Los mozos y las criadas surgieron a trompicones de las diversas puertas que rodeaban el patio en el preciso instante que se percibían tras las puertas exteriores el repiqueteo de las pezuñas y los gritos de saludo. Las primeras en trasponer los arcos de piedra, inmersas en una fanfarria de cosecha propia de voces triunfales impropias de una dama, fueron una pareja de muchachas a lomos de sendos caballos piafantes con el vientre cubierto de barro.
—¡Ganamos, Teidez! —exclamó la primera por encima del hombro. Iba vestida con una zamarra de montar de terciopelo azul, a juego con su falda abierta de lana. Su cabello escapaba al cerco de una gorra de encaje, algo torcido, en rizos que no eran rubios ni rojos sino una especie de ámbar refulgente a la agonizante luz del ocaso. Tenía una boca generosa, la piel pálida y los ojos curiosamente ribeteados por densas pestañas, entornados ahora por la risa. Su compañera, más alta, una morena jadeante vestida de rojo, sonrió y se giró en su silla para comprobar que las seguía el resto de la cabalgata.
Un caballero todavía más joven, cubierto por una chaquetilla escarlata con bestias bordadas con hilo de plata, apareció montando un caballo aún más impresionante, de un negro lustroso, cuya cola semejaba un estandarte de seda. Lo escoltaban dos mozos de rostro impasible, y lo seguía un caballero de gesto huraño. Guardaba parecido con su hermana (¿sus hermanas?). Sí, sin duda, pelo rizado, si acaso más rojizo, y la boca ancha, más fruncida.
—La carrera terminó al pie de la colina, Iselle. Has hecho trampas.
La aludida dedicó un gesto de "oh, pobrecito" a su regio hermano. Antes de que el tambaleante sirviente tuviera tiempo de colocar el banco de montar para damas que intentaba acercarle, ella se escurrió de la silla y botó sobre la puntera de sus botas.
Su compañera morena desmontó adelantándose a su vez al mozo, al que entregó las riendas, diciendo:
—Deni, dales un paseo extra a estas pobres bestias, hasta que se tranquilicen. Les hemos pegado una paliza tremenda. —Desmintiendo un tanto sus palabras, besó a su caballo en el centro de la mancha blanca que le adornaba el hocico y, cuando el animal le hubo devuelto la caricia con la seguridad que da la costumbre, se lo agradeció con alguna chuchería que sacó del bolsillo.
La última en cruzar las puertas, con un par de minutos de retraso, fue una mujer mayor de rostro congestionado.
—¡Iselle, Betriz, no corráis! ¡Madre e Hija, dos chiquillas como vosotras no pueden atravesar medio interior de Valenda al galope como un par de lunáticas!
—Ya hemos dejado de correr. Lo cierto es que ya nos hemos detenido —señaló la muchacha morena, en toda lógica—. Por mucho que corramos, corazón santo, no podremos dejar atrás vuestra lengua. Es más rápida que el más veloz de los caballos de Baocia.
La anciana compuso una mueca de exasperación y esperó a que su mozo terminara de afianzar su banco para descabalgar.
—Vuestra abuela os regaló aquel adorable mulo blanco, rósea, ¿por qué no lo montáis nunca? Sería mucho más apropiado.
—Y mucho más leeeento —repuso la joven de cabello ambarino, riendo—. Además, han lavado y cepillado al pobre Copo de Nieve para la procesión de mañana. Los mozos se habrían sentido desconsolados si lo hubiera sacado para correr por el fango. Piensan tenerlo envuelto en sábanas toda la noche.
Sin resuello, la anciana permitió que su mozo la ayudara a desmontar. Una vez de pie, se sacudió la falda y estiró la espalda, aparentemente dolorida. El muchacho partió en medio de un racimo de sirvientes ansiosos, y las dos jóvenes, ajenas a los incesantes murmullos de queja de su fámula, echaron una carrera hasta la puerta del torreón principal. Las siguió, meneando la cabeza.
