Read La mano del diablo Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)
¡Santa María! El señor Jeremy se despertaría. Esperó, pero no oyó sus pasos ni la puerta del lavabo ni tampoco la cadena u otro de los ruidos que indicaban su irascible despertar.
Al segundo empujón pudo introducir la cabeza, pero contuvo la respiración. Dentro había una especie de neblina, y un calor propio de un horno.
La habitación, que llevaba cerrada muchos años (al señor Jeremy no le gustaban los niños), tenía las paredes desconchadas, con sucias telarañas. Lo que se había caído era un viejo armario que atrancaba la puerta. De hecho parecía que estuviera bloqueada por todo el mobiliario de la sala. Todo menos la cama. Agnes vio que estaba al fondo, y que el señor Jeremy yacía en ella completamente vestido.
–¿Señor Jeremy?
Sin embargo, ya sabía que no contestaría. El señor Jeremy no dormía. ¿Cómo iba a dormir, si tenía los ojos tan quemados que no podían cerrarse, el cono ceniciento de su boca paralizado en un grito y la lengua negruzca (hinchada como un chorizo) saliendo de ella al igual que un mástil? Era imposible dormir con los codos separados de la cama, y los puños tan cerrados que corrían hilillos de sangre entre los dedos. Imposible dormir con el torso chamuscado y hundido como un tronco quemado. Agnes había visto muchos cadáveres durante su infancia en Colombia, pero ninguno tan muerto como el del señor Jeremy. No se podía estar más muerto.
Oyó una voz. Se dio cuenta de que era ella que murmuraba «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Tras volver a santiguarse, incapaz de dar un paso o apartar la vista, sacó el rosario. A la derecha de la cama, el suelo estaba quemado. Reconoció la huella.
Fue en ese momento cuando entendió lo que le había pasado a Jeremy Grove.
Un grito ahogado salió de su boca. De pronto tenía la energía necesaria para apartarse de la puerta y cerrarla. Buscó la llave y la usó, sin dejar de murmurar ni un momento «creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». Se santiguaba una y otra vez, con el rosario en el puño y este en el pecho, mientras retrocedía por el pasillo y mezclaba sollozos con atropelladas oraciones.
La huella quemada de una pezuña en el suelo le decía todo lo que necesitaba saber. Al final el demonio se había llevado a Jeremy Grove.
El sargento dejó de poner cinta amarilla, y al levantar la cabeza se le agrió el rostro. Era un follón, con todos los puntos a su favor para convertirse en un follón de mierda. Las vallas se colocaron demasiado tarde. La playa y las dunas ya eran un hormiguero de mirones pisando las pistas que pudiera haber en la arena. Para colmo las pusieron mal y tuvieron que moverlas, encerrando dos Range Rovers, cuyos dueños (un hombre y una mujer) estaban ahora fuera del coche, gritando que tenían importantes compromisos (peluquería y tenis) y enseñando los teléfonos móviles, mientras amenazaban con llamar a sus respectivos abogados.
El ruido viscoso que oía a sus espaldas era la mierda que amenazaba con llegarles hasta el cuello. Era el 16 de octubre en Southampton, Long Island. Acababan de encontrar asesinado en la cama al vecino más ilustre del pueblo.
Oyó la voz del teniente Braskie.
–¡Sargento, que se deja estos setos! ¿No le he dicho que lo acordonara todo?
El sargento empezó a tender la cinta alrededor del seto que rodeaba la finca de Grove, sin molestarse en responder. Como si un seto de tres metros con alambrada oculta no pudiera frenar a los periodistas, pero una cinta de plástico sí... Vio que se acercaban varios camiones de la televisión y furgonetas con antenas parabólicas. También oyó el ruido amortiguado de un helicóptero. La prensa local se apelotonaba en la barricada de Dune Road para discutir con la policía, mientras llegaban coches patrulla de refuerzo de Sag Harbor y East Hampton, además de la brigada de homicidios de South Fork. El teniente distribuía a los nuevos agentes por las playas y las dunas, en un vano esfuerzo por contener al público. Mientras tanto ya estaban llegando los del departamento de pruebas. El sargento los vio entrar en la casa con sus maletines metálicos de laboratorio forense. En otros tiempos habría estado con ellos, y hasta los habría dirigido. Otros tiempos, otro sitio...
Siguió colgando cinta en el seto, hasta llegar a las dunas de la playa. Algunos policías se ocupaban de los curiosos, gente bastante dócil y de mirada bovina, que contemplaba los gabletes, torrecillas y extrañas ventanas de la mansión. La juerga estaba a punto de empezar. Alguien había puesto un loro a toda pastilla, y algunos tíos cachas se paseaban con birras en la mano. Era un día de veranillo de san Martín más caluroso de lo habitual. Todos iban en pantalón corto o en bañador, como si no quisieran aceptar el final del verano. El sargento rió para sus adentros al imaginarse cómo quedarían todos esos cuerpos diez después de veinte años de cerveza y patatas chips. Probablemente como el suyo.
