La nave fantasma (22 page)

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Authors: Diane Carey

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La nave fantasma
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Ahora la voz de Geordi sonaba amortiguada detrás de la pared.

—No le entiendo. Déjeme salir.

—Voy a llevarme la lanzadera. Por favor, informe al capitán y al señor Riker de que intentaré acercarme a la criatura con la esperanza de comunicarme con ella más inteligiblemente.

Geordi apretó las manos contra los transparentes paneles. —Data, vamos, no lo haga. ¡No lo haga! Eso es una locura. Vamos, ábrame. No haga esto. No arriesgue su vida.

—Algunos dirían que no tengo vida que arriesgar.

—¡Olvídese de eso! Abra la puerta. ¿Cómo se supone que voy a informar al capitán si estoy encerrado aquí?

—Ésa es una excelente pregunta. Pero yo debo aprovechar la oportunidad.

Comenzó a volverse, pero se detuvo, hizo una pausa y se encaró nuevamente con Geordi. Luego miró al suelo durante un momento, y finalmente alzó los ojos hacia la única persona que lo había tratado en todo momento como a un ser humano.

—Gracias por el pasado, amigo mío —dijo, con el rostro asombrosamente animado. Ahora sonrió con sentimiento y agregó—: Ha sido usted un auténtico colega.

9

El capitán volvió a entrar en su sala de reuniones tras haber permanecido ausente de ella durante unos cuarenta y cinco minutos. Deanna Troi continuaba sentada donde él la había dejado, con las manos aún entrelazadas sobre el regazo; y parpadeó como si saliera de un trance.

Picard rodeó el escritorio hasta colocarse enfrente de ella; la consejera aguardó hasta que le dirigió la mirada.

—Están esperando fuera. Han sido informados de todo. ¿Está segura de que será capaz de hacerlo?

Troi suspiró y asintió con la cabeza.

—Creo que sí, señor —respondió—. Estoy tan preocupada por mi propia cordura como por los seres de ahí fuera. Me gustaría ponerle un final a esto. Y necesito ayuda para encontrarlo.

—La doctora Crusher ha estado revisando informes y estudios actualizados sobre los derechos y la psicología de los enfermos terminales, en particular de los recluidos, de todas las especies inteligentes…

—Ésa es mi profesión, capitán —interrumpió Troi, un punto a la defensiva.

—No he creído que fuera prudente que usted se pusiera a hacer investigaciones en este preciso momento. En cualquier caso, necesitaré de su experiencia para evaluar la información que aportará la doctora. ¿Le parece apropiado?

Ella consiguió esbozar una fina sonrisa, que transmitía genuina gratitud, y respondió:

—Es usted muy considerado, señor. No había pensado en eso. Puede que últimamente no esté muy lúcida.

Picard se deslizó en su asiento.

—No me ha preocupado eso ni por un instante —comentó—. Parece perfectamente dueña de sí misma, al menos por ahora. No he detectado ninguna alteración en su personalidad, consejera.

—Pero podría producirse, señor —admitió ella en tono calmado—. Incluso en este momento estoy luchando para mantener mi individualidad. No sé cuánto tiempo más podré manejarme con la presión que ejercen esos seres. Está comenzando a afectarme psíquicamente. Me siento débil y nerviosa, como después de haber consumido demasiada energía.

Ante la trascendencia de sus palabras, Picard tuvo que reprimir una convulsa preocupación. La duda comenzó a agitarse en él. Esto lo incomodaba, esta indefinición; y se acorazó para aceptar lo que ella había dicho y lo que diría en los siguientes minutos. Ya había tenido que hacerlo en el pasado… depender de aquellos cuyos talentos eran diferentes de los suyos. Pulsaría la cuerda del instinto, de la intuición, si tenía que hacerlo, pero al mirarla y ver el esfuerzo que hacía para conservar el control, supo que las conjeturas serían sólo el último recurso. La Flota Estelar lo había rodeado de oficiales con distintas capacidades, y su deber era hacer uso de las mismas.

