Ahora que ha pagado la factura de Nick, y que está casi segura de que no se ha fugado con otra mujer, Eva empieza a encajar de nuevo en su estado civil, a sentirse como una esposa con todas las de la ley, luchando por encontrar a su marido y salvar su matrimonio. De las entrevistas que lleva a cabo con otros miembros del personal del Hyatt Regency no saca en claro nada más. No tiene la menor idea de adónde pudo haber ido Nick al marcharse del hotel, pero se siente con ánimo, como si el hecho de saber que se encuentra en la misma ciudad, precisamente en ese momento, pudiera interpretarse como una señal de que no se ha alejado de ella, aunque no sea más que una curiosa casualidad, una coincidencia espacial sin sentido alguno.
Una vez que pone el pie en la calle, sin embargo, vuelve a sentirse abrumada por lo desesperado de su situación. Porque el caso es que Nick se ha marchado sin decir palabra —abandonándola, dejando su trabajo, alejándose de todo lo que tenía en Nueva York—, y la única explicación que ahora se le ocurre es que su marido ha perdido la cabeza, víctima de una fuerte tensión nerviosa. ¿Acaso se ha vuelto tan desgraciado por el hecho de vivir con ella? ¿Es ella quien lo ha inducido a dar ese paso tan drástico, quien lo ha empujado de esa forma a la desesperación? Sí, declara para sus adentros, es posible que le haya hecho eso. Y para empeorar las cosas está en la miseria. Un pobre desgraciado, medio enloquecido, vagando por una ciudad extraña sin un céntimo en el bolsillo. Y de eso también tenía ella la culpa, decide al fin, todo aquel espantoso asunto era culpa suya.
Esa misma mañana, mientras Eva inicia su infructuosa ronda de investigaciones, entrando y saliendo de restaurantes y tiendas del centro de Kansas City, Rosa Leightman vuelve a Nueva York. Abre la puerta de su apartamento de Chelsea a la una de la tarde y lo primero que ve es la nota de Eva en el umbral. Sorprendida, desconcertada por el tono de urgencia del mensaje, deja la maleta sin molestarse en abrirla y llama inmediatamente al primero de los dos números escritos al pie de la nota. Nadie contesta en el apartamento de la calle Barrow, pero deja un mensaje en el contestador en el que explica que ha estado ausente pero que ya ha vuelto y se la puede localizar en su casa. Seguidamente llama a la oficina de Eva. La secretaria le dice que la señora Bowen no se encuentra en la oficina porque está de viaje, ocupándose de unos asuntos, pero que llamará por la tarde y entonces le pasarán el recado. Rosa está perpleja. Sólo ha visto una vez a Nick Bowen, y no sabe nada de él. La conversación que mantuvieron en su despacho fue muy positiva, en su opinión, y aunque había notado que se sentía atraído hacia ella (lo advertía en los ojos, lo notaba en la forma en que la miraba), mostró una actitud reservada, caballeresca, un tanto distante. Un hombre más desorientado que agresivo, recuerda, con un inconfundible halo de melancolía flotando a su alrededor. Casado, comprende ahora, y por tanto terreno prohibido, inhabilitado como candidato. Pero enternecedor a su modo, un tipo simpático, de buenos instintos.
Deshace la maleta y mira el correo antes de escuchar los mensajes del contestador. Para entonces son casi las dos, y lo primero que oye en el aparato es la voz de Bowen declarándole su amor y pidiéndole que se reúna con él en Kansas City. Rosa se queda de piedra, escuchando con sobrecogida turbación. Se pone tan nerviosa al escuchar lo que le dice Nick, que tiene que rebobinar la cinta y escuchar el mensaje dos veces más hasta asegurarse de que ha escrito correctamente el número de Ed Victory: a pesar de la gradual e invariable disminución de las cifras, que hace el número casi imposible de olvidar. Está a punto de ceder a la tentación de desconectar el contestador y llamar inmediatamente a Kansas City, pero entonces decide pasar los catorce mensajes restantes para ver si Nick ha dejado alguno más. Así es. El viernes, y otra vez el domingo. «Espero que no se asustara por lo que le dije el otro día», empieza el segundo mensaje, "pero hablaba completamente en serio. No puedo librarme de usted. La tengo continuamente en mis pensamientos, y aunque parece responderme que no está usted interesada —¿qué otra cosa puede significar su silencio?—, le agradecería que me llamara por teléfono. Aunque sólo sea para hablar del libro de su abuela. Llámeme al número de Ed, el que le di el otro día: 816-765-4321. Por cierto, ese número no es fruto de la casualidad. Ed lo pidió a propósito. Dice que es una metáfora; no sé de qué. Creo que quiere que lo adivine por mí mismo». El último mensaje es el más breve de los tres, y en él Nick no da muestras de haber renunciado a ella. «Soy yo», dice, «intentándolo por última vez. Llámeme, por favor, aunque sólo sea para decirme que no quiere hablar conmigo».
