Read La mujer del faro Online

Authors: Ann Rosman

La mujer del faro (27 page)

BOOK: La mujer del faro
5.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

–Barcos, la isla, casitas rojas. Es muy propio de los alemanes sacar esta clase de fotos. Les encantan las casitas de madera roja.

Siguió avanzando las imágenes y, tras la séptima casita roja, iba a devolver la cámara a la bolsa cuando de pronto se detuvo.

–Pero ¿qué coño es esto? – dijo, y tocó el hombro del capitán del barco para llamar su atención-. Echa un vistazo a esto.

La fotografía había sido tomada bajo el agua y mostraba un baúl que descansaba de lado en el fondo del mar. Dos símbolos adornaban la tapa del baúl, además de los muchos percebes.

–¡Maldita sea, entonces era cierto! Han estado allí todo el tiempo, y encima los hemos encontrado. Sólo que a nuestro amigo alemán se le ha olvidado contárnoslo. Me preguntó por qué.

–¿Y ahora qué hacemos?

–Dejaremos que se sumerja. Que baje mucho y se quede allí un rato. Un buen rato. Los accidentes ocurren con mucha facilidad.

–Apagó la cámara y la devolvió a la bolsa sobre el pañol. Parecía un capitán corsario arengando a su tripulación. Tener un traidor en casa era fatal en su situación. Era importante dejar claro qué les pasaba a los traidores. Entonces sacó el cortador de pernos que utilizaban para cortar cadenas. Se lo dio a Mollstedt, se inclinó y le dijo algo al oído. Mollstedt asintió con la cabeza.

Markus escuchaba una pieza de música clásica en su reproductor MP3. Solía hacerlo para calmar los nervios, pero por alguna razón no funcionaba como de costumbre. Apagó la música y enrolló el cable de los auriculares. Luego lo metió todo en el bolsillo superior de la camiseta, se subió la cremallera del traje de neopreno hasta la barbilla y salió del baño.

–Bueno, ya hemos llegado. Ahí está el barco naufragado -dijo el hombre que llevaba el timón y señaló la pantalla iluminada-. Me temo que será la última inmersión de la noche. – Echó un vistazo a su reloj.

Los dos buzos se prepararon. A Markus le costaba ponerse las aletas y al final lo ayudó Mollstedt. Markus escupió en sus gafas de buceo, se las colocó y luego se puso los guantes. Por último, desapareció en las oscuras aguas. Los hombres de a bordo asintieron discretamente con la cabeza en un acuerdo tácito. El agua se movió bajo sus pies como protestando por su plan. Ya habían terminado sus días suficientes almas inocentes alrededor del islote rocoso de Pater Noster. Mollstedt se sumergió tras Markus con el cortador de pernos bien agarrado.

Pater Noster, 1963 Le sonrió antes de que su cuerpo se encogiera con un gemido y vomitara. Arvid estaba tan enfermo que se vieron obligados a hacer un alto en casa del padre de ella con la esperanza de que se recuperara.

Desde que se cayó al agua, todo había ocurrido como en una nebulosa. Sabía que había nadado hasta que creyó quedarse sin fuerzas, recordaba el sabor a agua salada y sangre en la boca y entonces, justo entonces, unos brazos fuertes la habían agarrado y subido a bordo. El borde de la regala era duro y se golpeó el codo. Abrió los ojos cuando la depositaron sobre el fondo, junto a Arvid. Su hermano, Karl-Axel, manipulaba los remos y gobernaba el bote con gesto de concentración.

Había pasado un día entero desde la travesía en el velero. La respiración de Arvid sonaba distinta, más débil, como si el aire ya no le llegara a los pulmones y el aire viejo no pudiese ser espirado.

–¡Respira! ¡Arvid, tienes que respirar! – Elin susurraba con la esperanza de que su desesperación no se oyera.

Se acurrucó contra Arvid y le levantó la cabeza para que des cansara sobre su brazo. Luego se aclaró la garganta y empezó a tararear suavemente Nocturne, el pasaje que Arvid solía cantarle a su hijo aún por nacer. Sólo un rato después pudo sobreponerse lo suficiente como para ponerle palabras.

