Authors: Ann Rosman
Faro de Pater Noster, septiembre de 1962
Su madre siempre le había dicho que nada llegaba gratis. La esposa de un farero, como lo era su madre, sabía cuidar de sí misma. Los padres confiaban en su Elin, a pesar de que también habían notado el cambio operado en ella.
Desde luego, no pensaba dejarse llevar así como así, pero sin embargo, cada vez que veía a Arvid sentía un extraño calor interior.
No podía evitar sonreír al pensar en él.
Elin había puesto unas reglas muy claras desde el principio, pensando que eso lo haría desistir. Pero él no se había hartado, simplemente había respetado sus deseos.
Habían salido a pasear, aunque nunca por Marstrand. Habían pasado largas veladas hablando, habían salido a navegar y leído juntos. A ella le encantaba echarse con la cabeza sobre sus rodillas y escuchar mientras él le leía en voz alta. Las palabras sonaban diferentes cuando salían de su boca, los personajes cobraban vida, de pronto eran de carne y hueso. Él era el héroe, el caballero, y ella la princesa. Arvid sentía la misma fascinación que ella por la música de Evert Taube, y habían bailado y cantado sus canciones.
Un día, él la acompañó a casa para conocer a sus padres. El farero lo estudió con ojo crítico, pero no vio nada más que un hombre serio que lo ayudaba a lanzar cohetes en medio de la niebla y que es cuchaba interesado los detalles sobre el funcionamiento del faro. Su madre puso la mesa con la vajilla para las ocasiones especiales y sirvió café y siete clases de pasteles.
Poco a poco, él empezó a creer que lo que veía era la Elin persona, no sólo el cuerpo.
Justo antes de las nueve de la mañana del miércoles, un Jaguar verde oscuro se metió en el aparcamiento del departamento de medicina forense de Medicinarberget y aparcó en diagonal, ocupando dos plazas. Descendió Siri von Langer, vestida con pantalones negros, una americana rosa pálido y zapatos a juego de Channel. Karin salió a su encuentro, sorprendida de que Waldemar no la acompañara.
–Suelo usar el Volvo, pero esta mañana Waldemar ya lo había cogido -le explicó Siri, como si Karin hubiera comentado la elección del coche.
–¿Quiere que llame a alguien para que la acompañe? – preguntó ella.
–Waldemar está mal de los nervios. Ya está bien así.
Karin metió un permiso de aparcamiento en el Jaguar. Siri cerró el coche y echó a andar al lado de ella con la espalda bien erguida y aferrada a su bolso de mano. Tenía un aspecto resuelto. Karin se preguntó si habría llegado a contarle a Waldemar su cometido. Seguramente no. La acompañó a la sala de reconocimientos y se mantuvo en un segundo plano. La luz estaba encendida y había dos sillas para las visitas. Siri se quedó de pie, mirando al hombre que yacía allí.
–Arvid, Arvid -dijo-. Qué mal aspecto tienes… ¿Quién hubiera dicho que acabarías así? – Titubeó levemente antes de acercarse al cadáver y sentarse en una silla.
–¿Dónde está su alianza? – preguntó de pronto.
Karin pensó que no volvería a tener una oportunidad mejor para hablarle del anillo que habían encontrado.
–Luego nos sentaremos en otro lugar para repasarlo todo. Tómese el tiempo que necesite.
–Sí, gracias. Espero que no te lo tomes a mal si te pido que me dejes sola.
–No, en absoluto. Esperaré fuera. – Karin abandonó la habitación.
Diez minutos más tarde salió Siri.
Karin había elegido una estancia donde pudieran sentarse, pero desprendía tal tufo a recortes presupuestarios e indolencia generalizada que no se vio con fuerzas para quedarse allí.
–Disculpe, pero el ambiente aquí está muy cargado. ¿Nos sentamos fuera, en un banco?
