La Maldición de Chalion (40 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

BOOK: La Maldición de Chalion
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—Ni siquiera de Jironal se atrevería a enojar al Templo lanzando a los soldados del Hijo contra los de la Hija —dijo Palli, convencido.

—Mm.

—Al mismo tiempo, algunos de los señores dedicados, sin dar nombres por ahora, quieren ir más lejos. Quizá reúnan y presenten pruebas relativas a los sobornos de los dos de Jironal, amenazas, desfalcos y malversaciones que obligarían a Orico a deponer a de Jironal de su puesto de canciller. Obligar al roya a tomar partido.

Cazaril se frotó la nariz, y amonestó:

—Obligar a Orico a tomar partido sería lo mismo que intentar levantar una torre de natillas. No lo recomiendo. No se separará de Jironal así como así. El roya confía en él… más de lo que puedo explicar. Tus pruebas tendrían que ser profundamente irrefutables.

—Sí, y eso es en parte lo que me lleva hasta ti. —Palli se inclinó hacia delante, atentamente—. ¿Estarías dispuesto a repetir, bajo juramento ante el cónclave de la Hija, lo que me contaste en Valenda acerca del modo en que te habían vendido los Jironal a las galeras?

Cazaril vaciló.

—La única prueba que tengo que ofrecer es mi palabra, Palli. Con eso no derribaremos a de Jironal, te lo garantizo.

—Con eso sólo, no. Pero bien pudiera ser la moneda que incline la balanza, la paja que provoque el incendio.

¿La pajita más larga que sobresaliera ante las demás? ¿
Quería
que se le conociera como el eje de este complot? Cazaril torció los labios, desolado.

—Y eres un hombre de reputación —siguió Palli, persuasivo.

Cazaril dio un respingo.

—¡Sí, menuda reputación…!

—Qué, si todo el mundo conoce al inteligente secretario de la rósea, el hombre que se reserva su opinión, y la de ella, el Bastión de Gotorget, indiferente por completo a la riqueza…

—No, no es así —aseguró Cazaril, ávido—. Lo que pasa es que no me sé vestir. Sí que me gusta el lujo.

—Y poseedor de la absoluta confianza de la rósea. Y no me vengas ahora con codicias cortesanas… he visto con mis propios ojos cómo despreciabas tres sobornos distintos por parte de los roknari que querían que traicionaras Gotorget, el último cuando casi te morías de hambre, y puedo conseguir testigos vivos que me respalden.

—Bueno,
claro
que no…

—¡Escucharían tu voz en el consejo, Caz!

Cazaril suspiró.

—Voy… voy a pensármelo. Tengo deberes más inmediatos. Digamos que hablaré en la sesión a puerta cerrada si y sólo si crees que mi testimonio puede servir realmente de algo. La política interna del Templo no va conmigo. —Un pinchazo en el estómago le hizo arrepentirse de las palabras elegidas.
Bien me temo que ahora mismo me atañe la política interna de la diosa
.

El risueño cabeceo de Palli señalaba su compromiso como un asentimiento más firme de lo que hubiera deseado Cazaril. Se puso de pie, dio las gracias a Cazaril, y se marchó.

16

Dos tardes después, Cazaril se encontraba sentado a la vista ante su mesa de trabajo, arreglando sus plumas, cuando entró en su antecámara un paje del Zangre, que anunció:

—El dedicado Rojeras, respondiendo a la llamada de la rósea Iselle, mi lord.

Rojeras era un hombre de unos cuarenta años, de cabello rubio oscuro con incipientes entradas, pecoso, de penetrantes ojos azules. Su profesión quedaba puesta de manifiesto gracias a los hábitos verdes propios de un lego dedicado del Templo Hospital de la Piedad de la Madre de Cardegoss, que oscilaban al compás de sus bruscos pasos, y su rango estaba implícito en el galón de maestre que llevaba cosido en el hombro. Cazaril supo de inmediato que ninguna de sus pupilas era la paciente, puesto que la Orden de la Madre habría enviado una médica. Se envaró alarmado, pero asintió educadamente. Se incorporó y se dispuso a transmitir el mensaje a las cámaras interiores, para descubrir que lady Betriz y la rósea ya habían acudido a la puerta, desde donde sonreían sus saludos al hombre sin dar muestras de sorpresa.