Rosa marca el número de Ed Victory, pero nadie coge el teléfono, y tras dejar que suene diez o doce veces concluye que es un aparato antiguo, de los que no tienen contestador. Sin detenerse a pensar en cuáles son sus sentimientos (no sabe lo que siente), Rosa cuelga el teléfono, convencida de que tiene la obligación moral de ponerse en contacto con Bowen; y de que debe hacerlo cuanto antes. Piensa en enviarle un telegrama, pero cuando llama al servicio de información telefónica de Kansas City para averiguar la dirección de Ed, la telefonista le dice que el número no aparece en la guía, lo que significa que no le está permitido facilitar ese tipo de información. Seguidamente, Rosa intenta llamar de nuevo a la oficina de Eva, esperando que la mujer de Nick haya llamado mientras tanto, pero la secretaria le dice que no hay noticias. Da la casualidad de que Eva está tan abrumada por su infortunio en Kansas City que pasan varios días sin que se acuerde de llamar a su oficina, y para cuando decida ponerse en contacto con su secretaria, la propia Rosa se habrá marchado y estará en un autobús de la Greyhound camino de Kansas City. ¿Por qué va? Porque durante varios días ha llamado a Ed Victory más de cien veces y nadie ha contestado al teléfono. Porque, a falta de nueva comunicación por parte de Nick, se ha convencido a sí misma de que Bowen está en apuros, de que tiene problemas graves y de que quizá corra peligro de muerte. Porque es joven y audaz, y actualmente está sin trabajo (ilustradora free-lance, en ese momento está esperando un encargo), y tal vez —no puede dejar de hacerse cábalas al respecto— porque está subyugada por la idea de que alguien que apenas conoce haya confesado abiertamente que no puede dejar de pensar en ella, la idea de que ha conseguido que un hombre se enamore de ella a primera vista.
Retrocediendo al miércoles anterior, a la tarde en que Bowen sube las escaleras de la pensión y Ed le ofrece trabajar de ayudante en la Oficina de Preservación Histórica, reanudé entonces la crónica del Flitcraft de nuestros días…
Ed se abrocha los pantalones, apaga el Pall Mall a medio fumar y baja las escaleras seguido de Nick. Salen ambos a la calle, al fresco de una tarde de principios de primavera, y caminan a lo largo de nueve o diez manzanas, torciendo a la izquierda, luego a la derecha, avanzando despacio entre una serie de edificios ruinosos hasta que llegan a un establo abandonado cerca del río, la frontera líquida que divide Kansas City en dos mitades, una de Missouri y otra de Kansas. Siguen andando hasta encontrarse frente a la orilla, sin más edificios ni otra cosa a la vista que media docena de vías férreas que discurren en sentido paralelo y con aspecto de estar fuera de servicio, dada la oxidación de los raíles y las numerosas traviesas rotas y astilladas que se amontonan entre la grava del terreno circundante. Sopla un viento fuerte del río mientras los dos hombres cruzan la primera vía, y Nick no puede dejar de pensar en el viento que azotaba las calles de Nueva York el lunes por la noche, justo antes de que la gárgola se desprendiera del edificio y estuviera a punto de caerle encima y aplastarlo. Jadeando por el esfuerzo de su larga caminata, Ed se detiene bruscamente al cruzar la tercera vía y señala al suelo. Enterrada entre la grava hay una madera cuadrada, sin pintar, gastada por la intemperie, una especie de abertura o trampilla que se funde tan discretamente con el entorno que Nick duda que la hubiera encontrado yendo solo. Por favor, tenga la amabilidad de levantar la tapa y ponerla a un lado, le pide Ed. No me importaría hacerlo yo, pero últimamente me he puesto tan gordo que si me agacho me da la impresión de que voy a caerme al suelo.
Nick sigue las instrucciones de su nuevo jefe, y un momento después los dos hombres bajan por una escalera de hierro fijada a la pared de cemento. Llegan al fondo, a unos cuatro metros de la superficie. Gracias a la luz que entra por la trampilla abierta, Nick ve que se encuentran en un pasillo estrecho, delante de una puerta de contrachapado. No tiene pomo ni picaporte, pero hay un candado a la derecha, a la altura del pecho. Ed saca una llave del bolsillo y la inserta en la hendidura de la parte de abajo de la caja metálica. Una vez liberado el mecanismo del resorte, coge el candado con la mano, echa a un lado el pasador con el pulgar y lo cuelga en la anilla de la puerta. Es un gesto ágil, experimentado, piensa Nick, sin duda fruto de incontables visitas a ese frío y húmedo escondite subterráneo a lo largo de los años. Ed da un pequeño empujón a la puerta, que gira sobre sus goznes mientras Nick atisba en la oscuridad que se abre ante él, incapaz de ver nada. Ed lo aparta suavemente con el codo, cruza el umbral y, un instante después, Nick oye que pulsa un interruptor, luego otro, después un tercero y tal vez incluso un cuarto. Entre una balbuceante sucesión de destellos y oscilantes zumbidos, varias hileras de luces fluorescentes van encendiéndose poco a poco en el techo, y Nick se encuentra de pronto en una nave amplia, una estancia sin ventanas que mide aproximadamente quince metros de largo por nueve de ancho. Perfectamente alineadas a lo largo del local, una serie de estanterías metálicas de color gris ocupan todo el espacio del suelo al techo, que está a unos tres metros y medio de altura. Bowen tiene la impresión de haber entrado en el recinto de una biblioteca secreta, de una colección de libros prohibidos cuya lectura sólo está permitida a los iniciados.