En cuanto se abrieron las puertas automáticas, el aire les pareció más liviano. Siri parecía más relajada cuando se sentaron bajo un cerezo japonés de flor rosada. Las hojas de las hinchadas campanillas de invierno se marchitaban en los arriates del lado sur del hospital. Entre las campanillas había grupos de narcisos que cualquier día soleado acabarían por abrirse. Siri miró en derredor, como si esperase encontrarse con alguien en particular. Entonces sacó un espejo de bolsillo de un estuche dorado y se retocó el pintalabios.
–¿Dónde está el anillo? La alianza de Arvid -volvió a preguntar.
Karin pensó en la manera de explicarle que Arvid no llevaba el anillo puesto. Lo mejor sería decírselo tal cual.
–El anillo se encontró después de que apareciera el cadáver.
–¿Puedo recuperarlo?
–Por supuesto. En cuanto los técnicos hayan terminado con él.
–Karin respiró hondo-. Habrá que hacerle una autopsia.
Siri la miró a los ojos.
–¿Realmente es necesario?
–Ya nos hemos desviado de las normas permitiéndole ver a Arvid antes del examen forense.
–¿No crees que ya me habéis obligado a pasar por suficientes contratiempos? – Siri se enderezó.
–Necesitamos averiguar cuándo falleció. Lo siento, pero así es el procedimiento.
–¿El procedimiento? ¿Eres consciente de que conozco al jefe de policía?
–No, no lo sabía, pero todo esto obedece al fin de que la familia y las autoridades obtengan respuestas a sus preguntas. Para que tú, para que usted, pueda seguir adelante con su vida.
–Yo ya he seguido adelante. No quiero continuar hurgando en el asunto -contestó Siri-. Esta tarde hablaré con la funeraria.
¿Cuándo pueden recoger el cuerpo? – Sus preguntas eran frías y precisas. Se examinó la mano y giró su anillo, de manera que un enorme pedrusco ocupara el lugar central entre otras tres piedras menores.
–La llamaré en cuanto lo sepa -dijo Karin.
Siri se puso en pie y ella la acompañó hasta el coche.
Un hombre con un teleobjetivo las miraba desde la distancia.
El trayecto entre Medicinarberget y la comisaría era corto, pero las obras y las numerosas clases escolares que hacían turismo tuvieron la culpa de que aquella mañana el desplazamiento fuera cualquier cosa menos breve.
Karin le estaba ofreciendo un resumen de los acontecimientos de la mañana a Carsten, cuando alguien llamó a la puerta y los interrumpió. Jerker, un técnico forense, acababa de volver de su luna de miel y parecía encontrarse insultantemente bien. Sostenía un pequeño objeto entre el pulgar y el índice. Karin reconoció la alianza que Roland, el capataz de Hamneskár, les había llevado.
–Luego os daré el informe, pero pensé que os gustaría volver a verlo una vez más. O, mejor dicho, que os gustaría saber algo más sobre él. – Jerker había adoptado una expresión misteriosa.
–¿Lo habéis pasado bien en la luna de miel? – preguntó Karin.
–Fantástico, gracias. Sol y playa.
Estaba claro que Jerker se moría por contarles algo que no guardaba relación con el viaje de novios. No sabía sobre qué pie apoyarse y, al final, se sentó en la punta de una butaca, como si fuera a marcharse en cualquier momento y no tuviera la calma suficiente para sentarse correctamente, esto es, con el cuerpo apoyado en el respaldo.
–Después de haber buscado una alianza en demasiadas joyerías, no pude evitar pensar en el asunto del tío de Pater Noster.
–Arvid -precisó Karin.
–Sí, lo sé. He estado leyendo el informe a escondidas. Echadle un vistazo a mi anillo. – Jerker se quitó la alianza. Una franja blanca atravesaba su dedo anular izquierdo, allí donde no le daba el sol-. Nunca llegamos a prometernos, sino que nos casamos directamente, lo que significa que sólo hace dos semanas que llevo este anillo. No obstante, mirad todos los rasguños que ya tiene, y fijaos en la inscripción grabada en el interior.
Karin miró. Carsten se inclinó para ver mejor.
–¿Y bien? – lo animó a proseguir.