Cuando se acercaban a la puerta, un hombre de mediana edad y constitución robusta vestido con austeras ropas de lana negra salió y les amonestó de pasada, sin que su voz evidenciara rencor, pero sí firmeza:
—Betriz, si alguna vez vuelves a subir la colina al galope de ese modo, te quitaré el caballo. Y podrás emplear las energías que te sobren en correr a pie detrás de la rósea.
La aludida le dedicó una fugaz reverencia y un tímido murmullo:
—Sí, papá.
La joven de melena ámbar se puso firme de inmediato.
—Disculpe a Betriz, por favor, sir de Ferrej. La culpa ha sido mía. Ella no tiene más elección que seguirme allá donde yo vaya.
El hombre arqueó una ceja y se inclinó ligeramente ante la muchacha.
—Entonces quizá debáis meditar, rósea, acerca del honor al que puede aspirar un capitán que arrastra a sus hombres a un error a sabiendas de que él escapará impune.
Ante esto, los carnosos labios de la joven de melena ambarina se estremecieron. Tras sostenerle la mirada bajo las largas pestañas, también ella ensayó una fracción de reverencia, antes de que ambas muchachas escaparan a futuras regañinas entrando cabizbajas en el castillo. El hombre de negro sofocó un suspiro inaudible. La fámula, que caminaba con dificultad en pos de las chicas, le dio las gracias con un cabeceo.
Aun sin estos indicios, Cazaril podría haber identificado al hombre como el alcaide del castillo por el tintineo de las llaves que colgaban de su cinturón con remaches de plata, y la cadena de su oficio que le rodeaba el cuello. Se puso de pie de inmediato cuando el hombre se acercó a él, y ensayó una reverencia condenadamente torpe, obstaculizada por sus apósitos.
—¿Sir de Ferrej? Me llamo Lupe de Cazaril. He venido a suplicar audiencia con la viuda provincara, si… si le place. —Su voz vaciló bajo el peso del ceño del castellano.
—No os conozco, sir.
—Por la gracia de los dioses, la provincara quizá se acuerde de mí. Una vez fui paje, aquí. —Abarcó su entorno con un ademán ciego—. En esta casa. Cuando vivía el antiguo provincar. —Lo más próximo a un hogar que había abandonado, suponía. Cazaril estaba indeciblemente cansado de ser un forastero en todas partes.
Las cejas grises se alzaron.
—Preguntaré a la provincara si desea veros.
—Eso es lo único que pido. —Lo único que se atrevía a pedir. Se hundió de nuevo en el banco y enlazó los dedos mientras el castellano regresaba al torreón principal.
Tras varios minutos de suspense insoportables, espiado de soslayo por los sirvientes que pasaban junto a él, Cazaril levantó la cabeza ante la reaparición del alcaide. De Ferrej lo estudió con humorismo.
—Su Gracia la provincara os concede una entrevista. Seguidme.
Tenía el cuerpo entumecido después de haber pasado tanto tiempo sentado a la intemperie; trastabilló ligeramente, y maldijo su traspié, mientras seguía al alcaide al interior. Apenas si necesitaba guía. El plano del lugar regresó a él, abriéndose paso en su recuerdo con cada recodo que doblaba. Cruza este vestíbulo, al otro lado de aquellas baldosas con dibujos azules y amarillos, sube esta escalera y esa otra, atraviesa una cámara interior encalada y ahí está la habitación del ala occidental que siempre ha preferido para sentarse a esta hora del día, donde goza de más luz para su bordado, o para leer. Hubo de agachar un poco la cabeza para cruzar el umbral, algo que nunca había tenido que hacer antes; parecía que ése era el único cambio.
Aunque no es la puerta la que ha cambiado
.
