La meta (19 page)

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Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

BOOK: La meta
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Después, empiezo a darle vueltas a mi situación con Julie. Aún no ha dado señales de vida. Me pone frenético la forma en que nos

ha dejado. Y también estoy preocupado por ella. Pero, ¿qué puedo

hacer? No me voy a poner a peinar la ciudad en su busca. Podría estar en cualquier lugar. Tengo que armarme de paciencia. Supongo que de un momento a otro tendré noticias suyas. O de su abogado. Mientras tanto, tengo dos crios de los que preocuparme. O mejor dicho, tres, contándome a mí.

Fran regresa de comer a la oficina. Trae otro mensaje.

—Una de las otras secretarias me ha entregado esto cuando volvía. Al parecer, recibió una llamada mientras hablaba por teléfono. De un tal David Rogo. ¿Se trata de su hijo?

—Sí, así es. ¿Cuál es el problema?

—Está preocupado de no poder volver a casa después de clase. ¿Es que se ha marchado su mujer?

—Sí, ha tenido que irse unos días. Fran, ¿cómo consigue usted arreglarse con sus dos hijos y, al mismo tiempo, trabajar?

Ríe.

—Bueno, no es fácil. Además, yo no trabajo tantas horas como usted… Le aconsejo, de todas formas, que busque a alguien que le ayude hasta que vuelva su mujer.

Cuando sale, llamo a mi madre.

—Soy Alex, mamá.

—¿Sabes ya algo de Julie?

—No, aún no. Oye, ¿te importaría pasar unos días con nosotros, hasta que Julie regrese?

A las dos en punto me escapo un momento para recoger a mi madre y llevarla a casa, antes de que regresen los niños del colegio. Cuando llego a su domicilio, me espera en la puerta con una maleta y dos cajas de cartón, en las que parece haber metido la mitad de la cocina.

—Pero, mamá, en casa ya tenemos cazos y sartenes.

—No son como los míos.

Los cargo en el maletero y la dejo, junto a cazos y sartenes, en casa. Allí aguarda a los niños, mientras yo regreso volando al trabajo.

Sobre las cuatro, a punto de terminar el primer turno, bajo donde Donovan para enterarme de cómo ha ido la cosa con el envío de Smyth. Me está esperando.

—Bien, bien, bien. Buenas tardes. ¿Qué detalle el tuyo pasarte por aquí?

—¿A qué viene tanta alegría?

—Siempre me alegro de encontrarme con gente que me debe dinero.

—¿Qué me dices? Así que te debo dinero. Bob levanta la mano y la agita en el aire.

—Vamos, no me vengas que se te ha olvidado la apuesta. ¿Recuerdas? Diez verdes. Acabo de hablar con Pete, y su equipo
está
a punto de acabar las cien piezas. El robot no tendrá ningún problema en terminar el pedido de Smyth.

—Bien, si eso es verdad no me importa perder.

—Entonces, ¿aceptas la derrota?

—Nada de eso. No hasta que esas piezas salgan en el camión de las cinco.

Muy bien. Compruébalo por ti mismo.

—Vamos a bajar para ver cómo les va.

Nos dirigimos al recinto de la fábrica y, directamente, a la oficina de Pete. Por el camino, pasamos la zona donde el robot soldador ilumina con sus chispazos el aire. De frente vienen dos trabajadores que, al acercarse, nos gritan alborozados.

—Hemos derrotado al robot. Le hemos vencido.

—Deben ser de la sección de Pete — me apunta Bob.

Les sonreímos. Por supuesto, no han vencido a nadie, pero parecen muy contentos. Continuamos hasta la oficina de Pete, un pequeño cubículo, forrado de metal, en medio de las máquinas.

Pete nos saluda según entramos.

—¡Hola! Le terminamos ese trabajo urgente a la hora prevista.

—Estupendo, Pete. ¿Me ha llevado el registro que le pedí?

—Sí, claro. A ver, ¿dónde lo he puesto?

Revuelve entre sus papeles mientras continúa hablando.

—Tendría que haber visto a mi gente hoy. Quiero decir que han andado listos. Les conté lo importante que era este envío. Se volcaron completamente en el trabajo. Ya sabe que, normalmente se afloja un poco al final de la jornada, pero hoy han volado. Hoy han salido orgullosos de trabajar aquí.

—Ya nos dimos cuenta — comenta Bob. Coloca la hoja de registro sobre la mesa.