–Pues que Arvid tampoco parece haberse prometido antes de casarse, a juzgar por la inscripción del anillo. Sólo aparece una única fecha. Si echamos un vistazo al exterior del anillo, veremos que, si bien aparecen algunos rasguños en la superficie, éstos son muy peculiares. – Jerker parecía excitado y, a la vez, sorprendido por el tibio interés que despertaban sus hallazgos-. Ahora volvemos a coger mi anillo. Quitaos los vuestros también y así entenderéis lo que quiero decir.
Karin se removió un poco en la silla, viendo cómo Carsten intentaba en vano atajar a Jerker, al tiempo que dejaba su alianza sobre el escritorio.
–El tuyo también, Karin -pidió Jerker.
–Ya no lo tengo -contestó, y vio con el rabillo del ojo cómo Carsten negaba con la cabeza levemente.
Jerker no entendía nada.
–¿Lo has perdido?
–Ya no tengo anillo ni pareja -aclaró y, ante la estupefacción del otro, añadió-: Tranquilo, Jerker, no tenías por qué saberlo.
Continúa, que nos tienes en ascuas.
El técnico forense le dio unas torpes palmaditas en el brazo antes de proseguir:
–Bien, echemos un vistazo al anillo de Carsten. ¿Veis la cantidad de suciedad acumulada en la inscripción? Lo mismo ocurre con mi anillo, a pesar de que sólo hace dos semanas que lo llevo. – Miró a Carsten y a Karin antes de coger de la mesa el anillo de Arvid.
–Ahora fijaos en su inscripción. Está totalmente limpia. En cuanto a los rasguños, veréis que son absolutamente regulares. Yo
diría que han sido hechos con algún tipo de papel de lija. – Los ojos de Jerker se iluminaron.
Karin arqueó las cejas.
–Vaya, ¿es eso cierto? – dijo-. A veces pienso que, al fin y al cabo, hay alguna razón para que tú seas el técnico forense y no yo.
–¿Quieres decir que el anillo es nuevo? – Carsten parecía anonadado, allí sentado detrás del escritorio.
–Yo diría que sí -contestó Jerker, y se levantó de la butaca-. Bien, os dejo algo en que pensar -añadió, y se escurrió por la puerta con una sonrisa maliciosa.
Karin no pudo resistirse y llamó a Robban para ponerlo al día de la investigación. Le contó cómo había ido la identificación de Siri. Cuando llegó a la alianza, Robban emitió un pequeño silbido.
–¿Nuevo? ¿Eso qué significa? – preguntó.
Karin sostenía el móvil en una mano mientras hacía juegos malabares con una taza de café llena en la otra, y estaba a punto de contestar cuando apareció Folke por el pasillo. Se acercó a grandes zancadas y antes de llegar a su lado empezó a vocear, sin importarle que todo el mundo se volviera para mirarlo:
–¿A qué te refieres exactamente cuando dices que tengo problemas para trabajar en equipo?
–Oye, Robban, he de dejarte. ¡Cuídate! – Karin se apresuró a colgar el teléfono-. Folke, ¿podemos sentarnos a hablar? – Se preguntó de dónde habría sacado la información. No podía subestimarlo sólo porque fuera un gilipollas. Bien mirado, sólo una persona podía habérselo dicho. Karin procuraba no hablar a espaldas de sus colegas, aunque no siempre lo lograba.
–¿Tú le has dicho a Carsten que es difícil trabajar conmigo?
–Folke mantuvo la mirada fija en ella.
¡Mierda!, pensó Karin e intentó mantener la calma, pero el corazón le palpitó por el malestar que sentía y, sin querer, tiró un poco de café al suelo. Una cosa era que Göran la abroncara en casa, pero otra muy distinta que un compañero de trabajo le gritara.
–Le dije que a veces pierdes la perspectiva de las cosas -respondió.
–¿Que pierdo la perspectiva? Mira, guapa, ¿sabes cuánto tiempo llevo trabajando aquí? – Folke estaba hecho un basilisco.