—Aquí está el hombre que habéis mandado llamar, vuestra gracia —anunció el castellano, con voz neutral, rehusando reafirmar o desmentir su supuesta identidad. La viuda provincara estaba sentada en una amplia silla de madera, acolchada para alivio de sus huesos envejecidos. Se cubría con un sobrio vestido verde oscuro apropiado para su excelsa viudedad, pero rechazaba el tocado de viuda y prefería llevar el cabello entrecano trenzado en torno a la cabeza con dos nudos, imbricado de cintas verdes, prendido con broches enjoyados. Había una fámula casi tan anciana como ella sentada a su lado, también viuda a juzgar por su atuendo, propio de una devota del Templo. La acompañante se aferró a su labor y dedicó una mirada desconfiada a Cazaril.
Rezando para que no le traicionara ahora el cuerpo con algún tic o tropiezo, Cazaril hincó una rodilla en el suelo junto a la silla de la provincara e inclinó la cabeza en señal de respetuoso saludo. El vestido de la mujer desprendía un olor a lavanda, el seco perfume de una anciana. Alzó la mirada, buscando en su rostro algún indicio de reconocimiento. Si ella no lo reconocía ahora, se convertiría en nadie de verdad, y de inmediato.
La provincara le devolvió la mirada, y se mordió el labio, presa del asombro.
—Cinco dioses —musitó—. En verdad sois vos. Mi lord de Cazaril. Sed bienvenido a mi casa. —Le tendió la mano para que la besara. Cazaril tragó saliva, atragantándose casi, y humilló la cabeza sobre la mano. En su día, había sido blanca y delicada, perfectas las uñas, nacaradas. Ahora se le marcaban los nudillos, y la fina piel tenía manchas marrones, aunque las uñas seguían luciendo tan bien cuidadas como en sus años de matrona en la flor de la vida. Ni el menor respingo afectó su compostura cuando él derramó un par de lágrimas que fueron a verterse imparables sobre el dorso de su mano, aunque sus labios se curvaron un tanto. La mano escapó de la débil presa de Cazaril para tocarle la barba y trazar la línea de una mecha blanca—. Ay, Cazaril, ¿tanto he envejecido yo?
Parpadeó rápidamente. No podía, no debía romper a llorar igual que un chiquillo entrado en años.
—Ha pasado mucho tiempo, vuestra gracia.
—Tsch. —La mano se giró y los dedos ásperos tamborilearon en su mejilla—. Te había dado pie para que dijeras que no he cambiado un ápice. ¿Es que no te enseñé a mentir mejor a una dama? No sabía que hubiera sido tan negligente. —Con perfecta compostura, apartó la mano e hizo un gesto con la cabeza a su acompañante—. Os presento a mi prima, lady de Hueltar. Tessa, te presento a mi lord el castelar de Cazaril.
Por el rabillo del ojo, Cazaril vio que el alcaide, con un suspiro de alivio, bajaba la guardia, se cruzaba de brazos y se apoyaba en el marco de la puerta. Aún de rodillas, Cazaril se inclinó torpemente en dirección a la devota.
—Sois muy amable, vuestra gracia, pero ya no poseo Cazaril, ni su torre, ni ninguna de las tierras de mi padre. Tampoco reclamo su título.
—No seáis tonto, castelar. —Bajo su tono de broma, su voz se endureció—. Hace diez años que murió mi querido provincar, pero habré de encargar a los demonios del Bastardo que devoren al primer hombre que ose llamarme algo menos que provincara. Tenemos lo que podemos retener, querido muchacho, no dejes que nunca te vean flaquear o vacilar.
Junto a ella, la devota se envaró en un gesto de desaprobación ante la brusquedad de aquellas palabras, ya que no, quizá, ante el sentimiento que las respaldaba. Cazaril consideró imprudente señalar que su título pertenecía ahora a la nuera de la provincara. Su hijo, el actual provincar, y su esposa probablemente lo juzgarían igual de imprudente.
—Siempre seréis la gran dama para mí, vuestra gracia, la que adoramos a distancia.
—Mejor —aprobó juiciosamente la viuda—. Mucho mejor. Me gustan los hombres que saben conservar el ingenio. —Hizo una seña al castellano—. De Ferrej, traed una silla al castelar. Y otra para vos; parecéis un cuervo ahí plantado.
