—Claro que lo es —dijo el médico, si bien con tono amable. Se puso de pie—. ¿Cómo va a actuar correctamente la rósea sin el conocimiento adecuado?
Un argumento de lo más convincente. Cazaril le dio vueltas en la cabeza, azorado, mientras seguía al dedicado escaleras arriba.
Betriz se asomó al pasillo cuando oyó los pasos que se acercaban.
—¿Se pondrá bien? —preguntó a Rojeras.
El médico levantó la mano.
—Paciencia, mi lady.
Llegaron a la sala de estar de la rósea, donde Iselle se sentó expectante y recta en la silla labrada, con las manos crispadas en el regazo. Aceptó la reverencia de Rojeras con un asentimiento. Cazaril no quería mirar, pero sí quería saber lo que se decía, por lo que se hundió en la silla que le acercó ansiosamente Betriz y le señaló Iselle. Rojeras permaneció de pie en presencia de la rósea.
—Mi lady —dijo Rojeras a Iselle, inclinándose de nuevo como si pretendiera disculparse por su franqueza—, vuestro secretario sufre de un tumor en el estómago.
Iselle se lo quedó mirando, conmocionada. El rostro de Betriz perdió toda expresión. Iselle tragó saliva, y preguntó:
—Pero no… ¿no irá a
morir
? —Miró a Cazaril de soslayo, temerosa.
Rojeras, renunciando a sus sólidos principios de sinceridad a la vista de esto, recurrió brevemente a un cortés eufemismo.
—La muerte nos llega a todos, de diversas maneras. Escapa a mis facultades dictaminar cuánto tiempo le queda de vida a lord Cazaril. —Su mirada de reojo captó la dura y suplicante expresión de Cazaril, y añadió, fiel a su palabra—: No hay motivo por el que no deba continuar desempeñando su cargo de secretario mientras se sienta con fuerzas. Aunque no deberíais permitirle que se exceda. Con vuestro permiso, me gustaría volver una vez a la semana para examinarlo.
—Desde luego —respondió Iselle, con un hilo de voz.
Tras intercambiar algunas palabras más relativas a la dieta y los deberes de Cazaril, Rojeras se despidió cortésmente.
Betriz, con las lágrimas agolpadas en sus aterciopelados ojos castaños, boqueó:
—No pensé que fuera a… lo sabías cuando… ¡Cazaril, no quiero que te mueras!
Compungido, Cazaril replicó:
—Bueno, yo tampoco me quiero morir, así que ya somos dos.
—Tres —dijo Iselle—. Cazaril… ¿qué podemos
hacer
por ti?
Cazaril, a punto de responder
nada
, aprovechó esta oportunidad para decir en tono brusco:
—Una cosa por encima de todas, hacedme el favor de no comentárselo a todos los cotillas del castillo. Es mi mayor deseo que esta información siga siendo privada mientras… mientras pueda. —Por una parte, la noticia de la grave enfermedad de Cazaril podría dar a de Jironal nuevas ideas acerca de la muerte de su hermano. El canciller tenía que regresar pronto a Cardegoss, posiblemente lo bastante frustrado para empezar a reconsiderar el problema del cadáver ausente.
Iselle dio su conformidad con un lento asentimiento y Cazaril obtuvo permiso para regresar a su antecámara, donde le fue imposible concentrarse en los libros de cuentas. La tercera vez que entró de puntillas lady Betriz para interesarse por si necesitaba cualquier cosa, en una ocasión instigada por la rósea y en otras dos espontáneamente, Cazaril contraatacó declarando que ya iba siendo hora de retomar las abandonadas clases de gramática. Ya que no pensaban dejarlo en paz, bien podía aprovechar su compañía. Sus dos pupilas se mostraron dóciles, atentas y solícitas esa tarde. Aunque esta mansa virtud estudiosa era algo que esperaba desde hacía tiempo, se encontró deseando que no durase demasiado.
En cualquier caso, aprovecharon muy bien las lecciones, incluso el largo ensayo de los modos gramaticales del roknari de la corte. Su talante irritable no invitaba al consuelo. Las damiselas, bendita fuera su resuelta perspicacia, no lo intentaron siquiera. Hacia el final de la clase, las dos muchachas lo trataban casi con normalidad de nuevo, como era palpable que él deseaba, aunque no había hoyuelo alguno que lo solazara en torno al serio rictus de Betriz.
Iselle se puso de pie para desentumecerse paseando por la cámara; se detuvo junto a la ventana y se asomó a la fría bruma invernal que inundaba la garganta bajo las murallas del Zangre. Se acarició la manga, con gesto ausente, y comentó, quejumbrosa:
—El lavanda no es mi color. Es igual que ponerse un moretón. Ya hay demasiada muerte en Cardegoss. Ojalá nunca hubiéramos venido.
Cazaril, considerando que sería de mala educación asentir, se limitó a hacer una reverencia y se retiró para cambiarse y bajar a cenar.