Al mirar la casa, vio a los del departamento de pruebas gateando por el césped. El teniente caminaba junto a ellos sin enterarse de nada. Parecía mentira, pensó el sargento con otra punzada de tristeza, que un hombre como él, con toda su formación y su talento, estuviera acordonando la zona, mientras otros se ocupaban del trabajo serio. De nada servía pensarlo.
Los camiones de la televisión ya habían descargado su equipo. Un grupo de cámaras había conseguido una buena perspectiva de la mansión. Mientras tanto, los pijetes de los corresponsales pegaban berridos por el micro. «¡Anda, qué sorpresa!» El teniente Braskie se había apartado de los del departamento de pruebas y se acercaba a las cámaras, como una mosca volando hacia una mierda fresca.
El sargento hizo un gesto de incredulidad.
Vio a un hombre que corría agachado y en zigzag por las dunas. Salió tras él y le cortó el paso al principio del césped. Era un fotógrafo. Cuando el sargento le dio alcance, ya se había arrodillado y enfocaba su teleobjetivo, largo como el aparato de un elefante, hacia uno de los detectives de homicidios de East Hampton, que estaba interrogando a una criada en la galería.
El sargento puso una mano sobre el objetivo y lo apartó con suavidad.
–Fuera.
–Venga, hombre...
–¿Qué quieres, que te confisque el carrete?
El tono del sargento era afable. Siempre había sido muy tolerante con la gente que solo aspiraba a hacer su trabajo, aunque fuera de la prensa.
El fotógrafo se levantó, dio unos pasos y, después de volverse para robar la última foto, se fue corriendo. El sargento regresó a la mansión, vieja y destartalada. El viento traía consigo un olor peculiar, como de fuegos artificiales. Vio que el teniente se había situado dentro del hemiciclo de cámaras de televisión, y que disfrutaba como un niño pequeño. Braskie pensaba presentarse al puesto de jefe en las siguientes elecciones. Con su superior de vacaciones, la ocasión era inmejorable, casi como si el asesinato lo hubiera cometido él.
El sargento dio un rodeo por el césped, para no acercarse a los del departamento de pruebas, y pasó cerca de un pequeño estanque de patos con una fuente. Al salir de detrás de unos setos, vio que había alguien que tiraba trozos de pan a los patos. Llevaba un alucinante conjunto de dominguero, con camisa hawaiana, gafas de sol Oakley Eye Jacket y unas bermudas enormes y sueltas. Parecía su primer día al sol después de un largo y frío invierno (o de una docena de ellos), y eso que el verano había terminado hacía un mes. Las simpatías que sentía el sargento por los fotógrafos o periodistas que intentaban cumplir con su trabajo se reducían a cero cuando se trataba de turistas, que representaban la purria, lo peor de lo peor.
–¡Eh, oiga!
El hombre levantó la cabeza.
–¿Se puede saber qué hace? ¿No sabe que han matado a alguien?
–Sí, agente, lo siento, pero...
–Váyase ahora mismo.
–¡Es que hay que dar de comer a los patos! ¡Tienen hambre! Supongo que normalmente los alimentan cada mañana, pero hoy...
Sonrió y se encogió de hombros.
El sargento estaba alucinado. ¿Cómo se podía ser tan burro como para pensar en los patos a las pocas horas de producirse un asesinato?
–A ver, enséñeme la documentación.
–Ahora mismo. –El hombre hurgó en sus bolsillos y pareció avergonzado–. Lo siento, es que me he puesto estas bermudas justo después de oír la noticia, pero la cartera debe de haberse quedado en la chaqueta que llevaba ayer por la noche.
Su acento de Nueva York crispó los nervios del sargento. En circunstancias normales se habría limitado a expulsarle al otro lado de la barrera, pero notaba algo extraño. Por un lado la ropa de aquel tipo era tan nueva que aún olía a tienda; por el otro, la mezcla de colores y dibujos era tan atroz que debía de haber cogido cualquier cosa de la tienda de ropa del pueblo. No era simple mal gusto, sino que se trataba de un disfraz.
–Bueno, ya me voy...
–De eso nada. –El sargento sacó su cuaderno, lo abrió por el medio y chupó el lápiz–. ¿Vive cerca?
–He alquilado una casa en Amagansett para una semana.
–¿Dirección?
–Brickman House, Windmill Lane.
Otro rico de mierda.
–¿Y la habitual?
–Ah... Edificio Dakota, Central Park Oeste.
El sargento hizo una pausa. Vaya, qué coincidencia.
–¿Nombre? –preguntó.
–Oiga, sargento, que si molesto me voy y tan...
–Nombre de pila, por favor –dijo con mayor dureza.
–¿Es necesario? Cuesta casi tanto de escribir como de pronunciar. Siempre me ha extrañado que mi madre...
El sargento le hizo enmudecer con una mirada. A la próxima tontería sacaba las esposas.
–Segundo intento. ¿Nombre de pila?
–Aloysius.
–Deletréelo.
Así lo hizo.