Karin nunca lo había visto tan enfadado, y a Marita, que había salido al pasillo a por papel para la impresora, se le cayeron dos de los cuatro paquetes de folios que llevaba. Miró a sus colegas con una mezcla de pavor y sorpresa mientras recogía los paquetes.
–No se trata de eso, Folke. Cuando estuvimos en Marstrand…
¿Podemos sentarnos y hablarlo? – Karin no sabía qué decirle. Al fin y al cabo, ya había intentado explicárselo el lunes, en Marstrand. Habría sido preferible que hubiera reaccionado entonces, pues así podrían haberlo arreglado cara a cara.
La conducta irritante de Folke no era nada nuevo. Carsten ya la conocía, el problema estribaba en que todo el mundo en la comisaría evitaba trabajar con él.
–Ven -dijo Karin, y abrió la puerta de una sala de reuniones. Folke estaba soliviantado y no hizo ningún ademán de moverse, sino que abrió la boca para soltarle una nueva retahila de insultos. Karin entró en la sala y él la siguió, aunque se quedó de pie. Ella dejó la taza de café en la mesa y clavó la mirada en su compañero.
–No creas que puedes venir aquí y… -bufó él, amenazante.
–¡Haz el favor de calmarte! – Karin descargó un violento manotazo sobre la mesa que resonó en la pequeña sala. ¡Maldita sea, cómo escocía! El dolor le hizo saltar las lágrimas y ella parpadeó para contenerlas. Se mordió el labio para guardar la compostura. La taza se había volcado y el café derramado ya goteaba por el borde de la mesa.
–Formalmente es Carsten, pero en la práctica soy yo la responsable de tirar adelante la investigación. Quiero poder trabajar contigo, pero no tengo fuerzas para soportar más clases de sueco ni tanta cháchara. Sobre todo, no funcionará si insistes en tus lecciones magistrales cada vez que intentamos obtener información de alguien. Debemos mantener los mismos objetivos y la misma perspectiva.
Se paró y reflexionó un momento: debía alternar el palo con la zanahoria.
–Por supuesto, tienes mucha experiencia y tu ayuda me resulta muy valiosa -prosiguió-. Ahora que hemos conseguido nuevos datos, me gustaría que pudiéramos cotejarlos juntos, ¿de acuerdo?
–Lo miró y se preguntó qué estaría pensando. Los segundos se arrastraban. ¿No debería Folke decir algo?
Sin pronunciar palabra, él se levantó y salió de la habitación. Al poco rato, volvió a pasar por delante de la puerta, ahora con la chaqueta puesta, a paso ligero hacia la salida. Maldita sea, pensó Karin. No solía dejar las cosas sin resolver. Los conflictos le absorbían mucha energía y no le gustaba que se prolongaran en el tiempo.
Furioso, Folke cruzó Heden para coger el tranvía que lo llevaría a su casa adosada en Mólndal. Nunca antes había tenido que soportar semejante insolencia. Al llegar al local de prensa Pressbyrán de
Korsvägen, se detuvo y echó un vistazo a los titulares: “Encontrado el cadáver de hombre desaparecido hace 45 años Entrevista exclusiva con su esposa en las páginas interiores.” Entró y compró un par de ejemplares. Salió y se dirigió a paso ligero hacia la comisaría.
Sara se había sentado en la parte de atrás del autobús y se había encogido en el asiento para pasar inadvertida. Ojalá a nadie se le ocurriera sentarse a su lado para darle charla. No se atrevía a coger el coche, no confiaba en sí misma. La última vez que había llegado a un semáforo, dudó de si la luz roja significaba que debía avanzar o detenerse. Esa experiencia había sido aterradora y, desde entonces, no había vuelto a ponerse al volante. El autobús, por su parte, implicaba estar rodea da de extraños y su pulso se aceleró. Cerró los ojos y respiró hondo, toqueteó los auriculares que llevaba puestos e intentó concentrarse en la música tranquilizadora. Sin embargo, no pudo evitar pensar en Tomas y en la conversación que habían mantenido la noche anterior respecto a una cena familiar a la que estaban invitados.