Authors: Ann Rosman
—O sea, ¿quieres decir que alguien lo ató bajo el agua?
—No sólo eso. Acércate y verás. Aquí. —Margareta esperó.
Folke suspiró y miró hacia todos los lados menos hacia la mesa, a la que se acercó a regañadientes.
—Oh, esto es lo más... lo más espantoso... —susurró con tono ronco y se volvió asqueado. Le subió la bilis y a punto estuvo de vomitar—. Pobre diablo...
Margareta nunca lo había oído pronunciar una sola palabra salida de tono.
Al cadáver le faltaban las manos. Desde luego habían estado allí, pero alguien se las había amputado.
—No las cercenaron con un cuchillo, sino con algo más contundente —explicó Margareta—, posiblemente algún tipo de tenaza. Se las cortaron bajo el agua. —Abrió los brazos para ilustrar el gran tamaño que debían de tener unas tenazas o tijeras capaces de seccionar unas manos.
—Entonces... quieres decir que alguien lo ató para luego... cortar... cortarle las manos —dijo Folke. Le costó pronunciar algo tan espeluznante.
—Así es. Alguien le hizo un nudo alrededor de los tobillos que, de por sí, no debía de ser difícil de desatar. El pobre probablemente pensó que soltarse no le supondría ningún problema.
—Para alguien que sepa desatar esa clase de nudos —precisó Folke.
—Exacto. Yo diría que luchó por liberarse, pero si pensamos que tenía una hemorragia y estaba bajo el agua, nunca podría haber sobrevivido, ni siquiera soltándose. Había perdido demasiada sangre. Seguramente quien lo ató confió en que se quedara allí abajo, pero por alguna razón logró soltarse y su cuerpo subió a la superficie, aunque ya estaba muerto.
—Pero debe de hacer un frío espantoso en el agua en pleno invierno, ¿no crees? ¿Sabes cómo va eso?
—Sí, aunque lleves un traje de neopreno, hace mucho frío. Debajo llevaba ropa interior. En el bolsillo de la camiseta encontramos un reproductor de música o como quiera que se llame.
—¿Un walkman?
Margareta sonrió por primera vez y consultó su reloj.
—No, Folke, no; el walkman pertenece al paleolítico, eso lo sé hasta yo. Hoy en día se llaman Ipod, y cada poco van cambiando de nombre. Tendrás que hablar con Jerker porque se lo llevó para examinarlo. Visto que no hemos podido establecer su identidad, tendremos que ver si su descripción se ajusta a algún desaparecido. Es posible que así logremos identificarlo.
Folke asintió con la cabeza, pero no se le ocurrió decir que ya había empezado a trabajar en ello.
—Gracias —dijo, a falta de algo mejor. Parecía aliviado de que la reunión tocara a su fin.
—Bueno, pues esto es todo. No olvides hablar con Jerker.
Margareta le dio la espalda y cogió el bolígrafo y la tablilla de la mesa auxiliar.
Karin y Robban habían decidido volver a casa de Marta Striedbeck para preguntarle sobre Systrarna Elloven. Karin estaba segura de que la anciana sabía mucho más de lo que le había contado.
Ya se hallaban a medio camino del muelle flotante de Blekebukten y Robban todavía no se había tomado su café, algo que no pudo evitar comentar justo cuando de pronto sonó el teléfono de Karin, quien se detuvo para contestar. Escuchó la voz alterada que llegaba del otro extremo.
—¿Cuándo se fue? —preguntó Karin.
Robban la miró interrogante.
—No te lo vas a creer —dijo ella cuando hubo colgado.
—Supongo que no, pero al menos inténtalo.
—¿Quieres oírlo, o qué? —sonrió Karin.
—Pues claro. ¡Vamos, cuenta! Tus secretos están a salvo conmigo. —Se pasó la mano por los labios como cerrando una cremallera—. Anda, desembucha.
