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No había hecho avances dignos de tal nombre, pero caí en la cuenta de que podía mejorar un poco la situación de Bowen sin tocar la idea central de la narración. La bombilla del techo se había fundido, pero ya no parecía necesario mantener a Nick en la oscuridad total. Podía haber otras fuentes de iluminación en el refugio antiatómico de Ed, tan bien provisto de todo. Cerillas y velas, por ejemplo, una linterna, un quinqué: algo que evitara que Nick se sintiera como enterrado vivo. Eso pondría a cualquiera al borde de la locura, y lo último que quería era convertir la apurada situación de Bowen en un estudio sobre el terror y la demencia. Me había apartado de Hammett, pero eso no significaba que quisiera sustituir la historia de Flitcraft por una nueva versión de
Enterrado vivo
. Dar luz a Nick, pues, y permitirle un jirón de esperanza. Y aun después de consumirse las velas y cerillas, incluso agotada ya la energía de las pilas de la linterna, Nick podrá abrir la puerta de la blanca nevera esmaltada y alumbrar la habitación con la pequeña bombilla encendida en su interior.
Y estaba lo más importante, la cuestión del sueño de Grace. Cuando me lo contó por la mañana, me quedé tan impresionado por las semejanzas que guardaba con la historia que estaba escribiendo, que no capté la cantidad de diferencias que también había. La habitación de ella era una especie de santuario, un paraíso erótico que compartían dos personas. Mi cuarto era una celda lóbrega, habitada por un hombre solo con el único deseo de escapar. Pero ¿y si lograba que Rosa Leightman se reuniera allí con él? Nick ya estaba enamorado, y si se veían atrapados en la misma habitación durante cierto tiempo, ella quizá empezara a corresponder a sus sentimientos. Rosa era el doble físico y espiritual de Grace, y por tanto tendría sus mismos apetitos sexuales: la misma temeridad, la misma falta de inhibición. Nick y Rosa podrían pasar el tiempo leyendo pasajes en voz alta de
La noche del oráculo
, abriéndose mutuamente el corazón, haciendo el amor. Mientras hubiese comida suficiente para sustentarse, ¿por qué iban a sentir el menor deseo de escapar?
Ésa era la pequeña fantasía que iba alimentando mientras callejeaba por el Village. Pero incluso cuando esas imágenes iban desfilando por mi mente, comprendí que la historia fallaba por su base. El sueño erótico de Grace me había estimulado, pero por tentador que resultase no era más que otro punto muerto. Si Rosa puede entrar en la habitación, entonces Nick también estará en condiciones de salir, y una vez que se le presente la ocasión, no vacilará en aprovecharla. Pero el caso es que no puede salir. Le había dado un poco de luz, pero seguía encerrado en aquella cámara sombría, y sin las herramientas adecuadas que le permitieran excavar un túnel, acabaría muriendo allí dentro.
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Veinte años atrás, cuando Chang me contó esa historia, estaba seguro de que me decía la verdad. Había mucho convencimiento en su voz como para que pudiera dudarse de su sinceridad. Hace unos meses, sin embargo, mientras preparaba otro trabajo leí una serie de obras sobre China durante el periodo de la revolución cultural. En una de ellas me encontré con el mismo incidente descrito por Liu Yan, alumno del Instituto de Enseñanza Media Número Once de Pekín y testigo presencial de la quema de libros. No menciona a ningún profesor llamado Chang. Sí habla de una profesora de lengua, Yu Changjiang, que se desmoronó y rompió a llorar cuando los libros empezaron a arder. «Su llanto hizo que los guardias rojos le dieran unos cuantos latigazos más, y los cinturones le dejaron feas marcas en la piel» (
La revolución cultural china, 1966-1969
, edición de Michael Schoenhals, Armonk, M. E. Sharpe, Nueva York, 1996).
No digo que sea una prueba de que Chang me mintió, pero arroja ciertas sospechas sobre su historia. Puede que fueran dos los profesores que lloraron, y que Liu Yan sólo viera a uno. Pero cabe observar que por aquel entonces la quema de libros era un acontecimiento muy notorio en Pekín y, según palabras de Liu Yan, «causaba un gran revuelo en toda la ciudad». El incidente debió de llegar a oídos de Chang, aunque su padre no hubiese participado en él. Puede que me contara esa infame historia para impresionarme, no estoy seguro. Por otro lado, su versión era sumamente gráfica —más realista que cuando se cuenta una historia de oídas—, lo que me lleva a preguntarme si en la quema de libros no estaría presente el propio Chang en persona. Y, en ese caso, hay que suponer que estaba allí como miembro de los guardias rojos. De otro modo, me habría dicho que era alumno del instituto, y eso sí que no lo dijo. Incluso es posible (esto es una simple conjetura) que fuese él quien azotó al profesor que lloraba.
