—¿Va a llamar Julie después?
—Bueno, en realidad os llamaba por eso.
—No sucede nada malo, ¿no?
—Me temo que sí. Se fue ayer, mientras Dave y yo estábamos de excursión. Creí que vosotros podríais decirme algo.
La alarma se extiende rápidamente hasta la madre de Julie, que se pone al aparato.
—¿Cómo es que se ha ido?
—No lo sé.
—He criado a mi hija y sé que no se iría sin una buena razón.
—Ella se ha limitado a dejarme una nota, diciéndome que necesita estar ausente unos días.
—¿Se puede saber qué le has hecho a mi hija?
—Te aseguro que nada. — Me siento como un mentiroso con la soga al cuello.
Su padre vuelve a ponerse al aparato. Pregunta sí he avisado a la policía, por si se tratase de un secuestro. Le digo que mi madre vio a Julie en el coche y que no parecía que nadie la estuviese apuntando con una pistola.
—Por favor, ¿no os importaría llamarme en cuanto tengáis noticias suyas? Estoy preocupado.
Una hora después hablo con la policía. Me confirman que, si no tengo indicios de un acto criminal, ellos no pueden ayudarme. Llevo a los niños a la cama.
A media noche sigo contemplando, insomne, el techo del dormitorio, cuando oigo un coche a la entrada del garaje. Salto de la cama para mirar por la ventana, pero cuando llego, veo que se trata de un auto ajeno que ha maniobrado y cuyas luces enfilan ya la calle.
La mañana del lunes resulta desastrosa.
Para empezar, Dave se ha obstinado en preparar el desayuno para todos. Todo un detalle por su parte, pero una desgracia para mí. Se pone a hacer tortitas, mientras yo me ducho. Cuando me estoy afeitando, oigo que algo pasa en la cocina. Llego corriendo y encuentro la sartén tirada en el suelo con un pedazo de masa quemada por un lado y cruda por el otro. Dave y Sharon se empujan uno al otro.
—¿Qué sucede aquí?
—Es su culpa — dice Dave, señalando a su hermana.
—Se te estaban quemando.
—Mentira.
Un humo infernal sale de la placa, donde al parecer algo se ha derramado. La apago.
—Sólo intentaba ayudar, pero él no me ha dejado. Yo también sé hacer tortitas — y se le queda mirando desafiante.
—Estupendo, como los dos queréis ayudar, empezar a limpiar la cocina.
Con algo más de orden en la cocina, les preparo cereales con leche fría. Desayunamos en silencio, otra vez.
Con todo el jaleo, Sharon pierde el autobús escolar. Después de despedirme de Dave en la calle, la busco para llevarla al colegio. La encuentro tendida en la cama.
—Y bien, señorita Rogo, ¿preparada para ir a la escuela?
—No puedo.
—¿Y eso?
—Me encuentro enferma.
—Sharon, hay que ir a la escuela.
—Pero me encuentro mal. Me siento al borde de su cama.
—Sé lo que te pasa. Pero las cosas son como son. Tengo que ir al trabajo. No me puedo quedar contigo en casa y tú no te puedes quedar sola. Así que elige, o te vas con tu abuela, o al colegio.
Se incorpora del lecho y le paso el brazo por los hombros. Al cabo de un rato me dice.
—Creo que iré al colegio. La abrazo.
—Gracias, cariño. Sabía que ibas a ser razonable.
Son las nueve pasadas, los niños ya están en la escuela y yo en el trabajo. Al entrar, Fran me pasa un mensaje. Lo recojo y leo. Hilton Smyth, que necesita verme «urgentemente». La palabra «urgente» está subrayada dos veces.
Le llamo.
—Ya era hora. Hace un buen rato que intento hablar contigo.
—¿Qué problema tienes, Hilton?
—Tu gente se está durmiendo con cien submontajes que necesito como agua de mayo.
—Hilton, nosotros no nos dormimos con nada.
—Entonces, ¿por qué no están ya aquí? Tengo un pedido pendiente de que tu personal me pase la pelota.
—Si me das los detalles veré qué ha pasado. Apunto.
—Bien, ya se pondrá alguien en contacto contigo.
—No me parece suficiente. Es mejor que te asegures de que esas piezas lleguen aquí hoy. Y me refiero a las cien, no ochenta y siete, ni noventa y nueve, sino todas. No estoy dispuesto a que mi gente tenga que hacer cambios en el montaje por culpa de tu demora.
—Te digo que voy a hacer lo posible, pero no puedo prometerte nada.
—¿Ah, sí? Bueno, pues déjame decírtelo de otra forma. Si al cabo del día no tengo esas cien piezas, voy a hablar con Peach, y por lo que tengo oído ya tienes suficientes problemas con él.
