La mujer del faro (34 page)

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Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
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—Disculpe, señorita, ¿es aquí donde sirven café? —preguntó él, y enarcó sus oscuras cejas con picardía.

—¡Un momento! —Karin cerró los ojos y se los tapó con las manos para concentrarse mejor.

—¿Te encuentras mal? —preguntó Robban, y cerró la escotilla detrás de sí.

—Joder, cállate aunque sólo sea un minuto... Levern, Pottan, Elloven. Systrarna...

Poco a poco, empezó a salir algo de algún rincón recóndito de su conciencia. “Systrarna Elloven”, ponía en el dorso de la fotografía en el dormitorio de Marta. ¿Seguro que era eso? ¡No era el nombre de las mujeres de la foto, sino un lugar! Systrarna, las Hermanas, eran dos islotes contiguos situados al norte de Pater Noster. Elloven era una pequeña isla al sur de Systrarna.

—Mira esto —dijo Karin, ansiosa, y señaló un punto en la carta marina con el dedo. Le contó lo de la fotografía en casa de Marta y le mostró las islas cercanas a Pater Noster. El corazón le latía con fuerza.

—Pues sí, no es tan raro —comentó Robban tras escuchar la explicación—, conozco a más de una persona que hubiera pensado lo mismo al leer ese texto en una foto de dos mujeres.

—Ya, y es precisamente lo que quería que pensáramos quien lo escribió. Echa un vistazo. —Volvió a señalar la carta marina—. Entre Systrarna y Elloven sólo hay agua. Veamos, unos cinco metros de profundidad... La pregunta es si hay algo bajo el agua. ¿Algo por lo que valga la pena sumergirse? Al fin y al cabo, tenemos a un submarinista muerto...

—Quizá tengas razón. Tendremos que hacerle otra visita a la adorable y acogedora Marta Striedbeck para preguntárselo sin tapujos. Si tenemos suerte, nos invitará a un café, aunque no me hago ilusiones.

Marita acababa de volver a la comisaría después del almuerzo. Constató que la nevera de la cocina necesitaba un repaso, más de una fiambrera llevaba demasiado tiempo allí, pero no tuvo ocasión para sumirse en sus pensamientos, pues en aquel momento apareció el intérprete polaco. Era un hombre más bien bajo y llevaba un gorro de piel. Al quitárselo, descubrió una coronilla calva tan reluciente que incluso podría servir de espejo. En el lado izquierdo tenía una enorme marca de nacimiento que recordaba a Gorbachov.

—Piotr Zagorsky. —Su apretón de manos fue cálido y firme y la mirada amable cuando la saludó. Aceptó un café y siguió a Marita hasta una pequeña sala de reuniones para traducir lo que Karin había grabado en el móvil.

Media hora más tarde, Marita entró en el despacho de Carsten.

—¿Algo interesante? —preguntó él, innecesariamente a tenor del semblante de Marita. Sus mejillas ardían y sostenía una libreta en la mano.

—Escucha —dijo—. Cuatro personas salieron en barco la noche del sábado. Dos de ellas llevaban puesto el equipo de buceo.

—¿Encontraron algo?

—Más bien perdieron algo. Pavel vio que a la vuelta sólo había tres hombres a bordo. Faltaba uno de los submarinistas.

—Pudo haber desembarcado en algún lugar antes de llegar a puerto.

—Es poco probable. Los polacos también lo consideraron, pero están convencidos de que la tripulación lo quitó de en medio. No mencionan ningún nombre, salvo el de una persona a la que llaman Aske (Trueno) o Blixten (Rayo), a no ser que tenga que ver con el tiempo que hacía. En resumidas cuentas, los polacos creen que esos tres hombres se deshicieron del cuarto hombre a bordo... Veamos... Se refieren a él como el submarinista o simplemente Markus. —Marita levantó la mirada de los papeles.

—Así pues, tenemos a una persona desaparecida —concluyó Carsten.