Los primeros copos de nieve blanquearon las calles y las murallas de Cardegoss aquella semana, aunque se derretían por la tarde. Palli mantuvo informado a Cazaril de la llegada de sus camaradas dedicados, que entraban de uno en uno en la ciudad, y a su vez obtenía de su amigo las últimas habladurías del Zangre. Ayuda y confianza mutuas, reflexionó Cazaril, pero también una brecha dual en las murallas que, en teoría, ayudaban a defender cada uno. Aunque si alguna vez hubiera que elegir bando entre el Templo y el Zangre, Chalion saldría perdiendo.
De Jironal, acompañado del róseo Teidez, regresó como si lo arrastrara el frío viento del sudeste, que volcó también una molesta aguanieve sobre la ciudad a su paso. Para alivio de Cazaril, el canciller volvía con las manos vacías, sin haberse cobrado ninguna presa en su cacería de venganza y justicia. El rostro hierático de de Jironal no dejaba entrever si había desistido de su empeño o si su regreso obedecía a que sus espías, tras cabalgar sin descanso, le habían hablado de las fuerzas que se reunían en Cardegoss sin que él las hubiera convocado.
Teidez se arrastró hasta sus aposentos en el castillo con aspecto cansado, hosco y desdichado. Cazaril no se sorprendió. Investigar hasta la última muerte que hubiera acontecido en tres provincias a la redonda la noche del fallecimiento de Dondo sin duda hubiera sido ardua tarea aun sin ayuda del mal tiempo.
Deslumbrado por la hábil sicofancia de Dondo, Teidez había abandonado la compañía de su hermana mayor. Cuando llegó a la cámara de Iselle esa tarde, aceptó y devolvió un fraternal abrazo, aparentemente más ansioso por hablar con ella de lo que lo había estado en mucho tiempo. Cazaril se retiró discretamente a su antecámara y se sentó con los libros de cuentas abiertos, jugueteando con la pluma seca. Dado que Orico había concedido como regalo de compromiso las rentas de seis ciudades a la casa de su hermana y no se había echado atrás cuando se hubo celebrado un funeral en vez de una boda, las cuentas y la correspondencia de Cazaril se habían vuelto más complejas.
Escuchó meditativamente a través de la puerta abierta la cadencia de las jóvenes voces. Teidez detalló el viaje para los ávidos oídos de su hermana: las carreteras embarradas y los caballos que se negaban a caminar, los hombres tensos y malhumorados, la comida insípida y los alojamientos helados. Iselle, con una voz que delataba más envidia que conmiseración, señaló que le vendría bien la práctica para sus futuras campañas invernales. Apenas si mencionaron el motivo del viaje; Teidez seguía sintiéndose desconcertado y ofendido por el rechazo de su hermana a su difunto héroe, e Iselle parecía aparentemente renuente a atribularlo con los motivos más grotescos que fundamentaban aquella antipatía.
Además de sentirse conmocionado por la naturaleza repentina y temible del asesinato de lord Dondo, Teidez debía de ser una de las pocas personas que había conocido al hombre y que había lamentado su muerte sinceramente. ¿Por qué no? Dondo no había escatimado elogios y halagos con Teidez. Había bañado al muchacho en obsequios y regalos, algunos tóxicamente inadecuados para su edad, y ¿cómo iba a comprender Teidez que los vicios de los adultos no tenían nada que ver con los honores de los adultos?
El mayor de los Jironal debía de parecer frío e insensible en comparación. La expedición había dejado a su paso, al parecer, un reguero de trastornos conforme las pesquisas se tornaban más bruscas y exigentes a la par que aumentaba la frustración de de Jironal. Peor aún, de Jironal, que necesitaba a Teidez desesperadamente, no conseguía disimular lo poco que le gustaba, y se lo había dejado a sus cuidadores —secretario tutor, guardias y sirvientes— para que lo trataran más como a un trapo viejo que como a un teniente. Aunque si, como dejaban transpirar sus ariscas palabras, Teidez había empezado a sentir un desprecio recíproco por su guardián en jefe, sin duda era por los motivos equivocados. Si su nuevo secretario iba a retomar la carga de su abandonada noble educación, el relato de Teidez no lo indicaba.
Al cabo, Nan de Vrit pidió a los muchachos que se arreglaran para cenar y puso fin a la visita. Teidez cruzó la antecámara de Cazaril arrastrando los pies, mirándose las botas, ceñudo. El joven ya era casi tan alto como su cohermano Orico, y su rostro redondeado indicaba que en el futuro podría ser igual de ancho, aunque por ahora conservaba el tono muscular de la juventud. Cazaril pasó una hoja al azar de su libro de cuentas, mojó de nuevo la pluma y levantó la cabeza con una sonrisa tentativa.
—¿Cómo estáis, mi lord?
Teidez se encogió de hombros, pero luego, en mitad de la estancia, retrocedió y se acercó a la mesa de Cazaril. Su expresión no era de ofensa —o no sólo de ofensa— sino también de cansancio y preocupación. Tamborileó brevemente con un dedo sobre la mesa, con la vista clavada en la montaña de libros y papeles. Cazaril recogió las manos y le dirigió una alentadora mirada inquisitiva.
—En Cardegoss pasa algo malo —dijo Teidez, de sopetón—. ¿No es así?
