La mujer del faro (21 page)

Read La mujer del faro Online

Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
2.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Folke, tú que conoces todas las normas y reglas, ¿no dirías que una investigación prosigue hasta que se redacta el informe?

–dijo Karin, buscando tocar su tecla reglamentarista. Sin embargo, él no picó.

Subieron al ferry a Koón y se sentaron en el interior de la embarcación, en un oscuro banco lacado. Un calefactor-ventilador zumbaba irradiando calor a los pasajeros que se disponían a cruzar el estrecho. Unos escolares con las mochilas a la espalda y los teléfonos móviles con la música puesta a todo volumen llegaron con el autobús de Ytterby.

–Bueno, pues que tengas un buen fin de semana -dijo Karin, y le dio las llaves del coche a Folke. Ella no tenía la menor intención de cruzar. Después tomaría un autobús de vuelta a Goteburgo. Sorprendido, él la observó encaminarse hacia la casa de Marta Striedbeck en Slottsgatan.

La casa era blanca con los marcos de las ventanas de una tonalidad cobriza. El techado del pequeño porche que daba a la calle adoquinada de Slottsgatan era del mismo color. Era difícil determinar si realmente se trataba de cobre o si eran placas metálicas pintadas. Más tarde, Karin describiría la casa como pequeña e idílica. Una casa antigua, típica del archipiélago rocoso. Desde la verja, unas grandes placas de pizarra formaban un sendero que se bifurcaba en dos más estrechos, cada uno de los cuales conducía a un extremo de la casa. Karin levantó el pestillo de acero inoxidable de la verja y atravesó el jardín hacia la entrada.

Sin duda, a juzgar por los gruesos tallos de los rosales y las lilas, aquel hermoso jardín, al que le faltaba poco para ser silvestre, estaba necesitado de un buen repaso. Las placas de pizarra eran resbaladizas y Karin avanzaba con cautela. La temperatura había superado los cero grados durante el día, pero conforme se iban alargando las sombras y se acercaba la noche, el frío se acrecentaba. Pensó en los vecinos de Marta, que seguramente estarían observándola desde detrás de las cortinas, preguntándose quién sería. Probablemente les parecería que se acercaba a la casa a hurtadillas debido a sus pasos precavidos.

Marta era una mujer pequeña y vivaz, no muy distinta de la señora Elise, la esposa del policía jubilado. Llevaba una falda de tweed, un jersey y una rebeca echada sobre los hombros. Piernas delgadas enfundadas en medias de nailon y los pies calzados en un par de zapatillas gruesas.

–Pasa, pasa -dijo cuando Karin se presentó-. Debería ir al cobertizo por leña, pero no será hoy -añadió a modo de explicación por la ropa que llevaba y el ambiente frío dentro de la casa.

Marta acabó rindiéndose y dejó que Karin fuese al cobertizo contiguo a llenar la cesta de la leña. La pila de leños se había derrumbado y no sería fácil recogerla para una mujer mayor. Karin se apresuró a ordenarla un poco, llevó una cesta llena y luego fue por otra antes de que Marta pudiese protestar. Quiso creer que la mujer había estado ocupada con otras cosas y no había tenido tiempo de ir por leña. Se preguntó qué habría estado haciendo. Un enorme gato gris con las patas delanteras blancas estaba repantigado en un sofá rinconera de tono claro. El mueble era de un diseño inusitadamente moderno.

–Deja sitio,
Arkimedes
-dijo Marta. El gato abrió los ojos y la miró con expresión de estás de broma ¿no?, antes de cerrar los ojos y volverse panza arriba con las patas levantadas. Era evidente quién mandaba en aquella casa.

Como si se conocieran de toda la vida, Marta pidió a Karin que encendiera la estufa.
Arkimedes
vigilaba sus movimientos, pero pareció satisfecho cuando el fuego prendió en la madera de abedul. Karin cerró una de las portezuelas de cristal de la estufa, pero dejó la otra abierta un rato más. El gato había saltado del sofá para estirarse concienzudamente. Luego se arrastró hacia la visitante para olisquearla. Karin intentó acariciarlo, pero el animal se escurrió para evitar el contacto. Se echó cerca del fuego, que ya había prendido, pero fuera del alcance de Karin. Oyó cómo ronroneaba cuando cerró la segunda portezuela de la estufa.

La casa se hallaba en el lado sur de Muskeviken, con vistas a los barcos de la bahía y parte de la bocana norte.

–Bonitas vistas -comentó Karin.

–Sí, preciosas. Casi siempre hay algo que ver en el puerto.

Un espejo colgaba sobre la mesita del vestíbulo, donde había un modelo antiguo del teléfono Kobran. Debajo había una ordenada pila de revistas que parecían extranjeras. Hacía muchos años que no se hacían reformas en aquella casa, y se percibía el olor característico de una vivienda habitada por una persona mayor. La mujer olía como alguien que tiene la costumbre de airear la ropa, no tanto de lavarla. No es que oliera mal, sencillamente olía a persona mayor. Un olor reconfortante, especialmente perceptible en la diminuta cocina, donde el aroma a café recién hecho y servido miles de veces se había incrustado como una pátina de barniz en las paredes. La cocina era de los años cincuenta y estaba equipada con armarios de pared inclinados hacia fuera por la parte superior y más estrechos por la parte inferior. Los mismos que en la cocina de mi abuela, pensó Karin.