—Bien —murmuró—. Dependo de que usted se mantenga firme ante ellos. Confío en que usted me informe, de forma tan aproximada como pueda, de qué quieren esas entidades.

—Ya se lo he dicho.

—Vamos a estudiarlo. —Pulsó el intercomunicador—. Entren, por fa…

La puerta se abrió.

Picard se reclinó en el asiento.

—Bueno, eso sí que ha sido prontitud —dijo, al entrar Beverly Crusher y Will Riker—. Siéntense. Ya les he explicado a ambos la situación. Según la consejera Troi, las esencias vitales que están dentro de ese fenómeno han pedido explícitamente que las destruyamos. Quieren que su existencia termine. Escogen la muerte antes que la vida informe, al parecer. Cuando salga de esta habitación, quiero una imagen tan clara como podamos obtener los cuatro sobre las acciones exactas que va a emprender esta nave. Desde ahora les digo que preferiría enfrentarme con un enemigo con ojos a los que pudiera mirar y cuyas intenciones fuera capaz de interpretar. Si hubiese querido enfrentarme con estos espinosos problemas éticos, me habría hecho sacerdote. Esto no me gusta. Ya saben qué han solicitado de nosotros estas entidades, según la traducción que la consejera Troi ha hecho de sus deseos. Depende de ustedes el ayudarme a decidir si esto es eutanasia —dijo—, o una mera carnicería.

La sala de reuniones se cubrió con un inesperado silencio, roto sólo por Will Riker, que decidió que ya estaba bien. Cabalgó un muslo sobre el escritorio del capitán y se acomodó en esa postura, la punta de la otra bota aún en el suelo, los brazos cruzados.

—Haremos todo lo que podamos, señor.

—Lo sé. Doctora Crusher, usted ha repasado todo el material referido a la ética médica actual.

—Bueno, decir «todo» es excesivo, sólo he dispuesto de media hora de estudio, señor —replicó ella—, pero he hecho todo lo que he podido. De hecho, ya tuve que familiarizarme con el tema al aceptar el puesto de médico en jefe.

—Ha sido una suerte —comentó el capitán—. Adelante con ello.

—Sólo recuerde que usted lo ha pedido —le advirtió ella, y hundió sus finas caderas contra el fondo del asiento. Daba la impresión de que estaba instalándose para pasar mucho tiempo, cosa que hizo que tanto Riker como Picard se preguntaran en qué se habían metido—. La palabra «eutanasia» no significa lo que la mayoría de la gente cree. Para empezar, viene a ser más que una solicitud, un derecho. Es algo que uno obtiene, antes que una acción provocada por otro. Su verdadero significado es simplemente una muerte dulce, tranquila, lo cual la mayoría de las veces es sólo una cuestión de suerte. La sociedad ha llegado a reinterpretarla como una forma indolora de acabar con la vida, destinada a poner fin al sufrimiento. Sin embargo, lo que realmente estamos tratando es cuando la única opción que le queda a una persona que reclame la eutanasia es que otra persona sea el sujeto agente. Ésta es la situación con la que nos enfrentamos.

Troi entrecruzó fuertemente sus manos y dijo:

—En este caso nosotros no hemos decidido terminar con sus vidas. Ellos lo han decidido por sí mismos. Éste es el punto que conviene no olvidar.

—A eso iba. Existen complicaciones, créanme —replicó con paciencia Crusher, y comenzó a contar con sus largos dedos—. Nos vamos a enfrentar a cuestiones tales como el sufrimiento o la ausencia de sufrimiento, conciencia o ausencia de ésta; interrumpir la vida directa o indirectamente, por proporcionar un alivio definitivo del dolor; la diferencia entre la condición de persona y la condición potencial de persona; la capacidad de expresar un deseo racional de morir; la muerte de los organismos biológicos en contraposición con las personas; la distinción entre medios ordinarios y extraordinarios de mantener a una persona con vida; esa siempre escurridiza expresión de «calidad de vida»; el no proporcionar ayuda frente al daño y al dolor, por buenas intenciones; el concepto sagrado de la vida; la obligación de vivir; la libertad de elección frente el plan divino; el ser o no ser la causa de una muerte que no sea la propia; el no conceder la eutanasia por razones egoístas…

Picard se frotó los ojos con las manos y suspiró abrumado.

