La nave fantasma (29 page)

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Authors: Diane Carey

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La nave fantasma
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—¿No hay esperanza?

La doctora suspiró.

—Ya no está en nuestras manos. Hasta donde puedo deducir, el cerebro de androide de Data está aún gobernando todas las complejidades de su cuerpo. Pero ya no hay consciencia. Simplemente no sabemos qué más hacer.

Geordi se volvió hacia ellos desde donde había estado de cara a la pared.

—¿Cómo se apoderó de él? —exigió saber, con la garganta tensa. Por primera vez se permitió darse cuenta de que podrían haber perdido a Data para siempre, incluso aunque su corazón continuara latiendo—. ¿Cómo pudo llevarse una parte de él y dejar… eso?

Riker cruzó los brazos y apoyó un hombro en el mamparo. Miró al suelo presa del arrepentimiento; en su rostro habían aparecido nuevas arrugas.

—Probablemente la cosa no distinguió entre el cuerpo de Data y la lanzadera. Si hubiese sido completamente orgánico, puede que su cuerpo se hubiera vaporizado o lo que sea que esa cosa hace a la materia orgánica. Calculo que reconoció algo en él —agregó en tono bastante lúgubre— que… quería.

Picard miró a su primer oficial. Nunca había visto a Riker deprimido, jamás le había oído aquella voz monótona. Enojado por no haber sabido de las acciones de sus oficiales hasta que había sido demasiado tarde, espió ahora a los ingenieros y médicos, a cada momento más impotentes, que comenzaban a retirarse uno a uno y a sacudir la cabeza sobre la paralizada forma de Data.

—Para bien o para mal —comentó el capitán con tono meditativo—, puede que Data haya encontrado su respuesta.

La cólera comenzó a arder en el fondo de su mente, un ardor subterráneo animaba sus pensamientos y los hacía crepitar y saltar. La cólera aumentó en su interior al imaginar a Data atrapado para siempre dentro de aquel fenómeno, condenado a soportar siempre lo que Picard apenas había rozado en catorce horas de infierno.

Los hombros se le pusieron rígidos al crecer el violento sentimiento, y él se volvió hacia la salida y sólo dijo: —Estaré en ingeniería.

Salió, pero lo hizo solo. Cuando llegó a ingeniería, rechazó las sucesivas ofertas hechas por los ingenieros de ayudarlo o de escoltarlo, pasó por alto las curiosas miradas que le lanzaron cuando entró en las cámaras de acceso restringido y salió con unos chips que nadie le había dado. Corrió rápidamente la voz de que el capitán se encontraba allí, realizando algo por sí mismo y no pidiéndole a nadie que lo hiciera en su lugar, y al cabo de poco, ojos intrigados lo espiaban desde una docena de lugares ocultos en el complejo de ingeniería. Incluso en la penumbra destacaba, porque habitualmente no estaba allí. Finalmente, los jóvenes ingenieros curiosos que lo veían moverse furtivamente de un lado a otro comenzaron a intentar seguir en secreto la pista de lo que estaba haciendo a través de sus terminales. Se encontraron con que el capitán sabía lo que estaba haciendo y conocía perfectamente bien la forma de evitar que ellos lo averiguaran. Descubrieron que podían seguir sus actividades hasta más o menos la mitad de cada operación; allí encontraban un código de acceso que desconocían. Como desconocían el uso final que hacía de la computadora. Así que observaron, incapaces de decir nada al respecto porque él era el capitán, y si alguien podía disponer de esos equipos era él. Sabían que estaba sucediendo algo arriba; ¿por qué no estaba allí el capitán? Murmuraron entre ellos sobre informar al primer oficial, pero nadie se ofreció voluntario para hablar con él.

Así que el enigmático capitán de la
Enterprise
fue y vino por ingeniería durante aproximadamente una hora, sin cambiar palabra con nadie, ofreciendo sólo la más fantasmal de las sonrisas a quienes se le acercaban demasiado, posándose aquí y allá como una mariposa nocturna para escoger y comprobar equipos y volver a ponerse en movimiento de forma repentina, y ni un alma se atrevió a acercársele armada de una pregunta directa. Se mostraba muy resuelto en cada movimiento, cada pausa, cada acción y ajuste.

Luego se marchó. Sin una palabra, sin una orden. Cogió algunos conectores remotos y salió.

Una vez lejos de ingeniería y en su recorrido por la oscurecida nave a través de escalerillas y pasillos, Picard se detuvo en una de las cubiertas superiores y pulsó el intercomunicador más cercano.

—Picard a enfermería. Señor Riker, ¿todavía está ahí?

La grave voz de Riker le respondió casi de inmediato.

—Sí, capitán, todavía estoy aquí. Sin cambios.

Picard bajó la mirada al pequeño grupo de conectores remotos que llevaba. Parecían inocentes dispositivos descansando en el pliegue de su brazo, pequeños manojos de circuitos metidos en receptáculos. Pero eran mortales.

—En diez minutos quiero que usted y LaForge estén en el puente. Esto ya ha ido bastante lejos.