–Podríamos tomar un poco de café -propuso la mujer, y abrió un armario sin esperar respuesta.

El agua se desbordó alegremente cuando llenó la cafetera Don Pedron y la colocó sobre el fogón de la cocina de gas. Karin alabó aquella genial cafetera de cristal, que apenas se encontraba ya.

–Es muy fácil hacer café con ella -dijo Marta, y fue a buscar una bolsa de plástico con una fecha escrita con letras negras.

–Pastas húngaras; las congelo cuando no nos las acabamos.

–¿Eres de Hungría?

–Mi madre lo era. Judía húngara, y a mucha honra. Nací en Hungría, pero llevo tantos años en Suecia que me considero sueca.

–Hablé con Elise y Sten Widstrand. Elise me dijo que hablara contigo si quería saber algo de Arvid Stiernkvist. Tal vez hayas oído algo sobre un cadáver encontrado en Pater Noster. Lo han identificado y parece tratarse de Arvid. – Karin se había sentado en una de las dos sillas de la mesa de la cocina.

–¿Cómo lo identificaron? – preguntó Marta.

–Con la ayuda de una alianza y de su viuda.

–¿De quién has dicho? – La mujer se volvió bruscamente y se le cayó el medidor de café al suelo. Se quedó mirando fijamente a Karin.

–Siri von Langer.

Marta resopló cuando recogió el medidor.

–Siri -masculló, como si fuera un insulto.

–¿De qué conocías a Arvid?

–Arvid -repitió Marta-. Sin duda, una de las personas más maravillosas que he conocido en mi vida.

El calor de la chimenea se había extendido por la casa y
Arkimedes
incluso había empezado a frotarse contra la pierna de Karin, que se sentía a gusto y conversaba con naturalidad, casi de la misma manera que solía hacerlo con su abuela. Al otro lado de la ventana caía la noche. El café era bueno y las pastas húngaras, exquisitas. Seguramente no fueran del todo saludables, pero por suerte era viernes, se justificó Karin y tomó una más. Marta fúe en busca de una fotografía, pero al cabo de un momento llamó a Karin.

–¿Puedes ayudarme?

Karin fue hasta el dormitorio. Tenía buena iluminación y era espacioso, con dos camas individuales pegadas, cubiertas por una colcha de ganchillo. Había una pequeña cómoda con encimera de mármol en una esquina de la habitación. El empapelado de las paredes era blanco con dibujo de enredaderas verdes y flores rosa. Encima de la cómoda colgaban varias fotografías, la mayoría en blanco y negro.

–Parece haberse enganchado. – Marta estaba subida a un taburete bajo, haciendo equilibrios.

Karin se estiró para alcanzar la fotografía y derribó la de al lado. Consiguió atraparla justo antes de que aterrizara sobre la encimera de mármol.

“Las hermanas Ellove”, ponía en el dorso. Parecía tomada un día de verano y mostraba a dos mujeres de unos treinta años en un muelle. Una de ellas estaba en cuclillas, amarrando una barca aún con la vela arriada.

–¿Eres tú? – preguntó Karin, y Marta asintió con la cabeza.

–¿Puedes descolgar esa otra?

Karin lo hizo y se la dio. Volvieron a la cocina.

–Arvid y yo -dijo Marta.

Karin reconoció a la mujer que sonreía en la foto. El hombre vestía ropa deportiva y sostenía una pala en una mano, mientras su brazo derecho arropaba a Marta cogiéndola de los hombros. Parecía que alguien acababa de decir algo gracioso porque ambos reían. No cabía duda de que reinaba la armonía entre ellos.

–La foto fue tomada aquí fuera, estábamos plantando aquel rosal de allá. – Señaló por la ventana.

Karin reparó en que el cristal de la ventana ondulaba levemente. Aquí y allí tenía burbujas de aire y lo que parecían granos de arena.

–Solía llamarme Pea, ya sabes, guisante en inglés. Por entonces estaba muy interesada en las matemáticas, así que me iba como anillo al dedo que me llamasen Pi.

Karin echó un vistazo a una revista abierta por la página del sudoku. También había una pluma. Una pluma estilográfica, constató.

Karin solía usar lápiz y, además, prefería los crucigramas.

–¿Erais pareja? – preguntó. Marta rió.

–Se convirtió en mi hermano -dijo, y empezó a contarle un episodio nefasto de aquellos tiempos.

Sonó vacía de sentimientos cuando describió la paz y el sosiego que aquel día se respiraba en la espaciosa casa de la calle Mester, 21, en Debrecen. El piano de cola negro que su madre solía tocar, el armario grande y amplio de roble donde escondían los regalos de cumpleaños, y
Tish
, su querido perro lanudo. Los primos Ismael y Gertrud, que aquel día estaban de visita, y el hermano pequeño que jugaba con su trenecito sobre la mullida alfombra del vestíbulo. Luego los fuertes golpes en la puerta y las botas que resonaron en las escaleras de barandilla tallada. La voz de Marta iba tornándose fría y afilada como la hoja de un sable mientras avanzaba en su relato.