¡Duerme, mi tesoro! La noche avanza.

El amor te velará dulce y secretamente.

Ella le besó la frente y le pasó la mano por el pelo. Luego le cogió la mano y se la posó sobre su vientre. Le pareció distinguir una leve sonrisa en los labios de él y acarició el bello contorno de su labio superior. Entonces Arvid boqueó y espiró por última vez, suave y silenciosamente. Ella recordó lo que él le había dicho aquella primera vez, en la confitería Bräutigams, que estando a su lado podía espirar sin necesidad de volver a inspirar. Sintió una patadita en su vientre, como si el que estaba allí dentro también quisiera despedirse.

El doctor Erling no pudo hacer nada, sólo prevenirlos. Prevenirlos de las fuerzas oscuras, esas de las que muchos sabían pero muy pocos se atrevían a hablar. Si esas fuerzas ocultas eran capaces de alcanzar a una persona tan respetada como Arvid, qué no podrían hacerle a ella. De momento, los dos serían declarados desaparecidos. Erling, que era un buen amigo de su hermano, opinaba que eso protegería a Elin. Muy pocos sabían que era más que la acompañante de Arvid, que era su alma gemela y su esposa y que su hijo común crecía en su vientre.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas y sintió un dolor desgarrador cuando le anudó el pañuelo alrededor del cuello y le subió la manta para que no tuviera frío. Erling cogió su mano y le prometió guardar el secreto de lo que había pasado aquel día. Tampoco comentó a ninguno de los presentes las pruebas que se llevó para analizar. Aunque no sirviera de nada, quería determinar las causas de la muerte. Poco sospechaba entonces que, mucho más tarde, sus análisis tendrían utilidad.

El doctor la esperaba en la puerta. Había llegado la hora de marcharse. Elin se volvió hacia Arvid por última vez y se despidió agitando la mano. Incapaz de decirle adiós, susurró:

–Nos volveremos a ver pronto, y contaré cada minuto hasta que llegue ese momento.

15

El rápido cambio de temperatura por la noche había creado una niebla compacta que bañó toda la costa oeste durante las primeras horas de la mañana. Solía pasar en primavera, antes de que se calentara el agua. Todos los sonidos y toda la luz eran absorbidos por una bruma blanca y húmeda. Las casitas de madera, rodeadas por un manto de niebla, parecían frágiles objetos de cristal empaquetados en papel de seda para una mudanza. A pesar de que el estrecho entre Koón y Marstrandsón era angosto, no se veía nada de una isla a la otra.

Siri miró sorprendida al joven que les sostuvo la puerta principal de Putte y Anita. El capataz con ropa de trabajo azul había sido sustituido por un hombre recién afeitado, de rostro bronceado y una camisa Boss azul. Desprendía un fresco aroma a jabón. Roland cogió su abrigo y lo colgó en una percha en el armario marrón del vestíbulo. Putte y Waldemar ya estaban sentados a la mesa del comedor cuando Siri y Roland entraron. Éste le retiró una silla y se la acomodó cuando ella tomó asiento. Luego se le sentó delante y retiró la goma que sujetaba el rollo con los planos.

–Bienvenidos, me alegro de que todos hayáis podido venir -dijo Putte-. Bueno, Roland, supongo que será mejor que te encargues tú.

Las manos de Roland se movieron por el plano que representaba las viviendas y el anexo de Pater Noster.

Debían decidir cómo seguirían adelante. El macabro hallazgo en la despensa de Pater Noster y la presencia de la policía habían supuesto unas dos semanas de retraso en la construcción. Roland había repasado el proyecto y la planificación para comprobar cuánto trabajo quedaba aún por hacer. Extendió una hoja sobre la mesa, encima del plano. Era un organigrama con las actividades pendientes y el orden en que debían realizarse. Seguramente podría convencer a los chicos para que recuperaran el tiempo perdido si le daban permiso para trabajar los fines de semana, así como contratar a un par de suecos para que sustituyeran a los dos polacos que habían vuelto a casa. Putte asintió con la cabeza, era una buena idea.