—Déjame decirte ahora algo a mí. Mis problemas con Peach no son de tu incumbencia. ¿O es que te crees que puedes amenazarme?
Hay un prolongado silencio y pienso que me va a colgar.
—Deberías empezar a leer tu correspondencia.
—¿Qué quieres decir? Me parece oír que sonríe.
—Nada. Limítate a enviarme esas piezas para hoy — me dice—. Adiós.
¡Qué extraño!
Pido a Fran que llame a Bob Donovan
y
que comunique al equipo que tendremos una reunión a las diez. A Donovan le pido que mande un supervisor para que vea lo que ocurre con las piezas de Smyth. Le digo, con toda la energía de que soy capaz, que se asegure de que estén listas para hoy. Intento olvidar después la conversación telefónica, pero no puedo. Me levanto a preguntar a Fran si últimamente hemos recibido algo relacionado con Smyth. Piensa unos instantes y me entrega un sobre.
—El viernes llegó este informe para usted. Parece que el señor Smyth ha sido ascendido.
Recojo el papel de sus manos. Es de Bill Peach, quien anuncia que Smyth ha sido nombrado director de productividad de la división, un puesto de reciente creación. El nombramiento será efectivo a finales de la semana. Según el memorándum, todos los directores de fábricas tendrán que dar regularmente cuentas a Smyth desde ahora, quien tendrá la misión de cuidar especialmente de la productividad, con énfasis en la reducción de costes.
Me pongo a tararear… «¡Qué maravillosa mañana…!»
Todas las esperanzas que había puesto en relación con lo que este fin de semana había aprendido…, bueno, se fueron al diablo. Tal vez creía que sería suficiente llegar a la oficina, abrir la boca y que todos cayeran rendidos ante la fuerza de mis palabras y el peso de los hechos. No ocurrió nada de eso. El equipo compuesto por Lou, Bob, Stacey, Ralph Nakamura, responsable de proceso de datos, y yo mismo, nos encontramos en la sala de conferencias. Yo estoy a la cabecera de la mesa, junto a un caballete que sostiene un grueso taco de folios. Hojas y hojas de esquemas y gráficos que he ido dibujando durante mi explicación. Dos horas de explicaciones. Es casi la hora del almuerzo y siguen tan poco impresionados como antes.
Adivino en esas caras, a las que miro cómo me miran, que no saben qué hacer con lo que les he dicho. Creo ver un destello de inteligencia en los ojos de Stacey. Bob Donovan parece querer entenderlo, algo ha cogido con su intuición. Ralph no está seguro de lo que he hablado. Y Lou frunce el entrecejo. Un simpatizante, un indeciso, un confundido y un escéptico, forman ahora el equipo.
—A ver, ¿cuál es el problema? Se miran unos a otros.
—Vamos, vamos. Esto es como demostrarnos que dos y dos son cuatro y vosotros sin creerme. — Miro directamente a Lou.
—¿Cuál es tu problema?
Se echa hacia atrás y agita su cabeza.
—No sé. Sólo que…, bueno, nos has dicho que todo esto se te ha ocurrido observando una fila de chicos durante una excursión de fin de semana.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—Nada. Pero, ¿cómo sabemos que la idea funciona también dentro de una fábrica?
Hojeo las páginas del caballete hasta dar con la que contiene los dos fenómenos descritos por Jonah.
—Fijaros en esto. ¿Tenemos fluctuaciones estadísticas en las operaciones que realizamos aquí?
—Sí, efectivamente. ¿Y tenemos sucesos dependientes en la fábrica?
—Claro.
—Entonces lo que os he contado es correcto, tiene que serlo.
—Aguarda un instante — interviene Bob—. Los robots no tienen fluctuaciones estadísticas. Producen siempre al mismo ritmo. Por
eso
compramos esos malditos trastos, por su regularidad. Y además, yo pensé que habías ido a ver al tal Jonah para saber qué hacer con ellos.
—Admito que las fluctuaciones normales en el trabajo de un robot son casi nulas. Pero se trata sólo de la operación que realiza un robot. Tenemos un montón de operaciones más, donde sí se dan estos dos fenómenos. Y recordad que el objetivo es el de lograr la productividad de todo el sistema, no sólo de los robots. ¿Es o no es así, Lou?
—Bueno, Bob puede tener razón en un punto. Hay un montón de maquinaria automática y se supone que los tiempos de proceso son regulares — dice Lou.
—Pero lo que él dice… — interviene Stacey.
La puerta de la sala acaba de abrirse y Fred, uno de los supervisores, quiere hablar con Bob. Se trata del trabajo para Hilton Smyth.
