabeza, mi señor, intentaré apear a vuestro pasajero.

Así lo hizo Cazaril. Umegat, murmurando algo en roknari, persuadió al ave para que se subiera a su brazo, se lo llevó hasta la puerta, y lo lanzó por los aires. Se alejó volando, profiriendo, para alivio de Cazaril, graznidos más ordinarios.

Llegaron a la pajarería, donde Iselle descubrió que era tan popular entre las brillantes aves de las jaulas como Cazaril con el desastrado cuervo; se le subían a las mangas, y Umegat le enseñó a convencerlas de que comieran semillas sujetas entre sus dientes.

Se volvieron a continuación a las aves enjauladas. Betriz admiró una grande, de un verde resplandeciente, con plumas amarillas en el pecho y color rubí en el cuello. Chasqueó su robusto pico amarillo, se balanceó de lado a lado y sacó una fina lengua negra.

—Ésta ha llegado hace muy poco —explicó Umegat—. Creo que ha tenido una vida difícil y errante. Es bastante dócil, pero ha hecho falta tiempo y paciencia para tranquilizarla.

—¿Habla? —quiso saber Betriz.

—Sí, pero sólo dice palabrotas. En roknari, por desgracia, quizá. Creo que debió de ser el pájaro de algún marinero. El marzo de Jironal lo trajo del norte esta primavera, como botín de guerra.

Los informes y rumores de aquella campaña no decisiva habían llegado a Valenda. Cazaril se preguntó si Umegat había formado parte alguna vez de un botín de guerra, como él mismo, y si era así como había recalado en Chalion. Lacónico, dijo:

—Es bonito, pero parece escaso consuelo por la pérdida de tres ciudades y un paso montañoso.

—Creo que lord de Jironal trajo consigo bastantes más bienes muebles —repuso Umegat—. Su tren de equipaje, a su regreso a Cardegoss, tardó una hora en cruzar las puertas.

—Yo también he tenido que vérmelas con mulas igual de lentas —murmuró Cazaril, sin darse por impresionado—. Chalion perdió más de lo que ganó de Jironal en aquella empresa mal planeada.

Iselle arqueó las cejas.

—¿No fue una victoria?

—Depende de la definición. Los principados roknari y nosotros llevamos décadas jugando al tira y afloja en esa zona fronteriza. Solía ser un buen terreno… ahora es un yermo. Los huertos, los olivares y los viñedos se han quemado, se han abandonado las granjas, los animales han quedado sueltos para volverse salvajes o morirse de hambre… es la paz, y no la guerra, lo que enriquece un país. La guerra se limita a transferir la posesión de los residuos del más débil al más fuerte. Peor aún, lo que se compra con sangre se vende por oro, y luego se vuelve a robar. —Caviló, antes de añadir con amargura—: Vuestro abuelo, el roya Fonsa, compró Gotorget con las vidas de sus hijos. El marzo de Jironal la compró por trescientos mil reales. Prodigiosa transmutación, la que convierte la sangre de un hombre en el dinero de otro. Tornar el plomo en oro no es nada en comparación.

—¿No habrá nunca paz en el norte? —preguntó Betriz, sobresaltada por la inusitada vehemencia de Cazaril.

Éste se encogió de hombros.

—No mientras la guerra sea tan lucrativa. Los príncipes roknari juegan al mismo juego. Es una corrupción universal.


Ganar
la guerra acabaría con ella —dijo Iselle, pensativa.

—Ése sí que es un sueño —suspiró Cazaril—. Si el roya pudiera contagiárselo a sus nobles sin que éstos comprendieran que iban a perder su forma de vida. Pero no. No es posible. Chalion, por sí sola, no podría derrotar a los cinco principados, y aunque lo lograra por algún milagro, carece de la experiencia naval necesaria para defender las costas después. Si se aliaran todas las royezas quintarianas, y se esforzaran durante una generación, quizá algún roya inmensamente fuerte y tenaz pudiera abrirse camino y unir el país entero. Pero el precio en vidas humanas, desgaste moral y dinero sería colosal.

Iselle respondió, despacio:

—¿Más colosal que el precio de este incesante goteo de sangre y virtud que escapa hacia el norte? Si se acaba, si se corta de raíz, se acabaría de una vez por todas.

—Pero no hay nadie capaz de hacerlo. No existe el hombre con el nervio, la visión y la voluntad necesarias. El roya de Brajar es un viejo borracho que prefiere jugar con las damas de su corte, el Zorro de Ibra tiene las manos atadas por culpa de las disensiones civiles, Chalion… —Cazaril vaciló, comprendiendo que sus soflamadas emociones lo conducían a una franqueza apolítica.

—Teidez —comenzó Iselle, y cogió aliento—. Quizá ese honor recaiga sobre Teidez, cuando alcance la edad adulta.