Las palabras repiquetearon a través de la nave, a través de aquel manto de silencio y oscuridad, y se enrocaron, avisando de forma muy clara que el fenómeno iba a tener que habérselas ahora con el capitán.

Antes de entrar en el puente, Picard, en silencio y secreto, conectó los dispositivos remotos en los lugares apropiados del trazado de controles emplazado en las profundidades del circuito de mantenimiento del puente, un estrecho corredor de paneles de acceso de computadora instalado detrás de las paredes mismas del puente propiamente dicho. Allí, los nuevos sistemas eran instalados en los sistemas del puente, la red neuronal de la nave estelar, que llevaban a cabo todas las instrucciones trasmitidas desde el imponente núcleo de la computadora.

Picard hizo ahora uso de esos paneles de acceso, conectándolos todos a un solo botón del posabrazos de su sillón de mando. Había pensado en utilizar un código que pudiera teclear desde cualquier punto de la nave, pero al final descartó la idea y configuró el botón que debía ser pulsado. Y en un único lugar: el sillón de mando. Si iba a bajar el dedo sobre el destino, lo haría en su legítimo lugar, a la cabeza de su majestuosa nave… cuando lo hiciera.

Regresó al puente, notablemente sombrío, y al auditorio de caras expectantes. Riker. LaForge. Troi. Wesley Crusher. Worf. Y otros, en especial los que ocupaban los puestos que él habría esperado ver ocupados por Data. Los controles de observación o el terminal científico número 2. Echó de menos el rostro color pan de oro y la amable expresión inocua. La echó mucho de menos. Su profunda rabia aumentó.

—Me alegro de que estén todos aquí —dijo en tono ceremonioso mientras se encaminaba hacia su asiento de mando. Esta vez, sin embargo, no tendió la mano y lo tocó de modo casual como podría haber hecho en otro momento. Esta vez el sillón mismo era una fuente de energía, y no quería delatar nada—. Deseo saber qué han sacado en conclusión, cuáles son sus opiniones, cuál es la mejor manera que tenemos de tratar con este ser. Si hemos de prescindir del último voltio y de la última molécula móvil, lo haremos. Esa cosa de ahí fuera ya ha costado la vida de uno de nosotros; no se llevará a ninguno más. No entrará más en la galaxia. Vamos a detenerla, aquí y ahora.

Deanna Troi dejó que sus ojos se cerraran; tan profundos eran su alivio y gratitud. Picard vio la reacción y la comprendió con tanta claridad que él muy bien habría podido ser betazoide. Cuando ella alzó la cabeza y abrió los ojos, estaban vidriosos por las lágrimas, y casi sonreía… pero entonces la sonrisa se desvaneció y sus ojos se llenaron de perplejidad. Ahora veía dentro del corazón de él —Picard se dio cuenta—, veía el cálculo y la determinación que destacaba en la superficie de su mente, no oculta ante sus sondeos, vio los conectores remotos ahora colocados en determinados circuitos que transmitirían un cierto mensaje a una docena de emplazamientos de la estructura inferior de la nave y ejecutarían las órdenes en las que un capitán sólo pensaba en momentos de suprema desesperación. Lo miró fijamente, luego bajó los ojos hasta el brazo del sillón de mando, al pequeño panel de controles que se conectaba mediante la impresión táctil del capitán. Y el solitario punto de presión azul, como una ficha de póker. Lo sabía. Picard la observó sin ofrecerle tranquilidad ni solicitar su silencio. Ella lo guardaría, lo sabía. Ahora se comprendían el uno al otro.

Riker avanzó un paso, no muy sorprendido.

—¿Vamos a ahuyentarla? —preguntó.

—Vamos a matarla, señor Riker.

El primer oficial hizo una pausa, con los labios apretados, y luego dijo:

—Eso no es propio de usted, señor.

Picard sabía qué había detrás de los ojos de Riker y de esa dubitativa inclinación de su cabeza; lo miró directamente.

—¿Ah, no? ¿Es más propio de mí el permitir que ese merodeador recorra libremente la galaxia absorbiendo más vidas?

Ese momento trajo consigo un cambio de emoción. Incluso Riker advirtió de pronto cuánto tiempo había estado esperando a que algo hiciera aflorar esa indignación a la cara de Picard. Los ojos pardos del capitán estaban semicerrados, su perfil de relieve romano dirigido directamente hacia la pantalla, su mandíbula como una roca apoyada sobre otra roca, su puño.

Y aun así, a través del muro de las palabras de Picard, Riker se abrió paso a la fuerza para cumplir con su deber.

—¿Y qué me dice de la Primera Directriz? No puede ser el guardián de toda la galaxia.

—Incluso la Primera Directriz admite una interpretación —declaró Picard con firmeza, y no quedó duda alguna de que ya había pensado en ello, que ya se había enfrentado con la dificultad de esa pregunta precisa y la había salvado. Hizo una pausa y avanzó por el puente, los ojos clavados en él—. Desde lejos, eso puede parecer la eternidad prometida, Will —dijo en una voz lo bastante alta como para que todos lo oyeran—, pero cuando se lo conoce de cerca, es otra cosa. Es un ser tiránico y exige que luchemos contra él. No habrá más tiranía —dijo—. Y el negarse a tomar una decisión es de por sí una cobardía.

