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Authors: Ann Rosman

La mujer del faro (22 page)

BOOK: La mujer del faro
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–¿Y Siri? ¿Cuándo entró a formar parte ella?

–Siri. – Marta negó con la cabeza-. Por lo que sé, nunca llegó a formar parte de nada.

Estaba claro que la mujer ocultaba algo. Tal vez no era tan extraño que se mostrara cautelosa ante la curiosidad ajena, teniendo en cuenta todo lo que había pasado. Sin saber nunca en quien confiar, siempre alerta. Karin era incapaz de figurarse cuan terrible debía de ser una vida así.

–Me cuesta imaginarme a Arvid y Siri juntos, tal como lo describes tú como persona -dijo-. Por eso lo pregunto.

–No me gustaba. Arvid nunca debería haberse casado con ella -respondió Marta secamente.

Karin se contuvo de decirle que la entendía, a pesar de las ganas que tuvo.

–¿Dónde se conocieron ella y Arvid? – preguntó en cambio.

–La contrataron como secretaria en la oficina del abogado de la empresa. Labios pintados de rojo y tacones altos. No valía gran cosa como estenógrafa y ni siquiera escribía bien a máquina, pero siempre estaba ocupada y participaba en largas reuniones a solas con los socios masculinos. No me pronunciaré sobre lo que hacían durante esas reuniones, pero algún beneficio debieron de reportar

le, puesto que acabó casándose con uno de los socios. Waldemar von Langer.

A Karin le sonó rara la manera en que pronunció el nombre.

–Siri tenía la mira puesta en los hermanos Stiernkvist. En uno de ellos. El dinero y los títulos era lo único que le interesaba. Ayudar a los judíos a recuperar sus propiedades y una existencia llevadera era, a sus ojos, absolutamente ridículo. No era la única que pensaba así, por cierto. Había mucha gente que simpatizaba con los nazis y muy pocos sabían lo que pasaba en los campos de exterminio.

Marta negó con la cabeza. Los ojos deberían habérsele humedecido, pero ya no le quedaban lágrimas. Se le habían acabado hacía mucho, mucho tiempo. Karin intentó retomar la conversación, pero ya no volvió a ser tan fluida. Ya no era Marta la que hablaba, sino Karin quien hacía las preguntas y la otra quien daba respuestas, cuanto más breves mejor. Karin miró el reloj y temió que ya no hubiera autobuses a Goteburgo.

–Doris -contestó Marta, cuando Karin le preguntó si tenía los horarios de los autobuses.

–¿Perdón?

–Mi vecina, Doris Grenlund. El servicio de transportes municipal la recoge cada viernes y la lleva a casa de su hija que vive en Goteburgo. Seguramente puedas ir con ella si quieres. Porque supongo que querrás ir a Goteburgo, ¿no?

Karin asintió con la cabeza y Marta salió al rellano de la escalera. Tras una breve conversación con su vecina, volvió al salón.

–La recogen en veinte minutos. Puedes esperar aquí, si quieres.

Karin aprovechó para echar un vistazo a los cuadros, la mayoría paisajes.

–Roland Svensson -leyó Karin. El cuadro, en blanco y negro, representaba un modesto puerto donde algunas embarcaciones habían sido arrastradas hasta la arena de la playa, cerca de una casa de piedra.

Marta se acercó y se puso a su lado.

-
Islas en el Atlántico
, ¿verdad? – dijo Karin, e hizo un gesto hacia el cuadro.

–Qué curioso que lo conozcas. Ha escrito varios libros, pero la mayoría de la gente sólo conoce sus cuadros. Descuélgalo y te enseñaré una cosa.

Tras la experiencia con las fotografías, Karin miró con cuidado el dorso para ver cómo estaba colgado el cuadro antes de bajarlo. Marta lo cogió y le dio la vuelta. Escrito con caligrafía antigua y cuidada, en el dorso se leía: “Marta, mi más sincero agradecimiento.”