—Evíteme fatigas, ¿quiere, doctora? Si usted ya ha considerado todo eso, ¿podría darme sólo las conclusiones?

Crusher dejó caer sus activas manos.

—No es un tema sencillo, capitán —replicó.

Él se inclinó hacia adelante.

—Nadie está pidiendo sencillez, doctora. Sólo brevedad.

—Bueno, hay una definición médica de muerte. ¿Le serviría eso de algo?

Antes de que el capitán pudiera dar la respuesta que tenía a punto en los labios, Riker intervino con voz queda:

—A mí me serviría.

—De acuerdo —dijo Crusher sacudiendo la cabeza—. A menos que se crean los relatos de terror, todos sabemos básicamente qué es la muerte. Es un proceso físico reconocible. Conocemos la diferencia entre un cuerpo vivo y otro al que se mantiene con vida. Cualquier interno recién licenciado puede pasar diez minutos ante las lecturas de los aparatos, y decir cuál es cuál. Pero el argumento decisivo ha sido siempre la actividad cerebral… el encefalograma plano. Hasta donde llega el consenso médico actual, el único criterio absoluto respecto a la muerte es su irreversibilidad. No es el único criterio, cuidado, no he dicho eso. La muerte es un concepto complejo y requiere varios criterios conjuntos, pero la irreversibilidad puede considerarse el absoluto.

—La muerte es irreversible en mi opinión —comentó Picard—. Al menos eso pensaba hasta ahora.

—Ellos no están muertos —intervino Troi. Su dominio de sí misma estaba fallando. Lo sentía tensarse ante la aplastante presión de un millón de entidades. Lo captó en la repentina inexpresividad de su voz y supo que se advertía en la inmovilidad de su cuerpo. Intentó forzar sus piernas para que adoptaran una postura más distendida, pero permanecieron apretadas rodilla contra rodilla, y pronto dejó de intentarlo. Esta conversación era tiempo perdido, la destrozaba, la frustraba. Ella sabía cuál tenía que ser la decisión. Una y otra vez le resonaban en la mente sus propias palabras: «Ellos no están muertos. No están muertos».

—Acepto eso —respondió el capitán—. No han conocido la muerte. Puede que yo sea anticuado, pero para mí la muerte ha de ser terminal, radical. La muerte no tiene grados. El sufrimiento sí, pero no la muerte. Lo que hemos de discutir es si nos decidimos a intervenir.

—O a no hacerlo —intervino Riker.

Los demás lo miraron, y la incomodidad se apoderó de la sala.

—Sí… —murmuró la doctora Crusher contemplándolo. Le llevó un momento volver toda su atención hacia el capitán—. Bueno, pues también existe un problema adicional; a lo largo del último siglo y medio aproximadamente, la doctrina médica ha tenido que incluir algunas formas de vida muy extrañas, junto con todos sus hábitos, psicologías y capacidades.

—Yo no puedo decidir por toda la galaxia, doctora —respondió el capitán—. Quedémonos con los humanos, ¿quiere?

—Pensé que diría eso, así que lo hice. Y estoy de acuerdo con usted en ese punto.

—Eso es alentador, pero ¿podría contarme un poco más?

—Un poco.

—Dios…

—Usted lo ha pedido, señor.

—Sí, lo hice. Adelante.

—¿Dónde estaba? Ah, sí. Existen conceptos mitológicos y religiosos de la muerte, que implican el abandono del cuerpo por parte del alma…

Un dedo de Picard se disparó hacia delante.

—Vamos a ver, no nos pondremos a definir el alma, ¿verdad? Me niego rotundamente.