No era ése un honor que le deseara Cazaril a ningún hombre, aunque el muchacho despuntaba talentos incipientes en esa dirección. Sólo hacía falta que la educación que recibiera en los próximos años consiguiera pulirlos y aguzarlos.

—La conquista no es la única vía que conduce a la unión de los pueblos —señaló Betriz—. También está el matrimonio.

—Sí, pero nadie puede casarse con tres royezas y cinco principados —dijo Iselle, arrugando la nariz—. A la vez no, por lo menos.

El ave verde, irritada quizá por haber perdido la atención de su público, eligió ese momento para proferir una frase notablemente vulgar en el roknari más grosero. El pájaro de un marinero, sin duda… de un corsario de galera, juzgó Cazaril. Umegat sonrió secamente ante el involuntario bufido de Cazaril, pero arqueó las cejas ligeramente cuando Betriz e Iselle apretaron los labios con fuerza y se arrebolaron, cruzaron la mirada, y a punto estuvieron de perder su circunspección. Con presteza, buscó una capucha y la caló sobre la cabeza del ave.

—Buenas noches, mi verde amigo. Ya veo que no estás preparado para ser presentado en sociedad. A lo mejor lord de Cazaril debería pasarse por aquí de vez en cuando y enseñarte el roknari como es debido, ¿eh?

Cazaril pensó que Umegat parecía perfectamente capaz de enseñarle el roknari de la corte él solito, pero se interrumpió cuando una pisada sorprendentemente vigorosa en el umbral de la pajarería demostró pertenecer a Orico, que estaba sacudiéndose babas de oso de los pantalones con una sonrisa. Cazaril decidió que el comentario del alcaide del castillo aquel primer día había sido acertado: la colección de fieras parecía aportar solaz al roya. Su mirada era clara, el color volvía a animar su semblante, visiblemente recuperado del somnoliento agotamiento que había evidenciado inmediatamente después del desayuno.

—Tenéis que venir a ver mis gatos —dijo a las damiselas. Todos lo siguieron hasta el pasillo de piedra, donde les enseñó orgulloso las jaulas que contenían un par de hermosos gatos dorados de orejas copetudas de las montañas del sur de Chalion, y un raro gato montés albino, de ojos azules, de la misma raza con chocantes copetes negros. Este extremo del pasillo contenía también una jaula que contenía un par de lo que Umegat llamó zorros del desierto del Archipiélago, semejantes a lobos flacos en miniatura, pero con unas enormes orejas triangulares y cínicas expresiones.

Con una floritura, Orico se volvió al fin hacia su predilecto sin lugar a dudas, el leopardo. Sujeto por su cadena de plata, se frotó contra las piernas del roya y emitió unos extraños gruñidos quedos. Cazaril contuvo el aliento cuando, animada por su hermano, Iselle se arrodilló para acariciarlo, con la cara justo al lado de aquellas poderosas mandíbulas. Aquellos ojos ambarinos, redondos y pelúcidos, le parecían de todo menos amigables, pero los párpados se entornaron en señal de evidente disfrute, y el ancho hocico anaranjado se estremeció cuando Iselle rascó vigorosamente a la bestia debajo de la barbilla y pasó los dedos extendidos por el fabuloso pelaje moteado. Cuando se puso él de rodillas, en cambio, el gruñido adoptó lo que a sus oídos sonaba como un tinte decididamente hostil, y su distante mirada ámbar no le animó a tomarse libertades. Impulsado por la prudencia, Cazaril mantuvo las manos pegadas al cuerpo.

El roya decidió quedarse para departir con su encargado de los establos, y Cazaril regresó al Zangre junto a las muchachas, mientras éstas conversaban animadamente intentando decidir cuál era la bestia más interesante de todo el zoológico.

—¿Cuál crees

que es la criatura más curiosa que hemos visto? —le preguntó Betriz.

Cazaril tardó un momento en responder, pero al final se decidió por la verdad.

—Umegat.

Betriz abrió la boca para recriminarle su aparente frivolidad, pero volvió a cerrarla cuando Iselle le lanzó una mirada penetrante. Cayó sobre ellos un meditabundo silencio, que imperó durante todo el camino de regreso a las puertas del castillo.

La merma de luz diurna propia de la proximidad del otoño no parecía causar efecto sobre los habitantes del Zangre, puesto que la prolongación de las noches seguía iluminándose con velas, banquetes y fiestas. Los cortesanos se turnaban para proporcionar entretenimientos cada vez más elaborados, dilapidando dinero e ingenio. Teidez e Iselle estaban deslumbrados, Iselle, lamentablemente, no del todo; con la ayuda del comentario de pasada que le hiciera Cazaril en voz baja, empezó a buscar indicios de significados y mensajes, a buscar intenciones ocultas, a calcular gastos y expectativas.

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