Entonces Karin le contó sobre la cena de chicas del fin de semana, y que había conocido a la suegra de Lycke, Anita, quien las había acompañado a casa del tío Bruno, y concluyó con la reciente llamada. Robban la escuchó con creciente interés.
Las barreras del ferry habían empezado a bajar, pero el capitán estaba de buen humor y los esperó. Karin agitó la mano en señal de agradecimiento.
Anita llevaba la ropa de abrigo puesta cuando llegaron. El anorak rojo emitió un frufrú cuando sus brazos rozaron los costados.
—¿Podemos sentarnos en algún sitio? —preguntó Karin tras presentarle a Robban.
—Sí, sí, naturalmente.
Anita los condujo hasta la cocina. Era del color del sol y muy acogedora, con una larga mesa y en medio una isla con los fogones y el horno. El alféizar de la ventana del fregadero estaba repleto de vasos. En cada uno había tres o cuatro esquejes de pelargonio metidos en agua. Ya tenían raíces y convenía que los trasladara cuanto antes a sus respectivas macetas.
—Cuéntanoslo todo desde el principio —pidió Karin, y tomó asiento en el banco de madera decapada, que crujió bajo su peso.
Anita titubeó, pero sólo un instante. Entonces empezó a narrar lo de la carta, el viaje a Vinga, la búsqueda del tesoro y cómo al final habían recuperado el cuaderno de bitácora.
—El libro que le habíais prestado a Bruno Malmer, ¿verdad? —quiso confirmar Karin.
Anita asintió con la cabeza y les explicó que habían dedicado largas horas a repasar un montón de libros e incluso el costado de la maqueta del barco. Sonrió al recordarlo, se lo habían pasado fenomenal.
—Bien. Y ¿qué ha ocurrido hoy? —preguntó Karin.
De pronto, Anita recobró la seriedad.
—Putte tenía que haber vuelto de Londres. Ibamos a intentar descubrir el lugar correcto, que seguramente aparece en el cuaderno de bitácora, y luego ir a comprobarlo.
—Es decir, tú y tu marido pensabais salir en barco.
Anita asintió.
—Pero él no ha vuelto. Temía que hubiera perdido el vuelo de regreso, ya le ha ocurrido alguna vez. Lo llamé al móvil, pero lo tenía apagado. Cosa rara en él.
—De acuerdo —dijo Karin—. Y luego te llamó él. Por cierto, ¿qué tipo de barco tenéis? Vamos a averiguar si sigue en el muelle.
—Ya lo he hecho. Es un Targa treinta y siete. Suele estar amarrado justo delante del Paradisparken, al lado del Grand Hotel, aunque ahora mismo está en el muelle de servicio del astillero de Ringen. Sólo hemos salido una vez. Tenía algo en las hélices traseras que necesitaba una reparación.
Karin asintió y anotó todo lo que Anita le había explicado.
—¿Qué te dijo cuando llamó? —preguntó luego.
—Eso es precisamente lo que me extraña. Dijo... —Se le quebró la voz y calló para reunir fuerzas—. Disculpadme. —Se puso en pie y se acercó al fregadero, abrió el grifo y dejó correr el agua antes de servirse un vaso. Bebió. Entonces prosiguió—: Dijo: “Anita, lo siento, no podremos salir a navegar. Me he retrasado un poco y tengo que asistir a una reunión.” Parecía cohibido y como si quisiera decirme algo que no podía. Yo tenía muchas ganas de contarle que había encontrado una pista, una posición anotada detrás del panel de la biblioteca, pero él no paraba de interrumpirme y no pude decírselo. Me pareció que lo hacía adrede.
—¿Sólo te dijo eso? ¿Que se había retrasado? —preguntó Karin, escèptica.
—No, no. Dijo que no tenía el teléfono de Pierre François Lolonois y que si llamaba tenía que decirle que se retrasaría, y que era posible que no pudiera reunirse con él. Luego prosiguió y me dijo que fuera a mi clase de francés, ya que no saldríamos a navegar, pero la clase es los viernes, no los lunes.