—Y hemos hallado un cadáver. Podría tratarse de la persona que mencionan los polacos. Por cierto, ¿sabes dónde está Folke?

—Ni idea. Tenía que ir al Instituto Forense. Inténtalo en el móvil y pregúntale a él, pero también a Karin y Robert, si saben algo de un tal Blixten. —Carsten volvió a su ordenador y pulsó
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.

Putte no sabía cuánto tiempo llevaba en aquel trastero cuando la puerta finalmente se abrió. La luz exterior era tan fuerte que se vio obligado a cerrar los ojos y luego entreabrirlos gradualmente. Miró sorprendido a las dos siluetas que aparecieron en el umbral. Aun así, no pudo evitar sentir cierta admiración por el nudo que ataba sus manos. Era un nudo de experto y, que él supiera, sólo había una persona capaz de hacerlo: Karl-Axel Strómmer.

—¿Qué demonios pasa aquí? —dijo Putte—. ¿Es alguna clase de broma pesada?

—Per-Uno. En primer lugar, queremos disculparnos por nuestra forma de proceder algo brusca, pero era lo único que podíamos hacer. Si eres tan amable, escucha lo que tenemos que decirte y luego juzga por ti mismo.

Dos ancianitas, pensó Putte, aunque se apresuró a rectificar: las ancianas no se dedicaban a secuestrar gente. Eran brujas. Unas brujas de la peor calaña. Sin embargo, reconoció a una de ellas: la señora de los caramelos de miel del ferry. Aquellos malditos caramelos. Se preguntó que llevarían. Putte intentó recordar su nombre. Marta. Marta Striedbeck. Hizo ademán de rascarse la cabeza. Le dolía y palpitaba.

—Escucha —dijo la mujer de pelo rubio antes de presentarse como Elin Stiernkvist.

Dios mío. Elin era la hermana de Karl-Axel, al que se suponía muerto en un accidente de navegación hacía miles de años. ¿Era posible? Allí estaba, vivita y coleando, hablando con él.

—Anita y tú corréis peligro. Os han tenido bajo vigilancia desde hace mucho tiempo, por eso nos vimos obligadas a intervenir y te secuestramos. De no haberlo hecho así, ellos habrían sospechado.

—Desde luego. ¿Y quiénes son “ellos”? ¿De qué coño estáis hablando?

Elin y Marta se miraron y decidieron contárselo, procurando elegir las palabras adecuadas. Se lo contaron casi todo. Estuvieron hablando hasta bien entrada la noche y por la mañana permitieron que Putte llamara a Anita, aunque siguiendo ciertas instrucciones.

—Hola, Anita, soy yo. Sí, lo siento mucho, no podremos salir a navegar. Todo se ha retrasado y tengo que asistir a una... una... eh... reunión. —Él mismo se dio cuenta de lo rebuscado que sonaba aquello y no hacía falta conocerle demasiado para comprender que ocultaba algo—. Oye, no me he traído el número de Pierre François Lolonois. Ya sabes cómo es a veces, así que, si te llama, dile que llegaré tarde y que probablemente ni siquiera llegue a tiempo de verle. Ve a tu clase de francés y no me esperes. Y, por cierto, haz el favor de recoger los bucaneros.

Estaba en peligro. Putte esperaba que entendiera su mensaje y, en caso de que no estuviera sola, que los que pudieran escucharlo no entendieran nada.

Tomas miró sorprendido el contenido del sobre.

¡”Querido hermano”! ¿Qué demonios...? Leyó la carta lentamente. De no haber sido por todos los documentos y el pequeño pero pesado paquete, nunca se lo habría creído. Ya sabía que el padre de Diane no era el mismo que el de Annelie y él, pero nunca les contaron que tuvieran otro hermano, el gemelo de Diane.

Sonó el teléfono: era su madre, histérica.

—¡Ahora te vas a enterar de lo que me ha hecho esa chica! —gritó Siri.