Karin señaló los números “12/56” que aparecían más abajo y preguntó qué significaban.

–Los cuadros deben colgarse siguiendo un orden determinado si quieres hacerles justicia. En cierta época los tuve colgados crono lógicamente. – Señaló el primer lienzo-. El más antiguo solía estar aquí y, luego, por su orden, desde el más antiguo al más reciente.

–Hablaba de los cuadros como si fueran seres vivos-. Pero entonces adquirí unos de datación indeterminada y todo el sistema se derrumbó. Así que tuve que buscar otro orden.

–Y ahora, ¿cómo los has clasificado? – preguntó Karin.

–Según la luz del sol. El más oscuro recibe más luz cuando brilla el sol, y, al contrario, el más luminoso es el que menos luz solar tiene.

Karin solía decidir la disposición de los cuadros de otra manera, pero le gustó la idea de la distribución según la luz. Una estantería ocupaba la mayor parte de la pared derecha del salón. Los libros estaban bien ordenados y compartían el espacio con jarrones y otras figuras de adorno sobre los estantes. Estaban representadas todas las materias imaginables, desde
Fundamentos de las matemáticas griegas
hasta
Aprende a hablar con tu gatos
.

La conversación decayó, y no fue hasta que Karin se disponía a marcharse cuando decidió contarle a Marta la causa de la muerte de Arvid.

–Por cierto, si te interesa saberlo, Arvid murió envenenado. Lo siento. – Karin no sabía cómo reaccionaría la mujer, pero ésta no pareció sorprendida.

–Nunca me creí lo del accidente -se limitó a decir.

–Su cadáver fue hallado en una despensa en la isla de Hamneskár, la del faro Pater Noster. ¿Tienes idea de que podía estar haciendo allí?

–Aunque hoy nadie quiera reconocerlo, entonces había mucha gente que apoyaba a los nazis.

Esa respuesta no servía de gran cosa.

–Sí, lo sé, y es lamentable, pero Arvid murió entre 1963 y 1965, casi veinte años después del final de la guerra.

–Es cierto que la guerra había terminado formalmente, pero hubo quienes la continuaron. La madre de Arvid, Alice, dijo una vez algo sobre la gente que vive en Lysekil. A ver si me acuerdo bien.

–Y con voz solemne y vigorosa, la mujer recitó de memoria-: “En esta ciudad nadie acostumbra a rechistar. Aquí la gente vive en estado de alerta. ¿Dónde viven suecos más dignamente callados que los de Lysekil?”

Karin se sintió incómoda y no supo qué decir.

–Disculpa, pero me temo que no acabo de entenderlo -dijo.

–No. ¿Cómo ibas a entenderlo? ¿Quién podría entenderlo?

–repuso Marta, y se centró en colocar la alfombrilla en su sitio con el pie.

–¿Sabes algo de un tatuaje que tenía Arvid? – Marta parecía distante, perdida en sus propios pensamientos, y negó con la cabeza lentamente-. Parece un código cifrado, sólo que no sabemos qué significa -añadió Karin, buscando despertar su interés por el tatuaje.

Tal vez fueron imaginaciones suyas, pero le pareció detectar un leve cambio en su expresión. Sin embargo, la anciana guardó silencio. Karin abrió la libreta y anotó los números del tatuaje en el dorso de su tarjeta de visita. Se la tendió a Marta, que la cogió distraída y se la metió en el bolsillo. Llamaron a la puerta. Era un taxista de uniforme azul y una anciana menuda en silla de ruedas, cuyo rostro debajo del sombrero semejaba una uva pasa, pero se resquebrajó en una sonrisa al ver a Marta. Karin le tendió la mano y le dio las gracias por el café y la charla.

Cuando el taxi se hubo puesto en marcha, Marta levantó el auricular y marcó el número tantas veces marcado. Se metió la mano en el bolsillo y echó un vistazo a lo que había anotado Karin en la tarjeta.