La reunión se alargaba, pero no importaba. A Siri le gustaba Roland, tuvo que admitir finalmente para sus adentros. Parecía fuerte. Sus ojos se encontraron por un breve instante, aunque tal vez demasiado largo, pues él bajó la mirada.

Anita no participó en la reunión. Hacía tiempo que se había formado una idea de Siri y Waldemar y no quería tener trato con ellos más allá de lo imprescindible. Siri le había contado con orgullo que había costeado la operación de pecho de su hija, puesto que ella misma había tenido tres hijos y sabía los estragos que eso causaba al cuerpo. Ahora había podido darle a su hija lo que ella no había tenido. Cuando Siri hablaba de su hija, siempre se refería a Diane, pese a que tenía dos. Annelie no contaba para ella de la misma manera. Anita pensaba que era del todo incomprensible, pues Annelie era la que tenía la cabeza mejor amueblada. Había obtenido una licenciatura y se había abierto camino en la vida por su cuenta. En el caso de que Diane tuviera alguna cosa amueblada, desde luego nadie pensaba que fuera la cabeza. Anita oyó un grito y, acto seguido, Siri apareció en la cocina.

–¡Mis Armani! – chilló. Se frotaba los vaqueros con una servilleta-. Me los he manchado con café. No me habría importado si no fueran los Armani. No porque no pueda permitirme comprar unos nuevos, pero este modelo es muy difícil de encontrar. Ojalá no les quede ninguna mancha.

–Mucho me temo que tendrás que quitártelos. Espera, voy a ver si encuentro algún par que pueda prestarte -ofreció Anita. La otra pareció asustarse ante la posibilidad de ponerse unos pantalones suyos.

Anita echó las perchas a un lado y encontró unos que sin duda le irían pequeños. Se le escapó una sonrisa al descolgarlos. Si Siri empezaba a tener problemas para respirar, la reunión no tardaría en acabar. Siri los miró indecisa, pero le dio las gracias.

A Anita no le apetecía esperar sentada a que terminase la reunión mientras el día tocaba a su fin. Eran las once cuando le hizo una llamada a su nuera Lycke. Ese nombre, que significaba “felicidad”, se correspondía a las mil maravillas con aquella joven mujer. Martin no podría haber encontrado a nadie mejor, y pronto se convirtió en la hija que Putte y ella nunca tuvieron. Creía que Lycke sentía lo mismo por ellos, al menos eso esperaba. Anita sabía que, ahora mismo, estaba pasando por un mal momento, porque tenía la casa patas arriba por las obras y además un niño al que cuidar, a la vez que trabajaba a jornada completa. Martin dedicaba el tiempo que le quedaba a las obras y Anita intentaba ayudar a Lycke en todo, haciendo la

compra, cocinando y cuidando a Walter. No le suponía ningún sacrificio y, además, su nuera era muy agradecida.

Diez minutos más tarde, Anita subió a bordo del ferry, que se deslizó a través de una neblina blanca como la leche para cruzar a Koón. Lycke la esperaba enfrente del Konsumbutikken. Walter, que caminaba al lado de cochecito, salió corriendo al verla y Anita se puso en cuclillas para recibir su cálido abrazo.

–¡Abuela! ¡Hola, abuela!

–¡Hola, Walter! ¿Has echado de menos a la abuela? ¿Damos un paseo? Hola, niña. ¿Cómo va todo? – le preguntó a Lycke, y le dio un abrazo.

–Más o menos, si quieres que te sea sincera. Las placas de aislamiento llevan un mes aparcadas en el vestíbulo. Empiezo a estar harta de tener que escurrirme entre las pilas con el niño en un brazo y las bolsas de la compra en la otra mano. Disculpa, no quería ser quejica.

–Qué va, no importa. Al fin y al cabo, yo te lo he preguntado y de vez en cuando hay que quejarse.

–Ayer organicé una cena de amigas y estuvo muy bien. Hacía tiempo que no nos reuníamos todas.

–Me alegro. ¿Quiénes asistieron?