—Hola, mamá —dijo Tomas con fatiga.

—Pues escúchame bien. Nos la encontramos en la calle Brigitte y yo, y me ha ofendido intolerablemente. Exijo una disculpa. —Y empezó a contar lo que le había dicho Sara.

—Ya basta —la cortó Tomas.

—¿Qué has dicho? —bufó Siri.

—He dicho que ya basta.

—A mí no me hables así. Desde luego, acabas siendo como la chusma con que te mezclas. Ya me he dado cuenta de que es una mala influencia para ti.

Tomas giró el anillo que había encontrado en el paquete que acompañaba los documentos. Era una alianza de oro. Dentro había una inscripción grabada: “Elin y Arvid. 4/10/1962, 14/6/1963.”

—O tal vez sean los malos genes... ¿Por qué nunca me contaste que Diane tiene un hermano gemelo?

—¿Perdón?

Oyó que su voz temblaba en el auricular.

—¿Y por qué no nos has contado que Sten Widstrand es su padre y no Arvid Stiernkvist? La verdad es que nunca estuviste casada con Arvid Stiernkvist, ¿no es así? Aunque la palabra clave en todo este asunto es veneno, supongo.

—No sé de qué me estás hablando.

—¿De verdad? Pues espera un momento, que ahora mismo te voy a leer algo.

Tomas sacó las copias de las dos cartas del montón de documentos. Una era de Siri a Sten y la otra, la respuesta de Sten. Leyó las palabras incomprensibles en voz alta. Cómo lo habían planeado todo. La travesía en barco, la comida que habían preparado, el café, el rumbo que debían tomar. Cómo Waldemar oficialmente había estado a bordo cuando, en realidad, era Sten quien los había acompañado y, además, había escrito el informe policial sobre el accidente. Siri y Sten se habían llevado a Elin y Arvid, los habían envenenado y Siri había arrojado a Elin por la borda.

Tomas siguió leyendo sobre el hermano de Sten, Simón Nevelius, que muy oportunamente era sacerdote y confiaba en ellos. El pobre Simón, al que habían engañado para que inscribiera el nombre de Siri junto con el de Arvid en el registro de matrimonios.

—El único problema era que Arvid ya estaba casado, aunque tú entonces no lo sabías. —Tomas sostuvo el anillo en la mano y acarició su superficie con el pulgar. Se había hecho el silencio en el otro extremo de la línea—. Y una cosa más —dijo—. No hables nunca, nunca, mal de mi mujer. Si hay alguien que tiene clase y estilo aquí, ésa es ella. —Y colgó.

Se puso la chaqueta y los zapatos. Pensaba ir a ver si Markus estaba en casa. Había tantas cosas que quería preguntarle. Por ejemplo, cómo había conseguido el anillo.

Entonces rectificó. De hecho, la entrevista con Markus podía esperar. Primero iría a buscar a Sara. Cogió las llaves de la encimera de la cocina con una mano, al tiempo que con la otra marcaba el número de la policía de Goteburgo en su móvil.

Esperaba que hubiera una salida para él y Sara. Era tal como decía Markus en su carta: podía estar contento de estar casado con ella. También mostraba lo que pensaba Markus de Sara, pensó Tomas cuando cerró la puerta con llave.

19

La médico forense Margareta Rylander-Lilja estaba de pie al lado de una de las mesas de autopsia de Medicinargatan 1C. Alzó la mirada y saludó con la cabeza sin sonreír cuando Folke apareció en la puerta.

—Llegas tarde.

—Sí, yo...

—Lo que es aún peor que llegar tarde es venir con una excusa mala.

El hombre tendido sobre la mesa de autopsia de acero inoxidable tenía un cuerpo bien formado, facciones agradables y pelo espeso. Salvo por el corte en Y que le recorría el tórax y la falta de manos, se podía llegar a creer que sólo estaba durmiendo. Folke negó con la cabeza. Con los ojos abiertos de par en par, siguió a la forense a la mesa contigua, colocándose lo más lejos posible y de espaldas a la mesa que en ese momento un ayudante limpiaba con agua a presión.