En Cardegoss pasaban tantas cosas malas que Cazaril no supo cómo interpretar las palabras de Teidez. Con cautela, respondió:
—¿Qué os hace pensar eso?
Teidez hizo un gesto, se detuvo bruscamente.
—Orico está enfermo, y no gobierna como debería. Duerme demasiado, como si fuera un viejo, pero no es
tan
viejo. Y todo el mundo dice que ha perdido su… —Teidez se ruborizó ligeramente, y su gesto resultó más ambiguo—, ya sabéis… que no se comporta como se espera de un hombre, con una mujer. ¿No se os ha ocurrido nunca pensar que su extraña enfermedad podría tener algo de
extraño
?
Tras una leve vacilación, Cazaril intentó ganar tiempo.
—Vuestras observaciones son perspicaces, róseo.
—También la muerte de lord Dondo fue extraña. ¡Para mí que tiene algo que ver!
El muchacho estaba pensando; ¡bien!
—Deberíais transmitir lo que pensáis a… —a de Jironal no—, a vuestro hermano Orico. Es la autoridad más capacitada para solucionar vuestras dudas.
Cazaril intentó imaginarse a Teidez consiguiendo una respuesta franca de Orico, y suspiró. Si Iselle no era capaz de hacer entrar en razón a ese hombre, pese a toda su apasionada persuasión, ¿qué esperanzas tendría Teidez, siendo mucho peor comunicador? Orico se mordería la lengua a menos se le emborrachara con antelación.
¿Debería Cazaril ocuparse de la formación del muchacho en este sentido? No sólo no había recibido autorización para desvelar el secreto de estado, sino que ni siquiera se suponía que tuviera que estar al corriente. Y… el conocimiento de la maldición del General Dorado
tenía
que llegarle a Teidez directamente del roya, no a sus espaldas ni contra su voluntad, so pena de adquirir un sospechoso cariz de conspiración.
Llevaba demasiado tiempo callado. Teidez se inclinó sobre la mesa, entornando los ojos, y siseó:
—Lord Cazaril,
¿qué sabéis?
Sé que no nos atrevemos a dejar que sigas sumido en la ignorancia mucho más tiempo
. Y tampoco Iselle.
—Róseo, hablaré de esto con vos más adelante. No puedo daros una respuesta esta noche.
Teidez apretó los labios. Se pasó una mano por los oscuros rizos de ámbar, en gesto de impaciencia. Sus ojos delataban inseguridad, desconfianza y, pensó Cazaril, una extraña soledad.
—Entiendo —dijo, desolado, antes de girarse y disponerse a salir. Su murmullo llegó a oídos de Cazaril desde el pasillo—. Tendré que hacerlo yo solo…
Si se refería a hablar con Orico, bien. Cazaril hablaría antes, no obstante, sí, y si eso no daba resultado, regresaría con Umegat para que lo respaldara. Dejó las plumas en su vaso, cerró los libros, respiró hondo para sobreponerse a las punzadas que le provocaba cada movimiento brusco, y se puso de pie.
Era más fácil planear entrevistarse con Orico que conseguirlo. Tomándolo aún por embajador de la propuesta ibrana de Iselle, el roya escapaba de Cazaril en cuanto le ponía la vista encima y encargaba al maestre de sus aposentos que lo despachara con las más variopintas excusas sobre su indisposición. La cuestión se veía dificultada todavía más por la necesidad de que esta conversación tuviera lugar en privado, sólo entre los dos, y sin interrupción. Cazaril cruzaba el pasillo que salía de la sala de banquetes, después de cenar, cabizbajo y pensando en la mejor manera de arrinconar a su regio objetivo, cuando un topetazo en el hombro le hizo girar sobre los talones.
Levantó la cabeza y la disculpa por su torpe distracción murió en sus labios. El hombre con el que había tropezado era sir de Joal, uno de los matones de Dondo, ahora desempleado —¿qué harían ahora para ganarse la vida esos chuscos desdichados? ¿Los habría heredado el hermano de Dondo?—, flanqueado por uno de sus camaradas, socarrón, y sir de Maroc, que fruncía el ceño con desasosiego. Cazaril se corrigió: el hombre que había tropezado con él. La luz procedente de las velas de los candelabros de pared inspiraba destellos en los ojos alertas del joven.
—¡Patoso! —rugió de Joal, consiguiendo que sonara un tanto ensayado—. ¿Cómo te atreves a cortarme el paso?
—Os pido perdón, sir de Joal. Tenía la cabeza en otra parte. —Cazaril realizó media reverencia y se dispuso a reanudar su camino.
De Joal dio un paso a un lado, bloqueándolo, y apartó su capa chaleco para revelar la empuñadura de su espada.
—Yo digo que me habéis cortado el paso. ¿Es que además pensáis llamarme mentiroso?
Una emboscada. Ah
. Cazaril se detuvo, apretando los labios. Hastiado, preguntó:
—¿Qué queréis, de Joal?
—¡Tengo testigos! —De Joal señaló a su compinche y a de Maroc—. Me habéis cortado el paso.
Obediente, su camarada replicó:
—Sí, yo lo he visto —aunque de Maroc parecía no tenerlas todas consigo.