El alcaide, aparentemente acostumbrado a este trato, sonrió y murmuró:
—De inmediato, vuestra gracia.
Trajo una silla labrada para Cazaril, con el gratificante murmullo de
¿Desea tomar asiento, mi lord?
y encontró otra para sí en la cámara adjunta, que situó algo alejada de la dama y su invitado.
Cazaril se incorporó con dificultad y volvió a acomodarse, agradecido. Tentativamente, aventuró:
—¿Eran el róseo y la rósea los que he visto entrar a caballo cuando llegué, vuestra gracia? No os habría molestado con mi intromisión de saber que teníais visita. —No se habría atrevido.
—Nada de visitas, castelar. Por ahora viven aquí conmigo. Valenda es una ciudad limpia y tranquila, y… mi hija no se siente del todo bien. Le conviene el retiro aquí, después del frenesí de la corte.
Una expresión fatigada se asomó a sus ojos.
Cinco dioses, ¿lady Ista también se encontraba aquí? La viuda royina Ista, se apresuró a corregirse Cazaril. La primera vez que vino a servir a Baocia, aún una larva sin desarrollar como cualquier chiquillo de cualquier estación, la hija pequeña de la provincara, Ista, le había parecido ya una mujer adulta, aunque sólo tenía algunos años más que él. Por suerte, ni siquiera a aquella estúpida edad había sido tan imprudente de comentar con nadie el insufrible engreimiento de la joven. Su sumo matrimonio poco después con el propio roya Ias, el primero para ella, segundo para él, había parecido el destino lógico de su belleza, pese a la diferencia de edad de la egregia pareja. Cazaril suponía que la temprana viudedad de Ista había sido algo de esperar, aunque no tan temprana como resultó ser.
La provincara desechó su cansancio con un impaciente aleteo de los dedos y siguió con un:
—¿Y qué hay de vos? Lo último que supe de vos es que cabalgabais como correo para el provincar de Guarida.
—Eso ocurrió… hace algunos años, vuestra gracia.
—¿Cómo habéis venido? —Lo examinó, bajas las cejas—. ¿Dónde está vuestra espada?
—Ah, la espada. —Se llevó vagamente la mano al costado, donde no pendía cinto ni arma alguna—. La perdí en… Cuando el marzal de Jironal condujo las tropas del roya Orico hacia la costa septentrional para la campaña de invierno de hace… ¿tres?, sí, hace tres años, me nombró castellano de la fortaleza de Gotorget. Luego de Jironal sufrió aquel desafortunado revés… defendimos la torre contra las fuerzas roknari durante nueve meses. Lo habitual, como sabéis. Juro que no quedaba una rata sin espetar en Gotorget cuando recibimos la noticia de que de Jironal había firmado un nuevo tratado y se nos ordenaba deponer las armas y abandonar la fortaleza a nuestros enemigos. —Ofreció una breve sonrisa desprovista de sentimiento; cerró la mano izquierda sobre el regazo—. Para mi consuelo, se me informó de que nuestra fortaleza les había costado a los roknari trescientos mil reales adicionales, en la tienda donde se firmó el tratado. Además de considerablemente más que nueve meses en el campo de batalla, según mis cálculos. —
Flaco consuelo, para las vidas que perdimos
—. El general roknari reclamó la espada de mi padre; dijo que pensaba colgarla en su tienda, para acordarse de mí. Fue la última vez que vi mi filo. Después de aquello… —La voz de Cazaril, que había cobrado fuerza a lo largo del relato, vaciló. Carraspeó, y continuó—: Se produjo un error, una confusión. Cuando llegó la lista de hombres por los que se había pagado rescate, junto al cofre de reales, se había omitido mi nombre. El oficial de intendencia roknari juraba que no había ningún error, porque el total casaba con el número de nombres, pero… se trataba de un error. Todos mis oficiales fueron rescatados… A mí me pusieron con los hombres convictos, y todos juntos desfilamos hasta Visping, para ser vendidos como galeotes a los corsarios roknari.