–¿Apellido?
–Pendergast.
El lápiz del sargento empezó a anotarlo, pero se quedó en el aire. El sargento levantó despacio la cabeza. Las gafas de sol habían desaparecido. En su lugar apareció un rostro conocidísimo, de pelo casi blanco, ojos grises, facciones perfectamente modeladas y una piel tan pálida y traslúcida que parecía mármol de Carrara.
–¿Pendergast?
–El mismo, mi querido Vincent.
El acento neoyorquino se había convertido en un deje musical de sureño culto que el sargento conservaba muy fresco en la memoria.
–¿Qué hace aquí?
–Lo mismo podría preguntarle yo.
Vincent D'Agosta sintió que se ruborizaba. En su último encuentro con Pendergast era un orgulloso teniente de la policía de Nueva York. Ahora estaba en esa mierda de pueblo como simple sargento, adornando los setos con cinta.
–La noticia de que Jeremy Grove había fallecido en extrañas circunstancias ha coincidido con mi presencia en Amagansett. ¿Usted cree que podía resistirme? Le pido disculpas por el disfraz, pero tenía prisa por llegar.
–¿Trabaja en el caso?
–Mientras no se me asigne oficialmente a él, lo único que puedo hacer es dar de comer a los patos. En mi último caso trabajé sin plena autorización, y digamos que puse nerviosas a algunas personas influyentes. Permítame, Vincent, que exprese mi alegría por este encuentro.
–Lo mismo digo –respondió D'Agosta, que volvió a sonrojarse–. Perdone que no esté en mi mejor momento, pero...
Pendergast le puso una mano en el brazo.
–Ya habrá tiempo de hablar. De momento veo que se acerca un hombre muy alto, que parece afectado por alguna obstrucción.
Una voz grave y amenazadora dijo a sus espaldas:
–Siento mucho tener que interrumpirles.
Al volverse, D'Agosta vio al teniente Braskie.
Este miró a Pendergast, y al cabo de un rato se dirigió a D'Agosta.
–Corríjame si me equivoco, sargento, pero ¿esta persona no se encuentra sin permiso en el lugar del crimen?
–Pues... sí, teniente, pero es que estábamos...
D'Agosta miró a Pendergast.
–¿No será amigo suyo?
–Pues la verdad...
–El sargento me estaba diciendo que me fuera –intervino suavemente Pendergast.
–¿Ah, sí? ¡Vaya! Y ¿se puede saber qué hace aquí, si no es una pregunta indiscreta?
–Dar de comer a los patos.
–Dar de comer a los patos...
D'Agosta vio cómo la cara de Braskie enrojecía, y deseó que Pendergast enseñase rápidamente su placa.
–Ah, pues me parece muy bien –dijo Braskie–. A ver, su documentación.
D'Agosta esperó, complacido. Iban a divertirse.
–Como acabo de decirle al señor agente, me he dejado la cartera en casa y...
Braskie se volvió hacia D'Agosta y vio el cuaderno en su mano.
–¿Tiene los datos de este hombre?
–Sí.
D'Agosta miró a Pendergast con una expresión al borde de la súplica, pero el rostro del agente del FBI permanecía hermético.
–¿Le ha preguntado cómo ha cruzado el cordón policial?
–No, pero...
–¿No le parecería oportuno?
–He entrado por la puerta lateral de Little Dune Road –dijo Pendergast.
–Imposible. Está cerrada con llave. Lo he comprobado personalmente.
–Es posible que la cerradura sea defectuosa. Al menos yo la he abierto sin problemas.
Braskie miró a D'Agosta.
–Bueno, pues ya puede hacer algo útil, sargento; vaya a arreglar la cerradura. Ah, y quiero que me informe a las once en punto. Tenemos que hablar. En cuanto a usted, caballero, le acompaño al otro lado.
–Gracias, teniente.
D'Agosta vio cómo se alejaba la silueta del teniente Braskie, y a Pendergast siguiéndole muy tranquilo. Iba con las manos en los bolsillos de sus bermudas de surfista, y con la cabeza hacia atrás, como para tomar el fresco.
El teniente L. P. Braskie hijo, de la policía de Southampton, se encontraba detrás del emparrado de la pérgola de la mansión, viendo cómo trabajaban los del departamento de pruebas, que buscaban pistas por el enorme césped. Con la expresión imperturbable de profesional, pensó en el jefe MacCready jugando al golf en las Highlands escocesas. Se imaginó el campo de Saint Andrews en otoño, con sus bruscos recodos, el lúgubre castillo y los páramos al fondo. Había decidido esperar un día más antes de llamar al jefe e informarle de todo. MacCready era jefe desde hacía veinte años, y su viaje a Escocia era otra razón por la que Southampton necesitaba sangre fresca. En cuanto a Braskie, además de tener raíces en el pueblo y amistades en el ayuntamiento, había sabido tejer importantes lazos con algunos de los veraneantes. Los favores bien administrados hacían milagros. Un pie en cada mundo. Había jugado bien sus cartas.