–No sé cuánto saben -dijo. Escuchó a su interlocutor y preguntó-: ¿Cuándo la enviaste? – La respuesta pareció satisfacerla-. Lo único es que tendremos un problema cuando le devuelvan a Siri la ropa de Arvid. Aunque han encontrado el tatuaje, no lo tienen entero -añadió. Su interlocutor dijo algo tranquilizador-. Sí, en eso tienes razón. – Marta asintió con la cabeza y miró por la ventana-. Envenenamiento, según los forenses… -contestó, y su mirada se perdió a través del cristal hasta posarse en el rosal-. Sí, ya sé que lo es, pero creo que ha llegado la hora. Bienvenido.

Goteburgo, 1963 Los negocios iban bien, incluso muy bien, pero no eran precisamente los negocios lo que más ocupaba su mente, sino Elin. Arvid estaba contento de que su hermano Ruñe hubiera asumido mayores responsabilidades. Lo único que le preocupaba era que, de vez en cuan

do, parecía desaparecer dinero. Tal vez “desaparecer” no fuera la palabra correcta, pero a menudo daban dinero por razones un tanto vagas. Se trataba de cantidades importantes, pero, por otro lado, también había de dónde coger. Sin embargo, resultaba difícil justificarlo cuando toda la gente cercana y querida había muerto. Arvid había tenido que enfrentarse con muchos destinos trágicos. A veces, los supervivientes de los campos de concentración llegaban a parecerle más desgraciados que las víctimas. Seguían cargando con los recuerdos como un castigo sin purgar debido a que sus corazones habían dejado de latir. La culpa estaba allí y el alarido continuaba presente, a pesar de que las voces habían enmudecido mucho tiempo atrás.

Pensó en su padre y se preguntó cómo había podido soportarlo durante tantos años. Y en su madre, que había cedido varias habitaciones de la gran casa a gente que realmente lo necesitaba. Fue un sábado cuando decidió discutirlo con Ruñe. Su hermano estaba sentado en el antiguo despacho del padre. Arvid cerró la puerta, a pesar de que el resto del personal ya se había ido a casa. Ruñe se volvió en la silla y abrió uno de los armarios de madera oscura. Sin mirar las etiquetas de las carpetas sacó una al azar. Encendió la lámpara de latón que había sobre el escritorio y pasó un par de páginas antes de girar la carpeta para enseñársela a Arvid.

–Mira esto. – Fue señalando columnas en las que aparecían consignadas sumas exorbitantes. Arvid siguió su dedo con la mirada-. Es mucho dinero -dijo Ruñe en tono ligeramente inquisitivo.

Arvid asintió con la cabeza.

–Cuentas bancarias suizas -dijo-. También inglesas.

–Dinero sin dueño -prosiguió Ruñe, y alzó la mirada para ver la reacción de su hermano.

–En eso te equivocas, me temo. Naturalmente, el dinero tiene dueño, sólo que no lo han reclamado.

–Pero ¡maldita sea, Arvid, llevan sin tocarlo más de veinte años!

¿Entiendes lo que eso significa? – La silla del padre crujió como protestando contra la exclamación del hijo.

–No maldigas sentado en la silla de papá. Ya sabes lo que diría él. El negocio era de papá y hay que administrarlo siguiendo su espíritu.

Ruñe se inclinó sobre el escritorio inglés y eligió sus palabras con cuidado.

–Deberíamos hacer algo con el dinero, Arvid. Colocarlo en al gún lugar.

–Repito: el dinero no es nuestro. – Arvid hablaba en tono pausado y claro, con la mirada fija en Ruñe.

–Pero deberíamos…

–No tenemos ningún derecho a tocarlo sin hablar antes con sus propietarios. – Arvid negó con la cabeza para indicar que la conversación había terminado. Y sin más abandonó la habitación.