Riker avanzó hasta colocarse junto al capitán, y los dos hombres quedaron ante la pantalla frontal y todo lo que en ella se veía.

—¿Tan seguro está? —inquirió.

Se preguntó por qué había decidido resistirse. Sabía a la perfección que el capitán Picard no se permitía gestos de cara a la galería, que un hombre como él haría volver la nave y huiría en la dirección opuesta si hubiese una manera de evitar el uso de las armas, pero él tenía que hacer esta última pregunta, que Picard dijera sencillamente que sí, que estaba seguro.

Pero el capitán no dijo nada. Se limitó a echarle una mirada de soslayo a Riker, ejerciendo el derecho de su autoridad mediante aquel simple silencio.

Riker asintió con la cabeza y retrocedió unos pasos, dejando claro su propio mensaje.

El capitán se volvió y, de pie, con toda la negrura del espacio como telón de fondo, se dirigió al puente apenas iluminado.

—Muy bien, ¿qué tienen?

—Señor —comenzó de inmediato Worf desde el ángulo enfrentado—, hemos concluido que se retiró de nosotros en el primer ataque porque había llegado a su máxima capacidad de absorción. Hemos calculado lo que absorbió de nosotros hasta el momento de separarse, y pensamos que es posible sobrecargarla.

—¿Riesgos?

—Comportaría riesgos si tuviéramos la posibilidad. Nuestros rayos fásicos simplemente no pueden emitir la energía suficiente para emprender esa acción. Esa cosa disipa su energía a una velocidad mayor de la que nosotros necesitaríamos para sobrecargarla.

Picard frunció los labios e intentó imaginar una criatura semejante, pero lo único que pudo hacer fue mirar con rabia las incontestables lecturas y ver que era cierto. Detrás de él, las voces zumbaban, irritándolo como las moscas a un caballo. Geordi. Wesley. Geordi. Wesley otra vez, discutiendo. Un intercambio de susurros que irritaba los nervios de Picard mientras él trataba de hallar una solución milagrosa, y finalmente se volvió sobre sí e inquirió:

—¿Tienen ustedes dos algo que agregar o no?

Tanto Geordi como Wesley dieron un respingo, y las mejillas de Wesley se pusieron rojas.

—Oh… no, señor.

—Sí, señor —contradijo Geordi.

—Pero no funcionará —musitó Wesley al tiempo que tironeaba de la manga de Geordi.

—Data le dijo cómo hacerlo funcionar.

—Pero ¿y si no funciona?

—¡Cuando uno va a morir, una probabilidad en un millón es mejor que nada, Wes!

—¡Por todos los diablos! —rugió Picard—. ¿De qué están hablando?

Wesley cayó en tímido silencio mientras Geordi luchaba consigo mismo y ganaba. Se acercó al capitán y dijo:

—Wes tiene una idea de cómo incrementar la emisión de energía de la nave a través del sistema fásico, señor.

—Muy bien —dijo Picard—. Escuchémosla. Sea breve.

—Wesley, cuénteselo.

Wesley se humedeció los labios y llevó su delgado cuerpo hasta el lado de Geordi.

—Bueno, señor, es un sistema de intensificación fásica que consigue más potencia de disparo con menor energía al dividir el primer ciclo de fases en frecuencias de incremento, y luego reintegra las fases todas a la vez en el último ciclo. El señor Data me dio algunas ideas que podrían hacerlo funcionar, y Geordi piensa que podemos…

—Lo importante es, señor —interrumpió Geordi, hablando a la velocidad deseada por Picard—, que si pudiésemos modificar los cañones fásicos de la nave según esta teoría, llenaríamos a esa cosa con unas cinco veces más energía que la que obtuvo cuando…

—Sí, comprendo el razonamiento de base, teniente. Es algo muy arriesgado lo que está describiendo. —Picard descendió de la plataforma de la pantalla y se paseó entre ellos—. Pero éstos son momentos cruciales. —Con esto, pulsó el intercomunicador mientras todos contenían el aliento—. Picard a ingeniería. Argyle y MacDougal, reúnan a su mejor personal y encuéntrense conmigo en la sala de reuniones de ingeniería dentro de tres minutos. Alférez Crusher, quiero que describa su teoría a los ingenieros y deje que ellos decidan si es posible llevarla a la práctica.

—Señor —le soltó el adolescente—, yo puedo construir el sistema condensador de cristal igual de bien que cualquiera de ellos.

El capitán le echó una intensa mirada.

—Va a dejar que los profesionales se hagan cargo de eso, señor Crusher. Lo que está describiendo necesitará una alimentación de antimateria pura, y con eso no se puede jugar.

Se alejó, pero Wesley lo siguió, escapando de la presa de Geordi en el último segundo. Espetó las palabras como si las escupiera.

—Usted siempre me trata como a un crío, a pesar de que esté en el puente.

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