Margareta tenía manos largas y estrechas, como de pianista, las uñas cortas y sin pintar. En la mano derecha sostenía una tablilla con una hoja fijada. Los entrenados ojos de la doctora habían examinado el cadáver que yacía sobre la mesa. Luego había documentado las lesiones sobre una ficha que mostraba el anverso y el reverso de un cuerpo humano. En realidad, significaba duplicar el trabajo, puesto que su principal herramienta de trabajo era el dictáfono que llevaba sujeto al cuello de la bata y se activaba mediante la barbilla, pero había aprendido la técnica hacía mucho tiempo y le parecía que le ofrecía una imagen más completa de los casos. Sobre todo, cuando luego tenía que acordarse de un fallecido y sus lesiones.

Siempre había un técnico de la policía presente cuando se realizaba la autopsia de alguien que probablemente había sido asesinado, y Jerker había estado allí antes. Normalmente era él quien luego informaba a la brigada criminal, pero ahora estaba Folke.

—Tenía que encontrarme con Jerker aquí para... —empezó.

Margareta ignoró el comentario y tapó el rotulador que estaba usando. Era una mujer elegante, de unos cincuenta años, a la que ninguno de sus compañeros de trabajo osaría llamar Maggan, al menos estando sobrios. Margareta mostraba más empatia y cuidado por sus pacientes que muchos médicos, quienes, al fin y al cabo, trabajaban con personas vivas. Tal vez fuera porque los pacientes que recibía Margareta ya no tenían ocasión de decir nada y su única opción era confiar en ella.

Le costaba entender cómo Folke podía trabajar en casos importantes y, aun así, mostrar tan poco empeño e interés. O tal vez era una actitud que adoptaba para mantener a raya el espanto y el horror. Sea como fuere, para ella no era demasiado importante. A veces le parecía que Folke se obsesionaba con detalles nimios, incapaz de hacerse una idea general del asunto, y eso la irritaba. Todo en él era irritante, con esa actitud de sabelotodo y sus martirizantes correcciones lingüísticas.

Margareta dejó el bolígrafo y la tablilla sobre una mesa auxiliar de acero inoxidable y se centró en las dos personas que tenía delante. Una seguía con vida, pero de alguna manera parecía menos viva que la que yacía sobre la mesa.

—¿Ha sido difícil establecer la hora de la muerte? —preguntó Folke.

—En absoluto, estoy muy segura de la hora. —Margareta miró su afectada expresión de circunstancia: la muerte de alguien tan joven es siempre una tragedia, proclamaba.

—¿Cuándo murió? —Folke titubeaba, evidentemente incómodo por hallarse en una sala de autopsias. Se abotonó la chaqueta como dando a entender que no tenía intención de quitársela.

—A las cuatro de la mañana.

—¿En plena noche? ¿Qué hace uno con traje de submarinista en mitad de la noche? —se asombró Folke, y se recolocó la bufanda, también para marcar que sólo estaba de paso.

—Ni idea, pero por suerte no me corresponde a mí averiguarlo. Mira.

Folke avanzó dos pasos timoratos y se cambió los guantes de cuero de una mano a la otra.

—Acércate más si quieres verlo. —Margareta le indicó dónde debía colocarse.

Folke se sintió como un colegial y dio un par de pasos más. La forense se fijó en que se golpeaba nervioso el muslo derecho con los guantes. Qué irritante. Margareta señaló el empeine derecho del hombre. Folke se estiró tímidamente para ver mejor.

—Tenía los tobillos atados con una cuerda que al parecer estaba enganchada a algo bajo el agua. Jerker está analizando los nudos, sin duda marineros, porque desde luego no se trata de nudos al uso, sino hechos por un experto. Cortamos la cuerda sin deshacerlos. No estaban demasiado prietos, pero aun así...

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