Le digo que entre. Me guste o no, tengo que interesarme por lo que pasa con la «situación crítica» de Smyth. Fred explica que el trabajo tiene que pasar primero por otras dos secciones antes de que las piezas estén preparadas y listas para su envío.
—¿Pueden salir hoy?
—Le va a andar muy justo, pero lo intentaremos. El último servicio del camión es a las cinco.
El camión pertenece a una agencia de transportes privada que todas las fábricas de la división utilizan para el transporte de material entre ellas.
—Si perdemos ese servicio no va a haber forma de enviar las piezas hasta mañana por la tarde — puntualiza Bob.
—¿Qué falta por hacer?
—La sección de Peter Schnell ha de trabajar aún en ellas y luego falta soldarlas. Para eso vamos a utilizar un robot.
—Ah, sí, los robots. ¿Crees que lo terminaremos?
—De acuerdo con los estándares, el equipo de Pete nos tendría que entregar unas veinticinco piezas a la hora y esos robots son capaces de soldar a ese ritmo de veinticinco unidades por hora.
Bob sugiere que llevemos las piezas al robot en cuanto estén listas para la soldadura. En situación normal, las piezas no se trasladan más que una vez al día hasta el robot, o, incluso, se espera terminar todo el pedido y se hace de una vez. Ahora no podemos permitírnoslo. El robot tiene que empezar a trabajar cuanto antes.
—Dejaré encargado que un equipo se pase por la sección de Pete una vez cada hora — indica Fred.
Bob está de acuerdo y pregunta cuándo podrá empezar a trabajar Pete.
—Sobre mediodía, así que tenemos unas cinco horas.
—Ya sabes que los de Pete terminan a las cuatro.
—Lo sé. Ya te dije que vamos a andar muy justos. Pero lo único que podemos hacer es intentarlo. Eso es lo que quieres, ¿no?
Esto me sugiere un plan. Me dirijo al equipo:
—Así que vosotros no sabéis qué hacer con lo que os he contado esta mañana, ¿no? Bien, pues si estoy en lo cierto, tendremos que ver los efectos ahí fuera, en la fábrica. ¿De acuerdo?
Todos asienten.
—Si llegamos a ver que Jonah está en lo cierto, seríamos estúpidos si seguimos dirigiendo la fábrica como hasta ahora. En conclusión, vais a ver por vosotros mismos lo que sucede. Dices que Pete empezará con esto sobre las doce.
—Eso es — responde Fred—. A tal hora los de esa sección están en el almuerzo. Paran a las once y media y comenzarán otra vez a las doce. El robot echará a andar a la una, cuando reciba el primer envío de las piezas.
Trazo sobre el papel un esquema muy breve del programa a las cinco en punto.
—La producción ha de ser cien unidades, ni una menos. Hilton quiere todo el pedido esta tarde. Si no somos capaces de hacer el trabajo entero, no habrá ningún envío. Veamos ahora. El equipo de Pete es capaz de trabajar a un ritmo de veinticinco piezas a la hora, lo que no significa necesariamente que, en cada hora, las veinticinco piezas estén listas. Algunas veces irán por delante y otras por detrás.
Todos están de acuerdo.
—Tenemos un caso de fluctuaciones estadísticas en marcha. Estamos diciendo que la sección de Pete llegue a una producción de cien piezas en el plazo que va desde las doce a las cuatro de la tarde. Por otra parte, se supone que el robot es más regular en su producción. Se ajustará a una cifra exacta de veinticinco piezas por hora, ni una más, ni una menos. Esta es una situación de sucesos
dependientes, ya que el robot no puede hacer su trabajo hasta que el equipo de Pete le suministre las piezas. Esto será a partir de la una, pero a las cinco queremos que la última de las piezas se esté cargando en el camión de transportes. Poco más o menos, así se vería un esquema.
Les muestro un diagrama con el programa:
—Bien, quiero que Pete lleve un registro del número exacto de piezas que su sección termina cada hora. Y Fred lo mismo con la producción de los robots. Recordad que nada de trucar las cifras, necesitamos las reales.
Descuida, no habrá problemas — me asegura Fred.
—Por cierto, ¿piensas de verdad que enviaremos hoy esas cien piezas? — pregunto.
—Todo depende de Pete. Si él dice que lo hace, no veo por qué no — responde Bob.
—¿Sabes?, te apuesto diez verdes a que no lo conseguimos.
—¿En serio?
—Completamente.
—Muy bien, acepto. Diez verdes — dice Bob.
Mientras los demás almuerzan, llamo a Hilton Smyth. Él también ha salido a comer, pero dejo un mensaje a su secretaria contándole que las piezas no podrán estar allí hasta mañana, a no ser que quiera pagar un envío especial esta noche. Y sé que no lo hará, porque la mayor preocupación de Hilton es reducir los costes.