No muy lejos de allí, en el piso que compartía con su amiga, Siri estaba sentada, cavilando. Su agenda estaba abierta sobre la mesa a su lado. Tenía un problema que no cesaba de crecer y que en unos meses ya no podría ocultar. Apagó la lámpara con pantalla de cristal verde.

Permaneció sentada en la oscuridad, pensativa. Se masajeó las sienes con los dedos y contempló el retrato de sus padres que colgaba de la pared. El padre parecía preocupado. Se levantó de la silla, descolgó el retrato del clavo y lo colocó de cara hacia la pared. Luego salió al balcón. Llevaba la pitillera de oro que le había regalado Blixten y encendió un cigarrillo lentamente. Dio un par de caladas profundas y la nicotina se propagó por su cuerpo; enseguida notó sus efectos calmantes. Arrojó la colilla a la calle sin mirar y cerró la puerta del balcón. Sus dedos dejaron marcas en el sucio cristal. Corrió las tupidas cortinas verde oscuro y se dirigió con paso decidido a la butaca. La pequeña lámpara de latón iluminaba la mesa donde tenía la agenda, dejando el resto de la estancia a oscuras.

Necesitaba un hombre de verdad, y cuanto antes. Arvid habría sido el candidato ideal, de no haber sido por esa bobalicona que lo tenía encandilado, pero ya lo arreglaría. Tan noble y digna que daban ganas de vomitar. Siri había sido descuidada y ahora tendría que asumir las consecuencias. Tener un hijo como madre soltera quedaba descartado de antemano.

No fue ella, sino Blixten, quien encontró la solución que no sólo le procuraría un apellido decente, sino también dinero. Así él, por su lado, quedaría libre de toda responsabilidad. Siri no quería mostrar su vulnerabilidad diciéndole lo mucho que deseaba el apellido de Blixten y poder decir que era su hijo. La gente debía concluir que se iba lejos para superar el dolor tras la muerte repentina de su digno y casto esposo. Sí, así lo haría.

12

Sara suspiró. Sus suegros habían tenido la brillante idea de convertir el sótano en una zona de relax, lo que implicaba llevarse todos los trastos de sus hijos que todavía quedaban allí. Siri le había dicho que “sólo se trataba de unas cuantas cajas”, pero luego resultaron muchas más.

Si bien el orden en el resto de la casa era impecable, el caos reinante en el sótano en cierto modo lo compensaba. Las cajas, amontonadas en el suelo, se habían mojado y Sara olió el inconfundible hedor a moho. Se había propuesto tirarlo todo, salvo lo que quisieran quedarse, precisamente pensando en que, de lo contrario, tendría que meterlo todo en su propio sótano. Empezó ambiciosa, montando una caja para aquellas cosas que sí se quedarían, luego otra que llenaría con trastos para alguna colecta o para el mercadi11o, y una tercera para lo que desecharía.

Después de dos horas trabajando sin parar, Sara se cansó. Habría sido mejor y más fácil que Tomas se hubiera encargado de ello, puesto que eran sus cosas, así que decidió llevarse a casa las seis cajas marcadas con el nombre de Tomas. No le apetecía nada repasar su contenido en compañía de Siri y sabía que su suegra podía aparecer en cualquier momento. Tras distribuirlas como mejor pudo, consiguió que todas cupieran en el carro que le había prestado el vecino. No tenía que recoger a los niños hasta dos horas más tarde y quería dejarlo todo colocado en el sótano de casa, ducharse y luego echarse un rato a descansar.

Apiló las cajas en el lavadero, esperando que el olor a sótano mohoso no se propagara al montón de ropa recién lavada que había dejado sobre el banco. La última caja era la única que no había abierto para revisar su contenido. Cortó la cinta adhesiva con el cucharón de plástico para el detergente, que era sorprendentemente afilado. Encima de todo había ropa de bebé y un grueso sobre blanco. Debajo, un álbum de fotos de piel marrón. Sara sacó un folio del sobre al azar. Su contenido la sorprendió: era de un hospital, y estaba escrito en danés.

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