Crusher pareció sorprendida.

—Bueno, yo, desde luego que no voy a hacerlo. Si usted lo cree necesario para tomar una decisión es otra cuestión. En cualquier caso, existe ese concepto, y existe el concepto médico que contempla el problema como un conjunto de causas interrelacionadas, todas observables. La diferencia entre ambos sería que se cierra una puerta o se desintegra todo el edificio. La ciencia médica no cree en el más allá. Y las creencias religiosas presentan un conglomerado confuso de dogmas al respecto que apostaría a que no quiere oír siquiera.

—Le estaría muy agradecido —replicó Picard haciendo un fatigado gesto de asentimiento—. He estado intentando desmitificar esto desde el principio. Tengo intención de permanecer dentro de las políticas establecidas para los enfermos terminales y utilizar eso como punto de apoyo.

—Pero estas personas no son enfermos terminales —interrumpió Riker, sintiendo que de alguna manera tendría que llevar el timón de aquella charla—. Por lo que sabemos, podrían continuar así de forma indefinida.

En silencio y sin dignarse levantar la mirada, Troi corroboró la afirmación con un ademán. Cuando habló lo hizo con una absoluta fe en esas voces que oía dentro de su mente.

—Ése es su miedo más grande.

—Consejera —le dijo el capitán, dado que ella había vuelto a atraer la atención hacia sí—, usted dice que siente una unanimidad de opiniones. ¿Puede garantizar que está recibiendo todos los sentimientos, todas las esencias vitales?

Un sudor frío comenzó a perlarle las palmas. Sintió que el autocontrol comenzaba a escapársele de las manos.

—No, no puedo. Pero la opinión es unánime entre aquellos que todavía conservan una consciencia no alterada.

—Espere un momento —dijo Riker—. Esa frase parece indicar que nos esconde algo.

Troi lo atravesó con la mirada.

—Sí, es verdad, percibo como demencia entre numerosas mentes, mentes que ya no gobiernan sus ideas al ciento por ciento. Eso es lo que temen los demás. ¿Los culpa por ello?

Han tomado una decisión por sí mismos y por los que no son capaces de hacerlo.

—¿Qué quiere decir con lo de «al ciento por ciento»?

Troi apretó los dientes e inspiró profundamente para contener su animosidad. Se obligó a ser rigurosa, por muy trastornadas que estuvieran sus emociones.

—Yo lo clasificaría como
inceptam dementiam
.

—¿Perdón?

Ella le lanzó una mirada de suficiencia.

—Principio de locura.

—Y a todo esto convendría plantear la cuestión del grado de parentesco o proximidad entre ellos.

Troi se agarró a los brazos del asiento y clavó sus pupilas en Riker.

—¿No cree que ellos son capaces de juzgar los deseos de sus compañeros mejor que nosotros?

Riker tuvo que mostrarse conforme, todo y su reticencia.

—Supongo que si usted y yo hubiésemos estado compartiendo la eternidad, nos consideraríamos como relaciones próximas.

De pronto se encontró detenido en seco por la mirada de Picard. No había tenido intención de decir nada profundo; pero claro, ellos dos estaban de hecho compartiendo la eternidad… Ellos dos, más que ningún otro par de personas de la nave, eran los que más probablemente podían tomar esa decisión el uno respecto al otro, la elección entre la vida o la muerte. Como primer oficial, la primera responsabilidad de Riker era hacer el mando más llevadero a Jean-Luc Picard, colaborar con él. Como capitán, el recurso más valioso y necesario para Picard era el hombre que representaba ser su mano derecha. Los dos tenían que ser ángeles guardianes, el uno del otro, y de toda la nave. Cada uno de ellos era —o idealmente tendría que ser—, un allegado del otro, el pariente más cercano. Resultaba irónico que en una nave llena de familias, la tripulación del puente se hubiera conformado con gente que no tenía nada ni a nadie, excepto los unos a los otros.

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