Betriz hizo una ligera reverencia en respuesta a la más honda del dedicado, y dijo:

—Éste es el hombre del que os hablé, rósea. El divino encargado de la Madre dice que sus estudios se especializan en las enfermedades degenerativas, ¡y hay aprendices que cruzan toda Chalion para aprender a su cargo!

Así que la excursión de lady Betriz ayer al templo había incluido algo más que oraciones y ofrendas caritativas. Iselle tenía menos que aprender acerca de las intrigas de la corte de lo que él sospechaba. Estaba claro que había conseguido colársela sin que
él
se diera cuenta. Le habían tendido una emboscada, sus propias pupilas. Sonrió tensamente, tragándose el miedo. El hombre no estaba recubierto de las señales luminosas que evidenciaban la segunda visión; ¿qué podría decir del simple cuerpo de Cazaril?

Iselle observó al médico y asintió, satisfecha.

—Dedicado Rojeras, haced el favor de auscultar a mi secretario e informarme de lo que encontréis.

—¡Rósea, no necesito ver a ningún médico! —
Y sobre todo no necesito que ningún médico me vea
.

—Lo único que perderemos será un poco de tiempo —repuso Iselle—, que los dioses nos dan todos los días de todos modos. So pena de contrariarme, te ordeno que vayas con él, Cazaril.

La determinación de su voz no daba lugar a réplica.

Maldito Palli, no sólo le había metido esta idea en la cabeza, sino que le había enseñado cómo cerrarle las salidas. Iselle aprendía demasiado rápido. Empero… el médico diagnosticaría un milagro, o no diagnosticaría nada. Si lo primero, Cazaril podía llamar a Umegat, y dejar que el santo se ocupara de todo, con sus indudablemente buenos contactos con el Templo. Si lo segundo, ¿qué daño podía hacerle?

Cazaril asintió obediente, si bien un tanto ofendido, para mostrar su conformidad y guió al inoportuno visitante escaleras abajo hasta su dormitorio. Lady Betriz los siguió, para asegurarse de que se cumplían las órdenes de su señora real. La muchacha le ofreció una sonrisa compungida, pero en sus ojos asomaba la aprensión cuando Cazaril le cerró la puerta y el paso.

A solas con Cazaril, el médico le pidió que se sentara junto a la ventana mientras le medía el pulso y le auscultaba ojos, oídos y garganta. Pidió a Cazaril que orinara, para husmear el resultado y estudiarlo dentro de un tubo de cristal a la luz. Se interesó por el proceso intestinal de Cazaril, y éste admitió a regañadientes que evacuaba sangre. Luego le pidió que se desnudara y se tumbara, y hubo de soportar que el hombre le pegara la oreja al pecho para escuchar los latidos de su corazón y su respiración, y que le presionara y palpara todo el cuerpo con aquellos dedos fríos y rápidos. Cazaril tuvo que explicar cómo se había ganado las cicatrices de la espalda; los comentarios de Rojeras al respecto se limitaron a unas cuantas sugerencias espeluznantes sobre cómo podría librarse Cazaril de los apósitos restantes, si es que se sentía con ganas y con agallas. Con todo, Cazaril pensó que preferiría esperar a caerse de otro caballo, y así lo dijo, lo que consiguió que Rojeras soltara la risa.

La sonrisa de Rojeras se evaporó mientras practicaba un tanteo más cuidadoso y minucioso del estómago de Cazaril, apretando aquí y allá.

—¿Le duele aquí?

Cazaril, decidido a pasar el mal trago cuanto antes, respondió:

—No.