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Grace, que estudió en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, se acogió en el tercer año de carrera a un programa de estudios en el extranjero y realizó un curso en París. Trause, en una carta, le habló de Van Velde, a quien había visto un par de veces en los años cincuenta y que, según él, tenía fama de ser el artista preferido de Samuel Beckett. (En la carta incluía un diálogo de Beckett con Georges Duthuit sobre Van Velde.
En mi opinión, Van Velde es… el primero en reconocer que ser artista es fracasar, que nadie más fracasa así, que el fracaso es su mundo
.) Los cuadros de Van Velde eran raros y caros, pero su obra gráfica de los años sesenta y primeros setenta resultaba bastante asequible en la época, y Grace había comprado aquélla a plazos, con dinero de su bolsillo, escatimando la comida y otras cosas indispensables con objeto de no salirse de la asignación que su padre le enviaba todos los meses. La litografía era una parte importante de su juventud, un símbolo de su creciente pasión por el arte a la vez que una señal de independencia —un puente entre los últimos días de su adolescencia y los albores de su vida adulta—, y para ella significaba más que cualquier otra de sus pertenencias.
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Quedamos en que iría a ver a Jacob, solo, y en eso concluyó la conversación. No me importaba nada hacer ese pequeño favor a John, pero estaba horrorizado por lo que me había dicho sobre la animosidad del muchacho hacia Grace. Aunque no le faltaran motivos para tener envidia (el hijo desatendido, abandonado por la querida «hijastra»), el chico no me suscitaba ninguna simpatía, sólo desprecio y asco. Iría a la clínica porque me lo había pedido su padre, pero no me hacía ninguna gracia tener que pasar un rato en su compañía.
Por lo que podía recordar, sólo nos habíamos visto un par de veces. Al no saber nada de su historia con Grace, nunca se me había ocurrido preguntarme por qué ella no estaba con nosotros en esas ocasiones. La primera fue un viernes por la noche, cuando salimos a ver un partido en el Shea Stadium entre los Mets y los Cincinnati Reds. Trause había conseguido entradas a través de alguien que tenía un abono de temporada, y como sabía que yo era aficionado, me invitó a ir con él. Eso fue en mayo de 1979, unos meses después de que me enamorase de Grace, y John y yo nos habíamos conocido sólo un par de semanas antes. Jacob, que por entonces estaba a punto de cumplir diecisiete años, se presentó con un compañero de clase, así que fuimos los cuatro. Desde el momento en que entramos en el estadio estuvo claro que a ninguno de los dos chicos les interesaba el béisbollo más mínimo. Durante las tres primeras entradas permanecieron inmóviles con expresión hosca y aburrida, y luego se levantaron y se marcharon, en principio a comprar unos perritos calientes y «dar una vuelta por ahí», según dijo Jacob. No volvieron hasta que acabó la séptima: riendo tontamente, con los ojos vidriosos y mucho más animados que antes. No resultaba difícil adivinar lo que habían estado haciendo. Yo seguía dando clases en aquella época, y había visto suficientes chicos colocados con hierba como para reconocer los síntomas. John estaba enfrascado en el partido y al parecer no se dio cuenta de nada, y no me molesté en mencionárselo. Por entonces apenas lo conocía, y me figuraba que lo que pasara entre su hijo y él no era asunto mío. Aparte de decirnos hola y adiós, no creo que Jacob y yo cambiáramos más de ocho o diez palabras en toda la noche.
La siguiente vez que lo vi fue unos seis meses después. Estaba acabando el último año de instituto y corría el riesgo de suspender todas las asignaturas. John me había llamado a última hora para que saliéramos a jugar al billar. Jacob y él apenas se dirigían la palabra, y creo que me necesitaba para que le hiciera de amortiguador: un tercero neutral para impedir que estallara la guerra entre los dos en un local público. Aquélla fue la noche en que Jacob y yo hablamos de los Bean Spasms y yo adquirí mi reputación de persona genial. Me pareció un muchacho sumamente inteligente y antipático, resuelto a joderse la vida de todas las maneras posibles. Si percibí alguna sombra de esperanza, fue en su determinación de ganar a su padre al billar. Yo jugaba mal, y enseguida me quedaba atrás en cada partida, pero John, además de saber lo que hacía, en algún momento debió de enseñar a jugar a su hijo. Eso suscitaba en ambos cierto espíritu de competición, y el mero hecho de que Jacob se concentrara en algo me pareció un indicio alentador. Entonces yo no sabía que John había sido un experto buscavidas en el ejército. De haber querido, habría metido las bolas de una tacada y eliminado a Jacob en un santiamén, pero no lo hizo. Fingió que ponía empeño, pero al final dejó ganar al muchacho. Dadas las circunstancias, probablemente era lo mejor que podía hacer. No es que les sirviera de mucho a la larga, pero al menos Jacob esbozó una sonrisa al terminar y se acercó a su padre para estrecharle la mano. Que yo sepa, ésa fue la última vez que lo hicieron.
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