Lycke le contó los detalles y que habían acabado hablando del tío Bruno.

–Hace tiempo que no lo veo -dijo Anita-. Y mucho me temo que tampoco Putte lo ha visitado últimamente. ¿Qué te parece si nos acercamos a ver si está en casa?

–Walter acaba de comer y seguramente se duerma pronto en el cochecito, o sea que sí, te acompañamos. Por cierto, Martin me habló de la búsqueda de un tesoro. Suena muy emocionante. ¿Cómo va?

–Me siento como si fuéramos novios otra vez -le confió su suegra.

–Se te nota. Pero ¿existe ese tesoro en realidad? Quiero decir, ¿qué clase de tesoro es?

–Ni idea, pero es lo que menos me importa -respondió Anita y sonrió-. Buenos días, Marta. ¿Cómo va todo? – saludó por encima de la valla blanca del jardín de Slottsgatan 8B.

–Bien, gracias. Las malas hierbas siguen creciendo -contestó Marta, que se había metido en el arriate con un pañuelo en la cabeza, unas botas de agua en los pies y un rastrillo en la mano. Se llevó la mano a la espalda-. Aunque he de reconocer que es maravilloso que, por fin, la primavera esté en camino. Es curioso, pero algunos inviernos parecen más largos que otros.

–Sí, esperemos que ya se haya acabado el frío.

–Mis narcisos ya han salido, mirad. – Marta señaló el arriate recién desherbado. Arkimedes se frotó contra su pierna antes de tumbarse sobre una placa de pizarra para lamerse las patas, pero en todo momento pendiente de su ama.

–La neblina suele ser una señal fiable de que la primavera está a punto de llegar. Putte se va a Londres esta noche y allí hace dieciocho grados. Esperemos que el calor llegue aquí -dijo Anita antes de despedirse y seguir su camino.

–Mamá, ¿cuántos rayos tiene el sol? – preguntó Walter.

–Uf-se adelantó Anita-. Muchos.

–Abuela, ¿cuánto pesa una gaviota? Lycke se rió.

–Con todos los estudios universitarios que tenemos y ni siquiera somos capaces de contestar preguntas tan importantes como éstas.

En la esquina de Slottsgatan con la calle Fredrik Bagges doblaron a la izquierda. El adoquinado se fundió con un pavimento liso en la larga recta, donde alguien había tomado la decisión de cubrir los viejos adoquines en lugar de volverlos a colocar. El agua de Mus keviken reverberaba tímidamente, pero la niebla impedía que el sol penetrara. Era imposible ver los muelles desde el paseo de la bahía, a pesar de que estaban a sólo treinta metros.

Walter se había cansado de caminar y bostezaba abiertamente. Anita lo metió en el cochecito y bajó el respaldo para que pudiera echarse. Lo envolvió cariñosamente en la mantita de lana azul claro.

–Todavía no nos hemos dado nuestro chapuzón de marzo -reconoció Lycke-. Debería aprovechar para hacerlo hoy, ahora que no sopla el viento. Sólo que es un poco lúgubre bañarse entre la niebla. Prefiero el viento frío y cortante, pero con un sol radiante.

Sara y Lycke solían bañarse en el mar al menos una vez al mes durante todo el año. Un paseo y un chapuzón rápido. Los baños invernales eran más breves que los estivales y Lycke solía llevar el biquini debajo de la ropa de invierno. Bañarse con biquini y gorra de lana podía considerarse extravagante. Los transeúntes que las veían solían detenerse y se echaban a temblar a pesar de sus ropas gruesas, antes de soltar algún grito alentador o de comentar lo locas que estaban.

BOOK: La mujer del faro
5.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Exposed to You by Beth Kery
Fortitude (Heart of Stone) by D H Sidebottom
Tempting the Dragon by Karen Whiddon
A Complicated Marriage by Janice Van Horne
7 Clues to Winning You by Walker, Kristin
Linked by Heather Bowhay
Dear White America by Tim Wise
The Alpha Claims A Mate by Georgette St. Clair
Alien Eyes by Lynn Hightower