—¿Cuando hago esto?

Cazaril gimió.

—Ah. Sí que le duele. —Más apretones. Más muecas. Rojeras hizo una pausa, con la yema de los dedos sobre la tripa de Cazaril, con mirada abstraída. Al cabo, pareció salir de un trance. Cazaril se acordó de Umegat.

Rojeras seguía sonriendo cuando Cazaril volvió a vestirse, pero se leía la cavilación en sus ojos.

—Hable, dedicado —alentó Cazaril—. Soy una persona razonable, no voy a desmoronarme.

—¿Sí? Bien. —Rojeras cogió aire y expuso, llanamente—: Mi lord, tenéis un tumor palpable.

—Así que… es eso —dijo Cazaril, sentándose con cuidado de nuevo en la silla.

Rojeras levantó la mirada rápidamente.

—¿No os sorprende?

No tanto como el último diagnóstico
. Cazaril pensó con añoranza en el alivio que supondría descubrir que sus recurrentes dolores de estómago obedecían a un agente letal tan natural y mundano. Por desgracia, tenía el convencimiento de que los tumores de la mayoría de la gente no les gritaban obscenidades en plena noche—. Tenía motivos para suponer que algo iba mal. Pero ¿qué significa eso? ¿Qué cree que va a ocurrir?

Procuró mantener un tono de voz neutral.

—Bueno… —Rojeras se sentó al borde de la cama vacía y enlazó los dedos—. Existen muchos tipos de crecimientos. Algunos son difusos, otros nudosos o encapsulados, algunos matan enseguida, algunos persisten durante años y apenas si producen malestar. El vuestro parece encontrarse encapsulado, lo que nos da esperanzas. Hay un tipo común, una especie de quiste que se llena de líquido, que una mujer de la que me ocupaba conservó durante doce años.

—Oh. —Cazaril ensayó una sonrisa optimista.

—Creció hasta pesar treinta kilos antes de matarla —concluyó el médico. Cazaril dio un respingo, pero Rojeras continuó, indiferente—: Y hay otro, uno de lo más interesante que sólo he visto dos veces en todos mis años de estudio… una masa redonda que, al abrirse, se ve que contiene nudos de carne con pelo, dientes y huesos. Encontré uno en el vientre de una mujer, lo que casi tiene sentido, pero había otro en la pierna de un hombre. Mi teoría es que fueron engendrados por un demonio fugado que intentaba generar una forma humana. Si el demonio hubiera tenido éxito, postulo que se habría abierto paso a mordiscos y habría salido al mundo en carne y hueso, lo que sin duda hubiera sido una abominación. He deseado durante mucho tiempo encontrar otro en un paciente que siguiera con vida, de modo que pudiera estudiarlo y comprobar lo acertado de mi teoría.

Observó a Cazaril, especulando.

Con un esfuerzo sobrehumano, Cazaril se contuvo para no salir corriendo y gritando. Se miró el estómago hinchado, aterrorizado, y volvió a apartar la vista con cuidado. Pensaba que su aflicción era espiritual, no física. No se le había ocurrido que pudiera ser las dos cosas al mismo tiempo.
Esto
era una intrusión de lo sobrenatural en lo sólido, lo que, dado su caso, cobraba tanta más plausibilidad. Atragantándose, consiguió preguntar:

—¿Y también crecen hasta los treinta kilos?

—Los dos que yo he extirpado eran mucho más pequeños —le aseguró Rojeras.

Cazaril levantó la cabeza, súbitamente esperanzado.

—Entonces, ¿se pueden extirpar?

—Ah… sólo a personas muertas —se disculpó el médico.

—Pero, pero… ¿se podría hacer? —Si un hombre era lo bastante valiente para tenderse y ofrecerse con sangre fría al afilado acero… si se pudiera arrancar la abominación con la brutal velocidad de una amputación… ¿Sería posible escindir físicamente un milagro, tratándose de un milagro hecho carne?