—¿Quién es ese francés que mencionó?
—Putte siente fascinación por la historia marítima y se sabe todos los nombres y las vidas de los piratas al dedillo. François Lolonois era un pirata sanguinario que causó estragos en el siglo diecisisete. Pero Putte le añadió un nombre de pila, dijo “Pierre” François Lolonois, y luego habló de mi clase de francés. Tal vez os parezca rebuscado, pero Putte nunca se equivocaría con un nombre, y luego hay algo más. Lo último que me dijo, y eso resutó lo más raro, fue que debía recoger los bucaneros.
—¿Los bucaneros? ¿Seguro que dijo bucaneros?
—Absolutamente —dijo Anita—. Supongo que sabes lo que significa.
Karin asintió.
—Piratas —dijo, y miró a Robban.
Jerker había revisado el reproductor MP3. Era del mismo color que el robot de cocina que les habían regalado para su boda, pensó mientras lo conectaba a su ordenador. Se oyó un
plin
que indicaba que la máquina había encontrado un nuevo dispositivo. Agradeció que aquel tío hubiese llevado traje de neopreno.
Además de algunos ficheros de música, Jerker encontró dos ficheros de imágenes y cinco archivos de texto. Hizo una copia de seguridad de todo el contenido y lo grabó en un disco. Dos de los archivos parecían encriptados y, además, muy bien. Tras un repaso rápido envió a Karin, Robban y Folke los archivos que había conseguido abrir, con la marca de alta proridad. Marcó el número de Karin, pero estaba ocupado, y lo mismo le pasó con Robban. Jerker dudó antes de marcar el de Folke.
Veinte minutos más tarde, Folke estaba mirando el equipo de alta tecnología que había en el despacho de Jerker. Ser policía ya no era lo mismo que antes. Hoy día, era muy raro ver a la policía salir en persecución de los malos blandiendo la porra. Ahora se requisaban ordenadores, y a veces no los llamaban ordenadores sino servidores, y cuando hablaban de
cookies
no se referían a pastelitos. Se le escapó un suspiro que Jerker oyó.
—Pareces un poco bajo de forma —dijo éste. Sonaba mejor que decir “viejo y cansado”.
—Sí, de vez en cuando me siento como un dinosaurio hibernando —reconoció Folke.
—¿Tan grave es? —preguntó Jerker, al tiempo que tecleaba algo—. Acabo de enviarte un correo. Lo estoy imprimiendo ¿Sabes algo de alemán? —añadió cuando empezaban a salir hojas de la impresora.
Folke cogió los papeles. Si Karin hubiera estado allí, los habría hojeado para hacerse una idea, pensó Jerker, pero Folke se puso a leer una página tras otra. Al parecer, era un artículo sobre Suecia. Folke respiró hondo y siguió leyendo hasta el final del texto. Allí había un nombre. Lo anotó en su bloc, se despidió de Jerker y volvió a su escritorio con paso cansino.
Jerke se preparó para centrarse en los dos ficheros encriptados y tiró de sus dedos, uno tras otro, hasta que crujieron. A lo mejor podía acceder al contenido de otra forma. Por ejemplo, a través del ordenador en que se habían creado, que estaba registrado a nombre de una tal Sara von Langer. Con un poco de suerte, los ficheros originales estarían allí sin encriptar.
Cuando volvió a su mesa, Folke puso manos a la obra y repasó lenta y concienzudamente los dos primeros artículos, pese a que el alemán de la escuela tenía sus límites.
—Hola, Folke, ¿cómo va todo? —Carsten se acercó a su mesa. Venía de la calle y aún no se había quitado la chaqueta.
—Markus Steiner, creo que se llamaba el submarnista. Llevaba encima uno de esos reproductores en los que, por lo visto, se pueden guardar ficheros no sólo de música. Escribía artículos para algunas revistas, parece que era periodista.