La Oficina de Preservación Histórica, anuncia Ed, con un pequeño gesto de la mano. Eche una mirada. No toque nada, pero mire todo el tiempo que quiera.
Las circunstancias son tan extrañas, tan ajenas a todo lo que Nick esperaba, que ni siquiera se atreve a imaginar las sorpresas que le esperan. Recorre el primer pasillo y descubre que las estanterías están repletas de guías de teléfonos. Centenares de guías telefónicas, miles, organizadas alfabéticamente por nombres de ciudad y dispuestas en orden cronológico. Por casualidad se encuentra en la hilera que contiene Baltimore y Boston. Comprobando el lomo de las guías, ve que la más antigua de Baltimore corresponde al año 1927. A partir de ahí falta alguna que otra, pero desde 1946 la colección está completa hasta el año en curso, 1982. La primera de Boston es aún más antigua, data de 1919, y de nuevo falta una serie de volúmenes hasta llegar a 1946, pero a partir de entonces están todos los años. Con la solidez de esas escasas pruebas, Nick supone que Ed empezó la colección en 1946, un año después de concluida la Segunda Guerra Mundial, que por casualidad también es el año en que nació Bowen. Treinta y seis años dedicados a una empresa gigantesca y al parecer sin sentido, que abarca precisamente la totalidad de su existencia.
Atlanta, Buffalo, Cincinnati, Chicago, Detroit, Houston, Kansas City, Los Ángeles, Miami, Minneapolis, los cinco municipios de Nueva York, Filadelfia, Saint Louis, San Francisco, Seattle: hasta la última metrópoli norteamericana está a mano, junto con docenas de ciudades más pequeñas, condados rurales de Alabama, ciudades periféricas de Connecticut y territorios sin entidad administrativa de Maine. Pero la cosa no termina en Estados Unidos. Cuatro de las veinticuatro imponentes estanterías metálicas de doble cuerpo están dedicadas a urbes y ciudades de países extranjeros. Esos archivos no son tan completos ni exhaustivos como sus equivalentes nacionales, pero, además de Canadá y México, está representada la mayoría de los Estados de la Europa occidental y oriental: Londres, Madrid, Estocolmo, París, Munich, Praga, Budapest. Lleno de asombro, Nick comprueba que Ed se las ha arreglado para adquirir una guía telefónica de Varsovia de 1937/38:
Spis Abonentów Warszawskiej Sieci TELE-FONÓW
. Mientras combate la tentación de sacar el volumen del estante, se le ocurre que casi todos los judíos relacionados en la guía ya están muertos desde hace mucho, asesinados antes de que Ed empezara siquiera su colección.
La visita dura diez o quince minutos, y adonquiera que va Nick, lo sigue Ed con una sonrisita en la cara, disfrutando del visible desconcierto de su invitado. Cuando llegan a la última hilera de estanterías al fondo de la estancia, Ed dice al fin:
El tío no sale de su asombro. No hace más que preguntarse: Pero ¿de qué coño va esto?
Es una manera de decirlo, responde Nick.
¿Alguna idea…, o no hay más que confusión?
No estoy seguro, pero tengo la impresión de que esto es algo más que una distracción para usted. Eso por lo menos lo entiendo. No es de esos que acumulan cosas sólo por afán de coleccionar. Tapones de botellas, cajetillas de tabaco, ceniceros de hotel, elefantitos de cristal. Hay gente que se pasa el tiempo buscando toda clase de chucherías. Pero esto no es lo mismo. Las guías significan algo para usted.
Esta habitación contiene el mundo, responde Ed. O parte del mundo, al menos. Los nombres de los vivos y de los muertos. La Oficina de Preservación Histórica es la casa de la memoria, pero también el templo del presente. Juntando esas dos cosas en un solo sitio, me demuestro a mí mismo que la humanidad no se ha acabado.
Me parece que no lo entiendo.
Yo he visto el fin de todo, Hombre Fulminado. He bajado a las entrañas del infierno, y he visto el final. Quien vuelve de un viaje así, por mucho que siga viviendo, es consciente de que una parte de sí mismo ha muerto para siempre.
¿Cuándo ocurrió eso?
En abril de 1945. Mi unidad combatió en Alemania, y nos tocó liberar Dachau. Treinta mil esqueletos respirando. Usted lo conoce por fotografías, pero con las fotos no se hace uno idea de lo que era aquello. Había que estar allí y olerlo directamente, había que estar allí y tocarlo con las propias manos. Seres humanos hicieron aquello a sus propios semejantes, y lo hicieron con plena conciencia de lo que hacían. Aquello era el fin de la humanidad, señor Zapatos Buenos. Dios apartó la vista de nosotros y abandonó el mundo para siempre. Y yo estuve allí para presenciarlo.