Rojeras negó con la cabeza.

—En un brazo o una pierna, a lo mejor. Pero así… Vos fuisteis soldado, sin duda habéis presenciado lo que ocurre con las heridas en el estómago. Aunque el azar os permitiera sobrevivir a la conmoción y el dolor de la operación, la fiebre os mataría en cuestión de días. —Su voz se volvió más sombría—. He probado en tres ocasiones, y sólo porque mis pacientes amenazaron con quitarse la vida si no lo intentaba. Murieron todos. No me atrevo a matar más buenas personas de esa manera. No os torturéis ni os hagáis ilusiones con imposibilidades tan desesperadas. Aprovechad lo que os brinde la vida que os queda, y rezad.

Rezando me metí en esto… o esto se metió en mí…

—¡No se lo digáis a la rósea!

—Mi lord —contestó el médico, solemne—, es mi deber.

—Pero no puedo…
ahora
no… ¡me metería en la cama! ¡No puedo apartarme de ella! —Cazaril levantó la voz, impulsado por el pánico.

Rojeras arqueó las cejas.

—Vuestra lealtad es encomiable, lord Cazaril. ¡Calmaos! No es necesario que guardéis cama hasta que no sintáis la necesidad. A la verdad, los quehaceres que pueda reportaros vuestro servicio os mantendrán la mente ocupada y os ayudarán a fortalecer vuestro espíritu.

Cazaril inhaló hondo y decidió no desengañar a Rojeras de la idílica imagen que tenía de los quehaceres de la Casa de Chalion.

—Siempre y cuando especifiquéis que no hay por qué relevarme de mi puesto.

—Siempre y cuando comprendáis que eso no os da bula para excederos en vuestras tareas —repuso Rojeras, obstinado—. Es evidente que necesitáis más descanso del que os concedéis.

Cazaril asintió apresuradamente, intentando parecer servicial y enérgico a un tiempo.

—Otra cosa importante —añadió Rojeras, revolviéndose como si se dispusiera a marcharse pero sin acabar de incorporarse—. Si os pregunto esto es únicamente porque, como decís vos, soy un hombre razonable, y creo que lo sabréis entender.

—¿Sí? —inquirió Cazaril, desconfiado.

—Cuando muráis, dentro de mucho, recemos por ello, ¿os importaría darme vuestro permiso por escrito para extirparos el tumor, para mi colección?

—¿
Coleccionáis
estos horrores? —Cazaril hizo una mueca—. La gente suele conformarse con cuadros, o espadas antiguas, o tallas de marfil. —La ofensa se enfrentó a la curiosidad, y perdió—. Eh… ¿cómo los conserváis?

—En jarras de vino. —Rojeras sonrió, ligeramente arrebolado por el azoramiento—. Sé que suena morboso, pero sigo esperando… si consigo aprender lo suficiente, algún día lo comprenderé, algún día podré encontrar la manera de evitar que estas cosas maten a la gente.

—¿No serán oscuros regalos de los dioses, a los que no podemos oponernos?

—A veces resistimos la gangrena, por medio de la amputación. Resistimos la infección de la mandíbula, extrayendo el diente malo. Resistimos las fiebres, aplicando frío y calor, y buenos cuidados. Toda cura tiene su primera vez. —Rojeras guardó silencio. Transcurrido un momento, dijo—: Es evidente que la rósea Iselle os profesa un gran afecto y estima.

Cazaril, sin saber qué responder a esto, contestó:

—Entré a su servicio la primavera pasada, en Valenda. Antes había servido oficialmente en la casa de su abuela.

—No es propensa al histerismo, ¿verdad? Las mujeres de noble cuna a veces… —Rojeras se encogió de hombros, en vez de decir alguna grosería.

—No —tuvo que admitir Cazaril—. Nadie lo es en su casa. Más bien al contrario. —Añadió—: Pero no será necesario que se lo digáis a las señoritas, y las preocupéis, tan… tan pronto.

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