La mujer del faro (37 page)

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Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
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—Dile al campo de los ángeles o a la tierra celestial si quieres... La tierra que heredamos y la verde floresta...

El faro daba cobijo. Karin estaba tan cerca que percibió el olor a madera vieja cuando Waldemar le ordenó que se arrodillara. La tierra estaba húmeda y se le mojaron las pantorrillas.

El aparcamiento de Muskeviken, un edificio bajo y feo de lámina corrugada desde el que se tenían unas vistas maravillosas del mar, estaba justo delante de la casa de Marta. Elin había aparcado el coche de Putte frente al número 29, el de Marta. Putte, que seguía medio inconsciente por obra de los caramelos de miel húngaros, fue trasladado del coche a la caja de madera que Marta había sujetado a una vieja carretilla. Uniendo sus fuerzas, lograron llevarlo desde el aparcamiento a la parte trasera de la casa y meterlo en el trastero. No había sido fácil, pero lo habían conseguido.

Putte escuchó la historia inverosímil de las dos ancianas y, por fin, todo encajó. Elin Stiernkvist. Tanto Karl-Axel como el padre de Anita habían hablado de Elin, la hija del farero, en tales términos que casi había llegado a creer que se trataba de una vieja leyenda de Marstrand.

Sin embargo, allí estaba. Sus rasgos faciales seguían despejados y francos, a pesar de que los años le habían añadido arrugas y tenía el pelo casi blanco. Seguramente, en ese momento Sigfrid, el padre de Anita, estaría riendo a mandíbula batiente allá en el cielo. Putte pensó en Anita y les habló del cuaderno de bitácora y de cómo se habían estancado en sus últimas pesquisas. Los tres habían deliberado sobre qué hacer y llegado a la conclusión de que necesitarían la ayuda de la policía. Putte estaba a punto de telefonear cuando llamaron a la puerta. Era Robban.

Éste creía que acababa de esclarecer la situación un tanto confusa en casa de Marta, en Slottsgatan, cuando sonó su móvil.

—¿Karin? No, no está aquí, acaba de embarcar con el práctico del puerto. ¿No te ha llamado para pedir refuerzos?

Robban escuchó la voz grave y seria de Carsten y luego, alarmado, preguntó:

—¿Con qué rapidez podemos conseguir más gente?

Unos segundos más tarde elevó la voz aún más.

—Pero ¿y la vigilancia costera? ¿No tienen algún barco cerca? ¡Joder, Carsten!

Asustado,
Arkimedes
saltó de su puesto en el sofá para meterse debajo y, desde allí, mirar receloso a las visitas, sobre todo al excitado Robban.

Carsten le dijo que un helicóptero estaba en camino desde Sáve, pero Robban temía que no llegara a tiempo. También lo puso al corriente de que Folke había descubierto un código morse en la bufanda y que habían recibido el mensaje enviado por él. Jerker había encontrado un cortador de pernos en la foto que Robban había tomado de Karin en la popa de la embarcación del práctico. Era precisamente un cortador como aquél lo que se había utilizado para cercenar las manos del submarinista, que se llamaba Markus Steiner.

Robban llamó a Karin. El teléfono dio señal, pero nadie contestó.

—¡Demonios! —masculló Robban—. Debería haberla acompañado. —Pensó un momento y se volvió hacia Putte—. ¿Tienes las llaves del barco?

Putte rebuscó en el bolsillo y sacó el llavero, del que colgaban la llave del coche y una copia de la del barco. Robban se dirigió a la puerta y Putte se levantó del sillón.

—Vamos contigo —dijo Elin con un tono que no admitía réplica.

—Es muy amable por vuestra parte, pero no creo que... —empezó Robban.

—Ajá, pero me parece que nos necesitaréis a las dos. —Fin de la discusión. Se volvió hacia Marta—. ¿Todavía tienes la caña de pescar? —preguntó, y le guiñó un ojo.

—¿La caña de...? Ah, ya entiendo. Voy a ver. Te refieres a la que se utiliza para cazar aves marinas, ¿verdad?

—Exacto.

Marta fue en su busca y Robban oyó que abría un armario cerrado con llave. Robban resopló.

—Señoras, no tenemos tiempo para cañas de pescar. Karin necesita ayuda y debemos darnos prisa...

—Ya estoy lista. —Marta cogió una enorme bolsa y le pasó un impermeable a Elin, quien se lo puso apresuradamente.

Robban miró a su variopinto equipo de intervención rápida. No sería gran cosa si había que pasar a la acción, pero era mejor que nada.

—Diablos, vamos allá —masculló entre dientes—. Aunque supongo que me sancionarán por esto, qué remedio.

Putte sopesó la bolsa de Marta y miró desconfiado a las dos mujeres. Era más pesada de lo esperado. ¿Contenía realmente una caña de pescar? Tuvo sus dudas, aunque no respecto a que el equipo que aquella noche subiría al Targa 37 de Putte y Anita era de lo más atípico.