—Aquí está.

Comenzamos a leerla.

—Bien, así que no sacasteis más de diecinueve piezas en la primera hora.

—Es que nos costó un poco organizamos y uno de los chicos llegó algo tarde de comer. Pero a la una en punto, le llevamos las diecinueve piezas al robot, para que empezara a trabajar.

—Y entre la una y las dos os quedasteis cuatro piezas por debajo de la producción marcada.

—Bueno, ¿y qué? Fíjate en lo que pasó de dos a tres; la superamos en tres piezas. Y cuando vi que todavía íbamos por debajo, me di una vuelta por la sección para repetirles lo importante que era terminar las cien piezas antes de las cuatro.

—Así que cada cual se despabiló un poco más.

—Eso es. Y compensamos el tiempo perdido al principio.

—Nada menos que treinta y dos piezas en la última hora. ¿Qué me dices a eso? — me pincha Bob.

—Vamos a ver primero qué es lo que ha hecho el robot.

A las cinco y cinco el robot anda aún trabajando con la soldadura de las piezas. Donovan se pasea nervioso. Acaba de llegar Fred.

Bob le pregunta:

—¿Va a esperar el camión?

—Se lo estuve pidiendo al conductor, pero me dijo que no podía porque tiene otras paradas y eso le haría ir retrasado toda la noche.

Bob se vuelve a la máquina.

—Bueno, ¿qué le pasa a este estúpido robot? Ya tiene todo el material que necesita.

Le palmeo la espalda.

—Mira. Echa una ojeada a esto.

Le muestro el papel donde Fred ha estado apuntando la producción del robot. Del bolsillo saco el registro llevado por Pete. Ponemos las dos hojas juntas para comparar las cifras.

Se lo explico.

—Podéis ver que en la primera hora el equipo de Pete termina diecinueve piezas. El robot es capaz de hacer veinticinco, pero como Pete sólo le entregó diecinueve, ésa fue la capacidad real de producción del robot en esa hora.

Fred me ayuda:

—Lo mismo en la segunda hora. Pete entregó veintiuna y el robot sólo pudo hacer veintiuna.

—Cada vez que el equipo de Pete se retrasaba, ese retraso se trasladaba al robot. Pero cuando Pete entregó veintiocho al robot, el robot seguía sin poder hacer más de veinticinco. En definitiva, que cuando a las cuatro llegó la última entrega de treinta y dos piezas, el robot tenía que trabajar todavía tres piezas y no pudo comenzar el último lote a tiempo.

Bob afirma:

—Ahora lo veo.

Y Fred:

—Fijaros que el mayor retraso de Pete fue de diez piezas. Y ésa ha sido la cifra por la que al final no hemos podido terminar.

—Ese es el principio matemático que intentaba explicaros esta mañana. La máxima desviación en una operación será el punto de partida de la operación siguiente.

Bob se lleva la mano a la cartera.

—En fin, creo que te debo diez dólares.

Mira, en lugar de pagármelos a mí, ¿por qué no se los das a Pete para que convide a una ronda de café, o de lo que sea, a su gente? Sería una forma de darles las gracias por el esfuerzo de esta tarde.

—Me parece una buena idea. Siento que no pudiésemos enviar hoy ese pedido. Espero que no nos cause más problemas.

—No es momento para lamentaciones. En cambio, hoy hemos aprendido algo más, y os digo una cosa: tenemos que estudiar más a fondo nuestros incentivos.

—¿Y eso?

—¿No lo ves? No ha valido para nada que Pete consiguiese tener al final las cien piezas, porque no hemos podido enviar el pedido. Y, sin embargo, su gente se ha ido a casa pensando que son unos héroes. Normalmente, nosotros también habríamos pensado eso. Y ya veis que no es correcto.

17

Al llegar a casa esa noche, los niños me esperan en la puerta. Mí madre está detrás, entre murmullos de hervor de pucheros en la cocina. Parece tener todo bajo control. A Sharon le brillan los ojos.

—¿Adivina qué?

—Me rindo.

—Mamá ha llamado por teléfono.

—Por fin.

—Miro a mi madre, que niega con la cabeza.

—Yo no hablé con ella. Fue Dave quien cogió el teléfono.

—¿Y qué es lo que dijo mamá? — pregunto a mi hija.

—Dijo que nos quería mucho a Dave y a mí.