—Markus Steiner. No suena especialmente sueco. —Carsten se inclinó para ver la pantalla.
—Los artículos están escritos en alemán —dijo Folke.
—Ya, alemán. ¿Lo controlas? Quiero decir, ¿sobre qué versan? —Carsten se corrigió, sabedor de que Folke era muy tiquismiquis.
—De momento he llegado al segundo artículo. Trata de cómo encontrar y comprar una casa en Suecia y las reglas y normas aplicables: el valor catastral, agentes inmobiliarios, impuestos sobre bienes inmuebles, etcétera.
—¿Has buscado su nombre en el registro de personas desaparecidas?
—Eeh... Pues no. —Folke se aclaró la garganta. Se sintió estúpido por no haberlo hecho, pero no tenía ganas de pedirle ayuda a Marita—. Ahora mismo iba a hacerlo —murmuró, y se removió en la silla.
—Si me das el nombre se lo pasaré a alguien; así no te distraes de los artículos. De todos modos, tengo que hablar con Marita de otro asunto. —Carsten echó un vistazo al reloj.
Aliviado, Folke le tendió a Carsten un papel con el nombre.
Había nueve artículos en total, pero cuando llegó al quinto le pareció que empezaban a cambiar de tenor. Se cuestionaba el papel desempeñado por Suecia en calidad de país neutral durante la guerra. Era más farragoso y complicado desde un punto de vista lingüístico. Marita lo había ayudado a regañadientes a encontrar un diccionario alemán-sueco, aunque después de haberle explicado que había una función de búsqueda integrada en el ordenador. Con manos diestras, Karin sacó la posición que Anita había encontrado detrás del panel oscuro de la biblioteca.
—Cincuenta y siete grados, cincuenta y cuatro coma cuatro minutos Norte —dijo, y echó un vistazo al papel escrito por Anita—, y once grados veintinueve coma cinco minutos Este.
Robban la miró impresionado cuando pasó el compás y la regla por la carta náutica y finalmente marcó una cruz con el lápiz.
—Aquí —dijo, y señaló con el dedo las islas que estaban pegadas la una a la otra. Systrarna y Elloven.
—Robban —dijo Karin pensativa—. El tatuaje de Arvid Stiernkvist.
Él rebuscó en los bolsillos y finalmente sacó la nota en que lo tenía apuntado, al tiempo que ella encontraba la anotación en su libreta. Coincidían. Los número del tatuaje de Arvid eran los mismos que la posición que acababan de marcar en la carta, salvo por los últimos que no habían conseguido descifrar, respectivamente el cuatro y el cinco, que ahora les había dado Anita. Todas las hipótesis sobre que podía tratarse de los números de algún campo de concentración o de una cuenta en un banco suizo estaban equivocadas. El número eran una longitud y una latitud en la cuadrícula de la Tierra e indicaba que había algo oculto en el mar.
—¿Ha leído Putte el libro? —preguntó Karin.
—Sí —dijo Anita—, pero acabábamos de descubrir la página arrancada y los nuevos versos cuando tuvo que irse. Le irritaba que hubiera más versos.
—¿Y nadie más ha leído el cuaderno de bitácora? —preguntó Robban.
—Aquí en casa, no. Pero se lo prestamos a Bruno Malmer, y es posible que él se lo haya enseñado a alguien. Tendréis que preguntárselo.
—Entonces Bruno, tu marido y tú —enumeró Robban.
—Un momento —dijo Anita titubeante—. Ayer tuvimos invitados en casa. Uno de ellos, Waldemar von Langer, se quedó un rato después de que los otros se hubieran ido. Yo acababa de volver a casa con el libro bajo el brazo y lo dejé sobre la mesa de la cocina. —Señaló la mesa—. Puede haberle echado un vistazo.
Karin no pudo evitar levantar la vista de su libreta para lanzarle a Robban una mirada de ya-te-lo-decía-yo cuando salió a la palestra el nombre de Waldemar.