Una vez a bordo, Elin Stiernkvist se metamorfoseó en una especie de diosa del mar. A pesar de sus más de setenta años, iba y venía a paso ligero por la cubierta. Putte observó admirado la destreza con que se ocupó de los amarres. Ninguna de las dos ancianas había tenido problemas para embarcar, y cuando Putte puso en marcha el motor soltaron las amarras en el orden correcto y entraron las defensas. Finalmente, el barco se dirigió hacia la bocana norte a una velocidad muy superior a los cinco nudos permitidos.

Elin echó un vistazo alrededor. Societetshuset parecía un castillo de cuento dormido. Se fijó en las pesadas nubes del horizonte, las suaves rocas del cabo noroeste de Koón y las oscuras aguas del fiordo de Marstrand. Inspiró profundamente el frío aire marino y pensó en Arvid, sintiendo su presencia. Había sido allí, en el porche de Societetshuset, donde había estado sentado aquella tarde de verano. Él la había mirado con sus cálidos ojos castaños, lo recordaba como si fuera ayer, y si cerraba los ojos podía verlo. Había pasado gran parte de su vida viviendo del pasado, pero de alguna manera su recuerdo la había ayudado a seguir adelante. Tanto como su hijo, por supuesto. Había crecido hasta convertirse en un hombre muy parecido a su padre en los modos, y había heredado sus ojos castaños.

Putte había provisto a todos de modernos chalecos salvavidas que se inflaban automáticamente al contacto con el agua. El viento había arreciado a lo largo de la tarde y cuando atravesaron la bocana norte dejando atrás el resguardo que les había proporcionado Marstrandsón, las enormes olas del fiordo de Marstrand hicieron cabecear el barco. Putte echó un vistazo a la carta marina del trazador y aceleró al máximo, aunque cada ola los refrenaba un poco. Elin permaneció a su lado, impasible en medio del fuerte oleaje. Robban estaba a punto de ir al baño cuando vio lo que Marta estaba haciendo. No dio crédito a sus ojos.

—Pero qué...

La mujer había cogido una escopeta.

—De hecho tengo licencia —repuso ella.

—Sí, pero esto es una intervención policial...

—Aves marinas, por si no lo sabías. Soy una tiradora bastante buena, pregúntaselo a Elin.

Elin asintió y dijo:

—Antes... —vaciló— antes salíamos por la mañana.

Robban negó con la cabeza. No bastaba con que se hubiera llevado a tres civiles, sino que dos eran ancianas y, encima, una de ellas llevaba una escopeta. Aquello no hacía más que empeorar. Intentó ahuyentar la imagen de sí mismo delante de Carsten y los de asuntos internos. Por no hablar de Folke, que le recitaría toda la normativa de memoria.

Marta adivinó sus pensamientos y dejó el arma a un lado y lo agarró del brazo. Cuando la manga del impermeable se escurrió, él vio el número que llevaba tatuado en el antebrazo.

—Entenderás —dijo ella al advertir su mirada— que en cierto modo he vivido de prestado.

Entonces le contó del campo de concentración, de los primos que habían sido gaseados y del alemán que había abusado de ella aquella aciaga noche. Y de la gorra que le había robado y lo que les pasaba a los prisioneros si los pillaban sin la gorra puesta cuando pasaban lista. Y de las mujeres en aquella mañana gélida, el lugar de las ejecuciones y cómo las balas milagrosamente no la habían alcanzado. Y del defecto de visión que le había conferido una capacidad especial para ver en la oscuridad y la había ayudado a huir durante la noche. Al final, incluso reveló el secreto que había guardado durante tantos años: aquel oficial alemán había aparecido en Marstrand con el nombre de Waldemar von Langer y ella lo había vigilado desde entonces.

—Y ahora estoy aquí —concluyó—. Deja que te ayude.

Robban se quedó sin palabras ante aquella enormidad. Se limitó a alargar la mano y acariciarle la mejilla.

Sin un faro, la isla de Hamneskár era difícil de divisar. Putte había encendido el radar y confiaba en que los contornos que aparecían en la pantalla lo ayudaran.

—Aquí. —Señaló con el dedo—. Es un barco. Ha estado en el puerto de Pater Noster, quiero decir, de Hamneskár. —Marcó el punto en el radar y obtuvo su rumbo y velocidad—. Avanza a ocho nudos en dirección oeste. Es muy posible que sea el práctico, pero se dirige a Dinamarca.

—¿Podemos alcanzarlo? —preguntó Robban.

—Es difícil ir rápido con esta mar y, además, la embarcación del práctico está diseñada para esta clase de condiciones meteorológicas.

Nos ven en su radar de la misma manera que nosotros a ellos. Descubrirán que los seguimos.

Veinte minutos más tarde se oyó el estrépito de un helicóptero que quedó suspendido sobre sus cabezas y un haz de luz barrió las aguas embravecidas. Las crestas de las olas se iluminaron. La oscuridad fuera del cono de luz se tornó aún más negra y amenazadora, y la espuma blanca brillaba fantasmagórica a la luz repentina. Sonó el móvil de Robban. Eran los policías del helicóptero.

—¡La embarcación del práctico! ¡Hay una agente de policía a bordo! —gritó Robban al auricular.