—Y que estaría fuera un tiempo, pero que no debíamos preocuparnos por ella — añade Dave.

—¿No dijo cuándo regresaría?

—Se lo pregunté — sigue Dave—. Pero dijo que todavía no sabía.

—Dave, ¿te dio el número de teléfono donde localizarla? Mi hijo baja la vista.

—Te dije que si llamaba le pidieses el número de teléfono.

—Yo lo hice…, pero ella no me lo quiso dar.

—Está bien, Dave. Gracias.

Mi madre intenta animar la situación.

—¿Por qué no nos sentamos a la mesa?

Esta vez la comida no resulta silenciosa. Mi madre procura alegrar el ambiente contando sus historias sobre la Gran Depresión y la suerte que tenemos ahora de disponer de alimentos y comodidades.

La mañana del martes ya es un poco más cercana a la normalidad. Uniendo nuestros esfuerzos, mi madre y yo conseguimos llevar a los niños a la escuela a tiempo, y yo puedo llegar mejor al trabajo.

A las ocho y media, Bob, Stacey, Lou y Ralph están en mi oficina para discutir lo ocurrido ayer. Hoy los encuentro mucho más atentos. Supongo que porque han visto cómo la teoría ha cobrado vida en el mundo real.

—Esa combinación de dependencias y fluctuaciones es a la que tenemos que hacer frente diariamente. Y es la causa de nuestros retrasos.

Lou y Ralph estudian los dos registros que tomamos ayer.

—Y si la segunda operación no hubiera sido realizada por un robot sino por un equipo humano, ¿qué hubiera pasado?

—Complicaríamos las cosas con una nueva serie de fluctuaciones estadísticas. No hay que olvidar que en este caso sólo hemos tenido dos operaciones. Imaginaros lo que pasará con las dependencias cuando se trate de una sucesión de diez o quince operaciones, cada una con sus propias variaciones. Y eso sólo para una pieza de un producto. Tenemos, como sabéis, productos con cientos de piezas.

A Stacey le parece demasiado complicado.

—Entonces, ¿cómo vamos a poder controlar lo de ahí fuera?

—Esa es la pregunta que vale una millonada. Cómo controlar las cincuenta mil, o los cincuenta millones, de variables que hay en la fábrica.

Ralph lo ve desde su punto de vista.

—Haría falta un gran ordenador para seguirles la pista.

—Ni eso siquiera — les aseguro—. La informática no nos va a sacar del lío. Los datos, por sí mismos, no van a proporcionarnos más control.

A Bob se le ocurre que podríamos aumentar los plazos de entrega.

—¿Tú crees que eso nos hubiera permitido servir a tiempo el pedido de Hilton Smyth? ¿Desde cuándo hace que está ese pedido pendiente?

—Bueno, yo sólo decía que habría que hacer alguna chapuza para evitar que sigan las demoras.

Stacey le explica:

—A mayores ciclos de fabricación, más aumentan los inventarios, y ésa no es la meta.

—Está bien. Lo que quiero es saber qué se puede hacer. Todos se vuelven para mirarme.

—Esto es lo que tengo claro por el momento. Hay que cambiar las ideas que tenemos sobre capacidad de producción. No se puede medir la capacidad de un recurso sin relacionarla con otros recursos. Su capacidad de producción depende del lugar que ocupe en la cadena productiva. Intentar equilibrar la capacidad con la demanda para reducir los costes nos está perjudicando, en realidad. Ni siquiera deberíamos intentarlo más.

—Pero eso es lo que todo el mundo hace.

—Efectivamente, eso es lo que todos hacen, o al menos dicen que lo hacen. Pero acabamos de ver que es una estupidez intentarlo.

—Entonces, ¿qué hacen otras empresas para sobrevivir?

Eso mismo me pregunto yo. Sospecho que a medida que una fábrica está próxima al equilibrio, gracias al esfuerzo de ingenieros y directivos, la cruda realidad se impone en forma de una crisis que provoca nuevamente el desequilibrio, en forma de movilidad de trabajadores, horas extraordinarias, readmisión de despedidos y cosas parecidas. El instinto de supervivencia se impone sobre las falsas ideas.

En cualquier caso, la pregunta sigue siendo ¿qué podemos hacer? Bob intenta ir a lo práctico:

—No podemos contratar más gente sin la aprobación de la división. Y tenemos una directriz contra el aumento de las horas extras.

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