–Era un día oscuro y lluvioso. Negro como la noche de la desesperanza, poblado de los gritos de la gente. Los disparos de las armas alemanas, balas que segaban vidas judías. Ni siquiera entonces comprendimos la envergadura de lo que estaba pasando. Escritores, pianistas, artistas, vecinos, madres, hermanas, hijos y padres, asesinados sin distinción. Todos los judíos de la ciudad fueron trasladados al gueto y todas las propiedades de los judíos, confiscadas.

Marta todavía recordaba lo que su madre le había dicho a su hermano pequeño mientras lo vestía: “¿Quieres que te ponga pan talones largos o cortos? Si te pongo los cortos parecerás un niño pequeño y dejarán que te quedes conmigo y tu hermana, pero si te

pongo los largos parecerás mayor y te verán como mano de obra.” Al final le puso los pantalones largos.

Cuando llegaron al campo, se llevaron al padre y el hermano para que trabajasen, mientras que ella y su madre permanecieron allí. A los primos, los pequeños primos, se los llevaron a las duchas.

Marta los vio marcharse cogidos de la mano. Recordaba que a su madre le preocupaba que fueran a separarlas de ellos y había preguntado si podía acompañarlos y esperar a que estuvieran aseados. Hasta más tarde, cuando Marta encontró el abrigo y los zapatos rojos de Gertrud entre la ropa que ella y su madre clasificaban, no lo comprendió todo.

Marta se interrumpió y Karin vio que sus manos se movían como si recogieran algo y se lo llevaran al pecho tiernamente. Su mi rada era sombría e impenetrable. Luego se perdió en los terribles re cuerdos de un oficial alemán que había abusado de ella una noche. Se había acercado furtivamente por detrás y le había tapado la boca con la mano para que no gritase. Él tenía un trozo de pan en la mano y ella tenía un hambre espantosa. Comió y dejó que él le hiciera lo que quisiera. Más tarde descubriría que le había robado la gorra. Un prisionero que se presentaba al recuento sin la gorra era ajusticiado, el alemán lo sabía. De este modo, Marta no podría denunciar el abuso.

Recordó el frío que hacía aquella mañana cuando la llevaron descalza a la plaza de ejecuciones junto con un grupo de mujeres mayores. Recordó su cabeza rasurada, el hambre, los pensamientos, la indiferencia y el asombro al preguntarse qué habría sido de Dios. Sin embargo, milagrosamente las balas no la habían alcanzado. Por la noche salió de la tumba a gatas, apartando los cuerpos caídos sobre ella, y se puso ropa de las muertas. En más de una ocasión se había preguntado si no era peor haber sobrevivido con aquellos recuerdos que haber muerto, para así encontrar la paz.

Gracias a su aguda visión había conseguido escapar entre las sombras, avanzando por la noche y escondiéndose de día. Varias décadas después, aquel oficial alemán había aparecido en Marstrand con un nombre ficticio y sin reconocer a su víctima. Marta lo había vigilado de cerca desde entonces, aunque nunca se lo reveló a nadie.

–Conseguí huir y al final llegué a Londres, donde mi padre tenía contactos de negocios -retomó la cronología del relato-. Gilbert Stiernkvist y su esposa sueca, la señora Alice, me ayudaron y me acogieron como a una hija. Me crié junto a Arvid y su hermano Rune.

–Señaló la fotografía-. Cuando la familia de Arvid volvió a Suecia, yo los seguí. Primero a Lysekil (la madre de Arvid, Alice, era de allá) y luego a Goteburgo. Tenían una casa de veraneo aquí, en Marstrand. La voluntad de ayudar a los demás estaba muy arraigada en la familia e intentaron apoyar a los judíos durante el largo proceso de recuperación del dinero en los bancos y las propiedades confiscadas durante la guerra. Cuando los padres de Arvid se hicieron mayores, a Arvid y a mí nos resultó natural hacernos cargo de todo y continuar adelante con el trabajo. El hermano de Arvid había seguido los pasos de su padre y se había formado como jurista, mientras que Arvid optó por la economía pensando en la empresa.

–¿La empresa?

–Tenían una empresa familiar, una compañía de transportes. En un principio, la ayuda a los judíos no fue más que un gesto bondadoso, una obra de caridad, si quieres, pero fue creciendo a medida que hubo más gente a la que socorrer. Cuando dejamos Londres había una oficina independiente abierta a jornada completa dedicada a ayudar a los judíos que huían. Luego, cuando llegamos aquí, el padre de Arvid, Gilbert, abrió una oficina en Goteburgo, desde donde lo dirigía todo. Los hermanos empezaron a colaborar con su padre y, poco a poco, se hicieron cargo de la compañía de transportes.

Karin escuchó atentamente, y al final se vio obligada a hacer una pregunta.

Other books

The Billionaire Affair by Diana Hamilton
Welcome to Your Brain by Sam Wang, Sandra Aamodt
Brightling by Rebecca Lisle
Harper's Rules by Danny Cahill