El helicóptero se alejó en medio de un ruido atronador y ellos siguieron sus luces intermitentes hasta que desapareció a lo lejos. Putte parecía preocupado. El viento redoblaba su fuerza minuto a minuto y restallaba amenazador cada vez que el barco caía en un valle entre dos olas.

—No podemos seguirlos con esta mar gruesa, es demasiado arriesgado —dijo, y miró a Robban.

-—Pero ¿y Karin? —preguntó éste.

—Dejemos que el helicóptero se encargue del práctico. Tenemos que buscar refugio en Hamneskár, aunque sea arriesgado. Es difícil entrar en la bocana del puerto con este tiempo. —Putte parecía decidido.

Robban se preguntó si la tripulación del helicóptero podría hacer algo. Las olas eran demasiado altas para largar una escala para subir o bajar a alguien desde un barco que, además, se tambaleaba sin pausa en aquel mar encrespado. Y el viento no tenía visos de amainar.

Preocupado, Robban no dejó de pensar en Karin mientras Putte se dirigía a la dársena y el barco lograba meterse entre los espigones protectores. Le temblaban las piernas cuando por fin pisó el muelle.

Karin daba la espalda al hombre que le había ordenado que se arrodillara. La cinta adhesiva se había pegado a sus labios secos y notaba la sangre en la boca.

¿Así es como acabará esto?, pensó. Recordó a su abuela. “Eso de ser policía, ¿no es muy peligroso?”, había dicho cuando Karin ingresó en la academia de policía. Ella había prometido que siempre iría con cuidado. Entonces juntó las manos e intentó pensar en Dios.

Cerró los ojos cuando un disparo reveberó en la noche. El fragor de las olas los envolvía y, sin embargo, era allí donde perecería, sobre una pequeña roca, en el condado occidental de Bohus, en medio de un mar encrespado.

Robban se volvió horrorizado al oír el disparo. Detrás de él apareció Marta, escopeta en mano. Su semblante era frío y concentrado.

—Al fin ha recibido su castigo —dijo. Él no la había reconocido en todos aquellos años, pero ella nunca olvidaría la cara del soldado alemán que la había violado aquella noche en el campo.

Fue entonces cuando Robban vio una figura contra el muro y la chaqueta tan familiar para él. Le pareció moverse a cámara lenta cuando intentó correr, o tal vez fue el fuerte viento el causante de aquella sensación.

—¡Karin! —gritó—. ¡Karin!

Estaba agachada, amordazada y maniatada con cinta adhesiva. Robban la cogió entre sus brazos y le retiró el pelo de la cara. La abrazó y la acunó diciéndole palabras tranquilizadoras. Se quedaron así un momento y luego él se apresuró a retirarle la cinta de los labios de un brusco tirón.

—¡Ay! —gritó Karin—. ¡Qué dolor! ¿Estás loco? —Las lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Pero es lo que suele hacerse con las tiritas —se justificó Robban.

—Sí, con las tiritas, exactamente. ¿Te parece que esto era una tirita? —Y de pronto se rió en medio del sollozo. Fue una risa nerviosa de alivio: seguía estando entre los vivos.

El hombre que yacía en el suelo ya no tenía pulso y sus fríos ojos grises miraban inexpresivos hacia el cielo estrellado. Robban cogió la pistola que Waldemar aún sostenía en la mano.

—Se fueron sin él —dijo Karin—. Cargaron las arcas en la embarcación del práctico y se fueron sin Waldemar. Aunque no sé adonde pensaban ir con este vendaval.

—¿Quiénes eran? —preguntó Robban.

—Lasse y Sten, el policía jubilado.

Elin llegó y se acuclilló a su lado. Robban le dijo a Karin quién era. Elin Stiernkvist. Ambas mujeres se parecían de manera sorprendente, como la versión joven y vieja de una misma persona.

—¿Entramos en el faro? —propuso Elin—. Si tenemos suerte, encontraremos una llave. Conozco todos los escondrijos.

Y ciertamente no le costó encontrar una llave que giró con facilidad en la vieja cerradura. Una vez dentro, encendió fuego en la estufa de hierro colado, mientras Putte fue por té y pan al barco. Se quedaron allí mientras duró la tormenta. Cuando amaneció, cerca de las cuatro de la madrugada, Elin cogió el viejo quinqué, fue a la despensa y se quedó allí largo rato.

A lo largo de la mañana, tanto la vigilancia costera danesa como la sueca habían buscado en vano supervivientes de la embarcación del práctico, que se daba por hundida durante la agitada y oscura noche. Al amanecer, un helicóptero había avistado el bote salvavidas del práctico a la deriva al norte de los bancos de arena de Skagen. La vigilancia costera danesa había conseguido tras arduo esfuerzo subir a bordo del bote, pero resultó que estaba vacío.

—Me pregunto qué habría en esas arcas —dijo Karin, y bostezó.

Eran las siete de la mañana y las olas no se habían calmado. A pesar de que el viento había amainado, el mar continuaba embravecido.

Robban y Putte asintieron. Putte les contó cómo Anita y él habían seguido las pistas.

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